III

Los temas herméticos del estilóbato se desarrollan en dos hileras superpuestas, a derecha e izquierda del pórtico. La hilera inferior comprende doce medallones, y la superior, doce figuras. Estas últimas representan personajes sentados en zócalos adornados con estrías, de perfil ora cóncavo, ora angular, y colocados en los intercolumnios de arcadas trilobuladas. Todos presentan discos con emblemas variados, pero siempre referentes a la labor alquímica.

Si empezamos por la izquierda de la hilera superior, el primer bajorrelieve nos muestra la imagen del cuervo, símbolo del color negro. La mujer que lo tiene sobre las rodillas simboliza la Putrefacción.

Séanos permitido detenernos un instante en el jeroglífico del Cuervo, puesto que oculta un punto importante de nuestra ciencia. Expresa, en efecto en la cocción del Rebis filosofal, el color negro, primera apariencia de la descomposición consecutiva a la mixtión perfecta de las materias del Huevo. Es, según los Filósofos, la señal segura del éxito futuro, el signo evidente de la preparación exacta del compuesto. El cuervo es, en cierto modo el sello canónico de la Obra, como la estrella es la firma del tema inicial.

Pero esta negrura que aguarda el artista, que éste espera con ansiedad y cuya aparición viene a colmar sus anhelos y lo llena de gozo, no se manifiesta únicamente en el curso de la cocción El pájaro negro aparece en diversas ocasiones, y esta frecuencia permite a los autores sembrar confusión en el orden de las operaciones.

Según Le Breton[52], «hay cuatro pufrefacciones en la Obra filosófica. La primera, en la primera separación; la segunda, en la primera conjunción; la tercera en la segunda conjunción, que se produce entre el agua pesada y su sal; por último, la cuarta, en la fijación del azufre. En cada una de estas putrefacciones se produce negrura».

Resultó, pues, fácil a nuestros viejos maestros cubrir el arcano con tupido velo, mezclando las cualidades específicas de las diversas sustancias, en el curso de las cuatro operaciones que producen el color negro. De esta manera, es muy laborioso separarlas y distinguir claramente lo que corresponde a cada una de ellas.

He aquí algunas citas que pueden ilustrar al investigador y permitirle encontrar su camino en este tenebroso laberinto.

«En la segunda operación —escribe el Caballero Desconocido[53]—, el prudente artista fija el alma general del mundo en el oro común y purifica el alma terrestre e inmóvil. En la citada operación, la putrefacción, a la que llaman Cabeza del cuervo, es muy larga. Ésta va seguida de una tercera multiplicación al añadir la materia filosófica o el alma general del mundo.»

Con esto se indican claramente dos operaciones sucesivas, la primera de las cuales termina, empezando la segunda después de aparecer la coloración negra, cosa diferente de la cocción.

Un valioso manuscrito anónimo del siglo XVIII[54] nos habla también de esta primera putrefacción, que no hay que confundir con las otras:

«Si la materia no es corrompida y mortificada —dice esta obra—, no podréis extraer nuestros elementos y nuestros principios; y, para ayudaros en esta dificultad, os daré señales para conocerla. Algunos filósofos lo han observado también. Morien dice: es preciso que se advierta cierta acidez y que aquélla tenga cierto olor de sepulcro. Philalèthe dice que tiene que parecer como ojos de pescado, es decir, pequeñas burbujas en la superficie, y dar la impresión de que produce espuma; pues esto es señal de que la materia fermenta y bulle. Esta fermentación es muy larga, y hay que tener mucha paciencia, puesto que se realiza por nuestro fuego secreto, que es el único agente capaz de abrir, sublimar y pudrir.»

image22.png

XX. NOTRE DAME DE PARIS: PORCHE CENTRAL

El Conocimiento de los Pesos

Pero, entre todas esas descripciones, las más numerosas y más consultadas son las que se refieren al cuervo (o color negro), puesto que engloban todos los caracteres de las otras operaciones.

Bernardo Trevisano[55] se expresa en estos términos:

«Notad, pues, que, cuando nuestro compuesto empieza a estar embebido de nuestra agua permanente, entonces todo el compuesto se convierte en una especie de pez fundida, y queda ennegrecido como carbón. Y al llegar a este punto, nuestro compuesto se llama: la pez negra, la sal quemada, el plomo fundido, el latón no puro, la Magnesia y el Mirlo de Juan. Pues entonces se ve una nube negra, flotando en la región media de la redoma; y en el fondo de ésta queda la materia fundida a manera de pez, y permanece totalmente disuelta. De la cual nube habla Jaques del burgo S. Saturnin, al decir: ¡Oh bendita nube que vuelas en nuestra redoma! Allí está el eclipse de sol de que habla Raimundo[56]. Y cuando esta masa está así ennegrecida, entonces se dice muerta y privada de su forma… Entonces, se manifiesta la humedad en color de azogue negro y hediondo el cual era anteriormente seco, blanco, oloroso ardiente, depurado de azufre por la primera operación, y ahora a depurar por esta segunda operación. Y por esto, queda privado este cuerpo de su alma, que ha perdido, y de su resplandor y de la maravillosa luminosidad que tenía anteriormente, y es ahora negro y afeado… Esta masa negra o así ennegrecida es la llave[57], principio y señal de la perfecta invención de la manera de obrar del segundo régimen de nuestra piedra preciosa. Por lo cual, dice Hermes, si veis la negrura, pensad que habéis ido por buena senda y seguido el buen camino.»

Batsdorff, presunto autor de una obra clásica[58] que otros atribuyen a Gaston de Claves, enseña que la putrefacción se declara cuando aparece la negrura, y que ahí está la señal de un trabajo regular y conforme a naturaleza. Y añade: «Los Filósofos le han dado diversos nombres y la han llamado Occidente, Tinieblas, Eclipse, Lepra, Cabeza de cuervo, Muerte, mortificación del Mercurio… Resulta, pues, que por esta putrefacción se hace la separación de lo puro y de lo impuro. Ahora bien, los signos de una buena y verdadera putrefacción son una negrura muy negra o muy profunda, un olor hediondo, malo e indirecto, llamado por los Filósofos toxicum et venenum, olor que no es sensible para el olfato, sino sólo para el entendimiento.»

image23.png

XXI. NOTRE DAME DE PARIS: PORCHE CENTRAL

La Reina derriba el Mercurio, Servus Fugitivus

Terminemos aquí las citas, que podríamos multiplicar sin mayor provecho para el estudioso, y volvamos a las figuras herméticas de Notre-Dame.

El segundo bajorrelieve nos muestra la efigie del Mercurio filosofal: una serpiente enroscada en una vara de oro. Abraham el Judío, conocido también por el nombre de Eleazar, la empleó en el libro que vino a manos de Flamel, cosa que nada tiene de sorprendente, pues volvemos a encontrar este símbolo durante todo el período medieval.

La serpiente indica la naturaleza incisiva y disolvente del Mercurio, que absorbe ávidamente el azufre metálico y lo retiene con tanta fuerza que la cohesión no puede ser ya vencida ulteriormente. Es el «gusano emponzoñado que lo infecta todo con su veneno», de que nos habla la Antigua Guerra de los Caballeros[59]. Este reptil es el tipo del Mercurio en su estado primero, y la vara de oro, el azufre corpóreo que se le añade. La disolución del azufre o, dicho en otros términos, su absorción por el mercurio, ha dado pretexto a emblemas muy diversos; pero el cuerpo resultante, homogéneo y perfectamente preparado, conserva el nombre de Mercurio filosófico y la imagen del caduceo. Es la materia o el compuesto del primer orden, el huevo sulfatado que sólo exige ya una cocción graduada para transformarse primero en azufre rojo, después en elixir y, por último, en el tercer período, en Medicina universal. «En nuestra Obra —afirman los Filósofos—, basta con el Mercurio.»

Sigue a continuación una mujer, de largos cabellos ondulantes como llamas. Personifica la Calcinación y aprieta sobre su pecho el disco de la Salamandra, «que vive en el fuego y se alimenta de fuego». Este lagarto fabuloso no designa otra cosa que la sal central, incombustible y fija, que conserva su naturaleza hasta en las cenizas de los metales calcinados, y que los antiguos llamaron Simiente metálica. En la violencia de la acción ígnea, las porciones combustibles de los cuerpos se destruyen; sólo resisten las partes puras, inalterables, y, aunque muy fijas, pueden extraerse por lixiviación.

Tal es, al menos, la expresión espagírica de la calcinación, similitud de la que se sirven los Autores para servir de ejemplo a la idea general que hay que tener del trabajo hermético. Sin embargo, nuestros maestros en el Arte cuidan muy bien de llamar la atención del lector sobre la diferencia fundamental existente entre la calcinación vulgar, tal como se realiza en los laboratorios químicos, y la que practica el Iniciado en el gabinete de los filósofos. Ésta no se realiza por medio de un fuego vulgar, no necesita en absoluto el auxilio del reverbero, pero requiere la ayuda de un agente oculto, de un fuego secreto, el cual, para dar una idea de su forma, se parece más a un agua que a una llama. Este fuego, o esta agua ardiente, es la chispa vital comunicada por el Creador a la materia inerte; es el espíritu encerrado en las cosas, el rayo ígneo, imperecedero, encerrado en el fondo de la sustancia oscura, informe y frígida. Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra; y nos complacería cortar este nudo gordiano en favor de los aspirantes a nuestra Ciencia —recordando, ¡ay!, que nos vimos detenidos por esta misma dificultad durante más de veinte años—, si nos estuviera permitido profanar un misterio cuya revelación depende del Padre de las Luces. Por más que nos pese, solo podemos señalar el escollo y aconsejar, con los más eminentes filósofos, la atenta lectura de Artephius[60], de Pontano[61] y de la obra titulada Epístola de Igne Philosophorum[62]. En ellos se encontrarán valiosas indicaciones sobre la naturaleza y las características de este fuego acuoso o de esta agua ígnea, enseñanzas que podrán completarse con los dos textos siguientes.

El autor anónimo de los Preceptos del Padre Abraham dice: «Hay que extraer esta agua primitiva y celeste del cuerpo en que se halla, y que se expresa con siete letras según nosotros, significando la simiente primera de todos los seres, y no especificada ni determinada en la casa de Aries para engendrar a su hijo. Es el agua a la que tantos nombres han dado los Filósofos, y es el disolvente universal, la vida y la salud de todas las cosas. Dicen los Filósofos que el sol y la luna se bañan en esta agua, y que se resuelven por ellos mismos en agua, su origen primero. A causa de esta resolución, dícese que mueren, pero sus espíritus son llevados sobre las aguas de este mar donde estaban enterrados… Por mucho que digan, hijo mío, que hay otras maneras de resolver estos cuerpos en su materia primera, atente a la que yo te declaro, porque la he conocido por experiencia y según lo que nos transmitieron nuestros antepasados.»

Limojon de Saint-Didier escribe también: «… El fuego secreto de los Sabios es un fuego que el artista prepara según el Arte, o, al menos, que puede hacer preparar por aquéllos que tienen perfecto conocimiento de la química. Este fuego no es en realidad caliente, sino que es un espíritu ígneo introducido en un sujeto de la misma naturaleza de la Piedra; y, al ser medianamente excitado por el fuego exterior, la calcina, la disuelve, la sublima y la resuelve en agua seca, tal como dice el Cosmopolita.»

Por lo demás, no tardaremos en descubrir otras figuras relacionadas, ya con la fabricación, ya con las cualidades de este fuego secreto encerrado en un agua, que constituye el disolvente universal. Ahora bien, la materia que sirve para prepararlo es precisamente objeto del cuarto motivo: un hombre muestra la imagen del Cordero y sostiene, con la diestra, un objeto desgraciadamente imposible de determinar en la actualidad. ¿Es un mineral, un fragmento de atributo, un utensilio o incluso un pedazo de tela? No lo sabemos. El tiempo y el vandalismo pasaron por allí. Sin embargo, subsiste el Cordero, y el hombre, jeroglífico del principio metálico macho, nos muestra su figura. Esto nos ayuda a comprender las palabras de Pernety: «Dicen los Adeptos que extraen su acero del vientre de Aries, y llaman también a este acero su imán

Sigue la Evolución, que nos muestra la oriflama tripartita —triplicidad correspondiente a los Colores de la Obra— descrita en todas las obras clásicas. Estos colores, en número de tres, siguen un orden invariable que va del negro al rojo pasando por el blanco. Pero como la Naturaleza, según el viejo adagio —Natura non facit saltus—, no actúa nunca brutalmente, existen muchos otros colores intermedios que aparecen entre los tres principales. El artista les presta poca atención, porque son superficiales y pasajeros. Sólo aportan un testimonio de continuidad y de progresión de las mutaciones internas. En cuanto a los colores esenciales, duran más tiempo que estos matices transitorios y afectan profundamente a la materia misma, señalando un cambio de estado en su composición química. No son tonos fugaces, más o menos brillantes, que juegan en la superficie del baño, sino coloraciones en la masa que se manifiestan exteriormente y reabsorben todas las demás. Creemos que convenía concretar este punto importante.

Estas fases coloreadas, específicas de la cocción en la práctica de la Gran Obra, han servido siempre de prototipo simbólico; atribúyese a cada una de ellas una significación precisa, y a menudo bastante extendida, a fin de expresar veladamente ciertas verdades concretas. Por esto existe, desde siempre, un lenguaje de los colores, íntimamente unido a la religión, según dice Portal[63], y que reaparece, durante la Edad Media, en los vitrales de las catedrales góticas.

El color negro fue atribuido a Saturno, el cual se convirtió, en espagiria, en jeroglífico del plomo; en astrología, en planeta maléfico; en hermético, en el dragón negro o Plomo de los Filósofos; en magia en la Gallina negra; etcétera. En los templos de Egipto, cuando el recipiendario estaba a punto de sufrir las pruebas de la iniciación, un sacerdote se acercaba a él y le murmuraba al oído esta frase misteriosa: «¡Acuérdate de que Osiris es un dios negro!» Es el color simbólico de las Tinieblas y de las Sombras cimerias, el de Satán, a quien se ofrecían rosas negras, y también el del Caos primitivo, donde las semillas de todas las cosas se mezclan y confunden; es el sable de la ciencia heráldica y el emblema del elemento tierra, de la noche y de la muerte.

Lo mismo que, en el Génesis, el día sucede a la noche, así la luz sucede a la oscuridad. La luz tiene por signo el color blanco. Al llegar a este grado, aseguran los Sabios que su materia se ha desprendido de toda impureza y ha quedado perfectamente lavada y exactamente purificada. Preséntase entonces bajo el aspecto de granulaciones sólidas o de corpúsculos brillantes, con reflejos diamantinos y de una blancura resplandeciente. El blanco ha sido también aplicado a la pureza, a la sencillez, a la inocencia. El color blanco es el de los Iniciados, porque el hombre que abandona las tinieblas para seguir la luz pasa del estado profano al de Iniciado, al de puro. Queda, espiritualmente, renovado. «El término Blanco —dice Pierre Dujols— fue elegido por razones filosóficas muy profundas. El color blanco, según atestiguan la mayoría de las lenguas, ha designado siempre la nobleza, el candor, la pureza. En el célebre Diccionario-Manual hebreo y caldeo de Gesenius, hur, heur, significa ser blanco; hurim, heurim, designa a los nobles, a los blancos, a los puros. Esta transcripción del hebreo más o menos variable (hur, heur, hurim, heurim) nos lleva a la palabra heureux (feliz). Los bienheureux (bienaventurados), los que han sido regenerados y lavados por la sangre del Cordero, aparecen siempre representados con vestiduras blancas. Nadie ignora que bienaventurado es, además, equivalente o sinónimo de Iniciado, de noble, de puro. Ahora bien, los Iniciados vestían de blanco. De igual manera se vestían los nobles. En Egipto, los Manes vestían también de blanco. Path, el Regenerador, llevaba una ceñida vestidura blanca, para indicar el renacimiento de los Puros o de los Blancos. Los Cátaros secta a la que pertenecían los Blancos de Florencia, eran los Puros (del griego Καθαρος) En latín, en alemán, en inglés las palabras Weiss, White, quiere decir blanco, feliz, espiritual, sabio. Por el contrario en hebreo, schher caracteriza un color negro de transición, es decir el profano buscando la iniciación. El Osiris negro, que aparece al comienzo del ritual funerario, representa, dice Portal, ese estado del alma que pasa de la noche al día, de la muerte a la vida

En cuanto al rojo, símbolo del fuego, señala la exaltación, el predominio del espíritu sobre la materia, la soberanía, el poder y el apostolado. Obtenida en forma de cristal o de polvo rojo, volátil y fusible, la piedra filosofal se vuelve penetrante e idónea para curar a los leprosos, es decir, para transmutar en oro los metales vulgares, a los cuales su oxidabilidad hace inferiores, imperfectos, «enfermos o achacosos».

Paracelso, en el Libro de las imágenes, habla en estos términos de las coloraciones sucesivas de la Obra. «Aunque haya —dice— algunos colores elementales —pues el color azulado corresponde particularmente a la tierra, el verde al agua, el amarillo al aire, el rojo al fuego—, con todo, los colores blanco y negro se refieren directamente al arte espagírico, en el cual encontramos así los cuatro colores primitivos, a saber, el negro, el blanco, el amarillo y el rojo. Ahora bien, el negro es la raíz y el origen de los otros colores; pues toda materia negra puede ser reverberada durante el tiempo que le sea necesario, de manera que los otros tres colores aparecerán sucesivamente y cada cual cuando le corresponda. El color blanco sucede al negro, el amarillo al blanco, y el rojo al amarillo. Ahora bien, toda materia llegada al cuarto color por medio de la reverberación es la tintura de las cosas de su género, es decir, de su naturaleza.»

Para dar una idea del alcance que toma el simbolismo de los colores —y en particular de los tres colores mayores de la Obra—, observemos que siempre se representa a la Virgen vestida de azul (equivalente al negro, como veremos a continuación); a Dios, de blanco y a Cristo, de rojo. Aquí encontramos los colores nacionales de la bandera francesa, la cual, dicho sea de paso, fue compuesta por el masón Louis David. Para éste, el azul oscuro o el negro representan la burguesía; el blanco está reservado al pueblo, a los pierrots o campesinos, y el rojo, a la bailía o realeza. En Caldea, los zigurats, generalmente torres de tres pisos, a cuya categoría perteneció la famosa Torre de Babel, estaban pintados de tres colores: negro, blanco y rojo púrpura.

Hasta aquí hemos hablado de los colores a la manera de los teóricos, como lo hicieron los Maestros antes que nosotros, a fin de acatar la doctrina Filosófica y la expresión tradicional. Tal vez convendría a partir de ahora escribir, en bien de los Hijos de Ciencia, en un tono que fuese más práctico que especulativo, y descubrir así lo que diferencia el símil de la realidad.

image24.png

XXII. NOTRE DAME DE PARIS: PORCHE CENTRAL

El Régimen de Saturno

Pocos Filósofos han osado aventurarse por este terreno resbaladizo. Etteilla[64], al hablarnos de un cuadro hermético[65] que debió de tener en su poder, nos transmitió algunas inscripciones que figuraban al pie de aquél; entre éstas, leemos, no sin sorpresa, este consejo digno de ser seguido: No os fiéis demasiado del color. ¿Qué quiere decir esto? ¿Acaso los viejos autores engañaron deliberadamente a sus lectores? ¿Y con qué indicaciones deberían los discípulos de Hermes sustituir los colores rebeldes para reconocer y seguir el camino recto?

Buscad, hermanos, sin desanimaros, pues deberéis hacer aquí, como en otros puntos oscuros, un enorme esfuerzo. Sin duda habréis leído, en diversos pasajes de vuestras obras, que los Filósofos sólo hablan claramente cuando quieren alejar a los profanos de su Tabla redonda. Las descripciones que dan de sus regímenes, a los que atribuyen coloraciones emblemáticas, son de una nitidez perfecta. Debéis, pues, sacar la conclusión de que estas observaciones tan bien descritas son falsas y quiméricas. Vuestros libros están cerrados, como el Apocalipsis, con sellos cabalísticos. Tendréis que romper éstos, uno a uno. Reconocemos que la tarea es dura; pero, quien vence sin peligro, triunfa sin gloria.

Aprended, pues, no ya lo que distingue un color de otro, sino más bien en qué se diferencia un régimen del que le sigue. Pero, ante todo, ¿qué es un régimen? Sencillamente, la manera de hacer vegetar, de mantener y aumentar la vida que vuestra piedra recibió en el momento de nacer. Es, pues, un modus operandi, que no se traduce forzosamente en una sucesión de colores diversos. «El que llegue a conocer el Régimen —escribe Philalèthe—, será honrado por los príncipes y por los grandes de la tierra.» Y añade el mismo autor; «No os ocultamos nada, salvo el Régimen. Así, pues, para no atraer sobre nuestra cabeza la maldición de los Filósofos, revelando lo que ellos creyeron que habían de dejar en la sombra, nos limitaremos a advertir que el Régimen de la piedra, es decir, su cocción, contiene otros varios, o, dicho de otro modo, varias repeticiones de una misma manera de operar. Reflexionad, apelad a la analogía y, sobre todo, no os apartéis jamás de la sencillez natural. Pensad que tenéis que comer todos los días, a fin de conservar vuestra vitalidad; que el descanso os es indispensable porque favorece, de una parte, la digestión y la asimilación del alimento, y, de otra, la renovación de las células gastadas por el trabajo cotidiano. ¿Y acaso no debéis expulsar también, con gran frecuencia, ciertos productos heterogéneos, desperdicios o residuos no asimilables?

De la misma manera, vuestra piedra necesita alimento para aumentar su fuerza, y este alimento debe ser graduado, es decir, cambiado en cierto momento. Ante todo, dadle leche; el régimen a base de carne, más sustancioso, vendrá después. Y no olvidéis separar los excrementos después de cada digestión, pues vuestra piedra podría infectarse… Seguid, pues, el orden de la Naturaleza y obedecedla con la mayor fidelidad que os sea posible. Y comprenderéis de qué manera conviene efectuar la cocción cuando hayáis adquirido un conocimiento perfecto del Régimen. Así captaréis mejor el apóstrofe que Tollius[66] dirige a los alquimistas esclavos de la letra:

«Id, marchaos, vosotros que buscáis con extremada aplicación vuestros diversos colores en las redomas de vidrio. Vosotros, que fatigáis mis oídos con vuestro cuervo negro, estáis tan locos como aquel hombre de la antigüedad que tenía la costumbre de aplaudir en el teatro, aunque estuviera solo en él, porque siempre se imaginaba tener ante los ojos algún nuevo espectáculo. Lo mismo hacéis vosotros, cuando, vertiendo lágrimas de gozo, os imagináis que veis en vuestras redomas la blanca paloma, el águila amarilla y el faisán rojo. Id, os digo y alejaos de mí, si buscáis la piedra filosofal en una cosa fija; pues ésta no penetrará los cuerpos metálicos más de lo que podría penetrar el cuerpo humano las más sólidas murallas…

»Esto es lo que tenía que deciros acerca de los colores, a fin de que en el porvenir dejéis de hacer trabajos inútiles; a lo cual añadiré unas palabras con referencia al olor.

image25.png

XXIII. NOTRE DAME DE PARIS: PORCHE CENTRAL

EL Sujeto de los Sabios

»La Tierra es negra, el agua es blanca; el aire se vuelve más amarillento cuanto más se acerca al Sol; el éter es completamente rojo. También la muerte, según se dice, es negra; la vida está llena de luz; cuanto más pura es la luz, más se aproxima a la naturaleza angélica, y los ángeles son puros espíritus de fuego. Ahora bien, ¿acaso el olor de un muerto o de un cadáver no es fastidioso y desagradable al olfato? De la misma manera, el olor hediondo denota, a los Filósofos, la fijación; por el contrario, el olor agradable indica volatilidad, porque se acerca a la vida y al calor.»

Volviendo al basamento de Notre-Dame, encontraremos, en sexto lugar, la Filosofía, cuyo disco tiene grabada una cruz. Aquí tenemos la expresión de la cuaternidad de los elementos y la manifestación de los dos principios metálicos, sol y luna —ésta machacada—, o azufre y mercurio, parientes de la piedra, según Hermes.