Terminado este trabajo preliminar, debemos emprender ahora el estudio hermético de la catedral, y, para limitar nuestras investigaciones, tomaremos como modelo el templo cristiano de la capital: Notre-Dame de París.
Ciertamente, nuestra tarea es difícil. Ya no vivimos en los tiempos de micer Bernard, conde de Treviso, de Zachaire o de Flamel. Los siglos han dejado su huella profunda en la fachada del edificio, la intemperie lo ha surcado de grandes arrugas, pero los destrozos del tiempo son pocos comparados con los del furor humano. Las revoluciones estamparon allí su sello, lamentable testimonio de la cólera plebeya; el vandalismo, enemigo de lo bello, sació su odio con horribles mutilaciones, y los propios restauradores, aunque llevados de las mejores intenciones, no supieron siempre respetar lo que no habían destruido los iconoclastas.
Notre-Dame de París levantaba antaño su majestuosa mole sobre una gradería de once escalones. Apenas aislada, por un estrecho atrio, de las casas de madera, de las paredes acabadas en punta y escalonadas, ganaba en atrevimiento y en elegancia lo que perdía en masa. Hoy en día, y gracias al retroceso de los edificios próximos parece tanto más maciza cuanto que esta más separada y que sus paredes, sus columnas y sus contrafuertes salen directamente del suelo; la sucesiva acumulación de tierra ha ido cubriendo poco a poco las gradas hasta absorber la última de ellas.
En medio del espacio limitado, de una parte, por la imponente basílica, y, de otra, por la pintoresca aglomeración de pequeños edificios adornados de agujas, espigas y veletas, con sus pintadas tiendas de viguetas talladas y rótulos burlescos, con sus esquinas quebradas por hornacinas con vírgenes o santos, flanqueadas de torrecillas, de atalayas y de almenas, en medio de este espacio, decimos, se erguía una estatua de piedra, alta y estrecha, que sostenía un libro en una mano y una serpiente en la otra. Esta estatua formaba parte de una fuente monumental en la que se leía este dístico:
Qui sitis, huc tendas: desunt si forte liquores,
Pergredere, aeternas diva paravit aquas.
Tú que tienes sed, ven aquí: Si por azar faltan las ondas,
ha dispuesto la Diosa las aguas eternas.
La gente del pueblo la llamaba, ora Monsieur Legris, ora Vendedor de gris, Gran ayunador o Ayunador de Notre-Dame.
Se han dado muchas interpretaciones a estas expresiones extrañas aplicadas por el vulgo a una imagen que los arqueólogos no lograron identificar. La mejor explicación es la que nos da Amédée de Ponthieu[36], la cual nos parece tanto más interesante cuanto que su autor, que no era hermetista, juzga imparcialmente y sin ideas preconcebidas:
«Delante de este templo —nos dice, refiriéndose a Notre-Dame—, se elevaba un monolito sagrado, informe a causa del tiempo. Los antiguos lo llamaban Febigeno[37], hijo de Apolo; el vulgo lo llamo más tarde Maître Pierre, queriendo decir Piedra maestra, piedra del poder[38]; se llamaba también micer Legris, en un época en que gris significaba fuego y, en particular feu grisou, fuego fatuo…
»Según unos, sus rasgos informes recordaban los de Esculapio, o de Mercurio, o del dios Terme[39]; según otros, los de Archambaud, mayordomo mayor de Clodoveo II, que dio el terreno sobre el que fue construido el hospital; otros creían ver las facciones de Guillermo de París, que lo había erigido al mismo tiempo que el frontispicio de Notre-Dame; el abate Leboeuf veía en él la figura de Jesucristo; otros, la de santa Genoveva, patrona de París.
»Esta piedra fue retirada en 1748, cuando se agrandó la plaza de Parvis-de-Notre-Dame.»
XV. NOTRE DAME DE PARIS: PORCHE CENTRAL
El Cuerpo Fijo
Aproximadamente en la misma época, el capitulo de Notre-Dame recibió la orden de eliminar la estatua de san Cristóbal. El coloso, pintado de gris, hallábase adosado a la primera columna de la derecha, entrando en la nave. Había sido erigido en 1413 por Antoine des Essarts, chambelán del rey Carlos VI. Se pretendió quitarlo en 1772, pero Christophe de Beaumont, a la sazón arzobispo de París, se opuso rotundamente a ello. Sólo después de muerto éste, fue la estatua arrastrada fuera de la metrópoli y destruida. Notre-Dame de Amiens posee todavía el buen gigante cristiano portador del Niño Jesús; pero lo cierto es que, si escapó a la destrucción, fue debido únicamente a que forma parte del muro: es una escultura en bajorrelieve.
La catedral de Sevilla conserva también un san Cristóbal colosal y pintado al fresco. El de la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie pereció con el edificio y la bella estatua de la catedral de Auxerre, que databa de 1539, fue destruida, por orden oficial, en 1768, sólo algunos años antes que la de París.
Es evidente que, para motivar tales actos, se requerían poderosas razones. Aunque nos parezcan injustificadas, encontraremos, empero, su causa en la expresión simbólica sacada de la leyenda y condensada —sin duda con excesiva claridad— en la imagen. San Cristóbal, cuyo nombre primitivo, Offerus, nos revela Jacques de Voragine, significa, para la masa, el que lleva a Cristo (del griego Χριστοϕορος), pero la cábala fonética descubre otro sentido, adecuado y conforme a la doctrina hermética. Se dice Cristóbal en vez de Crisofo: que lleva el oro (en griego Χρυσοϕορος). Partiendo de esto, comprendemos mejor la gran importancia del símbolo, tan elocuente, de san Cristóbal. Es el jeroglífico del azufre solar (Jesús) o del oro naciente, levantado sobre las ondas mercuriales y elevado a continuación, por la energía propia del Mercurio, al grado de poder que posee el Elixir. Según Aristóteles, el Mercurio tiene por color emblemático el gris o el violeta, lo cual basta para explicar el hecho de que las estatuas de san Cristóbal estuviesen revestidas de una capa de dicho tono.
Cierto número de antiguos grabados que se conservan en la Sala de las Estampas de la Biblioteca Nacional, y que representan al coloso, aparecen ejecutados a simple trazo y en un tono de hollín desleído. El más antiguo data de 1418.
En Rocamadour (Lot), podemos ver todavía una gigantesca estatua de san Cristóbal, erigida sobre la explanada de Saint-Michel, delante de la iglesia. A su lado, observamos un viejo cofre ferrado, y encima de éste, un tosco fragmento de espada clavado en la roca y sujeto por una cadena. Según la leyenda, este fragmento perteneció a la famosa Durandarte, la espada que rompió el paladín Roldán al abrir la brecha de Roncesvalles. Sea como fuere, la verdad que se infiere de estos atributos es muy transparente. La espada que hiende la roca, la vara de Moisés que hace brotar el agua de la piedra de Horeb, el cetro de la diosa Rea, que golpeó con él el monte Dyndimus, la jabalina de Atalanta, son, en realidad, un solo y mismo jeroglífico de esta materia oculta de los Filósofos, de la que san Cristóbal representa la naturaleza, y el cofre ferrado, el resultado.
Lamentamos no poder extendernos más sobre el magnífico emblema que tenía reservado el primer lugar en las basílicas ojivales. No nos queda ninguna descripción precisa y detallada de estas grandes figuras, grupos admirables por la enseñanza que contenía, pero a los que una época superficial y decadente hizo desaparecer, sin tener la excusa de una indiscutible necesidad.
El siglo XVIII, reino de la aristocracia y del ingenio de los abates cortesanos, de las marquesas empolvadas, de los gentilhombres con peluca, benditos tiempos de los maestros de danza, de los madrigales y de las pastoras de Watteau, siglo brillante y perverso, frívolo y amanerado, que había de ahogarse en sangre, fue particularmente nefasto para las obras góticas.
Arrastrados por la fuerte corriente de decadencia que tomó, reinando Francisco I, el nombre paradójico de Renacimiento, incapaces de un esfuerzo equivalente al de sus antepasados, ignorando completamente el simbolismo medieval, los artistas se dedicaron a reproducir obras bastardas, sin gusto, sin carácter, sin intención esotérica, mas que a continuar y perfeccionar la admirable y sana creación francesa.
Arquitectos, pintores y escultores, prefiriendo su propia gloria a la del arte, acudieron a los modelos antiguos desfigurados en Italia.
Los constructores de la Edad Media habían heredado la fe y la modestia. Artífices anónimos de verdaderas obras maestras, edificaron para la Verdad, para la afirmación de su ideal, para la propagación y el ennoblecimiento de su ciencia. Los del Renacimiento, preocupados sobre todo de su personalidad, celosos de su valor, edificaron para perpetuar sus nombres. La Edad Media debió su esplendor a la originalidad de sus creaciones; el Renacimiento debió su fama a la fidelidad servil de sus copias. Aquí, una idea; allá, una moda. De un lado, el genio; del otro, el talento. En la obra gótica, la hechura permanece sometida a la Idea; en la obra renacentista, la domina y la borra. Una habla al corazón, al cerebro, al alma: es el triunfo del espíritu; la otra se dirige a los sentidos: es la glorificación de la materia. Del siglo XII al XV, pobreza de medios pero riqueza de expresión; a partir del XVI, belleza plástica, mediocridad de invención. Los maestros medievales supieron animar la piedra calcárea común; los artistas del Renacimiento dejaron el mármol inerte y frío.
El antagonismo de estos dos periodos, nacidos de conceptos opuestos, explica el desprecio del Renacimiento y su profunda repugnancia por todo lo gótico.
Semejante estado de espíritu tenía que ser fatal para la obra de la Edad Media; y a él debemos atribuir, en efecto, las innumerables mutilaciones que hoy en día deploramos.
XVI. NOTRE DAME DE PARIS: PORCHE CENTRAL
Unión del Fijo y el Volátil