INTRODUCCIÓN:
«ECONOMÍA Y FILOSOFÍA EN EL CAPITAL DE MARX: LA TEORÍA LABORAL DEL VALOR»

A los proletarios que no saben que lo son.

Y, sobre todo, a los que sí lo saben… y saben

que saber es bueno contra el capital.

I. Mi lectura de El capital

Decía su amigo Engels que Marx (1818-1883) fue ante todo un revolucionario. Y es cierto. Pero hay que añadir: un revolucionario muy especial. Por una parte, el socialismo y el comunismo son hoy y para siempre ideas inseparables del pensamiento de Marx, para quien “la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los propios trabajadores”. Pero, por otra, Marx es un revolucionario muy especial porque, aunque su figura es inseparable de su actividad política práctica en el movimiento obrero y la I Internacional, además filosofó y analizó teóricamente las condiciones sociales de la revolución presente y, a nuestro juicio, lo hizo con más profundidad y visión que ningún otro pensador, obrero o no. Desde Marx sabemos por qué el capitalismo no puede ser eterno, por qué es el propio desarrollo de este sistema social lo que engendra el comunismo y por qué este cambiante estado de cosas no altera una verdad esencial: que mientras haya capitalismo surgirán, surgiremos, continuamente nuevos comunistas.

Como filósofo y estudioso de la sociedad Marx llegó pronto a construir un sistema teórico revolucionario, al mismo tiempo que en su vida práctica tomaba el camino de la revolución. Es sabido que tuvo vocación de carrera universitaria, pero, dado el ambiente ideológico reinante, no pudo ingresar en ella y tuvo que ganarse la vida como periodista y escritor en las difíciles condiciones sociales de lo que siempre fue: un exiliado apátrida que fue expulsado sucesivamente de varios países por la actividad política anticapitalista que combinó durante toda su vida con su trabajo de estudioso de la sociedad. El enfoque materialista que dio a su filosofía ya desde la juventud —es decir, la idea de que es la realidad social la que engendra y explica la conciencia social, y no a la inversa— lo llevó a preocuparse por la “base real” del mundo de las ideas, y ese principio analítico que siempre llevó a la práctica terminó convirtiéndolo, casi a su pesar, en un “economista”. Pero economista, no en el sentido de esos estrechos “sicofantes del capital” que él mismo denunciara largamente en su obra —esos científicos chatamente positivistas que desprecian la metafísica, esa metafísica que ignoran—, sino en el sentido de un buen metafísico necesitado y capaz de una radical concreción de las ideas especulativas y su conversión en un sistema coherente y unitario de categorías destinadas a revelar lo más profundo de la realidad social contemporánea (contemporánea suya pero también contemporánea nuestra, como veremos), mediante la crítica[1] del pensamiento existente. Y ello, mediante los métodos de la mejor elaboración científica, expuesta siempre por tanto a las mejores y habituales formas de contrastación teórica, crítica y empírica.

Aunque pensó al principio que el dominio de las cuestiones económicas apenas le llevaría un corto espacio de tiempo, la verdad fue que la lectura de tantos hechos y autores en este campo (que siempre remitían a nuevos autores y hechos) y la creciente conciencia de la necesidad de lidiar con la base material de la vida social para entender esta realmente, terminaron haciéndolo bregar la mayor parte de su vida con la economía (su “economía”) y los economistas. Esto no le hizo olvidar nunca las otras esferas que estudió, pues siempre fue consciente de que el económico no es ningún ámbito aislado sino una parte de la realidad social y a la vez de la ciencia y el pensamiento en general. Las discusiones sobre si Marx fue más economista que historiador o filósofo…, y otras contraposiciones por el estilo (como la omnipresente cuestión de si fue más un revolucionario que un científico, o la inversa), pierden tanto más sentido cuanto más se profundiza en su obra. Si uno la estudia a fondo, comprende finalmente que todo lo unificó en el terreno de las ideas, a todo le dio coherencia con su pensamiento y, también, que todos los hechos importantes de su vida sólo pueden entenderse una vez puestos en íntima conexión con su pensamiento, del que nacían y al que daban vida ellos mismos.

Como otros autores, Marx escribió muchísimo pero sólo publicó una parte de lo escrito. Su obra fundamental es sin ninguna duda la que aquí nos ocupa, El capital: Crítica de la Economía política, de la que sólo vio publicada en vida el primero de los 3 o 4 volúmenes de que constaba. El primero (1867) se publicó antes de su muerte, mientras que el II y III los editó y publicó Engels en 1885 y 1894, respectivamente, y el IV (conocido como Teorías sobre la plusvalía) Kautsky en 1905-10, todos a partir de manuscritos inacabados. Y esto es un motivo más que suficiente para prestar una especial atención al volumen I[2], que él mismo pudo revisar, corregir y pulir para la imprenta (sobre todo su 2ª ed. alemana, de 1873, que fue la última que nos dejó), y del que pudo ver varias ediciones publicadas (la francesa de 1872-75 tenía un valor científico “independiente”, según su propia opinión). Pero también es cierto que el lector tendrá una idea más completa del significado de la obra de Marx si profundiza en la multitud de borradores inacabados que se publicaron posteriormente en los siglos XIX y XX (¡y hasta XXI!: véase el Anexo I), empezando por los libros II y III de El capital. Ésta es la razón de que presentemos aquí un resumen completo de esta obra, lo cual es, que nosotros conozcamos, una novedad absoluta en lengua española (y probablemente en cualquier lengua).[3]

Pero, antes de dar paso al “puro” resumen de lo que Marx dejó escrito, haremos en esta Introducción un “resumen interesado” de nuestro propio resumen, en el que expondremos libremente la particular lectura que proponemos de esta obra. Como dice Marzoa, hay muchas lecturas posibles de cualquier obra de pensamiento, como también ocurre con El capital de Marx, interpretaciones potencialmente infinitas…; pero debe quedar claro que también hay lecturas que son sencillamente imposibles. Esperamos que el lector, tras leer la nuestra, piense que no sólo es una lectura posible sino además útil y sugerente.

II. Marx filósofo, revolucionario, economista-sociólogo

Filósofo, periodista, político…: como todo el mundo sabe, Marx fue muchas cosas. Y descubrió muchas, importantísimas, a lo largo de su vida[4]. No siempre es fácil fechar y clasificar cada uno de sus descubrimientos, pero, en esencia, la filosofía de Marx y su economía son una misma cosa (y ambas son, como veremos, su teoría del valor). Si se quiere, la primera es el punto de partida de la segunda pero lo cierto es que la sociedad capitalista es ese tipo de sociedad —¡ésta!— en la que todo se ha convertido ya en mercancía. Esta idea de Marx es primero una “ontología de la sociedad moderna”[5], en efecto; una metafísica realista y verdadera: “buena” metafísica[6], por cierto; pero de alguien que es a la vez moralista y científico, más concretamente: cuya filosofía es al mismo tiempo la base moral[7] de su labor científica. Pues ¿cómo se puede ser libre en una sociedad donde uno mismo se ha convertido en una mercancía, donde nuestra (de todos) capacidad vital y humana para trabajar e intervenir en el mundo, de expresarnos como hombres activos, se ha vuelto algo condicionado, sólo una posibilidad limitada y determinada por las condiciones del mercado, y donde incluso la minoritaria “voluntad” de quienes buscan su propio interés en forma de beneficio monetario está tan sometida a las leyes del sistema como la general “ausencia de voluntad” a la que la primera condena a las demás personas?

El antiliberalismo de Marx es su punto de partida teórico (como su anticapitalismo lo es en el terreno de la práctica): su conciencia profunda y temprana de que liberal es el que defiende sólo una libertad falsa, la “libertad” de la burguesía que proclama la Revolución francesa, con sus correspondientes (falsa) igualdad y (falsa) fraternidad pero sobre todo con su (verdadera) propiedad (esta sí: auténtica), productos todos de una sociedad capitalista que, además de crear esa libertad y a esos liberales, todo lo invierte y lo muestra al revés. La filosofía tiene que mundanizarse y volverse real, la sociedad son hechos y actos humanos verdaderos, estructuras reales y relaciones del mundo exterior que existen por debajo de donde brotan las ideas y antes que estas… Y esa realidad material básica consiste cotidianamente, sobre todo y antes que nada, en aquello que para la mayoría significa más tiempo de vida: su trabajo.

La sociedad tiene que ganarse la vida antes de poder vivirla y disfrutarla, y la economía no es otra cosa que el despliegue histórico de esta realidad social y sociológica primaria[8]. Lo económico específico —ese campo de lo social que hay que analizar en su realidad histórica precisa y no de forma abstracta— es un ámbito concreto que debe ser objeto de estudio pormenorizado y desprejuiciado y someterse a análisis riguroso más que a la especulación vaga de algunos “filósofos”. Pero se trata de un análisis liberado también de las teorías burdas y apologéticas de muchos “economistas”, esos asalariados indirectos del capital, esos torpes científicos positivistas incapaces de pensar que hay algo más allá de, y más determinado que, el abstracto homo economicus

El primer análisis económico de Marx, previo y todavía ajeno a la Teoría laboral del valor, e impregnado aún de perspectivas “historicistas”[9], dio pronto paso a su estudio cada vez más especializado de los economistas, en los que fue descubriendo el mismo tipo de materialismo analítico que él reclamaba. Como hemos dicho, lo que en un principio le pareció un necesario y corto excursus en el marco de sus estudios de la sociedad se convirtió en el campo teórico al que terminó dedicando en su vida y al que consagró sus obras más importantes. Esto es de fundamental importancia hoy, pues ¡nos exige estudiar economía para entender a Marx! No basta con comprender su filosofía ni con simpatizar con su epistemología dialéctica[10]. No es suficiente con compartir su posición política ni sus impulsos revolucionarios. Insistimos: revolucionarios ha habido muchos en la historia, anónimos o no, pero este revolucionario en concreto ha hecho historia precisamente gracias a su potentísima teoría y su práctica teórica singular. El capital no es simplemente un Manifiesto comunista más largo y detallado; no es tampoco un libro del que baste decir que “hay que leer” (para luego no leerlo: Althusser), ni un libro para no leer (puesto que, supuestamente, uno ya puede sentirse marxista antes de leerlo: Korsch). Es un libro para leer y estudiar una y otra vez. Y precisamente su no práctica, la ausencia de costumbre del trabajo teórico, convierte a la mayoría de los marxistas en ese género de “marxistas” al que el propio Marx no quería pertenecer[11].

Marx nos transmite la convicción de que hay que revolucionar también la manera de estudiar y comprender la sociedad, hasta hacer posible, por parte de cada uno, una comprensión cada vez mayor, una conciencia del sentido de nuestra vida y de los intereses por los que debemos luchar: esto es la mejor forma de contribuir a una lucha efectiva por la revolución social de todos[12]. Y con El capital él pretende contribuir a dicho conocimiento en la medida de sus capacidades. Y por eso su economía y su filosofía confluyen en la Teoría laboral del valor que se encierra en este libro y lo resume. Porque hay que crear un sistema de categorías que dé cuenta por completo de la esencia social moderna, y de eso arranca dicha teoría:

Todo es mercancía, en efecto, todos nos comportamos como mercancías y, lamentablemente, no tenemos otro remedio en esta sociedad que queremos cambiar… Pero para transformar adecuadamente esta sociedad hay que entender y explicar qué son las mercancías y cómo se comportan: cuál es su necesidad. En primer lugar, las mercancías tienen un precio (¿por qué?), y un precio distinto cada una: ¿por qué son los que son y no otros distintos? Esto exige una teoría de los precios mercantiles y Marx se pone a ello: los precios normales de los bienes reproducibles —que son la inmensa mayoría de esas “cosas con precio” que son las mercancías, pero no todas— expresan fundamentalmente la cantidad de trabajo social que requiere cada una de ellas (cada tipo de ellas) para ser reproducida en condiciones técnicas y sociales normales. Pero esta primera y clara afirmación requiere una serie de mediaciones que no se pueden explicar en pocas páginas. El capital “produce” las mercancías con trabajo, trabajo tanto vivo como muerto, pero también compite cada capital con otros capitales y la competencia entre todos exige que los precios no sean exactamente proporcionales a dichas cantidades de trabajo. Más aun: hay mercancías que no han sido producidas con trabajo —por ejemplo, la tierra— pero sí tienen precio, y estas anomalías deben explicarse por sí mismas (aparte de porque su incidencia sobre el caso general es cada vez más importante…). Tanto la competencia como la renta de la tierra exigen cientos de páginas para ser comprendidas: no basta con decir que el valor lo da el trabajo (¡cómo si Marx se limitara a repetir lo que simplemente postularon Smith o Ricardo!).

Pero luego hay que aplicar dicha teoría del valor a la mercancía humana: ¿qué sale de ello? Nada menos que la teoría de la explotación. Ante todo, la explotación no es un fenómeno moral ni su análisis puede reducirse a una crítica política; es una categoría dentro de un sistema teórico y tiene un significado preciso que hay que describir con la exactitud de un científico y contrastar con la realidad como hacen los científicos. La explotación del trabajo por el capital se produce porque dominan determinadas condiciones sociales que hacen posible que el conjunto de los trabajadores (“trabajadores = asalariados” en el puro “modo capitalista de producción” que se usa en El capital como punto de partida analítico) trabaje demasiado. Trabajan de más y con ello producen:

1) no sólo la fracción del producto social que ellos mismos consumen en su vida y basta para reproducirlos a su nivel habitual (es decir, a su nivel de subsistencia, pues con él no pueden hacer otra cosa que sobrevivir como asalariados y seguir vendiendo su fuerza de trabajo como mercancía una y otra vez),

2) sino también el producto que repone los medios de producción consumidos y, en tercer lugar,

3) el que requieren los beneficiarios del sistema para su propio consumo y para la formación de nuevo capital en las empresas que poseen (el beneficio, o expresión monetaria del plustrabajo).

Precisamente porque la reproducción del trabajo será posible de otra manera en la forma social que sustituya al capitalismo, la teoría del valor y el precio de la fuerza de trabajo es, además de una teoría del salario, una teoría del comunismo. En el capitalismo, cuando la sociedad aún debe contar mezquinamente el trabajo según el coste (monetario) que tiene para los propietarios (los capitalistas mismos y su francmasónica sociedad anónima de propietarios), las personas se reproducen y tienen que reproducirse como personas desiguales, que cuestan más o menos dinero según los casos porque consumen una porción mayor o menor del dinero (recursos en último término) creado por esta sociedad. Pero en la sociedad de iguales —cuando todos juntos y asociados puedan recuperar la dignidad del trabajo igual, la propiedad igual y la libertad auténtica— reproducir a cada miembro de la sociedad, a cada ciudadano —como tarea colectiva de la ciudadanía—, costará lo mismo en todos los casos sin excepción: todos “costaremos” simplemente una fracción idéntica del coste global de autorreproducción de la sociedad. De la misma manera en que ya hoy nos parece mezquino cargar un precio diferente a un billete de autobús según se vaya a realizar un trayecto de sólo 2 paradas, o bien de 5 ó 10 paradas más, la sociedad futura decidirá en términos que ya habrán superado la ley capitalista del valor. Y, por tanto, es cierto que sustituirá el valor por el valor de uso, pues el valor de uso principal de la nueva sociedad, de la ciudad libre e igual, es permitir materialmente a cada uno ser para la sociedad igual que los demás: poder colaborar en la vida social como un igual (igual a todos los demás) en la obra colectiva de la construcción de la libertad, y también en su resultado, que entre todos se disfrutará también por igual.

En cambio, ser hoy mercancía tiene más consecuencias para el simple poseedor de fuerza de trabajo. Aparte de quedar al albur del mercado general, que exigirá que el desempleo aumente o disminuya según los casos y que el pauperismo de ciertas capas sociales vaya en aumento —todo lo cual será más evidente en las épocas de crisis a las que nos referiremos luego—, no tiene más remedio que estar cada vez más explotado. Dado que la productividad del trabajo social será cada vez mayor (tendencialmente) —porque los progresos de la ciencia y la técnica así lo harán posible—, cada unidad de mercancía tenderá a tener un valor cada vez más pequeño. Eso significa que reproducir el consumo global habitual de una unidad familiar tenderá a costar una fracción decreciente del trabajo total que realiza esa familia en su jornada laboral.

La clase obrera puede organizarse y luchar para intentar mantener (o aumentar) para su propio consumo la misma proporción del producto creado; pero podría también conformarse con una menor —y, en todo caso, siempre estará tentada a hacerlo— si gana un salario real creciente y tiene acceso a una cantidad mayor de bienes y servicios (aumento en su nivel de vida “absoluto”). Puede también ser capaz, en ciertos momentos, de reducir su jornada laboral de forma que la fracción impagada de su jornada descienda, y compensar así hasta cierto punto la disminución inmediata del salario “relativo” que genera la productividad creciente (el aumento en el grado de plusvalor). Pero si ello es posible, y hasta potencialmente duradero en tanto perdure la expansión de la acumulación de capital, las tornas cambiarán necesariamente cuando la acumulación entre en crisis, y el creciente desempleo y la mayor competencia entre los propios asalariados-mercancía les haga perder el terreno que a duras penas pudieron conservar en la época de vacas gordas.

Esta caída de la parte del producto social que los trabajadores tienden a disfrutar a largo plazo es una auténtica e inevitable depauperación relativa que mantendrá potencialmente viva la rebeldía del trabajo frente al capital, pues nunca los trabajadores podrán llegar a ser completamente inconscientes de la brecha creciente que abre el desarrollo capitalista entre su nivel de vida y el de los propietarios. Y este doble efecto de las leyes del capital es la base de la dialéctica social y psicológica más básica en que se encuentra sumida hoy la clase obrera asalariada. Pues si la caída del salario relativo la hace cada vez más rebelde y “exterior” al sistema del capital, el aumento del salario real tiende a lo contrario, “integrándola” cada vez más en el sistema y aumentando su sumisión ante el capital (subsunción formal, real y política). Sobre la base espontánea de estas leyes del capital, de estas antitéticas fuerzas, centrífuga y centrípeta, se desarrolla la lucha de clases, lucha que naturalmente está abierta —¡si no, no sería posible la esperada superación del capitalismo!— pero también sometida a los efectos de esa ley, que le impone estrictos límites y la regula de forma nada arbitraria ni aleatoria. Es precisamente el descubrimiento de estas leyes o tendencias necesarias, piensa Marx, lo que debe ser objeto de atención colectiva, y por eso la lucha también colectiva por la revolución no puede hacerse sin ayuda de la ciencia (eso no significa que cada uno tenga que convertirse en un científico), y por eso El capital, al ayudar a construir esa ciencia de forma consciente, es al mismo tiempo una piedra al servicio de la revolución (un “obús dirigido al estómago de la clase capitalista”, lo llamó Marx una vez). Nada más vulgar que pensar que el científico puede sustraerse a las ideologías políticas: tiene que tenerlas por necesidad, ¡sólo que, según los casos, sus preferencias irán hacia un tipo de sociedad u otro!

Pero precisamente la ciencia y la técnica marcan el destino de la producción capitalista y con ella el contenido básico de la evolución social moderna. La ciencia, al transformar el modo de trabajo y desarrollar su productividad por medio de la cooperación del trabajo en el taller artesanal primero, y en la manufactura después, al permitir finalmente fundar sobre la máquina y la mecanización (= “maquinización”) la producción de la “Gran industria moderna” —ese auténtico “sistema automático de máquinas” en realidad—, hace posible que el modo de producción en ella basado, el capital, supere y domine al resto de modos de producción hasta el punto de desplazarlos progresivamente de la escena histórica. Esta revolución productiva —triple revolución, pues la “Revolución Industrial” es una revolución en los medios de trabajo, la “Acumulación Originaria de capital” una revolución en las relaciones de producción, y la “Revolución burguesa” una revolución en la superestructura social— aumenta por tanto la conversión de los trabajadores de cada país en puros asalariados, en la nueva clase social que el capital necesita (pero puros asalariados con un nivel de vida y conocimiento cada vez mayores). Y esta creciente subsunción formal del trabajo en el capital —hecha posible en último término por la disciplina que impone el hambre sobre esta masa de expropiados que ahora sólo puede sobrevivir si se deja esclavizar por el capital y condiciona su posibilidad de trabajo al objetivo de la ganancia de éste— va de la mano de su subsunción real. Es decir, el sometimiento “productivo” que le sirve de base, por el cual el trabajo vivo se somete, también desde el punto de vista técnico, a la disciplina de la máquina, por una parte; y, por otra parte, a la disciplina política y militar del capataz que le obliga a cumplir la ley del capitalista individual y colectivo.

Pero, al mismo tiempo que aumenta este doble sometimiento del trabajo al capital, aumenta la conversión del trabajo de la sociedad entera en trabajo capitalista y con ello aumenta la proletarización social (y tienden a disminuir, correlativamente, las capas y segmentos sociales que vivían y viven en el espacio intermedio situado entre capitalistas y asalariados). El proletario es, para Marx, el simple asalariado. Para serlo no hace falta estar entre los más pobres de los trabajadores ni ser de los más revolucionarios ni siquiera tener más conciencia de clase ni conciencia política. Esto dependerá de múltiples circunstancias adicionales que se pueden dejar de lado al considerar por primera vez y en forma pura las consecuencias directas del funcionamiento del capital. Pero la definición del proletario es la del asalariado, y a ellos se refiere Marx al hablar de proletarización. Todas las teorías críticas (también entre los marxistas: Bernstein, por ejemplo) que surgieron inmediatamente poniendo énfasis en uno u otro segmento de los asalariados, y olvidando el conjunto, no son sino teorías interesadas en confundir, o temerosas de las consecuencias sociales de la proletarización social[13].

Entre otras consecuencias, esa tendencia que Marx prevé en El capital y muestran hoy todas las estadísticas del mundo real con toda evidencia: que cada vez son más, en términos absolutos y relativos, y en todos los países, quienes cuentan como asalariados en la población activa, de forma que pronto la figura del proletario y del ciudadano coincidirán, haciendo cada vez más factible la identificación de los intereses sociales globales con los de la actual clase asalariada. Pero si la tendencia social es a que los propietarios sean cada vez menos y los trabajadores cada vez más, y al mismo tiempo que los primeros acaparen una parte creciente de la riqueza social y del ocio y tiempo libre colectivos, es cada vez más probable que cualquier rebelión —o revolución, ¿por qué no?— pueda triunfar haciendo tambalear el estado de cosas presente.

Pero el desarrollo científico (de las “fuerzas productivas” todas, en realidad) tiene todavía más consecuencias. Su uso en la producción, donde se incorpora en los elementos materiales del capital constante (es decir, en las máquinas en primer lugar), requiere un empleo más que proporcional de los medios de trabajo (en relación con la fuerza de trabajo y el trabajo mismo). Y esta mecanización creciente de la producción acarrea su capitalización progresiva, es decir, el aumento de valor del capital constante necesario (el que, por destinarse a comprar medios de producción, no puede crear valor nuevo aunque sí contribuya a la riqueza) en relación con el capital variable que se necesita (los salarios, que hacen posible que la fuerza de trabajo trabaje y cree por tanto valor). Por tanto este aumento de la “composición en valor del capital” —que, en cuanto viene directamente determinada por el tipo de cambio técnico mencionado, Marx llama “composición orgánica del capital”— sólo refleja la sustitución progresiva de mano de obra directa por máquinas, contribuyendo así de forma directa al desarrollo contradictorio del sistema.

Vemos que, puesto que funciona como un vampiro que chupa la sangre del trabajador y se alimenta sólo de ella, único medio de conseguir expandir el plustrabajo que sustenta al plusvalor y la ganancia, este sistema tiene que avanzar y desarrollarse aplicando métodos productivos que disminuyen relativamente la cantidad de trabajo que un cierto capital, de magnitud dada, puede emplear. Pero esto significa que el sistema tiende a matar continuamente a su gallina de los huevos de oro, y este es el origen de sus problemas: que sus “relaciones” de producción —es decir, las relaciones sociales que hacen que el proceso de trabajo sea sólo posible si se condiciona su producción al beneficio y se somete a los trabajadores al mando de los capitalistas— entran en contradicción creciente con el método que el capital se ve obligado a emplear. Significa que el progreso exige el desarrollo sin límite de las fuerzas productivas mediante la mecanización, pero a la vez el uso de esas fuerzas productivas exige sustituir progresivamente la fuente de la ganancia (que es la cantidad de trabajo, y por tanto de plustrabajo, de los trabajadores al servicio del capital), obstaculizando así el desarrollo mismo.

Pero no se trata sólo de que la ciencia y el desarrollo de la productividad exijan capitalizar cada vez más la producción, y por tanto convertir la acumulación de simples “medios de producción” en algo más —en concreto, en acumulación de “medios de producción que han de comportarse como capital” o acumulación de capital a secas—, sino que exigen hacerlo cada vez más rápida y compulsivamente. No se trata sólo tampoco de que por medio de la máquina y el ritmo creciente de un sistema automático de máquinas cada vez más acorde con este compulsivo funcionamiento del capital, someta cada vez más y mejor al trabajo doblegando su posible resistencia o rebeldía. Sino, también, de que la competencia entre los múltiples capitalistas se encarga de recordarles a cada paso que están permanentemente en peligro de que sus rivales se les adelanten introduciendo cualquier mejora técnica que permita a esos rivales abaratar antes su producto y poner así la base para arrebatarles parte de la propia cuota de mercado de la que hasta entonces disfrutaban.

Este miedo permanente hace que la inversión (formación de capital) global del sistema —fragmentaria e independientemente decidida por un sinnúmero de capitalistas descoordinados y hostiles entre sí— tienda a ser la máxima posible, es decir, excesiva. Se consigue así que la acumulación de la clase capitalista como un todo sea, además de compulsiva, desequilibrada y, al poder y deber cada decisión individual contradecir a las demás, resulte sometida a los albures del devenir cotidiano de la producción y el mercado, con sus fluctuaciones, ajenos a todo control y planificación colectivos. Y, en efecto: veremos que todo ello hace que tarde o temprano la acumulación de capital se convierta en sobreacumulación de capital, con su doble momento: el inadvertido y el expreso.

Porque en tanto la acumulación siempre renovada y creciente sigue impulsando la demanda de medios de producción junto a la cantidad de trabajo necesaria y el producto social resultante, todo parece ir bien. Es más: precisamente cuando la acumulación adquiere un ritmo vertiginoso y excesivo y el crecimiento parece no tener fin, es cuando parece ser el mejor momento y la mejor oportunidad para hacer ganancia, y más grande la compulsión para aprovechar esa edad de oro. Pero esta es la sobreacumulación subterránea, la fase en la que se generan los efectos que sólo estallan más tarde, saliendo a la luz repentinamente, cuando el proceso de sobreacumulación llega a un determinado punto. Entender la crisis capitalista como “crisis de sobreacumulación” (vid. Grossman[14]), y su momento, requiere analizar en detalle sus mecanismos, y esto Marx lo lleva a cabo mediante el análisis de la “ley de la tendencia descendente de la tasa de ganancia”.

Como él mismo explica, esta ley es de naturaleza “dual”, o más bien triple, y deriva íntegramente del citado sesgo que impone al sistema el desarrollo de la productividad del trabajo generado por el progreso científico-técnico. Por una parte, la creciente acumulación y capitalización —que además adopta la forma de creciente concentración y centralización del capital, que refuerzan lo anterior— hace subir sin límites la composición en valor del capital[15]; por tanto, a pesar de los aumentos limitados de la tasa de plusvalor, crea una tendencia a la baja de la rentabilidad o tasa de ganancia (g). Pero al mismo tiempo la productividad creciente desarrolla contratendencias que, unidas a la creciente explotación, frenan la caída de g (o incluso la detienen o invierten en ciertos casos y momentos), de manera que la ley se manifiesta, más que en forma de caída lineal, como un movimiento cíclico cuya apariencia vela su caída tendencial. Una de las contratendencias básicas es la propia crisis de sobreacumulación que, al detener momentáneamente la alocada carrera colectiva hacia la acumulación, hace crecer repentinamente el desempleo y quebrar o desaparecer a los capitalistas menos preparados para continuar en la carrera de los beneficios (en último término son menos eficientes los que consiguen menores beneficios y por tanto menos posibilidades de crecer mediante la acumulación). De esta forma parte del capital creado en exceso durante la sobreacumulación oculta o subterránea se destruye y desaparece en cuanto valor, ya se produzca o no al mismo tiempo la destrucción o desecho real de sus elementos materiales.

El capital que sobrevive y al mismo tiempo sale reforzado y crecido de esa crisis tiene que volver a empezar de nuevo. Y así, uno tras otro, cada ciclo hace que los desequilibrios, compulsiones, crisis y derrumbes periódicos de la acumulación, se repitan cada vez a una escala mayor y más elevada, en un movimiento sin fin y en espiral lleno de contradicciones que sólo puede hacer cada vez más cercano el final del sistema. Como escribe Marx, “el propio capital se convierte en el principal obstáculo del capital”: el fin y objeto del capital, su crecimiento a base de nuevas y crecientes cantidades de trabajo expropiado, se ve contradicho cada vez más por el medio que utiliza en su crecimiento: la expulsión del trabajo creador valor y su sustitución por máquinas que no lo crean.

III. La Teoría Laboral del Valor (TLV) antes y después de Marx

Muchos marxistas se opusieron desde el principio a la teoría del valor de Marx —es decir, a su teoría—, y eso les ocurrió tanto a los que tuvieron relevancia política (Bernstein, por ejemplo) como a los que no, y tanto en el pasado como hoy en día (por ejemplo, los “marxistas analíticos”). Por otra parte, hubo defensores de la TLV anteriores a Marx que no eran necesariamente revolucionarios o críticos del sistema: aunque algunos de los discípulos de Smith o Ricardo sí lo fueron, ellos mismos no lo eran. Smith fue un académico y profesor, un analista realista (incluso materialista) de la sociedad de su tiempo pero liberal convencido y partidario de la economía capitalista. Ricardo fue especulador en Bolsa, diputado y terrateniente. Pero deberíamos imitar a Marx en sus reiteradas consideraciones sobre la distancia que suele mediar entre las ideas políticas y las teóricas de una misma persona: él mismo alabó la honradez científica de Ricardo y lo imitó, pues, por ejemplo, estando mucho más cercano políticamente del socialista Sismondi, prefería a la de este la interpretación que hacía Ricardo del funcionamiento del mercado en relación con su capacidad total de absorción (lo que luego se ha llamado universalmente la “ley de Say”).

Smith heredó una tradición (Locke, Hume, Franklin, etc.) que, como algo natural, veía en el trabajo el origen del valor mercantil. Pero pensaba en una TLV que era más propia de la época precapitalista que capitalista (pues en ésta, pensaba, el principio del trabajo se entremezclaba con otros que, como mostró luego Marx, eran incompatibles con el primero). Pero Smith aportó ideas importantes para la TLV, como la sistematización de la diferencia entre valor de uso y valor de cambio; el concepto de un precio “real” subyacente, de mayor interés analítico que el precio monetario aparente; las diferencias entre el fluctuante precio cotidiano, dependiente del comportamiento de la oferta y la demanda de mercado, y el más estable precio natural o normal que le servía de base y regulador; o la concepción de las relaciones económicas internacionales como ámbito regulado por la ventaja absoluta, principio coherente con la TLV al que luego renunció Ricardo (quien, con menos coherencia, lo sustituyó por la ventaja comparativa).

Por su parte, Ricardo fue en general mucho más allá de Smith y, sobre todo, tras dejar claro que el ámbito de la TLV se extendía al mayoritario mundo de las mercancías industrialmente reproducibles (lo cual dejaba fuera una pequeña minoría de bienes raros, cuyo precio se regula por otros principios), estableció la decisiva diferencia entre valor y riqueza, que tantísima importancia tuvo luego para Marx. Inspirado en un economista matemático como William Petty, e inspirador a su vez de un marginalista no utilitarista como fue Cournot, esta diferencia la alzó Ricardo contra Say y todos aquellos que, al prescindir de ella, divulgan una falsa “opinión” que es la “fuente de muchos errores”, aunque se haya convertido “casi en un axioma en Economía política”.

Marx arranca de este punto para desarrollar lo que él mismo considera la esencia de su TLV y de todo su análisis: la dualidad de los fenómenos sociales (y de las categorías que los representan teóricamente) hace necesario distinguir entre su contenido material genérico y su forma social específica. No se trata sólo de la tradicional diferencia entre valor de uso y “valor” (en Marx es valor, no valor de cambio) sino sobre todo de las que introduce él como novedad, como la diferencia entre trabajo concreto y abstracto y muchas otras que derivan de ella: entre medios de producción y capital; fuerzas productivas y relaciones de producción; riqueza y valor… o, lo que nos interesa ahora especialmente, “factores productivos de riqueza” y “factores productivos de valor”. Porque, entiéndase bien: la riqueza la producen todos los factores conjuntamente y en su creación participan inseparablemente tanto la fuerza de trabajo como los medios de producción. Pero el valor es el producto exclusivo de un único factor: el trabajo. Marx se empeña en demostrar y probar esto por partida doble (atendiendo a lo que puede observarse tanto en la producción como en el consumo) y efectivamente lo consigue, lo que es un signo distintivo más de su TLV respecto a la de sus precedentes.

I. Marx arranca del mismo principio o caso general que admiten todos los economistas: que en el mercado domina el intercambio de equivalentes; y razona que, al igual que el valor se crea conjuntamente con el valor de uso, también tiene que extinguirse al destruirse este último o desaparecer. Pues bien, con esas premisas el análisis de la producción conduce necesariamente a la conclusión de que sólo el trabajo puede ser el creador del valor. Veamos. El proceso capitalista es:

D-M…P…M’-D’

Como el dinero (D) que pone en marcha el proceso es la misma cantidad de valor que tienen los medios de producción y fuerza de trabajo comprados (D = M), y como asimismo las mercancías producidas se cambian, al venderse, por una cantidad de dinero igual a su valor (M’ = D’), se tiene que el incremento de D a D’, igual al incremento de M a M’, sólo puede haberse producido en “…P…”. Ahora bien en “…P…” sólo hay y están presentes dos tipos de mercancía y una actividad: el trabajo mismo. Por tanto:

1) El conjunto de medios de producción usados desaparece en el proceso de producción al integrarse en el producto, y por tanto su valor total se transfiere íntegramente al producto (tanto el del capital circulante como del fijo[16]).

2) Por otra parte, la mercancía fuerza de trabajo no desaparece sino que, tras un descanso suficiente, se recupera y reproduce continuamente, por lo que su valor de uso se mantiene inalterable y no puede transferir su valor a ninguna parte.

3) Sólo queda el trabajo. Luego la creación de valor nuevo, lo que hace que D se transforme en una cantidad mayor, D’, tiene que ser obra del proceso de trabajo mismo, la íntegra actividad laboral en que consiste la producción, que no es otra cosa que “transformación de fuerza de trabajo en trabajo”.

II. En la observación de lo que acontece en el mercado tenemos la segunda prueba de que sólo el trabajo puede producir valor. Si vemos que en el mercado real se forma una relación estable que equipara el valor medio de cantidades determinadas de cualquier tipo de mercancías, por ejemplo: 1 ensalada (E) vale igual que 3 copas de vino (V) o 6 periódicos (P)… y así sucesivamente, esto parece mostrar que:

1 E = 2 V = 6 P = …

Pero sabemos que, en cuanto valores de uso, cada tipo de mercancía difiere de los demás, por tanto: E ≠ V ≠ P ≠ y, por supuesto, cualquier múltiplo de ellas conlleva la misma desigualdad, incluido nuestro ejemplo: 1 E ≠ 2 V ≠ 6 P ≠… En realidad lo que tendremos en el caso general es:

xE ≠ yV ≠ zP ≠,

donde las mayúsculas designan a los diferentes valores de uso y las minúsculas representan cualesquiera cantidades o coeficientes numéricos que se desee. Por consiguiente, lo que el mercado iguala tiene que ser otra cosa, algo adicional pero real que han de tener todas las mercancías. Si usamos minúsculas para representar la cantidad de “ese algo” que tiene o porta cada uno de los valores de uso representados por las respectivas mayúsculas, y los llamamos valores, escribimos para nuestro ejemplo:

1 e = 2 v = 6 p = …,

lo cual nos permite representar el caso general como:

x·a = y·b = z·c = …, [1]

donde x, y, z… son determinados números, y a, b, c… son los “valores” de las mercancías A, B, C…, siendo por tanto los cocientes a/b, a/c… los valores relativos (o “valores de cambio”) de A respecto a B, respecto a C… Pues bien, el razonamiento de Marx es que, necesariamente, esos valores tienen que ser un algo o propiedad real de las mercancías, una propiedad caracterizada necesariamente por ser:

1) diferente de las propiedades que, en cuanto valores de uso, tienen los valores de uso que la poseen (o sea: a ≠ A, b ≠ B…);

2) algo que está universalmente presente en todas las mercancías, sin excepción (incluidos los servicios); y

3) algo de magnitud determinada y por tanto cuantificado y cuantificable; por ejemplo, se desprende de [1] que el valor de cambio de A respecto a B (vcab) que aparece en el mercado real (= y/x) es un número exactamente igual al cociente de otros dos números (= a/b) que representan las cantidades de esa propiedad que contienen las mercancías:

vcab = y/x = a/b.

Ahora bien: lo único que está presente en todas las mercancías, incluidos los servicios, y por tanto lo único que puede ser a y b, etc., es la propiedad de ser cada mercancía producto de un proceso humano de trabajo, donde se ha consumido una cierta cantidad o fracción de todo el trabajo social nuevo realizado (junto al trabajo materializado en los medios de producción utilizados). Puede que haya más propiedades en común (como la utilidad abstracta de la que hablaba el economista austriaco, luego ministro de Hacienda, E. Böhm-Bawerk) pero ninguna es cuantificable ni por aproximación y por tanto ninguna puede servir de base a la exacta igualdad que se observa en el mercado.

Todos los críticos de la TLV durante más de un siglo han ignorado esta doble demostración de Marx, pero también sus defensores se han mostrado inconscientes de los argumentos marxianos.

Digamos brevemente que dos han sido las teorías principales que se han propuesto como pretendidas alternativas a la TLV, lo cual se ha hecho no sólo por razones teóricas sino sobre todo políticas (en varios sentidos). Son teorías nacidas con un sesgo clara o veladamente anti-marxista o bien (más recientemente) supuestamente postmarxista, pero en ambos casos tienen algo en común. Sus defensores, o bien no aceptan las consecuencias sociales de admitir como conclusión de la TLV que el trabajo está explotado por el capital (y que el capital no es sino trabajo impagado y previamente expropiado a los trabajadores, cuya devolución material estos reclamarán algún día mediante una revolución social); o bien no están dispuestos a pagar el precio personal al que se arriesgan al defender públicamente esta teoría revolucionaria y poner así en peligro su puesto de trabajo o su carrera profesional. En este último caso, lo que suele suceder al autor típico es que empieza ocultando en público la TLV; al cabo de un tiempo de no usarla comienza a olvidarla (si es que alguna vez la aprendió en serio); continúa leyendo cada vez a los críticos de la TLV, siempre más académicos, y poco a poco leyendo sólo a sus críticos… y termina defendiendo una teoría distinta y contraria a la TLV.

Veamos la primera propuesta de alternativa: la Teoría utilitarista del valor. Es obvio que la utilidad existe y es algo objetivo y a la vez subjetivo. Aceptar esto no tiene ninguna consecuencia negativa para la validez de la TLV y es perfectamente asumible por un defensor de la TLV. Pero los críticos de esta han pretendido ir mucho más allá y afirman que el precio es la expresión monetaria de la utilidad marginal de las mercancías. Nunca, jamás, ha logrado ningún economista dar una explicación o prueba científica de esta afirmación, que es tan descabellada como pretender deducir de la incontrovertible existencia objetiva y subjetiva del amor, el odio, la rabia… o cualquier otro sentimiento ¡sus respectivas derivadas matemáticas! (y no otra cosa es la utilidad marginal sino la derivada de la utilidad). Lo único que pueden demostrar es que, si se abandona el camino de la introspección y se deja de definir la utilidad como un fenómeno psicológico, “es posible afirmar” que un comportamiento “optimizador” del consumidor (es decir, dirigido a minimizar el coste de adquisición de cualquier cesta de consumo que le convenga, o bien a maximizar lo que pretende conseguir al gastar su renta, sea esto lo que sea) es compatible[17] con la “ley de la demanda” (la relación inversa entre precio y cantidad demandada). Pero esto no puede ni siquiera pretender ser una teoría del precio sino que, como mucho, podría aspirar a ser una teoría de la cantidad consumida (cuya crítica hacemos en otro lugar[18]).

Por otra parte, se da el curioso fenómeno de que el segundo grupo de críticos de la TLV han sido previamente, en su mayoría, sus defensores, y además críticos con la teoría utilitarista que acabamos de criticar, pero han terminado encontrando más “útil” imaginar una teoría distinta de esas dos. Se trata de la que podríamos llamar teoría excedentista[19] del valor, cuya base filosófica es parecida al “hipermaterialismo” que ya criticara Marx. Argumentan estos autores que hoy es posible, gracias a la metodología de las tablas de insumo-producto, cuantificar la cantidad de cualquier recurso productivo (insumo) utilizado “directa o indirectamente” en la producción de cualquier mercancía. Y por ello mismo creen que si Marx “definía” el valor como la cantidad de trabajo directa (trabajo vivo) e indirectamente (trabajo materializado en los medios de producción) consumida en la producción de la mercancía, es igualmente posible “definir” n valores distintos de cada mercancía, identificando cada uno de ellos con la cantidad de insumo xi (con i = 1…, n) directa o indirectamente empleado en su producción. No hay razón teórica, en su opinión (a lo sumo la habría de índole política), para dar primacía a la teoría del trabajo sobre la que se podría construir en términos de “cualquier otro factor productivo” o mercancía.

Estos autores sencillamente olvidan la sensatez. Olvidan que si bien son muchos los factores que intervienen directa “o” indirectamente en la producción de las diferentes mercancías, sólo hay uno que interviene directa “e” indirectamente en su producción. Al igual que a los primeros utilitaristas-subjetivistas les vino muy bien el “marginalismo” del primer cálculo diferencial que se popularizaba por entonces (con su amplia gama de problemas de optimización a los que aplicarlo), a estos modernos autores que se consideran herederos de la tradición clásico-objetivista del valor (es decir, no neoclásicos pero también no marxistas) les ha fascinado el álgebra matricial que el análisis input-output se encargó de popularizar varias décadas más tarde. Con un enfoque tan atemporal e irrealista como el de los utilitaristas, a estos autores les resulta indiferente saber si algo funciona como medio de producción o como producto (resultado). Debido a la similitud formal de la solución matemática de ambas cuestiones, les parece equivalente plantearse el problema práctico y real de, por ejemplo, cuántos tomates necesita (la sociedad) para producir una determinada cantidad de gazpacho que el absurdo problema, especulativo e irreal, de saber cuánta cantidad de gazpacho necesitan (ellos) “directa o indirectamente” para producir (en sus cabezas) cierta cantidad de tomates (se necesita sólo “indirectamente”, claro, pues nadie usa realmente gazpacho para sembrar tomates ni recolectarlos, y sólo se puede hablar de su uso “indirecto” en la medida en que los que producen tomates, o insumos necesarios para la producción de tomates, o para la producción de esos insumos, etc., consumen gazpacho como parte de su dieta, etc.).

En serio: les parece equivalente, y por eso pretenden calcular el valor-gazpacho del tomate en relación con el valor-gazpacho del recipiente de gazpacho.

Y como esta teoría del valor-gazpacho, existen otras mil… como podrá imaginar el lector. Allá ellos.

IV. Crítica de otras lecturas de Marx

Decía Bertolt Brecht que “se ha escrito tanto sobre Marx que éste ha acabado siendo un desconocido”, a lo que podemos añadir que siempre ha sido un desconocido para los marxistas, que en su mayoría prefirieron leer a otros marxistas que a Marx. Mientras que los marxistas han sido en realidad (sobre todo) lassallianos partidarios de un “socialismo de estado” incompatible con las ideas de Marx, este es el creador de las ideas maduras del comunismo y del anarquismo (a este respecto también se equivocan la mayoría de los anarquistas). No podemos desarrollar aquí este punto, pero sí es cierto que “Marx fue un crítico del marxismo” y que, por tanto, “Rubel tenía razón”[20].

Pero hay otra forma de “desconocer” e incluso traicionar a Marx que, como hemos insinuado y se hace habitualmente, es relegar su aportación económica al papel de mero apéndice de su trabajo de filósofo, político y/o revolucionario. Por eso, nuestra interpretación de la obra teórica de Marx —que sin duda muchos considerarán “economicista”— es, al contrario, una crítica del “enfoque hiperpolítico del pensamiento marxiano” que utiliza la mayoría de los marxistas. Para Marx el objeto primario de análisis es el impersonal sistema capitalista, donde los sujetos, incluidos los propios capitalistas, son figuras, es decir, criaturas de las leyes del sistema, tanto como los trabajadores que los padecen (a ellas y a ellos). Para la mayoría de los marxistas, en cambio, el problema parece ser la alianza entre “malvados” capitalistas con nombre y apellidos (y sobre todo sus monopolios) y el Estado que los apoya, personificado en su Gobierno. Para estos la explotación es una consecuencia de la violencia política que precede y limita el funcionamiento económico[21], y para Marx la primera violencia de nuestro tiempo, la específica y definitoria de nuestro sistema, es la propia existencia y dominio de las leyes económicas del capital, empezando por la primera: que el hambre amenaza y fuerza a la sumisión a quien, en un mundo de mercancías, no tiene otra cosa que vender que su propia fuerza de trabajo. En estas violentas leyes del capital descansan, entre otros, el Estado capitalista y su Gobierno; por tanto, es la violencia económica la que limita y define el funcionamiento político, y no al revés.

Para Marx, la lucha entre los capitalistas adopta la forma (económica) de una competencia creciente y sin cuartel, y las crecientes concentración y centralización del capital no son sinónimos de monopolización de la economía; es decir, el único monopolio que domina la economía es el de la propiedad privada. Pero para los marxistas el monopolio se presenta como una categoría política que de facto anula las categorías económicas de Marx (desde la competencia al valor), al presentarse como un sinnúmero de acuerdos monopolistas que entorpecen las bondades de la competencia y eliminan las leyes descubiertas por Marx. Leyes que supuestamente sólo serían válidas para su época, pero no para la fase “actual” del capitalismo, caracterizadas por Lenin como “capitalismo monopolista” o “imperialismo”[22] (ideas muy similares a las de los economistas burgueses de todos los tiempos, sostenidas incluso por no economistas anteriores a él, como Mazzini o Buchez, por ultraliberales actuales como Milton Friedman y sus discípulos, o ¡incluso por los economistas franquistas![23]).

Y aunque es verdad que “en el siglo XXI se seguirá leyendo a Marx” —y se lo seguirá leyendo, “si es que algo se lee”, porque “estará claro, como lo está hoy, que Marx es un clásico”[24]—, a la mayoría de los marxistas se les puede hacer la crítica de no haberlo leído (y mucho menos, estudiado): “El destino del Capital como obra científica es, en su conjunto, nada envidiable. Si fuera menos alabado y menos denunciado y más ampliamente leído, habría existido menor número de ideas falsas sobre él, y la economía habría hecho progresos más rápidos”[25]. Pero también: “Frecuentemente, y en especial en América Latina, muchos estudiantes, profesionales, militantes intentan penetrar el pensamiento de Marx, en un afán de poseer un marco teórico para su acción política o sus investigaciones. Lo que les acontece es que se enfrentan a ‘manuales’ —como los de Politzer o Marta Harnecker, que han cumplido una gran función— que, en realidad, los conducen a ciertas ‘interpretaciones’ del pensar de Marx, pero no a Marx mismo.”[26]

Desde luego, hay que leer y estudiar a Marx, pero no sólo eso. Pues todavía queda mucho por desarrollar, más allá de Marx, si se quiere avanzar desde el socialismo inmaduro y utópico al “científico” (Marx prefería llamarlo “materialista crítico”). Pero tampoco será posible esto si para “modernizar” a Marx se le traiciona o se desconoce su obra o se piensa que esta puede utilizarse a beneficio de inventario, por ejemplo prescindiendo de su principal contenido: la TLV. Hay marxistas que, por creer que la TLV está superada, llegan incluso a afirmar que “en la actualidad, la economía marxista, con pocas excepciones, está intelectualmente muerta”[27]. Dicen eso pero siguen considerándose marxistas.

Otro problema es que hay quienes deslegitiman al Marx científico por su compromiso político explícito. Simplemente, no han entendido que, aunque la ciencia no tiene más remedio que terminar siendo objetiva, su proceso de construcción es el producto directo de subjetividades, de personas que no son cosas objetivas sino sujetos pensantes que, por muy científicamente que investiguen en su campo, tienen ideas políticas generales y posiciones morales que en parte explican necesariamente su propia actividad científica. Quienes denuncian como un caso especial la “tensión entre un Marx científico y un Marx revolucionario”[28] ignoran que esa tensión subjetivo-objetivo está presente en la labor creativa de cualquier científico, y además no saben hasta qué punto el especial compromiso ético de Marx le obligaba precisamente a ser lo menos moralista posible en su estudio objetivo de la realidad capitalista (lo que, por cierto, lo obligó muchas veces a enfrentarse a la mayoría en todos los partidos y organizaciones en los que militó). Hasta el punto de que Marx, el teórico máximo del proletariado, llega a decir (y así consta en las actas de la sesión del Comité central de la Liga de los Comunistas del 15-9-1850) que “siempre me he opuesto a la opinión momentánea del proletariado”; y es ese mismo Marx, al que se suele acusar de catastrofista y permanente predicador de la revolución a la vuelta de la esquina, quien afirma en esa reunión:

“Nos debemos a un Partido que, por su propio bien, todavía no debe alcanzar el poder. Si el proletariado ocupara el poder, tomaría unas medidas claramente pequeñoburguesas, pero no proletarias. Nuestro Partido sólo podrá hacerse cargo del gobierno cuando la situación permita que lleve a la práctica sus puntos de vista. Louis Blanc nos ofrece el mejor ejemplo de lo que ocurre cuando se alcanza demasiado pronto el poder”[29] (cursivas añadidas: DG).

Hay, por último, multitud de “intérpretes” de Marx que, intencionadamente o no, deforman el sentido revolucionario de su TLV (o de otras de sus teorías que derivan de ella). Muchos, porque creen hablar desde el “posmarxismo” y “no ven qué pueda ganarse” en la lucha por el socialismo con “el intento de utilizar en esta tarea materiales tomados del viejo edificio levantado por Marx”[30]. Otros, porque niegan la posibilidad de “cambios sustanciales en el sistema capitalista” que operen en “un sentido revolucionario, tal como Marx lo concebía”, y creen sólo posibles los cambios “en un plano reformista”[31]. Muchos, porque tergiversan la teoría comunista de Marx contraponiendo, por ejemplo, democracia y dictadura del proletariado en la transición desde el capitalismo al comunismo[32]. Algunos, porque incomprensiblemente caracterizan a Marx como un simple “progresista” de esos que comparten el “convencimiento de que la humanidad se movía a través de una senda lineal e ilimitada de avances”[33], o no comprenden que predecir el surgimiento del comunismo a partir del capitalismo no es una forma de “mesianismo” ni una versión de la teoría de la “predestinación” ni encierra “fatalismo mecanicista” alguno, sino una aplicación de la idea de que la marcha de las sociedades está sometida a leyes que condicionan y restringen la libertad de los individuos.

Marx piensa, en concreto, en una ley parecida a la de la gravitación natural: de hecho fue quien con más claridad expuso por qué el capitalismo dará paso al (o se transformará en) comunismo, afirmación arriesgada y al mismo tiempo similar a la que sostiene que el agua de lluvia que cae sobre la tierra tiene que terminar bajando hasta el nivel del mar (o, lo que es lo mismo, que no puede subir, salvo para remontar excepcionalmente algún obstáculo pasajero). Marx no se limitó a eso, desde luego, ni esa tesis significa que pueda predecirse con exactitud por dónde va a transcurrir cada nuevo torrente de agua que vengan a descargar las tormentas de la historia, ni cuánto va a durar su viaje hasta el mar. Pero no se puede pasar por alto la importancia que tiene afirmar que, aunque la manzana del capitalismo se moverá necesariamente en dirección al suelo, haríamos mejor en cogerla y comérnosla ya —puesto que tenemos hambre y la manzana es en realidad nuestra— sin esperar a que eso ocurra.

Los autores que se enmarañan en las dudas sobre el “marxismo como ciencia y como crítica” se preguntan: “si en verdad el capitalismo está gobernado por regularidades que lo condenan a ser suplantado por una nueva sociedad socialista (cuando hayan madurado las infraestructuras necesarias), entonces, ¿por qué insistir en que ‘lo necesario es cambiarlo’? ¿Por qué tomarse tanto trabajo para preparar el funeral del capitalismo si su defunción está garantizada por la ciencia?”[34]. Parecen no entender que, aunque ellos vivan bien, perfectamente adaptados a la sociedad capitalista y disfrutando de las ventajas que esta reserva a las minorías, hay inmensas mayorías de la población que necesitan darle muerte cuanto antes si quieren salvaguardar sus propios intereses y recuperar la dignidad. Como ha afirmado uno de los principales estudiosos de Marx en el siglo XX:

“No cabe hablar de contradicción (…) Marx concibe el advenimiento del socialismo a la vez como una posibilidad económica y una necesidad ética. Cuando presenta, tanto en El Capital como en el Manifiesto Comunista, la caída de la burguesía y el triunfo del proletariado como ‘igualmente ineluctables’, no hace otra cosa que enunciar una hipótesis racionalmente válida, fundada en el análisis científico de las leyes del movimiento económico del capitalismo y en la percepción directa de la lucha que opone a los dos clases principales de la sociedad moderna (…) La predicción del socialismo no es como tal una predicción científica sino un juicio de valor apuntalado por una convicción y una actitud éticas que se nutren de un conocimiento objetivo de los datos materiales, económicos e históricos, capaces de conducir a una revolución total de la sociedad actual y al nacimiento de la ‘humanidad social’ (Décima tesis sobre Feuerbach). Resumiendo: la tesis de la ineluctabilidad del socialismo pertenece al dominio de las verdades que, para volverse ‘objetivas’, imponen la participación activa, el compromiso ético (Segunda tesis sobre Feuerbach) (…) Posibilidad objetiva y exigencia ética: el propio Marx distinguió claramente el ‘dualismo’ de su mensaje, dualismo que sus críticos consideran irreductible y que sus discípulos menos inteligentes se empeñan en negar por todos los medios (…)”[35].

V. El estudio de El capital

Marx repitió muchas veces su otra consigna revolucionaria: “¡estudiar, estudiar, estudiar!”, y sin duda habría suscrito las palabras de Max Horkheimer: que “el que no se esfuerza en lograr un conocimiento mejor se hace vulnerable para el conocimiento peor, e incluso desarrolla una propensión a adherirse a lo primero que se le presenta”[36]. Los marxistas se cansaron pronto de leer a Marx (si es que alguna vez lo hicieron). Hasta hoy, se han limitado en su mayoría a leer a otros marxistas sin leerlo directamente a él (normalmente porque es más sencillo leerlos a ellos, o porque les bastaba pensar que estos eran más “modernos”, es decir, posteriores en el tiempo). Por eso abunda el revolucionario marxista que se cree un hombre “práctico” (es decir, antiteórico y mal estudiante, más que cansado ya de estudiar) que, como en las superficiales lecturas habituales de la 11ª tesis de Marx sobre Feuerbach, contrapone “interpretar” a “cambiar”, y cree que hay que dejar ya de teorizar para “pasar a la acción”[37]. No sorprende por tanto que un no marxista que estudie acierte, en la interpretación de Marx, más que muchos marxistas (lo cual debería servirles de cura de humildad). Nada menos que Isaiah Berlin, uno de los teóricos liberales más importantes del siglo XX, comprendía perfectamente por qué fue Marx un revolucionario muy especial: por su comprensión del papel de la ciencia y la racionalidad humana, pues para Marx:

“Sólo es racional aquel hombre que se identifique con la clase progresiva, esto es, la que está en ascenso (…) Marx, después de identificar la clase ascendente en las luchas de su tiempo con el proletariado, dedicó el resto de su vida a planear la victoria de aquellos a cuya cabeza había decidido colocarse (…) Su posición es, por lo tanto, la de un comandante en el campo de batalla (…); la única tarea del comandante consiste en derrotar al enemigo, y todos los otros problemas son académicos, basados en condiciones hipotéticas que no se han dado y, por lo tanto, están fuera de lugar (…) Todo lo que importa durante la guerra es el cabal conocimiento de los propios recursos y de los del adversario, para lo cual es indispensable conocer la historia anterior de la sociedad y de las leyes que la gobiernan”[38].

Ya vimos que Engels dijo ante la tumba de Marx que este fue un gran teórico pero sobre todo un revolucionario. Pero no hace falta recurrir a un amigo para eso, sino insistir en por qué fue un revolucionario especial y “durante toda su vida” una figura “extrañamente aislada entre los revolucionarios de su época, igualmente antipático hacia sus personas, sus métodos y sus fines”, debido a que, “creyeran o no en la revolución violenta, la gran mayoría en último análisis, apelaban explícitamente a normas morales comunes a toda la humanidad”, mientras que “Marx jamás tuvo simpatía por esta actitud, común a la gran mayoría de revolucionarios y reformadores de todos los tiempos”[39].

Lo cual no contradice cuanto llevamos dicho, ya que es fácil comprobar que Marx tuvo un sentido moral muy desarrollado, pero, en su crítica teórica y práctica, renunció a todo “moralismo”[40] porque basó ambas en el estudio, el estudio siempre inacabado:

“Estaba convencido de que la historia humana está gobernada por leyes que no pueden ser alteradas por la mera intervención de individuos empujados a la acción por tal o cual ideal. Creía en efecto que la experiencia interior (…) tiende a veces a engendrar mitos e ilusiones (…[y]) los mitos encarnan todo aquello en que los hombres, en su miseria, desean creer; bajo su traidora influencia, los hombres interpretan mal la naturaleza del mundo en que viven, comprenden mal su propia posición en él y, por consiguiente, calculan mal la amplitud de su poder tanto como el de los otros (…) La verdadera aprehensión de la naturaleza y de las leyes del proceso histórico ha de esclarecer, sin la ayuda de las normas morales conocidas independientemente (…) cuál es el rumbo más en consonancia con los requerimientos del orden al que pertenece. Consecuentemente, Marx no ofrecía a la humanidad una nueva ética o un nuevo ideal social; no pedía un cambio de sentimientos (…); apelaba (…) a la razón, a la inteligencia práctica, denunciando nada más que el error intelectual o la ceguera (…) Marx denunciaba el orden existente apelando no ya a los ideales, sino a la historia; lo denuncia no como injusto o desdichado, o engendrado por la maldad o locura humanas, sino como efectos de leyes de desarrollo social[41]”.

VI. Conclusión

El resultado principal del estudio de Marx durante toda su vida, el fruto de su minucioso trabajo artesanal de científico práctico que vivió siempre, además, como un revolucionario práctico, es la obra cuyo resumen presentamos aquí, El capital. Pues bien, insistamos una vez más:

Das Kapital intenta suministrar este análisis [científico de la sociedad capitalista]. La casi completa ausencia en él de argumentos explícitamente morales, de apelaciones a la conciencia o a principios (…) deriva de la concentración de la atención en los problemas prácticos de la acción. Recházanse, por considerárselas ilusiones liberales, la concepción de los derechos naturales y de la conciencia como inherentes a cada hombre con abstracción de su posición en la lucha de clases. El socialismo no formula apelaciones sino exigencias; no habla de derechos sino de la nueva forma de vida, libre de estructuras sociales coactivas (…) Esta diferencia fundamental de perspectiva (…) es lo que distingue netamente a Marx de los radicales burgueses y los socialistas utópicos a quienes, para desconcertada indignación de éstos, combatió y denostó salvaje e implacablemente durante más de cuarenta años (…) No ofreció ni pidió concesiones de ningún tipo y no entró en ninguna alianza política, puesto que no admitía ninguna forma de transigencia o transacción. Los manifiestos (…) que suscribió apenas contienen referencias al progreso moral, la justicia eterna, la igualdad de los hombres, los derechos de los individuos o las naciones (…) las consideraba jerga falta de valor, reveladora de confusión de pensamiento e ineficacia en la acción. La guerra debe librarse en todos los frentes (…)”[42].

¿Qué podemos concluir? Algunos autores, como Mészáros[43] o Balibar[44], han insistido con mucha fuerza en la plena actualidad de Marx. En nuestra opinión, no es que Marx sea tan actual en el presente como lo era en su tiempo, sino que es más actual a medida que pasa el tiempo (tiempo de capitalismo, por desgracia) y que la estructura económica real de nuestras sociedades se parece cada vez más a la que sólo él supo ver con claridad, anticipándose como nadie a la auténtica evolución real de nuestro sistema[45]. Si decíamos que Marx elaboró la ontología de la sociedad contemporánea, no nos estamos refiriendo a aspectos más o menos relevantes y parciales de una u otra forma de los capitalismos históricos concretos, sino a su esencia y definición. Si afirmamos que él descubrió las leyes esenciales de este sistema, decimos que desarrolló lo esencial para la comprensión de la vida social del siglo XX, del XXI y del que sea… mientras sigamos estando en este sistema. Sólo que ¡ojalá que este sea el último!

Estudiemos pues El capital si queremos acabar con el capital. Hagamos buena ciencia como científicos y valorémosla como revolucionarios, pues ambas cosas son un sine que non de la revolución.