Pero, más aún que el Palacio de Jacques Coeur, llama nuestra atención la Mansión Lallemant. Morada burguesa, de modestas dimensiones y de estilo menos antiguo, tiene la rara ventaja de presentarse a nosotros en un estado de perfecta conservación. Ninguna restauración, ninguna mutilación, la han despojado del bello carácter simbólico que se desprende de una decoración abundante en temas delicados y minuciosos.
El cuerpo del edificio, construido en una pendiente, muestra el pie de su fachada al nivel de un piso por debajo del patio. Esta disposición obliga al empleo de una escalera sin bóveda, ingenioso y original sistema que permite el acceso al patio interior, en el cual se abre la entrada de los departamentos
En el rellano abovedado, al pie de la escalera, el guardián —cuya exquisita afabilidad es digna de alabanza— empuja una puerta a nuestra derecha. «Aquí —nos dice— está la cocina.» Es ésta una pieza bastante grande, excavada en el subsuelo, baja de techo y apenas iluminada por una sola ventana más ancha que alta y dividida por una columna dé piedra. Una chimenea minúscula y nada profunda constituye la «cocina» propiamente dicha. En apoyo de su afirmación, nuestro cicerone señala un motivo ornamental en el arranque de la bóveda en el cual representa un clérigo empuñando una mano de almirez. ¿Se trata, efectivamente, de la imagen de un marmitón del siglo XVI? Nosotros permanecemos incrédulos. Nuestra mirada va de la pequeña chimenea —donde apenas se podría asar un pavo, pero que, desde luego, bastaría para albergar la torre de un atanor— hasta el muñeco ascendido a cocinero, y recorre en fin toda la cocina tan triste y sombría de este luminoso día de verano…
Cuanto más reflexionamos, más inverosímil nos parece la explicación del guía. Esta sala baja, oscura, separada del comedor por una escalera y un patio descubierto, sin más aparato que una chimenea estrecha, insuficiente, desprovista de planchuela de hierro y llar, difícilmente podría utilizarse para las más simples funciones culinarias. Por el contrario, nos parece sumamente adecuada para el trabajo alquímico, que excluye la luz solar, como enemiga de toda generación. En cuanto al marmitón, conocemos demasiado bien el tino, el cuidado y la exactitud escrupulosa con que los imagineros de antaño traducían sus ideas, para calificar de mano de almirez el objeto que aquél muestra al visitante. No podemos creer que el artista hubiese desdeñado la representación del mortero, complemento indispensable de aquélla. Por otra parte, la forma misma del utensilio es característica; lo que sostiene el muñeco en cuestión es en realidad un matraz de cuello largo, parecido al que emplean nuestros químicos y a los que llaman también balones, a causa de su panza esférica. Por último, el extremo del mango de la supuesta mano de almirez aparece hueco y cortado oblicuamente, lo que prueba sin lugar a dudas que nos hallamos en presencia de un utensilio, ya sea un vaso o una pequeña redoma.
Esta vasija indispensable y secretísima recibió nombres diversos, escogidos con la intención de ocultar a los profanos, no sólo su verdadero destino, sino también su composición. Los Iniciados nos comprenderán y sabrán perfectamente a qué vasija nos estamos refiriendo. En general, se la llama huevo filosófico y León verde. Por el término huevo, entienden los Sabios su compuesto, colocado en su vaso adecuado y dispuesto a sufrir las transformaciones que en él provocará la acción del fuego. Y es realmente, en este sentido, un huevo ya que su envoltura, o su cáscara, encierra el rebis filosofal, formado de blanco y de rojo en una proporción análoga a la del huevo de las aves. En cuanto al segundo epíteto, los textos no han dado nunca su interpretación. Batsdorff dice, en su Hilo de Ariadna, que los Filósofos dieron el nombre de León verde a la vasija utilizada para la cocción, pero no nos explica la razón. El Cosmopolita, insistiendo sobre todo en la calidad del vaso y en su necesidad para el trabajo, afirma que, en la Obra, «sólo hay este León verde que cierra y abre los siete sellos indisolubles de los siete espíritus metálicos, y que atormenta a los cuerpos hasta perfeccionarlos enteramente, por medio de la prolongada y firme paciencia del artista». El manuscrito de G. Aurach[108] nos muestra un matraz de vidrio, lleno hasta la mitad de un licor verde, y añade que todo el arte consiste en la adquisición de este único León verde, cuyo nombre indica incluso su color. Es el vitriolo de Basilio Valentin. La tercera figura del Vellocino de Oro es casi idéntica a la imagen de G. Aurach. Vemos en ella un filósofo vestido de rojo, cubierto con manto de púrpura y tocado con un gorro verde, que muestra con la diestra un matraz de vidrio conteniendo un líquido verde. Ripley se acerca más a la verdad cuando dice; «Sólo entra un cuerpo inmundo en nuestro magisterio; los Filósofos lo llaman ordinariamente León verde. Es el medio para juntar las tinturas entre el sol y la luna.»
De estos informes se infiere que hay que considerar el vaso desde el doble punto de vista de su materia y de su forma; de una parte en el estado de vaso natural, y de otra, como vaso del arte. Las descripciones —poco numerosas y poco claras— que acabamos de citar hacen referencia a la naturaleza del vaso; muchísimos textos nos instruyen sobre la forma del huevo. Éste puede ser, a gusto del artista, esférico u ovoide, con tal de que esté confeccionado con vidrio claro, transparente y sin ampollas. Sus paredes requieren un espesor determinado, a fin de resistir las presiones internas, y algunos autores recomiendan elegir, para este objeto, el vaso de Lorena[109]. En fin, el cuello puede ser largo o corto, según la intención o la comodidad del artista; lo esencial es que pueda soldarse fácilmente a la lámpara de esmaltador. Pero estos detalles de la práctica son lo bastante conocidos para que tengamos que dar explicaciones más extensas.
XLI. HOTEL LALLEMANT: CULO DE LÁMPARA
El Vaso de la Gran Obra
Por lo que a nosotros atañe, sólo queremos hacer hincapié en que el laboratorio y el vaso de la Obra —el lugar en que trabaja el Adepto y aquél en que actúa la Naturaleza— son los dos hechos ciertos que impresionan al iniciado al comenzar su visita y que hacen de la Mansión Lallemant una de las más seductoras y más raras moradas filosofales.
Siguiendo siempre al guía, hétenos ahora pisando el embaldosado del patio. Damos unos pasos y llegamos a la entrada de una loggia vivamente iluminada a través de un pórtico formado por tres aberturas en arco. Es una sala grande, de techo surcado por gruesas vigas. Una serie de monolitos, estelas y otros fragmentos antiguos le dan el aspecto de un museo arqueológico local. Para nosotros, no es esto lo más interesante, sino el muro del fondo, donde se halla enclavado un magnífico bajorrelieve de piedra pintada. Representa a san Cristóbal depositando a Jesús Niño en la margen rocosa del legendario torrente que acaban de cruzar. En segundo término, un ermitaño de su cabaña con una linterna en la mano —pues la escena se desarrolla de noche—, y avanza en dirección al Niño-Rey.
A menudo nos hemos tropezado con bellas representaciones antiguas de san Cristóbal; ninguna, empero, ha estado más acorde que ésta con la leyenda. Parece fuera de toda duda que el tema de esta obra maestra y el texto de Jacques de Voragine contienen el mismo sentido hermético; esto, además de cierto detalle que no creo que se encuentre en otra parte. San Cristóbal adquiere, por esta circunstancia, una importancia capital bajo el aspecto de la analogía existente entre el gigante que transporta a Cristo y la materia que trae el oro (Χρυσοϕορος), desempeñando la misma función en la Obra. Como nuestra intención es servir al estudiante sincero y de buena fe, desarrollaremos seguidamente su esoterismo, cosa que habíamos reservado para este lugar al referirnos a las estatuas de san Cristóbal y al monolito levantado en el atrio de Notre-Dame de París. Pero, a fin de que puedan comprendernos mejor, transcribiremos ante todo el relato legendario que Amédée de Ponthieu[110] tomó de Jacques de Voragine. Subrayaremos adrede los pasajes y los nombres que aluden directamente al trabajo, a las condiciones y a los materiales, a fin de que el lector pueda detenerse en ellos, reflexionar y sacar provecho.
«Antes de ser cristiano, Cristóbal se llamaba Offerus; era una especie de gigante, y muy duro de mollera. Cuando tuvo uso de razón, emprendió viaje, diciendo que quería servir al rey más grande de la tierra. Le enviaron a la corte de un rey muy poderoso, el cual se alegró no poco de tener un servidor tan forzudo. Un día, el rey, al oír que un juglar pronunciaba el nombre del diablo, hizo, aterrorizado, la señal de la cruz. “¿Por qué hacéis eso?” preguntó al punto Cristóbal. “Porque temo al diablo”, le respondió el rey. “Si le temes, es que no eres tan poderoso como él. En este caso, quiero servir al diablo.” Dicho lo cual, Offerus partió de allí.
»Después de una larga caminata en busca del poderoso monarca, vio venir en su dirección una nutrida tropa de jinetes vestidos de rojo; su jefe, que era negro, le dijo “¿A quién buscas?” —“Busco al diablo para servirle.”—. “Yo soy el diablo. Sígueme.” Y hete aquí a Offerus incorporado a los seguidores de Satán. Un día, después de mucho cabalgar, la tropa infernal encuentra una cruz a la orilla del camino; el diablo ordena dar media vuelta. “¿Por qué has hecho eso?”, le preguntó Offerus, siempre deseoso de instruirse. “Porque temo la imagen de Cristo”. —“Si temes la imagen de Cristo, es que eres menos poderoso que él; en tal caso, quiero entrar al servicio de Cristo.” Offerus pasó solo por delante de la cruz y continuó su camino. Encontró a un buen ermitaño y le preguntó dónde podría ver a Cristo. “En todas partes”, le respondió el ermitaño. “No lo entiendo —dijo Offerus— pero, si me habéis dicho la verdad, ¿qué servicios puede prestarle un muchachote robusto y despierto como yo?” —“Se le sirve —respondió el ermitaño— con la oración, el ayuno y la vigilia.” Offerus hizo una mueca. “¿No hay otra manera de serle agradable?”, preguntó. Comprendió el solitario la clase de hombre que tenía delante y, cogiéndole de la mano, le condujo a la orilla de un impetuoso torrente, que descendía de una alta montaña, y le dijo: “Los pobres que cruzaron estas aguas se ahogaron; quédate aquí, y traslada a la otra orilla, sobre tus fuertes hombros, a aquéllos que te lo pidieren. Si haces esto por amor a Cristo, Él te admitirá como su servidor.” —“Sí que lo haré por amor a Cristo”, respondió Offerus. Y entonces se construyó una cabaña en la ribera y empezó a transportar de noche y de día a los viajeros que se lo pedían.
«Una noche, abrumado por la fatiga, dormía profundamente: le despertaron unos golpes dados a su puerta y oyó la voz de un niño que le llamaba tres veces por su nombre. Se levantó, subió al niño sobre su ancha espalda y entró en el torrente. Al llegar a su mitad, vio que el torrente se enfurecía de pronto, que las olas se hinchaban y se precipitaban sobre sus nervudas piernas para derribarle. El hombre aguantaba lo mejor que podía, pero el niño pesaba como una enorme carga; entonces, temeroso de dejar caer al pequeño viajero, arrancó un árbol para apoyarse en él; pero la corriente se guía creciendo y el niño se hacía cada vez más pesado. Offerus, temiendo que se ahogara, levantó la cabeza hacia él y le dijo: “Niño, ¿por qué te haces tan pesado? Me parece como si transportase el mundo.” El niño le respondió: “No solamente transportas el mundo, sino a Aquél que hizo el mundo. Yo soy Cristo, tu Dios y señor. En recompensa de tus buenos servicios, yo te bautizo en el nombre de mi Padre, en el mío propio y en el del Espíritu Santo; en adelante, te llamarás Cristóbal.” Desde aquel día, Cristóbal recorrió la tierra para enseñar la palabra de Cristo.»
Esta narración basta para demostrar con que fidelidad el artista observó y reprodujo los menores detalles de la leyenda. Pero hizo todavía más. Bajo la inspiración del sabio hermetista que le había encargado la obra[111], colocó al gigante con los pies dentro del agua y lo vistió con un lienzo ligero anudado sobre el hombro y ceñido con un ancho cinturón al nivel del abdomen. Este cinturón es lo que da a san Cristóbal su verdadero carácter esotérico. Lo que vamos a decir aquí sobre él, es cosa que no se enseña. Pero, aparte de que la ciencia de esta guisa revelada no deja por ello de ser menos tenebrosa, entendemos que un libro que no enseñara nada sería inútil y vano. Por esta razón, nos esforzaremos en desnudar el símbolo lo más posible, a fin de mostrar a los investigadores de lo oculto el hecho científico escondido bajo su imagen.
El cinturón de Offerus aparece pespunteado a rayas entrecruzadas, semejantes a las que presenta la superficie del disolvente cuando ha sido canónicamente preparado. Tal es el Signo que todos los Filósofos admiten para señalar, exteriormente, la virtud, la perfección y la extraordinaria pureza intrínsecas a su sustancia mercurial. Hemos dicho ya en varias ocasiones, y lo repetiremos aquí, que todo el trabajo del arte consiste en animar este mercurio hasta que aparezca revestido del indicado signo. Y los autores antiguos llamaron a este signo, Sello de Hermes, Sal de los Sabios (empleando Sal por Sello) —cosa que ha llevado la confusión a la mente de los investigadores—, marca y huella del Todopoderoso, firma de Éste, y también Estrella de los Magos, Estrella Polar, etc. Esta disposición geométrica subsiste y aparece con mayor claridad cuando se ha puesto el oro a disolver en el mercurio para volverlo a su primitivo estado, el de oro joven o rejuvenecido; en una palabra, oro niño. Por esta razón, el mercurio —fiel servidor y Sello de la tierra— recibe el nombre de Fuente de Juventud. Los Filósofos hablan, pues, con toda claridad cuando enseñan que el mercurio, una vez efectuada la disolución, lleva el niño, el Hijo del Sol, el Pequeño Rey (Roitelet), como una verdadera madre, ya que, efectivamente, el oro renace en su seno. «El viento —que es el mercurio alado y volátil— lo ha llevado en su vientre», nos dice Hermes en su Mesa de Esmeralda. Esto sentado, volvemos a encontrar la versión secreta de esta verdad positiva en la Galette de Reyes, que suele comerse en familia el día de la Epifanía, fiesta célebre que evoca la manifestación de Jesucristo niño a los Reyes Magos y a los gentiles. Según la Tradición, los Magos fueron guiados hasta la cuna del Salvador por una estrella la cual fue, para ellos, el signo anunciador, la Buena Nueva de su nacimiento. Nuestra Galette está signada como la propia materia, y contiene en su pasta el niñito conocido popularmente con el nombre de bañista. Es el Niño Jesús, llevado por Offerus, el servidor o el viajero; es el oro en su baño, el bañista; el haba, el zueco, la cuna o la cruz de honor, y es el pez «que nada en nuestro mar filosófico», según la propia expresión del Cosmopolita[112]. Notemos que, en las basílicas bizantinas, Cristo aparecía a veces representado como las Sirenas, con cola de pez. Así podemos verlo en un capitel de la iglesia de Saint-Brice, en Saint-Brisson-sur-Loire (Loiret). El pez es el jeroglífico de la piedra de los Filósofos en un estado primitivo, porque la piedra, como el pez, nace en el agua y vive en el agua. Entre las pinturas de la estufa alquímica ejecutada en 1702 por P.-H. Pfau[113], vemos un pescador con caña sacando del agua un hermoso pez. Otras alegorías recomiendan pescarlo con ayuda de una red o de una malla, lo cual es imagen exacta de las mallas formadas por hilos cruzados y esquematizadas en nuestras galettes[114] de la Epifanía. Señalemos, no obstante, otra forma emblemática más rara, pero no menos luminosa. En casa de una familia amiga, donde fuimos invitados a comer el pastel de Reyes, vimos, no sin cierto asombro, en la corteza, un roble con las ramas extendidas, en vez de los rombos que en ella figuran de ordinario. El bañista había sido sustituido por un pez de porcelana, y este pez era un lenguado (sole) (lat. sol, solis, el sol). Pronto explicaremos la significación hermética del roble, al hablar del Vellocino de oro. Añadamos también que el famoso pez del Cosmopolita, llamado por él Echineis, es el ursino (echinus), el osezno, la osa menor, constelación en que se encuentra la estrella polar. Las conchas de ursinos fósiles, que se encuentran en abundancia en todos los terrenos, presentan una cara radiada en forma de estrella. Por esto Limojon de Saint-Didier recomienda a los investigadores que orienten un rumbo «mirando a la estrella del Norte».
Este pez misterioso es el pez real por excelencia; el que lo encuentra en su porción de pastel es investido con el título de rey y agasajado como a tal. Antiguamente, dábase el nombre de pez real al delfín, al esturión, al salmón y a la trucha, porque, según decían, eran especies reservadas para la mesa del rey. En realidad, esta denominación tenía únicamente carácter simbólico, ya que el hijo primogénito de los reyes, el heredero de la corona, llevaba siempre el título de Delfín, nombre de un pez, y, mejor aún, de un pez real. Es, por lo demás, un delfín lo que los pescadores en barca del Mutus Liber tratan de capturar con sedal y con anzuelo. Son igualmente delfines los peces que observamos en diversos motivos ornamentales de la Mansión Lallemant en la ventana de en medio de la torrecilla angular, en el capitel de una columna, y también en la parte superior de una pequeña credencia, en la capilla. El Ictus griego de las catacumbas romanas tiene el mismo origen. Martigny[115] reproduce, en efecto, una curiosa pintura de las catacumbas que representa un pez nadando en las olas y llevando sobre el lomo una cesta, que contiene unos panes y un objeto rojo, de forma alargada, que es tal vez un vaso lleno de vino. La cesta que lleva el pez constituye el mismo jeroglífico representado en la galette de Reyes, ya que está confeccionada con mimbres entrecruzados. Para no extendernos más en estos parangones, nos limitaremos a llamar la atención de los curiosos sobre la cesta de Baco, llamada Cista, que llevaban las cistóforas en las procesiones de las bacanales y «en la cual —nos dice Fr. Noel[116]— estaba encerrado cuanto había de más misterioso».
Incluso la pasta de la galette está de acuerdo con las leyes del simbolismo tradicional. Esta pasta es hojaldrada, y nuestro pequeño bañista está inserto en ella a la manera de las señales de los libros. Aquí tenemos una interesante confirmación de la materia representada por el pastel de Reyes. Sendivogius nos da a conocer que el mercurio preparado tiene el aspecto y la forma de una masa pedregosa, desmenuzable y hojaldrada. «Si la observáis bien —dice—, advertiréis que toda ella forma como hojas. En efecto, las láminas cristalinas que componen su sustancia se encuentran superpuestas como las hojas de un libro; por esta razón, ha recibido los epítetos de tierra hojosa, tierra de hojas, libro de las hojas, etc. Así, vemos la primera materia de la Obra expresada simbólicamente por un libro, ora abierto, ora cerrado, según que haya sido trabajada o simplemente extraída de la mina. En ocasiones, cuando este libro se representa cerrado —lo cual indica la sustancia mineral en bruto— no es extraño verle cerrado con siete cintas, son las marcas de las siete operaciones sucesivas que permiten abrirlo, al romper cada una de ellas uno de los sellos que lo mantienen cerrado. Tal es el Gran Libro de la Naturaleza, que encierra en sus páginas la revelación de las ciencias profanas y la de los misterios sagrados. Su estilo es sencillo y su lectura fácil, a condición, empero, de que uno sepa dónde encontrarlo —lo cual es muy difícil— y, sobre todo, de que sepa abrirlo, lo cual es todavía más laborioso.
XLII. HOTEL LALLEMANT
Leyenda de San Cristóbal
Visitemos ahora el interior del palacio. En el fondo del patio, ábrese la puerta, en arco de medio punto, que da acceso a los departamentos. Hay allí cosas muy bellas, y el amante de nuestro Renacimiento encontrará en ellas sobrados motivos de satisfacción. Crucemos el comedor, cuyo techo artesonado y cuya alta chimenea, con las armas de Luis XII y de Ana de Bretaña, son otras tantas maravillas, y atravesemos el umbral de la capilla.
Verdadera joya, cincelada y labrada con amor por admirables artistas, esta pequeña y alargada pieza apenas tiene nada de capilla, si exceptuamos la ventana de tres arcos dentados, siguiendo el estilo ojival. Toda la ornamentación es profana, y todos sus motivos han sido tomados de la ciencia hermética. Un soberbio bajo relieve pintado, ejecutado a la manera del san Cristóbal de la loggia, tiene por tema el mito pagano del Vellocino de Oro. Los artesones del techo sirven de marcos a numerosas figuras jeroglíficas. Una linda credencia del siglo XVI plantea un enigma alquímico. Ni una escena religiosa, ni un versículo de salmo ni una parábola evangélica; sólo el verbo misterioso del Arte sacerdotal… ¿Es posible que se haya oficiado en este gabinete de aspecto tan poco ortodoxo, pero tan adecuado, en cambio, por su mística intimidad, para la meditación y la lectura, es decir, para la oración del Filósofo? ¿Capilla, estudio u oratorio? No sabemos contestar a esta pregunta.
El bajorrelieve del Vellocino de oro, primera cosa que se advierte al entrar, es un hermoso paisaje sobre piedra, realzado por el color, pero débilmente iluminado, y lleno de detalles curiosos cuyo estudio dificulta la pátina del tiempo. En el centro de un circulo de rocas cubiertas de musgo, y de paredes verticales, un bosque formado principalmente por robles yergue sus troncos rugosos y extiende su fronda. En varios claros, percibimos diversos animales de difícil identificación —un dromedario, un buey o una vaca, una rana en lo alto de una roca, etc.— que animan el ambiente salvaje y poco atractivo del lugar. En el suelo herboso, crecen flores y canas del género fragmita. A la derecha, el pellejo del cordero aparece colocado sobre un saliente de la roca y custodiado por un dragón cuya amenazadora silueta se recorta sobre el cielo. El propio Jasón estaba representado al pie de un roble; pero esta parte de la composición, sin duda poco adherente, se despegó del resto.
XLIII. CHAPILLA DEL HOTEL LALLEMANT
El Toison (Vellocino) de Oro
La fábula del Vellocino de oro es un enigma completo del trabajo hermético que debe llevar a la obtención de la Piedra Filosofal[117]. En el lenguaje de los Adeptos, se llama Vellocino de oro a la materia preparada para la Obra, así como el resultado final. Lo cual es totalmente exacto, ya que estas sustancias sólo se diferencia por su pureza, su fijeza y su madurez. Piedra de los Filósofos y Piedra Filosofal son, pues, cosas semejantes, en su especie y en su origen; pero la primera es cruda, mientras que la segunda, derivada de aquélla, está perfectamente cocida y ablandada. Los poetas griegos nos refieren que «Zeus se alegró tanto del sacrificio hecho por Frixo en su honor, que quiso que aquéllos que tuvieran el vellocino viviesen en la abundancia mientras lo conservaran en su poder, y que todo el mundo estuviera autorizado para intentar su conquista». Podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que son poco numerosos los que hacen uso de esta autorización. Y no es que sea tarea imposible, ni entrañe peligro extraordinario —pues quienes conocen al dragón saben también cómo vencerle—, sino que existe una gran dificultad en la interpretación del simbolismo. ¿Cómo establecer una concordancia satisfactoria entre tantas imágenes diversas y tantos textos contradictorios? Sin embargo, es el único medio que poseemos para reconocer el buen camino entre todos los callejones sin salida y los atolladeros infranqueables que nos salen al paso y que tientan al neófito impaciente por seguir su marcha. Por esto no nos cansaremos jamás de exhortar a los discípulos a que dirijan sus esfuerzos a la solución de este punto oscuro —aunque material y tangible—, eje alrededor del cual giran todas las combinaciones simbólicas que estudiamos.
Aquí, la verdad aparece velada bajo dos imágenes distintas, la del roble y la del cordero, las cuales sólo representan, como acabamos de decir, una misma cosa bajo dos aspectos diferentes. En efecto, el roble fue siempre adoptado por los viejos autores para designar el nombre vulgar del sujeto inicial, tal como lo encontramos en la mina. Y es por un poco-más-o-menos, cuyo equivalente corresponde al roble, que los Filósofos nos instruyen sobre esta materia. La frase que utilizamos puede parecer equívoca; lo lamentamos, pero no podríamos expresarnos mejor sin traspasar determinados límites. Sólo los iniciados en el lenguaje de los dioses comprenderán sin ningún esfuerzo, porque ellos poseen las llaves que abren todas las puertas, ya se trate de ciencias, ya de religiones. Pero, entre los presuntos cabalistas, judíos o cristianos, más ricos en vanidad que en saber, ¿cuántos Melampo, Tiresias o Tales hay, capaces de comprender estas cosas? Ciertamente, no es por ellos, cuyas combinaciones ilusorias no conducen a nada sólido, positivo ni científico, por quienes nos tomamos el trabajo de escribir. Dejemos, pues, en su ignorancia, a estos doctores de la cábala y volvamos a nuestro tema, caracterizado herméticamente por el roble.
Nadie ignora que el roble muestra a menudo sobre sus hojas unas pequeñas excrecencias redondas y rugosas, en ocasiones perforadas, que reciben el nombre de agallas (lat. galla). Ahora bien, si reunimos tres palabras de la misma familia latina: galla, Gallia, gallus, obtendremos agalla, Galia, gallo. El gallo es emblema de la Galia y atributo de Mercurio, como dice expresamente Jacob Tollius[118]; corona el campanario de las iglesias francesas, y no sin razón Francia ha sido llamada Hija primogénita de la Iglesia. Sólo hay que dar un paso más para descubrir lo que los maestros del arte tan celosamente ocultaron. Prosigamos. No sólo nos proporciona el roble la agalla, sino que nos da también el Kermes, el cual tiene, en la Gaya Ciencia, la misma significación que Hermes, por permutación de las consonantes iniciales. Ambos términos tienen idéntico sentido: el del Mercurio. Sin embargo, así como la agalla nos da el nombre de la materia mercurial en bruto, el quermes (en árabe girmiz, que tiñe de escarlata) caracteriza la sustancia preparada. Es importante no confundir estas cosas, para no extraviarse al pasar a los ensayos. Recordad, pues, que el mercurio de los Filósofos, es decir, su materia preparada, debe poseer la virtud de teñir y que sólo adquiere esta virtud mediante preparaciones previas.
En cuanto al sujeto grosero de la Obra, unos lo llaman Magnesia lunarii; otros, más sinceros, lo denominan Plomo de los Sabios, Saturnia vegetable. Philalèthe, Basilio Valentin y el Cosmopolita le dan el nombre de Hijo o Niño de Saturno. Con estas denominaciones, refiérense, ora a su propiedad magnética y de atracción del azufre, ora a su calidad de fusible y a su fácil licuefacción. Para todos ellos, es la Tierra Santa (Terra Sancta); y, en fin, este mineral tiene por jeroglífico celeste el signo astronómico del Cordero (Aries). Gala significa, en griego, leche, y el mercurio es llamado también Leche de Virgen (lac virginis). Si prestáis, pues, atención, hermanos míos, a lo que hemos dicho sobre la galette de Reyes, y si sabéis por qué los egipcios divinizaron al gato no podréis tener ya ninguna duda sobre el sujetó que debéis elegir; su nombre vulgar se os aparecerá con toda claridad. Entonces poseeréis ese Caos de los Sabios «en el cual se encuentran en potencia todos los secretos ocultos», según afirma Philalèthe, y que el artista hábil tarda muy poco en hacer activos. Abrid —es decir, descomponed— esta materia, tratad de aislar su porción pura, o su alma metálica, según la expresión consagrada, y obtendréis el Quermes, el Hermes, el mercurio tintóreo que lleva en sí, el oro místico, de la misma manera que san Cristóbal lleva a Jesús, y el cordero su propio vellón. Entonces comprenderéis por qué el Vellocino de oro está suspendido del roble, a la manera de la agalla y del quermes, y podréis decir, sin faltar a la verdad, que el roble hermético hace de madre al mercurio secreto. Comparando leyendas y símbolos, se hará la luz en vuestro espíritu y comprenderéis la estrecha afinidad que une al roble con el cordero, a san Cristóbal con el Niño-Rey, al Buen Pastor con la oveja, versión cristiana del Hermes crióforo, etc.
Pasado el umbral de la capilla, colocaos en el centro de ésta; levantad los ojos, y podréis admirar una de las más bellas colecciones de emblemas que puedan encontrarse[119]. El techo, compuesto de artesones dispuestos en tres hileras longitudinales, está sostenido, hacia la mitad de su extensión, por dos columnas cuadradas, adosadas a los muros y que presentan cuatro acanaladuras en su cara anterior.
La de la derecha, mirando a la única ventana que ilumina la reducida estancia, muestra entre sus volutas un cráneo humano, provisto de dos alas y sostenido por una peana de hojas de roble. Expresiva imagen de una generación nueva, brotada de la putrefacción, consecutiva a la muerte, que sufren los cuerpos mixtos cuando han perdido su alma vital y volátil. La muerte del cuerpo produce una coloración azul oscura o negra, propia del Cuervo, jeroglífico del caput mortuum de la Obra. Tal es el signo y la primera manifestación de la disolución, de la separación de los elementos y de la generación futura del azufre, principio colorante y fijo de los metales. Las dos alas están colocadas allí para enseñarnos que al huir la parte volátil y acuosa, se produce la dislocación de las partes y se rompe la cohesión. El cuerpo, mortificado, cae en negras cenizas que tienen el aspecto del polvo de carbón. Después, bajo la acción del fuego intrínseco desarrollado por esta disgregación, la ceniza, calcinada, pierde sus impurezas groseras y combustibles, y entonces nace una sal pura, a la cual colorea poco a poco la cocción, revistiéndola del poder oculto del fuego.
XLIV. CAPILLA DEL HOTEL LALLEMANT
Capiteles del Pilar. Lado derecho
El capitel de la izquierda nos muestra un vaso decorativo cuya boca está flanqueada de dos delfines. Una flor, que parece salir del vaso, se abre en una forma que recuerda la de las lises heráldicas. Todos estos símbolos hacen referencia al disolvente, o mercurio común de los Filósofos, principio contrario al del azufre, cuya elaboración emblemática hemos visto en el otro capitel.
En la base de estos dos soportes, una gran corona de hojas de roble, cruzada verticalmente por un haz de idéntico follaje, reproduce el signo gráfico correspondiente en el arte espagírico al nombre vulgar del sujetó. Corona y capitel realizan, de esta suerte, el símbolo completo de la materia prima, ese globo que las imágenes de Dios, de Jesús y de algunos grandes monarcas sostienen en la mano.
Lejos de nuestra intención analizar detalladamente todas las imágenes que adornan los artesones de este techo modélico en su género. Su tema, muy extenso, requeriría un estudio especial y nos obligaría a frecuentes repeticiones. Nos limitaremos, pues, a describirlas rápidamente y a resumir el significado de las más originales. Entre éstas, señalaremos ante todo el símbolo del azufre y de su extracción de la materia prima, cuyo gráfico figura, según acabamos de decir, en cada una de las columnas empotradas. Es una esfera armilar, colocada sobre un fogón encendido y que tiene un gran parecido con uno de los grabados del tratado del Azoth. Aquí, el brasero ocupa el lugar de Atlas, y esta imagen de nuestra práctica, sumamente instructiva por sí misma, nos dispensa de todo comentario. No lejos de allí, vemos representada una colmena común, de paja, rodeada de sus abejas; tema éste frecuentemente reproducido, particularmente en la estufa alquímica de Winterthur. Ved ahí —¡singular motivo para una capilla!— un niño que orina a chorro en uno de sus zuecos. Más allá, el mismo niño, arrodillado junto a un montón de lingotes planos, sostiene un libro abierto, mientras yace a sus pies una serpiente muerta. ¿Debemos detenernos o proseguir? Vacilamos. Un detalle, situado en la penumbra de las molduras determina el sentido del pequeño bajo relieve; en la pieza más alta del conjunto figura el sello estrellado del rey mago Salomón. Abajo, el Mercurio; arriba, el Absoluto. Procedimiento sencillo y completo que no permite más que un camino, no exige más que una materia, no requiere más que una operación. «Aquél que sabe hacer la Obra con solo el mercurio ha encontrado todo lo que hay de más perfecto.» Tal es, al menos, lo que afirman los más célebres autores. Es la unión de los dos triángulos del fuego y del agua, o del azufre y del mercurio reunidos en un solo cuerpo, lo que engendra el astro de seis puntas, jeroglífico de la Obra por excelencia y de la Piedra Filosofal realizada. Al lado de esta imagen, otra nos presenta un antebrazo en llamas, cuya mano ase unas grandes castañas; no lejos de ésta, el mismo jeroglífico saliendo de la roca sostiene una antorcha encendida, aquí, ved el cuerno de Amaltea, desbordante de flores y de frutos, que sirve de percha a una gallina o a una perdiz pues el ave en cuestión no está muy determinada; pero, que el emblema sea la gallina negra o la perdiz roja, no altera en absoluto el significado hermético que encierra. Ved ahora un vaso volcado, escapado de la boca de un león decorativo que lo sostenía en equilibrio; es una versión original del solve et coagula de Notre-Dame de París. Un segundo tema, poco ortodoxo y bastante irreverente, le sigue de cerca: un niño tratando de romper un rosario sobre su rodilla. Más lejos, una gran concha, nuestra concha, tiene encima una masa fija y sujeta a ella por filacterias espirales. En el fondo del artesón donde se halla esta imagen, se repite quince veces el símbolo gráfico, permitiendo la identificación exacta del contenido de la concha. El mismo signo —como sustituto del hombre de la materia— vuelve a aparecer no lejos de allí, esta vez en tamaño grande y en el centro de un horno encendido. En otra figura, vemos de nuevo al niño —creemos que representa el papel del artista— con los pies en la concavidad de la famosa concha y arrojando ante sí otras conchas menudas, salidas, al parecer, de la grande. Observamos también el libro abierto devorado por el fuego; la paloma aureolada, radiante y flamígera, emblema del Espíritu; el cuervo ígneo, posado sobre un cráneo al que picotea, figuras reunidas de la muerte y la putrefacción; el ángel «que hace rodar el mundo» a la manera de una peonza, tema recogido y desarrollado en un librito titulado Typuss Mundi[120], obra de varios padres jesuitas; la calcinación filosófica, simbolizada por una granada sometida a la acción del fuego en un vaso de orfebrería; encima del cuerpo calcinado, distinguimos la cifra 3 seguida de la letra R, que indican al artista la necesidad de las tres reiteraciones del mismo procedimiento, a la cual hemos aludido ya en varias ocasiones. Por último, la imagen siguiente representa el ludus puerorum comentado en el Toison d’or de Trismosin y presentado de manera idéntica: un niño hace caracolear su caballo de madera, con el látigo en alto y el semblante gozoso.
XLV. HOTEL LALLEMANT: TECHO DE LA CAPILLA
(Fragmento)
Con esto damos por terminada la enumeración de los principales emblemas herméticos esculpidos en el techo de la capilla; pongamos fin a este estudio con el análisis de una pieza muy curiosa y singularmente rara.
Empotrada en el muro, cerca de la ventana, una pequeña credencia del siglo XVI atrae las miradas, tanto por la belleza de su decoración como por el misterio de un enigma considerado indescifrable. Jamás —afirma nuestro guía— logró ningún visitante dar su explicación. Esta laguna proviene sin duda de que nadie comprendió la finalidad que se proponía el simbolismo de toda la decoración, ni qué ciencia se ocultaba detrás de sus múltiples jeroglíficos. El hermoso bajorrelieve del Vellocino de oro, que habría podido servir de guía, no fue considerado en su verdadero sentido, sino que siguió siendo, para todos, una obra mitológica en que la imaginación oriental anduvo desbocada. Sin embargo, nuestra credencia lleva en sí misma la marca alquímica cuyas particularidades hemos descrito en esta obra. En efecto: en los pilares empotrados que sostienen el arquitrabe de este templo minúsculo, descubrimos, inmediatamente debajo de los capiteles, los emblemas consagrados al mercurio filosofal: la concha de Santiago o pilita de agua bendita, rematada por las alas y el tridente, atributo, este último, del dios del mar, Neptuno. Siempre la misma indicación del principio acuoso y volátil. El frontón está constituido por una gran concha decorativa que sirve de apoyo a dos delfines simétricos y atados en el centro por la cola. Tres granadas llameantes completan la ornamentación de esta credencia simbólica.
En cuanto al enigma propiamente dicho, se compone de dos términos: RERE y RER, que parecen desprovistos de sentido y que se repiten tres veces sobre el fondo cóncavo del nicho.
Gracias a esta sencilla disposición, descubrimos desde el primer momento, una valiosa indicación: la de las tres reiteraciones de una sola y misma técnica, oculta bajo la misteriosa expresión RERE, RER. Ahora bien, las tres granadas ígneas del frontón confirman esta triple acción de un procedimiento único, y, dado que representan el fuego materializado en la sal roja que es el azufre filosofal, comprenderemos fácilmente que sea necesario reiterar tres veces la calcinación de este cuerpo para realizar las tres obras filosóficas, según la doctrina de Geber. La primera operación conduce ante todo al Azufre, o medicina del primer orden; la segunda, en todo semejante a la primera, proporciona el Elixir, o medicina del segundo orden, que se diferencia del Azufre en la cantidad y no en la naturaleza; por último, la tercera operación, ejecutada como las dos primeras, nos da la Piedra filosofal, medicina del tercer orden, la cual contiene todas las virtudes, cualidades y perfecciones del Azufre y del Elixir, multiplicadas en poder y alcance. Si se nos pregunta, por añadidura, en qué consiste y cómo se ejecuta la triple operación cuyos resultados hemos expuesto, remitiremos al investigador al bajorrelieve del techo donde se ve una granada asándose en determinado vaso.
Pero ¿cómo descifrar el enigma de unas palabras desprovistas de sentido? De una muy sencilla. RE, ablativo del nombre latino res, significa la cosa, considerada en su materia; y, como la palabra RERE es la suma de RE, una cosa, más RE, otra cosa, podemos traduciría por dos cosas en una, o bien por una cosa doble. De esta manera, RERE equivale a RE BIS. Abrid cualquier diccionario hermético, hojead cualquier obra de alquimia, y veréis que la palabra REBIS, empleada muy a menudo por los Filósofos, define su compost, o compuesto a punto de sufrir las sucesivas metamorfosis bajo la acción del fuego. En resumen: RE, una materia seca, oro filosófico; RE, una materia húmeda, mercurio filosófico; RERE o REBIS, una materia doble, a la vez húmeda y seca, una amalgama de oro y mercurio filosófico, combinación que ha recibido de la Naturaleza y del arte una doble propiedad oculta y equilibrada.
Quisiéramos poder explicar con la misma claridad el segundo término, RER, pero no nos está permitido desgarrar el velo del misterio que encubre. Sin embargo, a fin de satisfacer, en la medida de lo posible, la legítima curiosidad de los hijos del arte, diremos que estas letras contienen un secreto de capital importancia y que hace referencia al vaso de la obra. RER sirve para cocer, para unir radical e indisolublemente, para provocar las transformaciones del compuesto RERE. ¿Cómo daros los datos suficientes sin cometer perjurio? No creáis lo que dice Basilio Valentin en sus Doce llaves, y guardaos muy bien de tomar sus palabras al pie de la letra cuando afirma que «quien tenga la materia encontrará sin duda una vasija para cocerla». Nosotros afirmamos, por el contrario —y podéis creer en nuestra sinceridad— que es imposible lograr el menor éxito en la Obra si no se tiene un conocimiento perfecto de lo que es el Vaso de los Filósofos y de cuál es la materia con que hay que confeccionarlo. Pontano confiesa que, antes de conocer este vaso secreto, había realizado sin éxito, más de doscientas veces, el mismo trabajo, trabajando con las materias adecuadas y convenientes, y siguiendo el método correcto. El artista debe hacer él mismo su vaso; es una máxima del arte. Por consiguiente, no intentéis nada antes de recibir toda la luz sobre esta cáscara del huevo, calificada de secretum secretorum por los maestros de la Edad Media.
¿Qué es, pues, RER? Ya hemos visto que RE significa una cosa, una materia; R, que es la mitad de RE, significará una mitad de cosa, de materia. RER equivale, pues, a una materia aumentada con la mitad de otra o de la suya propia. Advertid que no se trata aquí de proporciones, sino de una combinación química independiente de las cantidades relativas. Para comprenderlo mejor, pongamos un ejemplo y supongamos que la materia representada por RE sea el rejalgar o sulfuro natural de arsénico. R, mitad de RE, podrá ser, pues, el azufre de rejalgar o su arsénico, los cuales son parecidos o diferentes, según consideremos el azufre y el arsénico separadamente o combinados en el rejalgar. De manera que RER será obtenido con el rejalgar, añadiéndole azufre, el cual es considerado como constitutivo de la mitad del rejalgar, o bien arsénico, considerado como la otra mitad del mismo sulfuro rojo.
Añadiré unos consejos: buscad ante todo RER, es decir, el vaso. RERE os será, después, fácilmente cognoscible. La Sibila, al serle preguntado qué era un Filósofo, respondió: «Es aquél que sabe hacer el vaso.» Aplicaos a fabricarlo según nuestro arte, sin preocuparos demasiado de los procedimientos de elaboración del vidrio. La industria del alfarero os sería más instructiva; ved las láminas de Piccolpassi[121] y encontraréis una que representa una paloma con las patas atadas a una piedra. ¿Acaso no hay que buscar y encontrar el magisterio, según el excelente consejo de Tollius, en una cosa volátil? Pero si no poseéis ningún vaso para retenerla, ¿cómo impediréis que se evapore, que se disipe sin dejar el menor residuo? Haced, pues, vuestro vaso, y, después, vuestro compuesto; tapad aquél herméticamente de manera que el espíritu no pueda escaparse; calentadlo todo según arte, hasta la completa calcinación. Volved a poner la porción pura del polvo obtenido en vuestro compuesto, y encerradlo bien en el mismo vaso. Repetid la operación por tercera vez, y no nos deis las gracias. La acción de gracias debe dirigirse únicamente al Creador. Nada reclamamos para nosotros, simple jalón en el gran camino de la Tradición esotérica; no queremos vuestro agradecimiento ni vuestro recuerdo; sólo deseamos que os toméis por otros el mismo trabajo que nosotros nos hemos tomado por vosotros.
Nuestra visita ha terminado. Pero nuestra admiración, pensativa y muda, interroga una vez más a esos maravillosos y sorprendentes paradigmas, cuyo autor fue tanto tiempo ignorado por los nuestros. ¿Existe en alguna parte un libro escrito por su mano? Nada parece indicarlo. Sin duda, siguiendo el ejemplo de los grandes Adeptos de la Edad Media, prefirió confiar a la piedra, más quo al pergamino, el testimonio irrebatible de una ciencia inmensa, de la que poseía todos los secretos. Es, pues, justo y equitativo que reviva entre nosotros, que su nombre salga por fin de la oscuridad y brille, como un astro de primera magnitud, en el firmamento hermético.
Jean Lallemant, alquimista y caballero de la Tabla Redonda, merece ocupar un sitio alrededor del santo Grial, y comulgar en él con Geber (Magister magistrorum) y con Roger Bacon (Doctor admirabilis). Igual, por la extensión de su saber, al poderoso Basilio Valentin y al caritativo Flamel, les supera por dos cualidades eminentemente científicas y filosóficas, que llevó al más alto grado de perfección: la modestia y la sinceridad.
XLVI. CHAPILLA DEL HOTEL LALLEMANT
Enigma de la Credencia (Aparador de Comedor)