Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo, la presentación de una obra escrita por su propio Maestro. Por ello, no me propongo analizar aquí El misterio de las catedrales, ni subrayar su belleza formal y su profunda enseñanza. A este respecto, confieso, muy humildemente, mi incapacidad, y prefiero dejar a los lectores el cuidado de apreciarlo en lo que vale, y a los Hermanos de Heliópolis el gozo de recoger esta síntesis, tan magistralmente expuesta por uno de los suyos. El tiempo y la verdad harán todo lo demás.
Hace ya tiempo que el autor de este libro no está entre nosotros. Se extinguió el hombre. Solo persiste su recuerdo. Y yo experimento una especie de dolor al evocar la imagen del Maestro laborioso y sabio al que tanto debo, mientras deploro, ¡ay!, que desapareciera tan pronto. Sus numerosos amigos, hermanos desconocidos que esperaban de él la solución del misterioso Verbum dimissum, le llorarán conmigo.
¿Podía él, llegado a la cima del Conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del Destino? Nadie es profeta en su tierra. Este viejo adagio nos da, tal vez, la razón oculta del trastorno que produce la chispa de la Revelación en la vida solitaria y estudiosa del filósofo. Bajo los efectos de esta llama divina, el hombre viejo se consume por entero. Nombre, familia, patria, todas las ilusiones, todos los errores, todas las vanidades, se deshacen en polvo. Y, como el Fénix de los poetas, una personalidad nueva renace de las cenizas. Así lo dice, al menos, la Tradición filosófica.
Mi Maestro lo sabía. Desapareció al sonar la hora fatídica, cuando se produjo la Señal. ¿Y quién se atrevería a sustraerse a la Ley? Yo mismo, a pesar del desgarro de una separación dolorosa, pero inevitable, actuaría de la misma manera, si me ocurriese hoy el feliz suceso que obligo al Adepto a renunciar a los homenajes del mundo.
Fulcanelli ya no existe. Sin embargo, y éste es nuestro consuelo, su pensamiento permanece, ardiente y vivo, encerrado para siempre en estas páginas como en un santuario.
Gracias a él, la catedral gótica nos revela su secreto. Y así nos enteramos, con sorpresa y emoción, de cómo fue tallada por nuestros antepasados la primera piedra de sus cimientos, resplandeciente gema, más preciosa que el mismo oro, sobre la cual edifico Jesús su Iglesia. Toda la verdad, toda la filosofía, toda la Religión, descansaban sobre esta Piedra única y sagrada. Muchos, henchidos de presunción, se creen capaces de modelarla; y, sin embargo, ¡cuán raros son los elegidos cuya sencillez, cuya sabiduría, cuya habilidad, les permiten lograrlo!
Pero esto importa poco. Nos basta con saber que las maravillas de nuestra Edad Media contienen la misma verdad positiva, el mismo fondo científico, que las pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas, las basílicas bizantinas.
Tal es el alcance general del libro de Fulcanelli.
Los hermetistas —o al menos los que son dignos de este nombre— descubrirán otra cosa en él. Dicen que del contraste de las ideas nace la luz; ellos descubrirán que aquí, merced a la confrontación del Libro con el Edificio, despréndese el Espíritu y muere la Letra. Fulcanelli hizo, para ellos, el primer esfuerzo; a los hermetistas corresponde hacer el último. El camino que falta por recorrer es breve. Pero hace falta conocerlo bien y no caminar sin saber adónde uno va.
¿Queréis que os diga algo más?
Sé, no por haberlo descubierto yo mismo, sino porque el autor me lo afirmó, hace más de diez años, que la llave del arcano mayor consiste sencillamente en un color, manifestado al artesano desde el primer trabajo. Ningún filósofo, que yo sepa, descubrió la importancia de este punto esencial. Al revelarlo yo, cumplo la última voluntad de Fulcanelli y sigo el dictado de mi conciencia.
E. CANSELIET
F. C. H.
Octubre 1925.