El estilóbato de la fachada, que se desarrolla y se extiende bajo los tres arcos, está enteramente consagrado a nuestra ciencia; y este conjunto de imágenes, tan curiosas como instructivas, constituye un verdadero regalo para el descifrador de los enigmas herméticos.
Allí encontraremos el nombre lapidario del tema de los Sabios; allí asistiremos a la elaboración del disolvente secreto; allí, en fin, seguiremos paso a paso el trabajo del Elixir, desde su calcinación primera hasta su última cocción.
Pero, a fin de observar ciertos métodos en este estudio, observaremos siempre el orden de sucesión de las figuras, yendo desde el exterior hacia las hojas de la puerta, tal como lo haría un fiel al penetrar en el santuario.
Sobre las caras laterales de los contrafuertes que limitan el gran pórtico, encontraremos a la altura del ojo, dos pequeños bajorrelieves embutidos cada uno en una ojiva. El del pilar de la izquierda nos presenta al alquimista descubriendo la Fuente misteriosa que Trevisano describe en la Parábola final de su libro sobre la Filosofía natural de los metales[44].
El artista ha caminado largo tiempo; ha errado por vías falsas y caminos dudosos; ¡pero al fin se ve colmado de gozo! El riachuelo de agua viva discurre a sus pies; brota, a borbotones, del roble hueco[45]. Nuestro Adepto ha dado en el blanco. Y así, desdeñando el arco y las flechas con las cuales, a la manera de Cadmo, traspasó el dragón, mira ondear el límpido caudal cuya virtud disolvente y cuya esencia volátil le son atestiguadas por un pájaro posado en el árbol.
Pero ¿cuál es esta Fuente oculta? ¿Cuál es la naturaleza de este poderoso disolvente capaz de penetrar todos los metales —el oro, en particular— y de cumplir, con la ayuda del cuerpo disuelto, la gran obra en su totalidad? Éstos son enigmas tan profundos que han desanimado a un número considerable de investigadores; todos, o casi todos, han dado de cabeza contra este muro impenetrable, levantado por los Filósofos para servir de recinto a su ciudadela.
La mitología la llama Libethra[46], y nos cuenta que era una fuente de Magnesia, cerca de la cual había otra fuente llamada la Roca. Ambas brotaban de una gran roca que tenía la forma de un seno de mujer; de suerte que el agua parecía brotar como leche de dos senos. Ahora bien, sabemos que los autores antiguos llaman a la materia de la Obra nuestra Magnesia y que el licor extraído de esta magnesia recibe el nombre de Leche de la Virgen. Esto es ya un indicio. En cuanto a la alegoría de la mezcla o de la combinación de esta agua primitiva brotada del Caos de los Sabios con una segunda agua de naturaleza diferente (aunque del mismo género), resulta bastante clara y suficientemente expresiva. De esta combinación resulta una tercera agua que no moja las manos y que los Filósofos han llamado, ora Mercurio, ora Azufre, según atendiesen a su cualidad o a su aspecto físico.
En el tratado del Azoth[47], atribuido al célebre monje de Erfurth, Basilio Valentin, pero que más bien parece obra de Senior Zadith, puede verse una figura grabada en madera que representa una ninfa o sirena coronada nadando en el mar y haciendo brotar de sus senos rollizos dos chorros de leche que se mezclan con las aguas.
Los autores árabes dan a esta fuente el nombre de Holmat, y nos enseñan, además, que sus aguas dieron la inmortalidad al profeta Elías (Ηελιος, sol). Sitúan la famosa fuente en el Modhallam, término cuya raíz significa Mar oscuro y tenebroso, señalando muy bien la confusión elemental que los Sabios atribuyen a su Caos o materia prima.
Una pintura de la fábula que acabamos de citar se encontraba en la pequeña iglesia de Brixen (Tirol). Este curioso cuadro, descrito por Misson y citado por Witkowski[48], parece ser la versión religiosa del mismo tema químico. «Jesús vierte en una gran taza de fuente la sangre de su costado, abierto por la lanza de Longinos; la Virgen se oprime los pechos, y la leche que brota de ellos cae en el mismo recipiente. El sobrante va a caer a una segunda taza y se pierde en el fondo de un abismo de llamas, donde las almas del Purgatorio, de ambos sexos, con los bustos desnudos, se apresuran a recibir este precioso licor que las consuela y las refresca.»
Al pie de esta antigua pintura, léese una inscripción en latín de sacristía:
Dum fluit e Christi benedicto Vulnere sanguis,
Et dum Virgineum lac pia Virgo premit,
Lac fuit et sanguis, sanguis conjungitur et lac,
Et sit Fons Vitae, Fons et Origo boni[49].
Entre las descripciones que acompañan a las Figuras simbólicas de Abraham el Judío, libro que, según dicen, perteneció a Nicolás Flamel[50] y tuvo este Adepto expuesto en su gabinete de escritor, citaremos dos que tienen relación con la Fuente misteriosa y con sus componentes. He aquí los textos originales de estas dos notas explicativas:
«Tercera figura.— En ella está pintado y representado un jardín cercado con setos, donde hay varios cuadros. En el centro, hay un roble hueco, al pie del cual, a un lado, hay un rosal de hojas de oro y de rosas blancas y rojas, que rodea el dicho roble hasta lo alto cerca de sus ramas. Y al pie de dicho roble hueco hierve una fuente clara como plata, que se va perdiendo en tierra; y entre varios que la andan buscando, están cuatro ciegos que remueven la tierra y otros cuatro que la buscan sin cavar, estando la dicha fuente delante de ellos, y no pueden encontrarla, excepto uno que la pesa en su mano.»
XIX. NOTRE DAME DE PARIS: PORCHE CENTRAL
Origen y Resultado de la Piedra
Este último personaje es el que constituye el tema del motivo esculpido de Notre-Dame de París. La preparación del disolvente en cuestión, aparece relatada en la explicación que acompaña a la imagen siguiente:
«Cuarta figura.— Representa un campo, en el cual hay un rey, coronado, vestido de rojo al estilo judío, y que sostiene una espada desenvainada; dos soldados que matan a los hijos de dos madres, que están sentadas en el suelo, llorando a sus hijos; y otros dos soldados que arrojan la sangre en una gran cuba llena de la dicha sangre, donde el sol y la luna, bajando del cielo o de las nubes vienen a bañarse. Y son seis soldados armados de armadura blanca, y el rey hace el séptimo, y siete inocentes muertos, y dos madres, una vestida de azul, que llora, enjugándose la cara con un pañuelo, y la otra, que también llora, vestida de rojo.»
Citemos también una figura del libro de Trismosin[51], que es muy parecida a la tercera de Abraham. Vemos en ella un roble al pie del cual, ceñido con una corona de oro, brota un riachuelo oculto que se vierte en el campo. Entre las hojas del árbol, revolotean unos pájaros blancos, mientras un cuervo, que parece dormido, está a punto de ser apresado por un hombre pobremente vestido y encaramado en una escalera. En primer término de este cuadro rústico, dos sofistas vistiendo suntuosos trajes, discuten y razonan sobre este punto científico, sin advertir el roble que tienen a su espalda, ni ver la Fuente que discurre a sus pies…
Digamos, por último, que la tradición esotérica de la Fuente de Vida o Fuente de Juventud se encuentra materializada en los Pozos sagrados que poseían, en la Edad Media, la mayoría de las iglesias góticas. El agua que se extraía de aquéllos pasaba, en muchas ocasiones, por poseer virtudes curativas, y era empleada en el tratamiento de varias enfermedades. Abbon, en su poema sobre el sitio de París por los normandos, refiere varios hechos que acreditan las propiedades maravillosas del agua del pozo de Saint-Germain-des-Prés, el cual se abría al fondo del santuario de la célebre abadía. De igual manera, el agua del pozo de Saint-Marcel, de París, excavado en la iglesia, cerca de la losa sepulcral del venerable obispo, era, según Grégoire de Tours, un eficaz específico contra varias dolencias. Y, todavía hoy, existe en el interior de la basílica ojival de Notre-Dame de Lépine (Marne) un poco milagroso, llamado Pozo de la Santa Virgen, y, en la mitad del coro de Notre-Dame de Limoux (Aude), un pozo análogo cuya agua cura, según dicen, todas las enfermedades, y en el que puede verse esta inscripción:
Omnis qui bibit hanc aquam, si fidem addit, salvus erit.
Cuantos beban de esta agua, si además tienen fe, gozarán de buena salud.
Pronto tendremos ocasión de referirnos de nuevo a esta agua póntica, a la que dieron los Filósofos multitud de epítetos más o menos sugestivos.
Frente al motivo esculpido que expresa la naturaleza del agente secreto, vamos a presenciar, en el contrafuerte opuesto, la cocción del compuesto filosofal. Aquí, el artista vela por el producto de su labor. Cubierto con su armadura, protegidas las piernas con espinilleras, y embrazado el escudo, nuestro caballero se encuentra plantado en la terraza de una fortaleza, a juzgar por las almenas que le rodean. En un movimiento defensivo apunta su lanza a una forma imprecisa (¿un rayo de luz?, ¿un haz de llamas?), desgraciadamente imposible de identificar, tan mutilado está el relieve. Detrás del combatiente, un pequeño y extraño edificio formado por un basamento almenado y apoyado en cuatro pilares, aparece rematado por una cúpula segmentada de llave esférica. Bajo el arco inferior, una masa aculeiforme e inflamada nos da la explicación de su destino. Este curioso pabellón o fortaleza en miniatura es el instrumento de la Gran Obra, el Atanor, el hornillo oculto de dos llamas —potencial y virtual— que todos los discípulos conocen y que ha sido vulgarizado por numerosas descripciones y grabados.
Inmediatamente encima de estas figuras están representados dos temas que parecen constituir su complemento. Pero, como el esoterismo se oculta aquí bajo apariencias sagradas y escenas bíblicas nos abstendremos de hablar de ellos, para que no se nos reproche una interpretación arbitraria. Hubo grandes sabios, entre los maestros antiguos, que no temieron explicar alquímicamente las parábolas de la Sagrada Escritura, tan susceptible en su sentido de interpretaciones diversas. La Filosofía hermética apela a menudo al testimonio del Génesis para servir de analogía al primer trabajo de la Obra; muchas alegorías del Viejo y del Nuevo Testamento adquieren un relieve imprevisto en contacto con la alquimia. Tales precedentes deberían animarnos y, al propio tiempo, servirnos de excusa; preferimos, sin embargo, limitamos a los motivos cuyo carácter profano es indiscutible dejando a los investigadores benévolos la facultad de ejercitar su sagacidad con los restantes.