Treinta

Genio

Las vistas y otros asuntos oficiales de Caliban celebran en un bonito edificio llamado Casa Central. Tiene unas brillantes columnas blancas, una cúpula plateada, relucientes ventanas y elaborados murales en todas las paredes. Me meto bien adentro las manos en los bolsillos y trato de evitar el contacto visual con los genios que andan pululando por allí. Ya he estado aquí antes, cuando me estuve formando para ser un ifrit, pero nunca para algo tan desagradable como una vista. Sobre todo cuando sé que no tengo posibilidad de salir indemne.

La sala de vistas es grande, más que nada para que tenga espacio la mesa gigante que se extiende horizontalmente delante de mí. A ella están sentados los Genios Ancianos, que me prestan muy poca atención. Por lo visto, tienen distintas edades: uno es tan viejo que su piel parece ajada y su pelo es blanquísimo, y hay otro que tan sólo parece unos diez años mayor que yo. No obstante, todos tienen muchos siglos aunque no lo parezcan; depende de cuánto tiempo hayan pasado en la Tierra.

Camino hacia una mesa mucho más pequeña en el centro de la sala, donde está el ifrit. Intercambiamos miradas cuando me detengo junto a él. Uno de los Genios Ancianos, el que tiene la piel ajada, me mira con ojos turbios. Me inclino hacia él para hacerle saber que estoy preparado para comenzar. Bueno, lo más preparado posible.

—¿Empezamos? —dice el Anciano de piel ajada con una voz que casi es un susurro.

Es el más viejo de todos y está sentado en el centro de la mesa. Levanta la barbilla para verme debajo de unas cejas blancas similares a una oruga.

—Has infringido —el Genio Anciano baja la mirada para echar un vistazo a una lista y, a pesar de sus cejas pobladas, veo que se le abren mucho los ojos al ver lo larga que es— los tres protocolos. En numerosas ocasiones. —El Anciano empieza a contarlas infracciones con un lápiz que va repasando la lista. Pasa la página, emite un fuerte suspiro, y alza la vista con una expresión de incredulidad en el rostro—. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

—Nada —respondo y me quedo con las manos en los costados—. Nada. Bueno, excepto que ella me ordenó que la llamara por su nombre, así que eso no debería contar. Y otra vez me mandó que me volviera visible, así que… eso tampoco cuenta.

El Anciano de piel curtida parece satisfecho.

—Ah, bien. Eso nos deja con…

Vuelve a mirar la lista y la expresión de satisfacción desaparece. El Anciano suspira y se lleva una mano a la cabeza.

—¿Por qué violaste las otras normas? ¿Las que no fueron una orden directa? —pregunta el Anciano que parece más joven, con una voz enérgica, comparada con el susurro apagado del Anciano de piel curtida.

Respiro hondo.

—Por propia elección. Las violé por propia elección.

Una Anciana se cruza de brazos.

—No está en nuestra naturaleza formar parte de su mundo, como tú has intentado hacer. Los tres protocolos están para protegerte no sólo a ti, sino al resto de nosotros. Has puesto en peligro toda nuestra existencia. ¿Quieres ser el responsable de que los humanos nos conozcan? ¿Quieres ver cómo los codiciosos humanos llaman a diario a tus compañeros?

—No —digo en voz baja.

—Deberíamos castigarlo —dice uno de los Ancianos y me lanza una mirada fría—. Debe compensarnos por sus acciones.

Los ancianos, uno a uno, se ponen de acuerdo. Me van a castigar. Estaré solo, encerrado en algún objeto mortal. No quiero estar solo. Empiezo a marearme cuando oigo meter baza a los demás Ancianos.

—Él nunca había roto antes el protocolo —dice el Anciano más joven.

—Pero esta vez ha infringido demasiadas normas —replica otro.

—Ya, aunque el número se reduce mucho si tenemos en cuenta que su ama le ha olvidado.

—Aun así, deberíamos castigarlo para que comprenda la gravedad de sus acciones.

—Es joven y por un único error no merece que le arrebatemos tantos años de su vida. Antes de que impusiéramos los protocolos, nosotros mismos los violábamos con frecuencia.

—Estoy seguro de que nunca he roto tantas reglas.

—Tan sólo digo que ese castigo es demasiado severo por ser la primera vez que se salta las normas.

El Anciano de piel ajada interrumpe el parloteo.

—¿Alguien sugiere otra forma de hacerle pagar su deuda con nosotros?

Nadie contesta. Una de las Ancianas me mira, indignada.

—A mí se me ha ocurrido una —dice una voz, que cae como agua caliente sobre mi cuerpo helado.

Es el ifrit. No me mira, tiene el rostro firme y sereno.

—¿Y cuál es? —pregunta el Anciano de piel curtida.

El ifrit se estira la túnica.

—A pesar de que no eligió demasiado bien mientras estaba en la Tierra, ha demostrado ser muy consciente de la mente y la condición humana. Una vez quiso ser ifrit, aunque acabó dejando el curso. A pesar de eso, creo que si se convierte en ifrit podría desarrollar muy bien sus habilidades. Más aún que si se le condena a vivir encerrado en la Tierra.

No. No quiero volver. No quiero ver que Viola se ha olvidado de mí. Además, no seré capaz de mantenerme alejado de ella… Sé que no podré. Esto es tan malo como estar encerrado. Peor. Sería horrible estar solo, pero al menos no tendría que verla sin mí.

El Anciano de piel curtida frunce el entrecejo por un instante y se pasa una mano por sus cejas gigantes. Los otros Ancianos revuelven papeles, algunos asienten y otros ponen mala cara. El ifrit continúa sin mirarme a los ojos.

—¿Le ves capaz de meter presión con eficacia? Por aquí consta que en la formación no llevó a cabo una simple presión… un accidente de coche o algo por el estilo…

—Creo que tiene sus preferencias en cuanto a cómo ejercer presión.

—Igual que todos nosotros —comenta el ifrit.

—Y tendrá que dejar su trabajo de repartir flores…

«No, no me hagas esto».

—… para convertirse en ifrit, naturalmente.

Los Ancianos se inclinan sobre la mesa, murmurando unos con otros, fuera del alcance de mi oído.

—Muy bien —concluye el de la piel curtida mientras los demás Ancianos se recuestan en sus asientos—. Es decisión tuya cómo debes saldar tu deuda. Puedes estar encerrado en un objeto de la Tierra durante seis meses o estar al servicio de los ifrit durante dieciocho meses. Tendrás que dejar tu trabajo actual, repetir la formación y demostrar que eres eficaz presionando.

Seis meses. Sólo son seis meses. Volveré y seguiré repartiendo flores. ¿Cómo voy a presionar a un mortal, sobre todo ahora? ¿Y cómo voy a regresar a la Tierra sin encontrarla… sin que quiera morirme cada vez que la vea moverse, vivir o cambiar sin mí? Creo que no es justo.

—Elige el trabajo —me susurra el ifrit, tan bajito que apenas le oigo.

—No quiero —respondo con voz quebrada.

—Dice que tomará el puesto de ifrit, señor —responde él por mí.

Abro la boca para protestar, pero el Anciano empieza a hablar demasiado pronto.

—En el vestíbulo rellenarás la documentación necesaria —me informa el Anciano de piel curtida. Chasca los dedos y una pila de papeles aparece en la mesa, delante de mí—. Y espero no volver a verte más en una vista.

Entonces los Genios Ancianos, uno a uno, se levantan y se van por la puerta que hay detrás de la mesa antes de que me recupere del shock para hilar de forma coherente unas cuantas objeciones. El ifrit se vuelve sobre sus talones y avanza hacia la puerta a grandes zancadas mientras mi frustración me paraliza.

¿Cómo ha podido ocurrir esto? Nunca debería haberle dicho que no quería volver. Esta es su venganza personal. Me tiemblan las manos mientras mi enfado atraviesa mi cuerpo, que no está dispuesto a moverse, y me doy la vuelta hacia el ifrit.

—¡Oye! —grito cuando el ifrit llega a la puerta de la sala de vistas.

El ifrit se vuelve. Cojo la documentación y corro hacia él, con la cara roja y la cabeza dándome vueltas.

—¿Qué? —pregunta el ifrit.

—¡Yo confiaba en ti! Te dije todo aquello como una confidencia y lo has utilizado en mi contra. Sabías que no quiero regresar y ahora… ¡estaré un año y medio! ¿Cómo has podido? —le suelto, agitando los papeles delante de mí.

El ifrit permanece en silencio durante un raro mientras examina mi rostro.

—Ambos sabemos que hubieras sido un ifrit magnífico, pero nunca les quisiste hacer daño. Te importan, siempre te han importado. A mí en cambio, nunca me ha preocupado cómo ejerzo la presión. —El ifrit sacude la cabeza con un aire de asombro en su cara—. Sé lo que quieren los mortales y sé lo que quieres tú. No volverás a ser feliz en Caliban nunca más.

—¿De qué estás hablando? —digo con amargura.

Ya lo sé. Créeme, ya lo sé.

—A pesar de todo, sigues siendo uno de los nuestros. Y como un compañero que eres, quiero que seas feliz, amigo mío. Creía que lo serías al volver a casa, pero me he equivocado. Los genios no tienen que sentirse destrozados como los mortales, pero aquí estás tú, tan hecho polvo y sin remedio. Lo veo en tus ojos del mismo modo que veo qué necesito para conseguir que un mortal pida un deseo. Así que si para sentirte completo otra vez, tienes que estar con esa chica, ya está. Ahora tendrás acceso a ella, sin nadie que te vigile, sin protocolos, siempre y cuando no olvides las obligaciones que tienes con los tuyos.

Aprieto los labios por el dolor y la rabia.

—Ella me ha olvidado. Se ha acabado. No quiero volver a verla y ahora tendré que hacerlo. No seré capaz de evitarlo. Tendré que quedarme cruzado de brazos y observar cómo… vive. Sin mí.

El ifrit se encoge de hombros.

—Entonces he sobreestimado lo que sientes por ella.

Me quedo boquiabierto.

—¿Cómo te atreves? ¿Porque no quiero ver que me ha olvidado?

—No. Porque nada ha desaparecido ni se ha olvidado. Si tú eres parte de ella y ella de ti, el recuerdo es un mero obstáculo. Nuestro poder oculta el recuerdo, no lo borra. Y pensé, al menos por lo que vi ayer por la noche en tus obstáculo que merecía la pena vencer. A menos que, por supuesto, haya sobrevalorado lo que sientes por ella.

Me quedo callado y bajo la vista para luego volver a mirar al ifrit, que suspira.

—Me convertí en ifrit para salvar las vidas de mis compañeros genios. ¿Qué clase de salvavidas sería si te dejara aquí sentado, marchitándote en el paraíso?

«Es sólo un obstáculo. Sólo un obstáculo».

Miro al ifrit a los ojos.

—¿Qué hay de aquella charla de los pájaros y los peces que no podían vivir juntos?

El ifrit se encoge de hombros.

—Te sugiero que empieces a aguantar la respiración, amigo —responde y luego empuja las puertas de la sala de visitas para abrirlas—. ¡Aún creo que estás loco, que conste! —dice antes de que las puertas se cierren.

La brisa que se levanta hace que los papeles salgan volando de mis manos y quedan esparcidos como hojas sobre el suelo de mármol. Los recojo despacio y noto una extraña sensación vibrante en el pecho.