V

De los doce medallones que adornan la hilera inferior del basamento, diez recabarán nuestra atención; hay, efectivamente, dos que han sufrido mutilaciones demasiado profundas para que nos sea posible rehacer su sentido. Prescindiremos, pues, mal que nos pese, de los restos informes del quinto medallón (lado izquierdo) y del undécimo (lado derecho).

Cerca del contrafuerte que separa el pórtico central de la fachada norte, el primer motivo nos presenta un caballero desarzonado agarrándose a la crin de un fogoso caballo. Esta alegoría se refiere a la extracción de las partes fijas, centrales y puras, por los volátiles o etéreos en la Disolución filosófica. Es, propiamente, la rectificación del espíritu obtenido y la cohobación de este espíritu sobre la materia pesada. El corcel, símbolo de rapidez y de ligereza, representa la sustancia espiritosa; el caballero indica la ponderabilidad del cuerpo metálico grosero. A cada cohobación, el caballo derriba a su jinete lo volátil abandona lo fijo; pero el caballero vuelve inmediatamente por sus fueros, y se aferra a ellos hasta que el animal, extenuado, vencido y sumiso, consienta en llevar su obstinada carga y no pueda ya desprenderse de ella. La absorción de lo fijo por lo volátil se efectúa lenta y trabajosamente. Para lograrla, hay que tener mucha paciencia y mucha perseverancia y repetir a menudo la afusión del agua sobre la tierra, del espíritu sobre el cuerpo. Y sólo mediante está técnica —larga y fastidiosa, en verdad— se llega a extraer la sal oculta del León rojo, con la ayuda del espíritu del León verde. El corcel de Notre-Dame es igual al Pegaso alado de la fábula (raíz πηγη, fuente). Como él, arroja al suelo a sus jinetes, llámense Perseo o Belerofonte. Es él quien transporta a Perseo por los aires hasta la morada de las Hespérides y hace brotar, de una coz, la fuente Hipocrene en él monte Helicon, fuente que, según se dice, fue descubierta por Cadmo.

En el segundo medallón, el Iniciador nos presenta un espejo con una mano, mientras sostiene con la otra el cuerno de Amaltea; a su lado, vemos el Árbol de Vida. El espejo simboliza el comienzo de la obra; el Árbol de Vida indica su final, y el cuerno de la abundancia el resultado.

Alquímicamente, la materia prima la que el artista debe elegir para empezar la Obra, se denomina Espejo del Arte. «Ordinariamente, es llamada Espejo del Arte por los Filósofos —dice Moras de Respour[71]—porque ha sido principalmente gracias a ella que hemos aprendido la composición de los metales en las vetas de la tierra… También se dice que la sola indicación de naturaleza puede instruirnos.» Es lo mismo que enseña el Cosmopolita[72] cuando, hablando del Azufre, nos dice: «En su reino, hay un espejo en el cual se ve todo el mundo. Quienquiera que mire en este espejo puede ver y aprender las tres partes de la Sapiencia de todo el mundo, y, de esta manera, será sapientísimo en estos tres reinos, como lo fueron Aristóteles, Avicena y otros varios, los cuales, al igual que sus predecesores, vieron en este espejo cómo fue creado el mundo.» Basilio Valentin dice también en su Testamentum: «El cuerpo entero del Vitriolo debe reconocerse únicamente mediante un Espejo de la Ciencia filosófica… Es un Espejo en el que se ve brillar y aparecer nuestro Mercurio, nuestro Sol y Luna, y mediante el cual podemos mostrar en un instante y probar al incrédulo Tomás la ceguera de su crasa ignorancia.» Pernety, en su Diccionario mito-hermético, no citó este término, ya sea porque no lo conociese, o porque lo omitiese deliberadamente. Este sujeto, tan vulgar y tan despreciado se convierte seguidamente en el Árbol de Vida, Elixir o Piedra filosofal, obra maestra de la Naturaleza ayudada por el trabajo humano, pura y rica joya de la alquimia. Síntesis metálica absoluta, asegura al feliz poseedor de este tesoro el triple gaje del saber, de la fortuna y de la salud. Es el cuerno de la abundancia, fuente inagotable de las dichas materiales de nuestro mundo terrestre. Recordemos por último, que el espejo es el atributo de la Verdad, de la Prudencia y de la Ciencia según todos los poetas y mitólogos griegos.

Veamos ahora la alegoría del peso natural: el alquimista retira el velo que cubría la balanza

La mayoría de los Filósofos han sido poco prolijos en lo tocante al secreto de los pesos. Basilio Valentin se limitó a decir que había que «entregar un cisne blanco al hombre doble ígneo» lo cual parece corresponder al Sigillum Sapienturn de Huginus de Barma, en que el artista sostiene una balanza, uno de cuyos platillos se inclina en una aparente proporción de dos a uno con respecto al otro. El Cosmopolita, en su Tratado de la Sal, es todavía menos preciso: «El peso del agua —dice— debe ser plural, y el de la tierra rameada de blanco o de rojo debe ser singular.» El autor de los Aforismos basilianos, o Cánones herméticos del Espíritu y del Alma[73], escribe en el canon XVI: «Comenzamos nuestra obra hermética con la conjunción de los tres principios preparados según determinada proporción, la cual consiste en el peso del cuerpo, que debe ser casi igual a la mitad del espíritu y el alma.» Si Raimundo Lulio y Philalèthe hablaron de ello, la mayoría prefirió guardar silencio; algunos pretendieron que la Naturaleza, por sí sola, distribuía las cantidades según una armonía misteriosa e ignorada por el Arte. Estas contradicciones apenas si resisten al examen. En efecto, sabemos que el mercurio filosófico resulta de la absorción de cierta parte de azufre por una cantidad determinada de mercurio; es, pues, indispensable conocer exactamente las proporciones recíprocas de los componentes, si operamos a la manera antigua. Huelga añadir que estas proporciones aparecen envueltas en símiles y llenas de oscuridad, incluso en los autores más sinceros. Pero debemos recalcar, por otra parte que es posible sustituir con oro vulgar el azufre metálico; en este caso, como el exceso de disolvente puede eliminarse siempre por destilación, el peso queda reducido a una sencilla apreciación de consistencia. La balanza constituye, como vemos, un indicio valioso para la determinación del procedimiento antiguo del cual parece que debemos excluir el oro. Nos referimos al oro vulgar que no ha sufrido la exaltación ni la transfusión, operaciones que, al modificar sus propiedades y sus caracteres físicos, lo hacen propio para el trabajo.

Uno de los cartones que estudiamos nos muestra una disolución especial y poco empleada. Es la del azogue vulgar, con el fin de obtener el mercurio común de los Filósofos, al cual llaman éstos «nuestro» mercurio, para diferenciarlo del metal fluido de que procede. Aunque encontramos con frecuencia descripciones bastante extensas sobre este tema, no ocultaremos que semejante operación nos parece aventurada, si no sofística. Según los autores que han hablado de ello, el mercurio vulgar, limpiado de toda impureza y perfectamente exaltado, adquiriría una calidad ígnea que no posee y podría convertirse a su vez en disolvente. Una reina, sentada en un trono, derriba de un puntapié al paje que, con una copa en la mano, ha venido a ofrecerle sus servicios. Nos debemos ver, pues, en esta técnica, suponiendo que pueda proporcionar el disolvente esperado, más que una modificación del sistema antiguo, y no una práctica especial puesto que el agente sigue siendo el mismo. Ahora bien, no comprendemos qué ventaja nos reportaría una solución de mercurio obtenida con ayuda del disolvente filosófico, habida cuenta de que éste es el agente principal y secreto por excelencia, Sin embargo, así lo pretende Sabine Stuart de Chevalier[74]. «Para obtener el mercurio filosófico —escribe este autor— hay que disolver el mercurio vulgar sin que éste pierda nada de su peso, pues toda su sustancia debe ser convertida en agua filosófica. Los Filósofos conocen un fuego natural que penetra hasta el corazón del mercurio y que lo apaga interiormente; conocen también un disolvente que lo convierte en agua argentina pura y natural; ésta no contiene ni debe contener ningún corrosivo. En cuanto el mercurio se ha librado de sus ligaduras y es vencido por el calor, toma la forma de agua, y esta misma agua es la cosa más valiosa que puede haber en el mundo. Se necesita muy poco tiempo para hacer tomar esta forma al mercurio vulgar.» Se nos perdonará que no seamos de la misma opinión, pues tenemos buenas razones, apoyadas en la experiencia, para no creer que el mercurio vulgar, desprovisto de agente propio, pueda convertirse en agua útil para la Obra. El servus fugitivus que nos hace falta es un agua mineral y metálica, sólida, cortante, con el aspecto de una piedra, y de fácil licuefacción. Esta agua coagulada, en forma de masa pétrea, es el Alkaest y el Disolvente universal. Si conviene leer los Filósofos —según el consejo de Philalèthe— con un grano de sal, tendríamos que utilizar la salina entera para el estudio de Stuart de Chevalier.

Un anciano transido de frío, encorvado bajo el arco del medallón siguiente, se apoya, cansado y desfallecido, en un bloque de piedra; una especie de manguito envuelve su mano izquierda.

Es fácil reconocer aquí la primera fase de la segunda Obra cuando el Rebis hermético, encerrado en el centro del atanor, sufre la dislocación de sus partes y tiende a mortificarse. Es el principio, activo y suave, del fuego de rueda simbolizado por el frío y por el invierno, período embrionario en que las semillas, encerradas en el seno de la tierra filosofal, experimentan la influencia fermentadora de la humedad. Va a aparecer el reino de Saturno, emblema de la disolución radical, de la descomposición y del color negro. «Soy viejo, estoy débil y enfermo —le hace decir Basilio Valentin—; por esta causa me veo encerrado en una fosa… El fuego me atormenta en gran manera, y la muerte quebranta mi carne y mis huesos.» Un tal Demetrius viajero citado por Plutarco —los griegos fueron maestros en todo, incluso en la exageración—, refiere con toda seriedad que, en una de las islas que visitó en la costa de Inglaterra, se encuentra Saturno encarcelado y sumido en profundo sueño. El gigante Briareo (Egeón) hace el papel de guardián de su prisión. ¡Y he aquí cómo, con la ayuda de fábulas herméticas, escribieron la Historia célebres autores!

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XXVI. NOTRE DAME DE PARIS: PORTAL DE LA VIRGEN

Los Metales Planetarios

El sexto medallón no es más que una reproducción fragmentaria del segundo. Volvemos a encontrar en él al Adepto, quien, juntas las manos, en actitud orante, parece dirigir su acción de gracias a la Naturaleza, representada por los rasgos de un busto femenino reflejado en un espejo. Reconocemos aquí el jeroglífico del tema de los Sabios, el espejo en el que «vemos toda la Naturaleza al descubierto».

A la derecha del pórtico, el séptimo medallón nos muestra a un anciano disponiéndose a franquear el umbral del Palacio misterioso. Acaba de arrancar el velo que ocultaba la entrada a las miradas de los profanos. Es el primer paso dado en la práctica, el descubrimiento del agente capaz de producir la reducción del cuerpo fijo, de recrudecerlo, según la expresión empleada, hasta darle una forma análoga a la de su sustancia prima. Los alquimistas aluden a esta operación cuando nos hablan de reanimar las materializaciones, es decir, de dar vida a los metales muertos. Es la Entrada al Palacio cerrado del Rey, de Philalèthe, la primera puerta de Ripley y de Basilio Valentin, puerta que es preciso saber abrir. El anciano no es otro que nuestro Mercurio, agente secreto del cual muchos bajos relieves nos han revelado la naturaleza, el modo de actuar, los materiales y el tiempo de la preparación. En cuanto al Palacio, representa el oro vivo, o filosófico, oro vil, despreciado por el ignorante, oculto bajo harapos que lo hurtan a los ojos, aunque sea preciosísimo para el que conoce su valor. Nosotros debemos ver en este motivo una variante de la alegoría de los Leones verde y rojo del disolvente y del cuerpo a disolver. En efecto, el anciano, que los textos identifican con Saturno —el cual, según se dice, devoraba a sus hijos—, estaba antaño pintado de verde, mientras que el interior visible del Palacio presentaba una coloración purpúrea. Más adelante citaremos las fuentes a que podemos acudir para averiguar, gracias al colorido original, el sentido de todas estas figuras. También hay que observar que el jeroglífico de Saturno, considerado como disolvente, es muy antiguo. En un sarcófago del Louvre, que contuvo la momia de un sacerdote hierogramático de Tebas, llamado Poeris, podemos observar, en el lado izquierdo, al dios Shu, sosteniendo el cielo con ayuda del dios Chnufis (el alma del mundo), mientras que, a sus pies, se halla tumbado el dios Seb (Saturno), cuya carne es de color verde.

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XXVII. NOTRE DAME DE PARIS: PORTAL DE LA VIRGEN

El Perro y las Palomas

El círculo siguiente nos permite presenciar el encuentro del anciano y el rey coronado, del disolvente y el cuerpo, del principio volátil y la sal metálica fija, incombustible y pura. La alegoría tiene un gran parecido con el texto parabólico de Bernardo Trevisano, en que «el sacerdote anciano y viejo en años» se muestra tan buen conocedor de las propiedades de la fuente oculta, de su acción sobre el «rey del país», al que imanta, atrae y absorbe. En esta operación, y cuando se produce la animación del mercurio, el oro o rey es disuelto poco a poco y sin violencia; no ocurre lo propio en la segunda, en la cual, contrariamente a la amalgama ordinaria, el mercurio hermético parece atacar el metal con un vigor característico y que se parece bastante a las efervescencias químicas. Los sabios dijeron a este respecto que, en la Conjunción, se producían violentas tormentas, grandes tempestades, y que las olas de su mar ofrecían el espectáculo de un «áspero combate». Algunos representaron esta reacción por una lucha a muerte entre animales diferentes: águila y león (Nicolás Flamel), gallo y zorra (Basilio Valentin), etc. Pero, a nuestro entender, la mejor descripción —y, sobre todo la más iniciadora— es la que nos dejó el gran filósofo de Cyrano Bergerac del espantoso duelo que sostuvieron ante sus ojos la Rémora y la Salamandra. Otros —y son los más numerosos— buscaron los elementos de sus figuras en el génesis primario y tradicional de la Creación; describieron éstos la formación del compuesto filosofal asimilándola a la del caos terrestre, producto de las conmociones y de las reacciones del fuego y del agua, del aire y de la tierra.

Aunque más humano y más familiar, no por ello el estilo de Notre-Dame es menos noble ni menos expresivo. Las dos naturalezas están representadas en él por niños agresivos y camorristas que, al venir a las manos, no escatiman los puñetazos. En lo más fuerte del pugilato, uno de ellos deja caer un pote, y el otro, una piedra. Imposible describir con mayor claridad y sencillez la acción del agua póntica sobre la materia grave: este medallón honra al maestro que lo concibió.

De esta serie de temas con que terminaremos la descripción de las figuras del pórtico central, se infiere claramente que la idea rectora tuvo como objetivo la agrupación de los puntos variables en la práctica de la Solución. Efectivamente, ella nos basta para identificar el procedimiento seguido. La disolución del oro alquímico por el Disolvente Alkaest caracteriza el primer sistema; la del oro vulgar por nuestro mercurio indica el segundo. Mediante ella, realizamos el mercurio animado.

Por último, una segunda solución, la del Azufre —rojo o blanco— por el agua filosófica, constituye el objeto del duodécimo y último bajorrelieve. Un guerrero deja caer su espada y se detiene, sobrecogido, ante un árbol al pie del cual aparece un cordero; el árbol muestra tres enormes frutos redondos, y, entre sus ramas, aparece la silueta de un pájaro. Volvemos a encontrar aquí el árbol solar que describe el Cosmopolita en la parábola del Tratado de la Naturaleza, el árbol del cual hay que extraer el agua. En cuanto al guerrero, representa al artista que acaba de cumplir el trabajo de Hércules que es nuestra preparación. El cordero atestigua que aquél supo elegir la estación favorable y la sustancia adecuada; el pájaro indica la naturaleza volátil del compuesto «más celeste que terrestre». Después, sólo tendrá que imitar a Saturno, el cual, dice el Cosmopolita, «tomó diez partes de esta agua, y seguidamente cogió el fruto del árbol solar y lo puso en esta agua… Porque esta agua es el Agua de vida, que tiene poder de mejorar los frutos de este árbol, de manera que, en lo sucesivo no habrá ya necesidad de plantarlo ni de injertarlo; porque ella podrá, con su solo olor, dar a los otros seis árboles su misma naturaleza». Además, esta imagen es una representación de la famosa expedición de los Argonautas, ya que vemos en ella a Jasón junto al vellocino de oro y el árbol de preciosos frutos del Jardín de las Hespérides.

En el curso de este estudio, hemos tenido ocasión de lamentar no sólo las deterioraciones producidas por estúpidos iconoclastas, sino también la completa desaparición del policromo revestimiento que antaño poseía nuestra admirable catedral. No nos queda ningún documento bibliográfico capaz de ayudar al investigador y de remediar, siquiera en parte, el daño de los siglos. Sin embargo, no tenemos necesidad de compulsar viejos pergaminos, ni de hojear en vano antiguas estampas: Notre-Dame conserva dentro de ella misma el prístino colorido de su pórtico central.

Guillermo de París, cuya perspicacia no nos cansaremos de alabar, supo prever el considerable perjuicio que el tiempo habría de infligir a su obra. Como maestro precavido que era, hizo reproducir minuciosamente los motivos de los medallones en los vitrales del rosetón central. El cristal viene así a completar la piedra, y, gracias al auxilio de la materia frágil, el esoterismo recobra su pureza primitiva.

Aquí descubriremos el sentido de los puntos dudosos de la estatuaria. Por ejemplo, en la alegoría de la Cohobación (primer medallón), el vitral nos presenta, no un jinete vulgar, sino un príncipe coronado de oro, con vestidura blanca y medias rojas; de los dos niños que riñen, uno es de color verde, y el otro de un gris violeta; la reina que derriba al Mercurio lleva corona blanca, camisa verde y manto de púrpura. Incluso nos sorprende encontrar aquí ciertas imágenes desaparecidas de la fachada, como la del artesano, sentado a una mesa roja, que extrae grandes monedas de oro de un saco; o la de la mujer de verde corpiño y brial escarlata que se alisa la cabellera ante un espejo; o la de los Gemelos, del zodíaco inferior, uno de los cuales tiene el color del rubí, y el otro, el de la esmeralda; etc.

¡Qué profundo tema de meditación nos ofrece la ancestral Idea hermética, en su armonía y en su unidad! Petrificada en la fachada, cristalizada en el círculo enorme del rosetón, pasa del mutismo a la revelación, de la gravedad al entusiasmo, de la inercia a la expresión viva. Borrosa, material y fría bajo la cruda luz del exterior, surge del cristal en haces de colores y penetra en las naves, vibrante, cálida, diáfana y pura como la Verdad misma.

Y el alma no puede librarse de cierta turbación en presencia de esta otra antítesis, todavía más paradójica: ¡la antorcha del pensamiento alquímico iluminando el templo del pensamiento cristiano!