VIII

Lo mismo que el alma humana tiene sus pliegues secretos, así la catedral tiene sus pasadizos ocultos. Su conjunto, que se extiende bajo el suelo de la iglesia, constituye la cripta (del griego κρυπτος, oculto).

En este lugar profundo, húmedo y frío, el observador experimenta una sensación singular y que le impone silencio: la sensación del poder unido a las tinieblas. Nos hallamos aquí en el refugio de los muertos, como en la basílica de Saint-Denis, necrópolis de los ilustres, como en las catacumbas romanas, cementerio de los cristianos. Losas de piedra; mausoleos de mármol; sepulcros; ruinas históricas, fragmentos del pasado. Un silencio lúgubre y pesado llena los espacios abovedados. Los mil ruidos del exterior, vanos ecos del mundo, no llegan hasta nosotros. ¿Iremos a parar a las cavernas de los cíclopes? ¿Estamos en el umbral de un infierno dantesco, o bajo las galerías subterráneas, tan acogedoras, tan hospitalarias, de los primeros mártires? Todo es misterio, angustia y temor, en este antro oscuro…

A nuestro alrededor, numerosas columnas, enormes, macizas, a veces gemelas, irguiéndose sobre sus bases anchas y cortadas en desigual. Capiteles cortos, poco salientes, sobrios, rechonchos. Formas rudas y gastadas, en que la elegancia y la riqueza ceden el sitio a la solidez. Músculos gruesos, contraídos por el esfuerzo, que se reparten, sin desfallecer, el peso formidable del edificio entero. Voluntad nocturna, muda, rígida, tensa en su resistencia perpetua al aplastamiento. Fuerza material que el constructor supo ordenar y distribuir, dando a todos estos miembros el aspecto arcaico de un rebaño de paquidermos fósiles, soldados unos a otros, combando sus dorsos huesudos, contrayendo sus vientres petrificados bajo el peso de una carga excesiva. Fuerza real, pero oculta, que se ejercita en secreto, que se desarrolla en la sombra, que actúa sin tregua en la profundidad de las construcciones subterráneas de la obra. Tal es la impresión que experimenta el visitante al recorrer las galerías de las criptas góticas.

Antaño, las cámaras subterráneas de los templos servían de morada a las estatuas de Isis, las cuales se transformaron, cuando la introducción del cristianismo en Galia, en esas Vírgenes negras a las que, en nuestros días, venera el pueblo de manera muy particular. Su simbolismo es, por lo demás, la famosa inscripción: Virgini pariturae; A la Virgen que debe ser madre. Ch. Bigarne[31] nos habla de varias estatuas de Isis designadas con el mismo vocablo: «Ya el sabio Elías Schadius —dice el erudito Pierre Dujols, en su Bibliografía general de lo Oculto— había señalado, en su libro De dictis Germanicis, una inscripción análoga: Isidi, seu Virgini ex qua filius proditurus est[32]. Estos iconos no tendrían, pues, al menos exotéricamente, el sentido cristiano que se les otorga. Isis antes de la concepción es, en la teogonía astronómica —dice Bigarne—, el atributo de la Virgen que varios documentos, muy anteriores al cristianismo, designan con el nombre de Virgo paritura, es decir, la tierra antes de su fecundación, que pronto será animada por los rayos del sol. Es también la madre de los dioses, como atestiguan una piedra de Die: Matri Deum Magnae Ideae.» Imposible definir mejor el sentido esotérico de nuestras Vírgenes negras. Representan, en el simbolismo hermético, la tierra primitiva, la que el artista debe elegir como sujeto de su gran obra. Es la materia prima en estado mineral, tal como sale de las capas metalíferas, profundamente enterrada bajo la masa rocosa. Es, nos dicen los textos, «una sustancia negra, pesada, quebradiza, friable, que tiene el aspecto de una piedra y se puede desmenuzar a la manera de una piedra». Parece, pues, natural que el jeroglífico humanizado de este mineral posea su color especifico y se le destine, como morada los lugares subterráneos de los templos.

En nuestros días, las Vírgenes negras son poco numerosas. Citaremos algunas de ellas que gozan de gran celebridad. La catedral de Chartres es la más rica en este aspecto, puesto que posee dos: una, que lleva el expresivo nombre de Notre-Dame-sous-Terre, se halla en la cripta y está sentada en un trono cuyo zócalo muestra la inscripción que ya hemos indicado: Virgini pariturae; la otra, exterior, llamada Notre-Dame-du-Pilier, ocupa el centro de un nicho lleno de exvotos en forma de corazones inflamados. Esta última, nos dice Witkowski, es objeto de veneración por parte de muchísimos peregrinos. «Antiguamente —añade este autor—, la columna de piedra que le sirve de soporte aparecía gastada por la lengua y los dientes de sus fogosos adoradores, como el pie de san Pedro, en Roma, o la rodilla de Hércules, a quien adoraban los paganos en Sicilia; pero, para protegerla de los besos demasiado ardientes, fue recubierta con madera en 1831.» Con su virgen subterránea, Chartres tiene fama de ser el más antiguo lugar de peregrinación. Al principio, no era mas que una antigua estatuilla de Isis, «esculpida antes de Jesucristo», según dicen viejas crónicas locales. En todo caso, la imagen actual data solamente de finales del siglo XVIII, pues la de la diosa Isis fue destruida en una época ignorada y sustituida por una imagen de madera, con el Niño sentado sobre las rodillas, que fue quemada en 1793.

En cuanto a la Virgen negra de Notre-Dame du Puy —cuyos miembros están ocultos—, presenta la figura de un triángulo, gracias al manto que se ciñe a su cuello y se ensancha sin un pliegue hasta los pies. La tela está adornada con cepas y espigas de trigo —alegóricas del pan y del vino eucarísticos— y deja pasar, al nivel del ombligo, la cabeza del Niño, coronada con la misma suntuosidad que la de su madre.

Notre-Dame-de-Confession, célebre Virgen negra de las criptas de Saint-Victor, de Marsella, constituye un bello ejemplo de estatuaria antigua, esbelta, magnifica y carnosa. Esta figura llena de nobleza, sostiene un cetro en la mano derecha y ciñe su frente con una corona de triple florón. Notre-Dame de Rocamadour, lugar famoso de peregrinación, ya frecuentado en 1166, es una madona milagrosa cuyo origen se remonta, según la tradición, al judío Zaqueo, jefe de los publicanos de Jericó, y que domina el altar de la capilla de la Virgen, construida en 1479 Es una estatuita de madera, ennegrecida por el tiempo y envuelta en un manto de laminillas de plata que protege la carcomida imagen. «La celebridad de Rocamadour se remonta al legendario eremita san Amador o Amadour, el cual esculpió en madera una estatuilla de la Virgen a la que se atribuyeron numerosos milagros. Se dice que Amador era el seudónimo del publicano Zaqueo, convertido por Jesucristo; venido a Galia, propagó el culto de la Virgen. Este culto es muy antiguo en Rocamadour; sin embargo, las grandes peregrinaciones no empezaron hasta el siglo XII[33]

En Vichy, la Virgen negra de la iglesia de Saint-Blaise es venerada desde «la más remota antigüedad», según decía ya Antoine Gravier, sacerdote comunalista del siglo XVII. Los arqueólogos sostienen que esta escultura es del siglo XIV, y, como la iglesia de Saint-Blaise, donde aquélla está depositada, no fue construida hasta el siglo XV, en sus partes más antiguas, el abate Allot, que nos habla de esta estatua, piensa que se encontraba anteriormente en la capilla de Saint-Nicolas, fundada en 1372 por Guillaume de Hames.

La iglesia de Guéodet, denominada aún Notre-Dame-de-la-Cité, en Quimper, posee también una Virgen negra.

Camille Flammarion[34] nos habla de una estatua parecida que vio en los sótanos del Observatorio, el 24 de setiembre de 1871, dos siglos después de la primera observación termométrica efectuada en él en 1671. «El colosal edificio de Luis XIV —escribe—, que eleva la balaustrada de su terraza a veintiocho metros del suelo, se hunde en el subsuelo a igual profundidad: veintiocho metros. En el ángulo de una de las galerías subterráneas, se observa una estatuilla de la Virgen, colocada allí en aquel mismo año de 1671, y a la que unos versos grabados a sus pies invocan con el nombre de Notre-Dame de dessoubs terre.» Esta Virgen parisiense poco conocida, que personifica en la capital el misterio tema de Hermes, parece ser gemela de la de Chartres: la benoiste Dame souterraine.

Otro detalle útil para el hermetista. En el ceremonial prescrito para las procesiones de Vírgenes negras, sólo se quemaban cirios de color verde.

En cuanto a las estatuillas de Isis —nos referimos a las que escaparon a la cristianización—, son todavía más raras que las Vírgenes negras. Tal vez habría que buscar la causa de esto en la gran antigüedad de estos iconos. Witkowski[35] hace referencia a una que se encontraba en la catedral de Saint-Etienne, de Metz. «Esta figura de Isis, en piedra —escribe dicho autor—, que medía 0,43 m de altura por 0,29 m de anchura, procedía del viejo claustro. El alto relieve sobresalía 0,18 m del fondo; representaba un busto desnudo de mujer, pero tan escuálido que, sirviéndonos de una gráfica expresión del abate Brantome, “solo podía mostrar el armazón”; llevaba la cabeza cubierta con un velo. Dos tetas secas pendían de su pecho, como las de las Dianas de Éfeso. La piel estaba pintada de rojo, y la tela de la talla, de negro… Había estatuas análogas en Saint-Germain-des-Prés y en Saint-Etienne de Lyon.»

En todo caso, por lo que a nosotros interesa, el culto de Isis, la Ceres egipcia, era muy misterioso. Sabemos únicamente que se festejaba solemnemente a la diosa, todos los años, en la ciudad de Busiris, y que se le sacrificaba un buey. «Después de los sacrificios —dice Herodoto—, hombres y mujeres, en número de varias decenas de millar, se propinan fuertes golpes. Estimo que sería impío por mi parte decir en nombre de qué dios se golpean.» Los griegos, igual que los egipcios, guardaban un silencio absoluto sobre los misterios del culto de Ceres, y los historiadores no nos han enseñado nada que pueda satisfacer nuestra curiosidad. La revelación del secreto de estas prácticas a los profanos se castigaba con la muerte. Considerábase incluso como un crimen prestar oidos a su divulgación. La entrada al templo de Ceres, siguiendo el ejemplo de los santuarios egipcios de Isis, estaba rigurosamente prohibida a todos los que no hubieran recibido la iniciación. Sin embargo, las noticias que nos han sido transmitidas sobre la jerarquía de los grandes sacerdotes nos permiten suponer que los misterios de Ceres debían ser del mismo orden que los de la Ciencia hermética. En efecto, sabemos que los ministros del culto se dividían en cuatro categorías: el hierofante, encargado de instruir a los neófitos: el porta-antorcha, que representaba al Sol; el heraldo, que representaba a la Luna. En Roma, las Cereales se celebraron el 12 de abril. En las procesiones, llevaban un huevo, símbolo del mundo, y se sacrificaban cerdos.

Hemos dicho anteriormente que en una piedra de Die, que representa a Isis, ésta era llamada madre de los dioses. El mismo epíteto se aplicaba a Rea o Cibeles. Las dos divinidades resultan, así, próximas parientes, y nos inclinamos a considerarlas como expresiones diferentes de un solo y mismo principio. Monsieur Charles Vincens confirma esta opinión mediante la descripción que nos da de un bajorrelieve con la figura de Cibeles, que pudo verse, durante siglos, en el exterior de la iglesia parroquial de Pennes (Bouches-du-Rhône), con su inscripción: Matri Deum. «Este curioso fragmento —nos dice— desapareció allá por el año 1610, pero está grabado en el Recueil de Grosson (pág. 20). Singular analogía hermética: Cibeles era adorada en Pesinonte, Frigia, bajo la forma de una piedra negra que se decía haber caído del cielo. Fidias representa a la diosa sentada en un trono entre dos leones, llevando en la cabeza una corona mural de la que desciende un velo. A veces, se la representa sosteniendo una llave y en actitud de separar su velo. Isis, Ceres, Cibeles: tres cabezas bajo el mismo velo.

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XIV. NOTRE DAME DE PARIS: PORCHE CENTRAL

Los Materiales necesarios para la elaboración del Disolvente