Dieciocho

Genio

Un trueno retumba en el parque y asusta a los patos que estaban intentando atraer hacia mí. Alzo la vista, expectante, pero no cae ni una gota. Suspiro y vuelvo a sentarme sobre el frío césped a esperar. Otra vez. Por cuarto día seguido.

«Esto es normal, no importa lo aburrido que sea», me recuerdo a mí mismo. Así debería estar, sentado solo, mientras espero que mi ama pida un deseo. Está bien que haya pedido que ejerzan presión. Me he estado repitiendo lo mismo todo el día porque sé que si digo claramente la duda que no deja de rondarme la cabeza, me derrumbaré. Es más fácil si mantengo resentimiento, si pienso en Viola gritándome, en los días que he perdido o en Caliban. Debo ignorar el hecho de que dos personas me conocían, de que dos personas me consideraban su amigo hasta el martes pasado. Supongo que una de ellas aún lo piensa.

Lawrence. He dejado que me vea. Le he implicado y ahora puede que le utilicen para presionar a Viola. Ella podría decir que le ayudara, que le salvara. Otro arranque de celos me embarga. Viola y Lawrence desearían salvarse el uno al otro. ¿Harían lo mismo por mí? ¿Lo haría alguien?

«Eso es de humanos. ¿Ves lo que te ha hecho estar tanto tiempo aquí?». Pero aun así debo advertir a Lawrence, pues todavía recuerdo cuando me llamaba «amigo». Además, estoy increíblemente aburrido y hace días que no hablo con nadie. Ya me he metido en tantos líos para los Ancianos que, ¿qué importa una infracción más? Desparezco del parque. Lawrence grita y tropieza con un bate de béisbol cuando aparezco en su habitación.

—Podías haberme avisado —refunfuña mientras se frota la rodilla, con la que ha caído en la alfombra.

—Perdona, me he olvidado —contesto y trato de ocultar el alivio que siento por que alguien me vea de nuevo.

Lawrence pone los ojos en blanco y se sienta en la silla enfrente del ordenador.

—Pero la verdad es que me alegro de verte. A menos que… me digas que ha vuelto a pedir un deseo —dice.

Niego con la cabeza.

—No. no. No estoy aquí por eso. No hemos. Bueno, hace días que no me llama.

—A mí tampoco. No suele guardar rencor, pero estoy empezando a pensar lo contrario. Esta noche va a una fiesta, así que yo no voy a ir porque… se me hace violento. Pero si quieres, puedes quedarte a ver conmigo una reposición de Padre de familia.

La oferta es tentadora, pero dudo.

—Lo cierto es que ese no es el motivo de mi visita. —¿Cómo le explico que tal vez haya pedido que le hagan daño?—. Viola va a pedir pronto un deseo —digo despacio.

Lawrence levanta una ceja.

—Ah.

—Es lo mejor. En cuanto pida dos deseos más, me iré a casa. Encima, ya tiene a Aaron, así que no necesita a un genio que le ande detrás.

Lawrence se ríe y se sienta en el borde de la cama.

—Sí, puede que diga que quiere a Aaron, pero a ti te mira como antes me miraba a mí —comenta con una sonrisa algo triste—. Ya sabes, antes de convertirme en un homosexual cabreado.

Lawrence sonríe abiertamente, pero no puedo devolverle la sonrisa porque mi cabeza de repente está demasiado llena.

Ella me mira como antes le miraba a él, la persona a la que amaba.

Nadie me ha mirado así en la vida. Algo se activa en mi interior y me doy la vuelta cuando una cálida sensación me recorre de la cabeza a la yema de mis dedos.

No. No. Las relaciones son para los mortales.

Me vuelvo hacia Lawrence y niego con la cabeza.

—Un pájaro y un pez puede que quieran estar juntos, pero ¿dónde vivirían?

—No sé, ¿en una jaula submarina? —contesta Lawrence.

Suspiro y apoyo la cabeza en mi mano.

Lawrence se pone de pie y se cruza de brazos.

—Genio, ¿pasa algo…?

—He pedido que la presionen —digo tan rápido como puedo.

«No le mires».

—¿Qué has pedido qué?

Me concentro en los viejos trofeos de béisbol que hay detrás de su cabeza.

—Cada vez que se preocupan porque un amo no pide deseos, entra en juego un ifrit, que se dedica a presionar a una persona para que desee. Pone a esa persona en una situación para que tenga que desear salir de ella. No siempre es agradable, pero los ifrit intentan que todo salga bien. Es su trabajo ayudar a escapar a los genios atrapados en la tierra y yo le pedí que presionara a Viola.

—¿Le has pedido que hagan daño? —Lawrence alza la voz con los ojos muy abiertos por los nervios.

—¡No! —respondo bruscamente. ¿Quién se cree que soy?—. Le pedí al ifrit que me diera su palabra de que no presionaría a Viola directamente, de que no le haría daño. Es por el bien de todos, Lawrence. En Caliban hay unas normas, un protocolo impuesto por los Ancianos y tenemos que seguirlo mientras estemos en la Tierra. Este no es mi mundo.

—¡Pero ella es tu amiga! ¡Tienes que avisarla! ¿Eres tonto o qué? —grita Lawrence, mientras se acerca más a mí con cada palabra.

Abro la boca para volver a hablar, pero me quedo helado.

Viola.

Su llamada me atraviesa la cabeza como un grito que me seca la boca y me hace sudar las manos. La han presionado. Tienen que haberla presionado. Se me revuelven las tripas. «Es lo mejor, ¿recuerdas?». Me prometió que no la haría daño. «Es lo mejor», me repito a mí mismo, pero la sensación de malestar se intensifica. ¿Cómo he podido? ¿Qué he hecho? Ella es mi amiga.

Las palabras salen de mi boca en un susurro.

—Me está llamando.

—Está en la fiesta de Aaron. Nos vemos allí —dice Lawrence, que coge las llaves de su coche de encima de su escritorio.

Asiento mientras el mundo se desdibujaba y desaparezco.

Espero llegar en medio de la fiesta como cuando Viola pidió el primer deseo y había vasos rojos por todos lados, la música estaba a tope y Aaron estaba rodeado de chicas que parecían hiedra humana. Pero no, he aparecido en un jardín iluminado por las paredes, la música a todo volumen de la casa que hay enfrente y el murmullo de una conversación casi inapreciable por el canto de los grillos. Viola está arrodillada junto a un macizo de tulipanes y hortensias, con la cabeza hacia el otro lado. Ni siquiera se ha dado cuenta de que estoy detrás de ella, pero antes de que pueda hablar, una voz me interrumpe.

—He intentado hablar con él y me ha mandado a la mierda. ¿Qué he hecho? No lo entiendo. Se suponía que íbamos a estar juntos para siempre —llora la voz entre las filas de canas. La que habla es… no.

Es Ollie. Pero no es la Ollie guapa, misteriosa y radiante que recuerdo de la semana pasada.

Esta Ollie tiene rímel chorreando por las mejillas. Sus ojos están tan rojos y vidriosos de tanto llorar y está fea de lo triste que se siente. La ropa no le queda igual, parece una niña perdida, vestida con ropa de su madre. Un nubarrón se coloca delante de la luna y asume en las sombras los rostros de Ollie y Viola.

—Ama —digo su título en vez de su nombre.

«Recuerda, es más fácil cuando sólo es tu ama, cuando no es “Viola”».

Es el protocolo. Viola se vuelve hacia mí, con la cara desencajada por el sufrimiento. Tengo muchísimas ganas de llamarla por su nombre. Y quiero que ella diga el mío. Tomo aire.

—Llámame Viola, por favor —me pide con la voz temblorosa.

De repente nada más me importa, ni el ifrit, ni Caliban, ni envejecer. ¿Cómo había podido pensar que algo de eso importaba de verdad? No sé qué hacer. ¿Voy hacia ella? ¿Me quedo de pie, en silencio? ¿Qué puedo hacer para que no siga sufriendo?

De pronto mi cuerpo sabe qué hacer, al contrario que mi cabeza. Me arrodillo en el suelo, junto a ella, y pongo una mano encima de la suya mientras empieza a lloviznar. Veo un movimiento detrás de los rosales; es el ifrit. Su túnica de seda refleja las luces de la casa; él cruza los brazos y me lanza una mirada larga, de perplejidad. Dejo mi mano firme sobre la de Viola y aparto la vista de él.

—Es culpa mía que esté así. Yo he echado a perder la vida de Ollie. Mírala —murmura Viola mientras Ollie se tapa la cara con las manos.

El tatuaje blanco de la paleta de un pintor que tiene en la espalda parece desdibujado y asqueroso. Un trueno retumba en la distancia, la gente que estaba divirtiéndose fuera corre hacia la casa y se oye la música más fuerte.

—No lo entiendo —dice Ollie sollozando—. Me siento tan… tan…

—Rota —susurra Viola, que se sienta y coloca su cabeza en sus manos—. ¿Qué he hecho?

—Has pedido un deseo —respondo yo en tono adusto.

Y yo he pedido presión.

—Pero yo no quería hacerle daño a Ollie. Yo no quería hacerle daño a nadie. Lo único que quería era volver a sentirme completa. Pero no lo he conseguido, ni siquiera ahora que formo parte de algo.

Pasa de lloviznar a caer el típico chaparrón de verano. En Caliban no llueve. El agua cae sobre las pestañas de Viola y se mezcla con sus lágrimas.

—¿Puedo retractarme? ¿Puedo deshacer el primer deseo? —pregunta.

Viola.

—No, no puedes —digo en voz baja—. No puedes retirar tu deseo.

Los ojos de Viola vuelven a clavarse en Ollie.

—Tengo que arreglarlo —dice con temor—. ¿Qué debo hacer? —pregunta y me mira otra vez.

Viola en realidad no quiere saberlo, su pregunta apenas tira de mí. Seguramente sea porque ya sabe lo que tiene que hacer. Sólo necesita oírlo para ver que no hay otro modo de hacerlo.

—Tienes que volver a pedir un deseo —respondo y aparto la vista.

Un sentimiento que no conozco se apodera de mí al salir las palabras de mi boca, es como si me retorcieran el estómago y el corazón al mismo tiempo. El ifrit me lanza una mirada adusta y desaparece. Viola respira hondo y calla unos segundos.

—Lo siento —dice por fin con un tono firme. ¿Sabe lo que pienso igual que yo sé cómo se siente ella? ¿Sabe que no quiero que pida un deseo por nada del mundo? Su voz se convierte en un susurro—, pero tengo que hacerlo.

—Lo entiendo —contesto.

Es un ifrit magnífico. Ha sido una buena forma de ejercer presión. Y yo soy el único culpable de que haya pedido un deseo, de que la esté perdiendo por un mundo de calma y solidaridad. Me pongo de pie. No quiero hacer esto. Ahora mismo quiero ser cualquier cosa menos un ser que concede deseos.

Viola no me mira, sino a Ollie, que tiene la ropa y las manos llenas de barro, y la cara hinchada de tanto llorar. Extiende una mano y la coloca sobre el brazo de Ollie.

—Deseo que Ollie esté bien —dice con la voz entrecortada mientras cierra los ojos.

No me mira y me alegro porque sé que tengo la cara contraída en una mueca horrible. Me resisto, aunque sé que no tengo nada que hacer. El deseo me empuja como una gran ola. Espero hasta el último momento para concederlo, hasta que la sensación de la ola se abalanza sobre mí tan fuerte que noto que me ahogo. Al final, pongo un brazo sobre mi estómago, el otro contra mi espalda y me inclino despacio.

A Viola. A mi ama. ¿Cómo voy a hacerle daño? ¿Qué he hecho?

—Como desees.