PROLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN

Cuando escribió El misterio de las catedrales, en 1922, Fulcanelli no había recibido El don de Dios, pero estaba tan cerca de la Iluminación suprema que juzgo necesario esperar y conservar el anonimato, el cual, por lo demás, había observado constantemente, acaso más por inclinación de su carácter que por obedecer rigurosamente la regla del secreto. Porque hay que decir que este hombre de otro tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras anticuadas y sus ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la atención de los desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos, empero, de la que había de suscitar, un poco más tarde, la desaparición total de su personalidad común.

Así, desde la compilación de la primera parte de sus escritos, el Maestro manifestó su voluntad —absoluta y sin apelación— de que su identidad real permaneciese en la sombra, de que desapareciese su marbete social, definitivamente trocado por el seudónimo impuesto por la Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este nombre célebre ha quedado tan firmemente grabado en la memoria, hasta las generaciones más lejanas, que es ciertamente imposible que sea sustituido jamás por cualquier patronímico, por muy verdadero, brillante o famoso que fuese.

Sin embargo, no debemos pensar que el padre de una obra de tan alta calidad la abandonase, inmediatamente después de haberla engendrado, sin razones adecuadas, por no decir imperiosas y profundamente meditadas. Éstas, en un plano muy distinto, condujeron a un renunciamiento que no deja de causar admiración, cuando incluso los autores más puros, entre los mejores, se muestran siempre sensibles al oropel de la obra impresa. Cierto que, en el reino de las letras de nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se parece a ningún otro, porque emana de una disciplina ética infinitamente superior, según la cual el nuevo Adepto ajusta su destino al de sus raros predecesores, aparecidos sucesivamente, como él, en su época determinada, jalonando, como faros de salvación y de misericordia, el camino infinito. Filiación sin tacha, prodigiosamente perpetuada, a fin de que se reafirme sin cesar, en su doble manifestación espiritual y científica, la Verdad eterna universal e indivisible. A semejanza de la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli, al arrojar a las ortigas de la zanja el gastado despojo del hombre viejo no dejó en el camino más que la huella onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña proclama la aristocracia suprema.

Quienes posean algún conocimiento sobre los libros de alquimia del pasado sabrán que la enseñanza oral de maestro o discípulo prevalece sobre cualquier otra lo cual tiene fuerza de aforismo. Fulcanelli recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos nosotros después de él, aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que Cyliani nos había abierto ya de par en par la puerta del laberinto, en el curso de aquella semana de 1915 en que su opúsculo fue reeditado.

En nuestra Introducción a Las doce llaves de la Filosofía insistimos deliberadamente en que Basilio Valentin fue el iniciador de nuestro Maestro, y lo hicimos, entre otras razones, para tener ocasión de cambiar el epíteto del vocablo, es decir, de sustituir —por prurito de exactitud—, con el adjetivo numeral primero, el calificativo verdadero que habíamos utilizado antaño en nuestro prólogo a Las moradas filosofales. En aquella época, ignorábamos la conmovedora carta que transcribiremos un poco más adelante y que debe su impresionante belleza al aliento de entusiasmo el acento fervoroso que inflama a su autor, sumido en el anónimo por el raspado de la firma, como se borra el nombre del destinatario por falta de señas. Éste fue indudablemente el maestro de Fulcanelli, el cual dejó entre sus papeles la epístola reveladora, cruzada por dos franjas oscuras en el lugar de los pliegues, por haber permanecido largo tiempo guardada en la cartera, adonde iba, empero, a buscarla el polvo impalpable y graso del hornillo en continua actividad. El autor de El misterio de las catedrales conservó, pues, durante muchos años, como un talismán, la prueba escrita del triunfo de su verdadero iniciador, que nada nos impide que publiquemos hoy, tanto más cuanto que nos da una idea elocuente y justa del terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra. No creemos que nadie nos reproche la longitud de la extraña epístola, de la que sin duda sería lamentable suprimir una sola palabra:

Mi viejo amigo,

Esta vez, ha recibido usted verdaderamente el don de Dios; es una Gracia grande, y, por primera vez, comprendo la rareza de este favor. Considero, en efecto, que, en su abismo insondable de sencillez, el arcano es imposible de encontrar por la sola fuerza de la razón por muy sutil que ésta sea y por mucho que se haya ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro de los Tesoros; demos gracias a la Divina Luz por haberle hecho participe de él. Por lo demás, lo tiene justamente merecido por su fe inquebrantable en la Verdad, por su constancia en el esfuerzo, por su perseverancia en el sacrificio, y también, no lo olvidemos…, por sus buenas obras.

Cuando mi mujer me anunció la buena nueva, me quedé aturdido de gozosa sorpresa y no cabía en mí de felicidad. Tanto, que me decía: ojalá no paguemos esta hora de embriaguez con un terrible mañana. Pero, por muy breve que sea mi información sobre la cosa, creí comprender, y esto me confirma en mi certeza, que el fuego solo se apaga cuando la Obra se ha cumplido y toda la masa tintórea impregna el vaso, que, de decantación en decantación, permanece absolutamente saturado y se vuelve luminoso como el sol.

Ha llevado usted su generosidad hasta el punto de asociarnos a este alto y oculto conocimiento que le pertenece de pleno derecho y de un modo absolutamente personal. Mejor que nadie, comprendemos todo su precio, y, también mejor que nadie, somos capaces de guardarle por ello eterno reconocimiento. Sabe usted que las más bellas frases y las más elocuentes protestas no valen lo que la sencillez emocionada de estas solas palabras: es usted bueno, y, por esta gran virtud, ha colocado Dios sobre su frente la diadema de la verdadera realeza. Él sabe que hará usted un uso digno de este cetro y de los inestimables gajes que lleva consigo. Nosotros le conocemos desde hace tiempo como el manto azul de sus amigos en desgracia; pero el manto caritativo se ha ensanchado de pronto, pues ahora todo el azul del cielo y su gran sol cubren sus nobles hombros. Ojalá pueda gozar mucho tiempo de esta grande y rara dicha, para satisfacción y consuelo de sus amigos, e incluso de sus enemigos, pues la desdicha lo borra todo y usted posee, a partir de hoy, la varita mágica que hace todos los milagros.

Mi mujer, con la inexplicable intuición de los seres sensibles, había tenido un sueño verdaderamente extraño. Había visto a un hombre envuelto en todos los colores del prisma, elevándose hasta el sol. La explicación no se hizo esperar. ¡Qué maravilla! ¡Qué bella y victoriosa respuesta a mi carta cargada, si, de dialéctica y —teóricamente— exacta, pero muy distante aun de lo Verdadero, de lo Real! ¡Ah! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la vista y de la razón, pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo… A menos que, como a usted, no venga un gran golpe de suerte a arrancarle del borde del precipicio.

Ardo en deseos de verle, mi viejo amigo de oírle contar sus últimas horas de angustia y de triunfo. Pero, créalo, jamás podré traducir en palabras la gran alegría que experimentamos y toda la gratitud que sentimos hacia usted en el fondo de nuestro corazón. ¡Aleluya!

Le abrazo y le felicito.

Su viejo…

El que sabe hacer la Obra con solo el mercurio ha encontrado lo que hay de más perfecto; es decir, ha recibido la luz y realizado el Magisterio.

Tal vez un pasaje habrá chocado, sorprendido o desconcertado al lector atento y ya familiarizado con los principales datos del problema hermético. Es cuando el íntimo y sabio correspondiente exclama:

«¡Ah! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la vista y de la razón, pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo.»

¿No parece esta frase contradecir lo que afirmamos, hace más de veinte años, en un estudio sobre el Vellocino de Oro[1], es decir, que la estrella es el gran signo de la Obra; que sella la materia filosofal; que le dice al alquimista que no ha encontrado la luz de los locos, sino la de los sabios; que consagra la sabiduría, y que la llamamos estrella de la mañana? Pero ¿se ha señalado que concretábamos brevemente que el astro hermético es ante todo admirado en el espejo del arte o mercurio, antes de ser descubierto en el cielo químico, donde alumbra de manera infinitamente más discreta? Si nos hubiéramos preocupado más del deber de la caridad que de la observancia del secreto, y aun a costa de pasar por fervientes adeptos de la paradoja, habríamos podido insistir entonces en el maravilloso arcano y, con este fin, copiar algunas líneas escritas en un viejísimo carnet, después de una de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli, que, acompañadas de café azucarado y frío, hacían nuestras profundas delicias de adolescente asiduo y estudioso, ávido de un saber inapreciable:

Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble. Aprenda a distinguir su huella real de su imagen, y observara que brilla con mayor intensidad a la luz del día que en las tinieblas de la noche.

Declaración que corrobora y competa la de Basilio Valentín (Doce llaves), no menos categórica y solemne:

«Los dioses han otorgado al hombre dos estrellas para que le conduzcan a la gran Sabiduría; observarás, ¡oh hombre!, y sigue con constancia su claridad, porque en ella se encuentra la Sabiduría.»

¿Acaso no son estas dos estrellas las que nos muestran una de las pequeñas pinturas alquímicas del convento franciscano de Cimiez, acompañada de la inscripción latina que expresa la virtud salvadora inherente al resplandor nocturno y estelar:

«Cum luce salutem; con la luz, la salvación»?

En todo caso, por poco sentido filosófico que uno tenga y por poco trabajo que se tome en meditar las anteriores frases de Adeptos incontestables, poseerá la llave con ayuda de la cual abre Cyliani la cerradura del templo. Pero, si todavía no comprende, que relea a Fulcanelli y no vaya a buscar en otra parte una enseñanza que ningún otro libro podría darle con tanta precisión.

Hay, pues, dos estrellas, las cuales, a pesar de que parezca inverosímil, forman en realidad una sola. La que brilla sobre la Virgen mística —a la vez nuestra madre y el mar hermético— anuncia la concepción y no es más que el reflejo de la otra, que precede al advenimiento milagroso del Hijo. Pues si la Virgen celestial es todavía llamada stella matutina, estrella de la mañana, si es posible contemplar en ella el esplendor de una señal divina; si el descubrimiento de esta fuente de gracias pone gozo en el corazón del artista, no es, empero, más que una simple imagen reflejada por el espejo de la Sabiduría. A pesar de su importancia y del lugar que ocupa en los autores, esta estrella visible, pero inalcanzable, da testimonio de la realidad de la otra, de la que coronó al Niño divino en el momento de nacer. El signo que condujo a los Magos a la cueva de Belén, nos dice san Crisóstomo, fue a colocarse, antes de desaparecer, sobre la cabeza del Salvador rodeándole de un halo luminoso.

Insistimos en ello, porque estamos seguros de que algunos nos lo agradecerán: Se trata verdaderamente de un astro nocturno cuya claridad resplandece sin gran fuerza en el polo del cielo hermético. Importa, pues, instruirse, sin dejarse engañar por las apariencias, sobre este cielo terrestre de que habla Wenceslao Lavinius de Moravia y sobre el cual insiste tanto Jacobus Tollius:

«Comprenderás lo que es el Cielo leyendo el pequeño comentario que sigue y por el cual el Cielo químico habrá sido abierto. Pues este cielo es inmenso y viste los campos de luz purpúrea, donde se han reconocido sus astros y su sol.»

Es indispensable meditar bien que el cielo y la tierra, aunque confusos en el Caos cósmico original, no son diferentes en sustancia ni en esencia, sino que llegan a serlo en calidad, en cantidad y en virtud. ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte y estéril, no contiene el cielo filosófico? ¿Ha de ser pues imposible al artista, imitador de la Naturaleza y de la Gran Obra divina, separar, en su pequeño mundo, con ayuda del fuego secreto y del espíritu universal, las partes cristalinas, luminosas y puras, de las partes densas, tenebrosas y groseras? No; por lo tanto, debe realizarse esta separación, que consiste en extraer la luz de las tinieblas y en efectuar el trabajo del primero de los Grandes Días de Salomón. Gracias a ella podremos saber lo que es la tierra filosofal y lo que los Adeptos han llamado cielo de los Sabios.

Philalèthe, que, en su Entrada abierta al Palacio cerrado del Rey, es quien más se extendió sobre la práctica de la Obra, señala la estrella hermética y llega a la conclusión de la magia cósmica de su aparición:

«Es el milagro del mundo, la reunión de las virtudes superiores en las inferiores; por esto el Todopoderoso la marcó con un signo extraordinario. Los Sabios la vieron en Oriente, se llenaron de admiración y comprendieron en seguida que un Rey purísimo había nacido en el mundo.

»Tu, cuando hayas visto su estrella, síguela hasta la Cuna; allí veras al hermoso Niño.»

El Adepto revela a continuación la manera de operar:

«Tómese cuatro partes de nuestro dragón ígneo que oculta en su vientre nuestro Acero mágico, y nueve partes de nuestro Imán; mézclese todo por medio de Vulcano ardiente, en forma de agua mineral, donde sobrenadará una espuma que debe ser quitada. Arrójese la costra, tómese el núcleo, purifíquese tres veces, por el fuego y la sal, cosa que se hará fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el espejo de Marte.»

Por último, añade Philalèthe:

«Y que el Todopoderoso estampe su sello real en esta Obra y la adorne con él particularmente.»

La estrella, a decir verdad, no es un signo especial de la labor de la Gran Obra. Podemos encontrarla en multitud de combinaciones alquímicas, de procedimientos particulares y de operaciones espagíricas de menor importancia. Sin embargo, ofrece siempre el mismo valor indicativo de transformación, parcial o total, de los cuerpos sobre los cuales se ha fijado. Juan Federico Helvetius nos dio un ejemplo típico de ello en el pasaje de su Becerro de Oro (Vitulus Aureus) que traducimos a continuación:

«Cierto orfebre de La Haya, (cui nomen est Grillus), discípulo muy ejercitado en alquimia pero hombre muy pobre según la naturaleza de esta ciencia, pidió hace algunos años[2] a mi mejor amigo es decir a J. Gaspar Knôtter, tintorero, espíritu de sal preparado de manera no vulgar. Al preguntarle Knôtter si este espíritu de sal especial seria o no utilizado para los metales, Gril respondió que para los metales; seguidamente vertió este espíritu de sal sobre plomo que había colocado en un recipiente de vidrio utilizado para confituras o alimentos. Pues bien, al cabo de dos semanas, apareció, flotando, una muy curiosa y resplandeciente Estrella plateada, que parecía trazada con un compás por un artista muy hábil. Por lo que Gril, lleno de inmensa alegría, nos manifestó que había visto ya la estrella visible de los Filósofos, sobre la cual, probablemente, se había informado en Basilio (Valentin). Yo y otros muchos hombres honorables contemplamos con suma admiración esta estrella flotante en el espíritu de sal, mientras que, en el fondo, permanecía el plomo de color de ceniza e hinchado a la manera de una esponja. Sin embargo, en un intervalo de siete o nueve días, fue desapareciendo la humedad del espíritu de sal, absorbida por el grandísimo calor del aire del mes de julio, y la estrella llegó al fondo, depositándose sobre aquel plomo esponjoso y terroso. Fue un resultado digno de admiración y no para un reducido número de testigos. Por último, Gril copeló en una vasija la parte de este plomo ceniciento a que se había adherido la estrella, y obtuvo, de una libra de este plomo, doce onzas de plata de copela, y, además, de estas doce onzas, dos onzas de oro excelente.»

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I. NOTRE-DAME-DE-CONFESSION

Virgen Negra de las criptas de Saint Victor en Marseille

Tal es el relato de Helvetius. Solo lo damos para confirmar la presencia del signo estrellado en todas las modificaciones internas de cuerpos tratados filosóficamente. Sin embargo, no quisiéramos ser causa de trabajos infructuosos o engañadores que sin duda emprenderían algunos lectores entusiastas, fundándose en la reputación de Helvetius en la probidad de los testigos oculares y, tal vez también, en nuestro constante afán de sinceridad. Por esto queremos observar, a quienes quisieran repetir el ensayo, que faltan en esta narración dos datos esenciales: la composición química exacta del ácido clorhídrico y las operaciones efectuadas previamente sobre el metal. Ningún químico será capaz de contradecirnos si afirmamos que el plomo ordinario, sea cual fuere, no tomará jamás el aspecto de la piedra pómez sometiéndolo, en frío, a la acción del ácido muriático. Varios preparativos son, pues, necesarios para provocar la dilatación del metal, separar de él las impurezas más groseras y los elementos inestables, y producir en fin, mediante la fermentación necesaria, la hinchazón que le hace adquirir una estructura esponjosa, blanda y que manifiesta ya una marcadísima tendencia al cambio profundo de las propiedades especificas.

Blaise de Vignère y Naxagoras, por ejemplo, han escrito largamente sobre la conveniencia de una prolongada cocción previa. Pues, si es cierto que el plomo común está muerto —porque ha sufrido la reducción, y una gran llama, dice Basilio Valentín, devora un fuego pequeño—, no es menos verdad que el mismo metal, pacientemente alimentado con sustancia ígnea, se reanimará, reanudará poco a poco su actividad abolida y, de masa química inerte, se convertirá en cuerpo filosóficamente vivo.

Tal vez alguien se asombrará de que hayamos tratado tan prolijamente de un solo punto de la Doctrina, hasta dedicarle la mayor parte de este prólogo, lo cual, en consecuencia, nos hace temer que hayamos rebasado la finalidad corrientemente asignada a los escritos de este género. Se advertirá, no obstante, que era lógico que desarrollásemos este tema que nos introduce, a pie llano, podríamos decir, en el texto de Fulcanelli. Efectivamente, ya en su umbral, se entretiene largamente nuestro Maestro en el papel capital de la Estrella, en la Teofanía mineral que anuncia, con certeza, la elucidación tangible del gran secreto enterrado en los edificios religiosos. El misterio de las catedrales: así se titula precisamente esta obra de la que hoy ofrecemos —después de la tirada de 1926, compuesta únicamente de trescientos ejemplares— la segunda edición, aumentada con varias notas originales de Fulcanelli, recogidas tal cual, sin la menor adición ni el más pequeño cambio. Éstas se refieren a una cuestión muy angustiosa que ocupó largo tiempo la pluma del Maestro y de la que diremos unas palabras a propósito de Las moradas filosofales.

Por lo demás, si hubiera que justificar el mérito de El misterio de las catedrales bastaría señalar que este libro ha sacado de nuevo a plena luz la cábala fonética cuyos principios y su aplicación habrán caído en el más absoluto olvido. Después de esta enseñanza detallada y precisa, tras las breves consideraciones aportadas por nosotros con ocasión del centauro, del hombre-caballo del Plessis-Bourré, de Dos mansiones alquímicas, será ya imposible confundir la lengua matriz, el enérgico idioma fácilmente comprendido aunque jamás hablado y siempre según de Cyrano Bergerac, el instinto o la voz de la Naturaleza, con las transposiciones, los trastrocamientos, las sustituciones y los cálculos no menos abstrusos que arbitrarios de la kábala judía. Por eso importa distinguir los dos vocablos, cábala y kábala, a fin de utilizarlos como se debe: el primero, como derivado de καβαλλης o del latín caballus, caballo, el segundo, del hebreo kabbalah, que significa tradición. En fin, no se podrá ya, a pretexto de los sentidos figurados, admitidos por analogía, de corrillo, manejo o intriga, negar al sustantivo cábala la función que solo él es capaz de desempeñar y que Fulcanelli lo confirmó magistralmente, al encontrar la llave perdida de la Gaya ciencia, de la Lengua de los dioses o de los pájaros. Las mismas que Jonathan Swift, el singular deán de San Patricio, conocía a fondo y practicaba a su manera, con tanto saber y virtuosismo.

SAVIGNIES, agosto de 1957.