Volvamos sobre nuestros pasos y detengámonos ante la fachada sur, llamada todavía pórtico de Sainte-Anne. Éste nos ofrece un solo motivo, pero su interés es considerable, por cuanto describe la práctica más breve de nuestra Ciencia y merece, a este respecto, un lugar en la primera fila de los paradigmas lapidarios.
«Mira —dice Grillot de Givry[80]—, esculpido en el pórtico derecho de Notre-Dame de París, el obispo de pie sobre el aludel en que se sublima, encadenado en el limbo el mercurio filosofal. Él te enseña de dónde proviene el fuego sagrado, y el hecho de que el capítulo, siguiendo una tradición secular, mantenga esta puerta cerrada todo el año, te indica que aquí está el camino no vulgar, ignorado por la multitud y reservado al pequeño número de los elegidos de la Sabiduría[81].»
Pocos alquimistas se avienen a admitir la posibilidad de dos caminos, uno breve y fácil, llamado vía seca, y otro más largo y más ingrato, llamado vía húmeda. Esto puede deberse a la circunstancia de que muchos autores tratan exclusivamente del procedimiento más largo, ya porque ignoran el otro, ya porque prefieren guardar silencio a enseñar sus principios. Pernety se niega a creer en esta duplicidad de medios, mientras que Huginus de Barma afirma, por el contrario, que los maestros antiguos, los Geber, los Lulio, los Paracelso, tenían, cada uno de ellos, un procedimiento que les era propio.
Químicamente, nada se opone a que un método a base de la vía húmeda pueda ser reemplazado por otro que utilice reacciones secas, llegándose con ambos al mismo resultado. Herméticamente, el emblema que nos ocupa constituye una prueba de ello. Otra prueba la encontramos en la Enciclopedia del siglo XVIII, donde se afirma que la Gran Obra puede lograrse por dos caminos, uno llamado vía húmeda, más largo y más practicado, y otro, vía seca, mucho menos apreciado. En éste, hay que «cocer la Sal celeste, que es el mercurio de los Filósofos, con un cuerpo metálico terrestre, en un crisol y a fuego simple, durante cuatro días».
En la segunda parte de una obra atribuida a Basilio Valentin[82], pero que diríase más bien debida a la pluma de Senior Zadith, el autor parece referirse a la vía seca cuando escribe que, «para llegar a este Arte, no se requiere gran trabajo ni esfuerzo, y los gastos son pequeños, y los instrumentos de poco valor. Pues este Arte puede ser aprendido en menos de doce horas, y, en el espacio de ocho días, llevado a la perfección, cuando tiene en sí su propio principio».
Philalèthe, en el capítulo XIX del Introitus, nos dice, después de hablar del camino largo, que afirma es enojoso y bueno solamente para las personas ricas; «Pero, siguiendo nuestro camino, no se necesita más de una semana; Dios ha reservado esta vía rara y fácil para los pobres despreciados y para sus santos cubiertos de abyección». Y también Lenglet-Dufresnoy, en sus Observaciones a este capítulo, opina que «este camino emplea el doble mercurio filosófico. De este modo —añade—, la Obra se realiza en ocho días, en vez de los casi dieciocho meses que se requieren con el primero de los caminos».
Este camino abreviado, pero cubierto por tupido velo, ha sido llamado por los Sabios Régimen de Saturno. La cocción de la Obra, en vez del empleo de un vaso de vidrio, requiere únicamente la utilización de un simple crisol. «Revolveré tu cuerpo en un vaso de tierra donde lo enterraré», escribe un autor célebre[83], quien añade más adelante: «Haz un fuego en tu vaso, es decir, en la tierra que lo tiene encerrado. Este breve método, sobre el cual te hemos liberalmente instruido, me parece el camino más corto y la verdadera sublimación filosófica para alcanzar la perfección de esta grave labor.» De este modo podría explicarse esta máxima fundamental de la Ciencia: un solo vaso, una sola materia, un solo hornillo.
Cyliani, en el Prefacio de su libro[84], relata los dos procedimientos en estos términos:
«Creo que debo advertir aquí que jamás hay que olvidar que sólo se necesitan dos materias del mismo origen una volátil y la otra fija; que hay dos caminos, la vía seca y la vía húmeda. Yo sigo este último, preferentemente, por deber, aunque el primero me sea muy conocido: se hace con una materia única.„
Henri de Lintaut aporta igualmente un testimonio favorable a la vía seca cuando escribe[85]: «Este secreto sobrepasa a todos los secretos del mundo, pues podéis en poco tiempo, sin gran cuidado ni trabajo, alcanzar una gran proyección, sobre la cual ved a Isaac el Holandés que habla de ello más ampliamente.» Desgraciadamente, nuestro autor no es más prolijo que sus colegas. «Cuando pienso —escribe Henckel[86]— que el artista Elías, citado por Helvetius, pretende que la preparación de la piedra filosofal se empieza y se termina en cuatro días de tiempo, y que ha mostrado efectivamente esta piedra todavía adherida a los cascos del crisol, me parece que no sería tan absurdo poner en duda si lo que los alquimistas llaman muchos meses no serán otros tantos días, lo cual sería un espacio de tiempo muy reducido; y si no habrá un método en el cual toda la operación consista únicamente en mantener largo tiempo las materias en el mayor grado de fluidez, cosa que se obtendría mediante un fuego muy vivo, alimentado por la acción de fuelles; pero este método no puede ejecutarse en todos los laboratorios, y, además, tal vez no todos lo encontrarán practicable.»
El emblema hermético de Notre-Dame, que ya en el siglo XVII había llamado la atención del sagaz De Laborde[87], ocupa el entrepaño del pórtico, desde el estilóbato al arquitrabe, y está detalladamente esculpido sobre los tres lados del pilar empotrado. Es una alta y noble estatua de san Marcelo, tocado con la mitra, bajo un dosel con torrecillas, y desprovista, a nuestro entender, de toda significación secreta. El obispo está en pie sobre un nicho oblongo y finamente tallado, con cuatro columnitas y un admirable dragón bizantino, todo ello sostenido por un zócalo guarnecido con un friso y unido al basamento por una moldura. Sólo el nicho y zócalo tienen un verdadero valor hermético.
Desgraciadamente, este pilar, tan magníficamente decorado, es casi nuevo: apenas doce lustros nos separan de su restauración, pues ha sido reconstruido y… modificado.
No queremos discutir aquí la procedencia de tales reparaciones, ni pretendemos sostener la necesidad de dejar crecer, descuidadamente, la lepra del tiempo sobre un cuerpo espléndido; sin embargo, como filósofos, sólo podemos lamentar el desenfado de los restauradores cuando se trata de creaciones ojivales. Si convenía remplazar al obispo ennegrecido por la intemperie y rehacer su base arruinada la cosa era sencilla; bastaba con copiar el modelo, con reproducirlo fielmente. Poco hubiera importado que contuviese una significación oculta: la imitación servil la habría conservado. Pero quisieron hacerlo mejor y, si conservaron los rasgos del santo obispo y del bello dragón en cambio adornaron el zócalo con follajes y cenefas románicos, en vez de las roelas y las flores que allí veíanse antaño.
Esta segunda edición, revisada, corregida y aumentada, es ciertamente más rica que la primera; pero el símbolo ha quedado truncado; la ciencia, mutilada; la llave, perdida, y el esoterismo, extinto.
El tiempo corroe, gasta, disgrega y desmorona la piedra caliza; su limpieza resulta perjudicada, pero el sentido permanece. Entonces surge el restaurador, el curandero de piedras; con unos cuantos golpes de cincel, amputa, cercena, oblitera, transforma convierte una ruina auténtica en un arcaísmo artificial y brillante, hiere y cura, suprime y añade, poda y desfigura en nombre del Arte, de la Forma o de la Simetrías sin la menor preocupación por la idea creadora. ¡Gracias a esta prótesis moderna, nuestras damas venerables permanecerán eternamente jóvenes!
XXX. NOTRE DAME DE PARIS. (PORTAL SAINTE ANNE, PILAR SAINT MARCEL)
El Mercurio Filosófico y La Gran Obra
¡Ay! ¡Al tocar la envoltura, dejaron escapar el alma!
Id a la catedral, discípulos de Hermes, a ver el emplazamiento y la disposición del nuevo pilar, y seguid después la pista del original. Cruzad el Sena, entrad en el museo de Cluny, y tendréis la satisfacción de encontrarlo allí, junto a la escalera de acceso al frigidario de las Termas de Juliano. Allí fue a parar el bello fragmento[88].
Este enigma del trabajo alquímico, solucionado de una manera exacta —al menos en parte— por François Cambriel, valióle a éste el ser citado por Champfleury en sus Excéntricos, y por Cherpakof en sus Locos literarios. ¿Mereceremos acaso el mismo honor?
Observaréis en el zócalo cúbico, y en su lado derecho, dos roeles en relieve, macizos y circulares; son las materias o naturalezas metálicas —sujeto y disolvente— con las que se debe empezar la Obra. En la cara principal, estas sustancias modificadas por las operaciones preliminares, no aparecen ya representadas en forma de discos, sino como rosas de pétalos soldados. Hay que admirar, de paso, sin reserva alguna, la habilidad con que el artista supo expresar la transformación de los productos ocultos, libres de los accidentes externos y de los materiales heterogéneos que los envolvían en la mina. En el lado izquierdo, los roeles, convertidos en rosetas, adoptan la forma de flores decorativas de pétalos soldados, pero con el cáliz visible. Aunque muy corroídas y casi borradas, es fácil, empero, descubrir en ellas el rastro del disco central. Siguen representando los mismos objetos, pero después de adquirir otras cualidades; el gráfico del cáliz indica que las raíces metálicas han sido abiertas y se hallan dispuestas a manifestar su principio seminal. Tal es la interpretación esotérica de los pequeños motivos del zócalo. El nicho nos dará la explicación complementaria.
Las materias preparadas y unidas en un solo compuesto deben sufrir la sublimación o última purificación ígnea. En esta operación, las partes que se consumen con el fuego quedan destruidas las materias terrosas pierden su cohesión y se disgregan, mientras que los principios puros, incombustibles, se elevan en una forma muy diferente de la que presentaba el compuesto. Ahí está la Sal de los Filósofos, el Rey coronado de gloria, que nace en el fuego y debe regocijarse en la boda subsiguiente, a fin, dice Hermes, de que las cosas ocultas se hagan manifiestas. Rex ab igne veniet, ac conjugio gaudebit et occulta patebunt. En el nicho, vemos únicamente la cabeza de este rey, emergido de las llamas purificadoras. En el estado actual, sería imposible afirmar que la franja esculpida sobre la frente de la figura pertenece a una corona; igualmente podríamos ver en él una especie de bacinete o capacete, dado el volumen y el aspecto del cráneo. Pero, por fortuna, poseemos el texto de Esprit Gobineau de Montluisant, cuyo libro fue escrito «el miércoles 20 de mayo de 1640, víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro Salvador Jesucristo»[89], y que nos dice positivamente que el rey lleva una triple corona.
XXXI. ESCUDO SIMBOLICO (siglo XIII)
Después de la elevación de los principios puros y coloreados del compuesto filosófico, el residuo se halla ya en condiciones de proporcionar la sal mercurial volátil y fusible, a la cual dieron a menudo los antiguos autores el epíteto de Dragón babilónico.
El artista creador del monstruo emblemático realizó una verdadera obra maestra, y, aunque mutilado —el plumaje de la izquierda está roto—, no deja por ello de constituir un notable fragmento estatuario. El fabuloso animal emerge de las llamas, y su cola parece salir del ser humano cuya cabeza envuelve en cierto modo. Luego, en un movimiento de torsión que le hace combarse contra la bóveda, estira las potentes garras para sujetar el atanor.
Si examinamos la ornamentación del nicho, observaremos unas acanaladuras agrupadas, ligeramente huecas, curvilíneas en la parte superior y planas en la base. Las de la pared izquierda van acompañadas de una flor de cuatro pétalos separados, que representa la materia universal, cuaternaria, de los elementos primeros, según la doctrina de Aristóteles difundida en la Edad Media. Inmediatamente debajo, el dúo de las naturalezas que trabaja el alquimista y de cuya reunión resulta el Saturno de los Sabios, denominación anagramática de naturas[90]. En el intercolumnio frontal, cuatro acanaladuras decrecientes, siguiendo la oblicuidad de la rampa flameada, simbolizan el cuaternario de los elementos segundos; por último, a cada lado del atanor, y bajo las garras mismas del dragón, las cinco unidades de la quintaesencia, que comprenden los tres principios y las dos naturalezas, más su totalización bajo el número diez, «en el que todo fine y se termina».
L.-P. François Cambriel[91] sostiene que la multiplicación del Azufre —blanco o rojo— no aparece indicada en el jeroglífico estudiado; nosotros no nos atreveríamos a pronunciarnos de manera tan categórica. En efecto, la multiplicación sólo puede realizarse con ayuda del mercurio, que desempeña el papel de paciente en la Obra, y mediante cocciones o fijaciones sucesivas. Es, pues, en el dragón imagen del mercurio, donde deberíamos buscar el símbolo representativo de la nutrición y de la progresión del Azufre o del Elixir. Pues bien, si aquel autor hubiera tenido más cuidado en el examen de las particularidades decorativas, con toda seguridad habría observado:
1.º Una franja longitudinal que, partiendo de la cabeza, sigue la línea de las vértebras hasta la extremidad de la cola;
2.º Dos franjas análogas, colocadas oblicuamente, una sobre cada ala;
3.º Dos franjas más anchas, transversales, que ciñen la cola del dragón, al nivel del plumaje la primera, y la otra encima de la cabeza del rey. Todas estas franjas están adornadas con círculos llenos y que se tocan en un punto de su circunferencia.
En cuanto a su significación, nos la darán los círculos de las franjas caudales: el centro aparece claramente indicado en cada uno de ellos. Ahora bien, los hermetistas saben que el rey de los metales es representado por el signo solar, es decir, por una circunferencia, con o sin punto central. Nos parece, pues, acertado pensar que, si el dragón está profusamente cubierto de símbolos áuricos —incluso los muestra en las garras de su pata derecha—, ello se debe a que es capaz de transmutar copiosamente; mas sólo puede adquirir este poder mediante una serie de cocciones ulteriores con el Azufre u Oro filosófico, lo cual constituye las multiplicaciones.
Tal es, expuesto con la mayor claridad que nos ha sido posible, el sentido esotérico que hemos creído descubrir en el hermoso pilar de la puerta de Sainte-Anne. Tal vez otros, más eruditos o más sabios, ofrecerán una interpretación mejor, pues no pretendemos imponer a nadie la tesis que dejamos expuesta. Bástenos con decir que ésta concuerda, en general, con la de Cambriel. En cambio, no compartimos en modo alguno la opinión de este autor al querer extender, sin ninguna prueba, el simbolismo del nicho a la propia estatua.
Ciertamente, resulta siempre penoso tener que censurar un error manifiesto, y más enfadoso todavía sacar a relucir ciertas afirmaciones para destruirlas en bloque. Sin embargo, debemos hacerlo, mal que nos pese. La ciencia que estudiamos es tan positiva, tan real y tan exacta como la óptica, la geometría o la mecánica, y sus resultados, tan tangibles como los de la química. Si el entusiasmo y la fe íntima le sirven de estimulantes y de valiosos auxiliares; si intervienen, por una parte, en la dirección y en la orientación de nuestras investigaciones debemos, sin embargo, evitar sus desviaciones, subordinarlos a la lógica, al razonamiento, y someterlos al criterio de la experiencia. Recordemos que sólo los trucos de los falsos y codiciosos alquimistas, las prácticas insensatas de los charlatanes y la inepcia de escritores ignaros y sin escrúpulos, han arrojado el descrédito sobre la verdad hermética. Es preciso ver claro y decir bien; ni una palabra que no haya sido pensada, ni una idea que no haya pasado por el tamiz del juicio y de la reflexión. La Alquimia requiere una depuración; librémosla de las máculas con que incluso sus partidarios la han ensuciado a veces: después será más robusta y más sana, sin perder ni un ápice de su encanto y de su misteriosa atracción.
XXXII. SAINTE CHAPELLE DE PARIS: VIDRIERAS SUR
La Masacre de los Inocentes
François Cambriel, en la página 33 de su libro, se expresa en estos términos: «De este mercurio resulta la Vida, representada por el obispo que está encima de dicho dragón… Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decirles a los que van a verle y a enterarse de lo que representa…, ¡callaos, no digáis una palabra…!»
El texto va acompañado de un grabado, sacado de un pésimo dibujo —lo cual tendría poca importancia— ostensiblemente alterado —lo cual es mucho más grave—. En él aparece san Marcelo sosteniendo un báculo corto como el banderín de un guardabarrera; lleva la cabeza cubierta con una mitra de ornamentación cruciforme, y, formidable anacronismo, ¡el discípulo de Prudencio lleva barba! Un detalle gracioso; en el dibujo de frente, el dragón tiene la boca de perfil y muerde el pie del pobre obispo, el cual, por otra parte, parece preocuparse muy poco por ello. Tranquilo y sonriente, se limita a cerrarse los labios con el índice, en el ademán de un obligado silencio.
La comprobación es fácil, puesto que poseemos la obra original, y la superchería queda de manifiesto al primer golpe de vista. El santo, de acuerdo con la costumbre medieval, va completamente afeitado, su mitra, muy sencilla, carece de todo adorno; el báculo, que sostiene con la mano izquierda, se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón. En cuanto al famoso ademán de los personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es enteramente fruto de la desmedida imaginación de Cambriel. San Marcelo fue representado impartiendo la bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos medios e índice.
Resulta muy difícil creer que dos observadores pudieron ser juguete de una misma ilusión. ¿Emanó esta fantasía del artista, o le fue impuesta por el texto? La descripción y la ilustración presentan una concordancia tal que nos permite dar escaso crédito a las cualidades de observación manifestadas en este otro fragmento del mismo autor:
«Al pasar un día ante la iglesia de Notre-Dame de París, examiné con mucha atención las bellas esculturas que adornan las tres puertas, y vi en una de estas tres puertas un jeroglífico de los más hermosos en el cual jamás había reparado y durante varios días seguidos fui a consultarlo para poder dar el detalle de todo lo que representaba, cosa que conseguí. El lector podrá convencerse de ello por lo que sigue, y mejor aún si se traslada personalmente a aquel lugar.»
XXXIII. CATEDRAL DE AMIENS: PORTAL DEL SALVADOR
El Fuego de Rueda
Una actitud, en verdad, que no carece de audacia ni de desfachatez. Si el lector de Cambriel acepta su invitación, no encontrará en el entrepaño d la puerta de Sainte-Anne más que el exoterismo legendario de san Marcelo. Verá allí al obispo dando muerte al dragón al tocarle con su báculo, tal como cuenta la tradición. Que simbolice, como máximo, la vida de la materia, es una opinión personal que el autor es muy libre de expresar; pero que realice de hecho el tacere de Zoroastro, es falso y siempre lo ha sido.
Tales despropósitos son lamentables e indignos de un espíritu sincero, probo y recto.