IV

Con raras excepciones, el plano de las iglesias góticas —catedrales, abadías o colegiatas— adopta la forma de una cruz latina tendida en el suelo. Ahora bien, la cruz es el jeroglífico alquímico del crisol (creuset), al que se llamaba antiguamente (en francés) cruzol, crucible y croiset (según Ducange, en el latín de la decadencia, crucibulum, crisol, tenía por raíz, crux, crucis, cruz).

Efectivamente, es en el crisol donde la materia prima, como el propio Cristo, sufre su pasión; es en el crisol donde muere para resucitar después, purificada, espiritualizada, transformada. Por otra parte, ¿acaso el pueblo, fiel guardián de las tradiciones orales, no expresa la prueba terrenal humana mediante parábolas religiosas y símiles herméticos? —Llevar su cruz, subir al Calvario, pasar por el crisol de la existencia son otras tantas alocuciones corrientes donde encontramos idéntico sentido bajo un simbolismo—.

No olvidemos que, alrededor de la cruz luminosa vista en sueños por Constantino, aparecieron estas palabras proféticas que hizo pintar en su labarum: In hoc signo vinces; vencerás por este signo. Recordad también, hermanos alquimistas, que la cruz tiene la huella de los tres clavos que se emplearon para inmolar al Cristo-materia, imagen de las tres purificaciones por el hierro y por el fuego. Meditad igualmente sobre este claro pasaje de san Agustín en su Dialogo con Trifón (Dialogus cum Tryphone, 40): «El misterio del cordero que Dios había ordenado inmolar en Pascua —dice— era la figura del Cristo, con la que los creyentes pintan sus moradas, es decir, a ellos mismos, por la fe que tienen en Él. Ahora bien, este cordero que la ley ordenaba que fuera asado entero era el símbolo de la cruz que el Cristo debía padecer. Pues el cordero, para ser asado, es colocado de manera que parece una cruz una de las ramas lo atraviesa de parte a parte, desde la extremidad inferior hasta la cabeza; la otra le atraviesa las espaldillas, y se atan a ella las patas anteriores del cordero (el griego dice: las manos, Χειρες).»

La cruz es un símbolo muy antiguo, empleado desde siempre, en todas las regiones, en todos los pueblos, y erraría quien la considerase como un emblema especial del cristianismo, según ha demostrado cumplidamente el abate Ansault[15]. Diremos incluso que el plano de los grandes edificios religiosos de la Edad Media, con su adición de un ábside semicircular o elíptico soldado al coro, adopta la forma del signo hierático egipcio de la cruz ansada, que se lee ank y designa la vida universal oculta en las cosas. Podemos ver un ejemplo de ello en el museo de Saint-Germain-en-Laye en un sarcófago cristiano procedente de las criptas arlesianas de Saint-Honorat. Por otra parte, el equivalente hermético del signo ank es el emblema de Venus o Ciprina (en griego, Κυπρις, o sea, la impura), el cobre vulgar que algunos, para velar todavía más su sentido, han traducido por bronce y latón. «Blanquea el latón y quema tus libros», nos repiten todos los buenos autores. Κυπρος es la misma palabra que Σουϕρος, es decir, azufre, el cual, en este caso, tiene la significación de estiércol, fiemo, excrementos, basura. «El sabio encontrara nuestra piedra hasta en el estiércol —escribe el Cosmopolita—, mientras que el ignorante no podrá creer que se encuentre en el oro.»

Y es así como el plano del edificio cristiano nos revela las cualidades de la materia prima y su preparación, por el signo de la Cruz; lo cual, para los alquimistas, tiene por resultado la obtención de la Primera piedra, piedra angular de la Gran Obra filosofal. Sobre esta piedra edifico Jesús su Iglesia; y los francmasones medievales siguieron simbólicamente el ejemplo divino. Pero, antes de ser tallada para servir de base a la obra de arte gótica, y también a la obra de arte filosófica, dábase a menudo a la piedra bruta, impura, material y grosera, la imagen del diablo.

Notre-Dame de París poseía un jeroglífico semejante, que se encontraba bajo la tribuna, en el ángulo del recinto del coro. Era una figura de diablo, que abría una boca enorme, en la cual apagaban los fieles sus cirios; de suerte que el bloque esculpido aparecía manchado de cera y de negro de humo. El pueblo llamaba a esta imagen Maistre Pierre du Coignet, cosa que no dejaba de confundir a los arqueólogos. Ahora bien, esta figura, destinada a representar la materia inicial de la Obra, humanizada bajo el aspecto de Lucifer (portador de luz, la estrella de la mañana), era el símbolo de nuestra piedra angular, la piedra del rincón, la piedra maestra del rinconcito. «La piedra que los constructores rechazaron —escribe Amyraut[16]— ha sido convertida en la piedra maestra del ángulo, sobre la que descansa toda la estructura del edificio; pero es también escollo y piedra de escándalo, contra la cual tropiezan para su desgracia.» En cuanto a la talla de esta piedra angular —queremos decir su preparación—, podemos verla expresada en un bello bajorrelieve de la época, esculpido en el exterior del edificio, en una capilla del ábside, del lado de la calle del Cloître-Notre-Dame.