Viola
No puedo dormir. Ya es tarde y aunque me duele el cuerpo y me pide descansar, mi cabeza continúa dando vueltas, pensando en Lawrence y en Genio. No puedo evitar que las lágrimas inunden mis ojos cada pocos minutos. No dejo de mirar el sillón donde Genio se suele sentar, donde se sentó la otra noche mientras yo dormía, porque… porque confiaba en él. Porque había olvidado lo que era. Porque no se me había ocurrido que podía usar sus poderes en mi contra, para engañarme. Tan sólo era Genio, mi amigo, no una criatura mágica invisible. Pero ahora ya no lo es. Y Lawrence tampoco… En el fondo de mi estómago tengo una mezcla de culpa y de rabia, que me aplasta hasta que me encuentro mal y agobiada. Me llevo las rodillas al pecho y me obligo a cerrar los ojos.
Me cuesta dormir. Sigo dando tumbos, despierta, por un lado temiendo, pero por otro esperando ver a Genio en mi habitación. Se hace de día demasiado pronto y Aaron llega a casa antes de que me haya peinado. Afuera está lloviendo, más bien lloviznando, el cielo es del mismo color que el asfalto y noto mi piel pegajosa.
—¿Estás segura de que estás bien? —pregunta Aaron cuando tiro el bolso dentro de su coche.
No estoy segura de si me lo pregunta porque aún tengo los ojos rojos e hinchados a pesar de la capa de maquillaje, o si se refiere al plantón que le di ayer.
—Sí, todo va bien —contesto con un mal presentimiento e intento encoger los hombros de forma despreocupada. Aaron sonríe, asiente, y da marcha atrás con el coche tan rápido que se me revuelve el estómago hasta que tengo tantas ganas de vomitar que le pido que vaya más despacio.
—Perdona —se disculpa Aaron y reduce la velocidad unos kilómetros por hora—. ¿Quieres que te cuente el final de la película? Me quedé preocupado cuando te marchaste.
Extiende la mano y me frota el antebrazo cariñosamente.
—No, estoy bien —digo de manera más seca de lo que pretendía.
Intento apartar el brazo porque sospecho que Genio está en el asiento trasero. Aunque no estoy segura de por qué me importa. Si quiere espiarnos a mí y a Aaron, se merece vernos actuar como se supone que actúa una pareja. Exhalo cuando la rabia y el enfado me inundan de nuevo, y agarro bien fuerte la mano de Aaron. Cuando aparcamos en el parking de estudiantes, Aaron se inclina para besarme y tras una pausa, le dejo, mientras una parte odiosa de mí espera que Genio esté mirando. Pero nadie empuja a Aaron, ninguna mano invisible le aparta de un golpe. Tan sólo nos besamos y tras salir del coche no puedo evitar sentirme decepcionada. Me cuesta ser vengativa si Genio se mantiene alejado de mí.
Paso el miércoles fingiendo con la Familia Real. Cuando me preguntan qué me pasa, contesto que tengo alergia o que he cogido un buen resfriado. Eso les cierra la boca, pero algunos comentan que ellos no irían al instituto si estuvieran tan enfermos como para que la gente lo notara. No sé por qué pero no me reconforta tanto como ellos creen.
No me extraña que Lawrence me evite; al fin y al cabo, según él yo soy la responsable de que no salga con nadie. A la hora de comer, se sienta en la otra punta de la mesa y me deja con Aaron y el grupo de rubias cortadas por el mismo patrón. Pica un poco de su plato y se marcha temprano, sin ni siquiera mirar en mi dirección. Una de las rubias se da cuenta de lo que pasa y me sugiere que vaya a hablar con él.
—Bueno, vosotros dos sois amigos íntimos, ¿no? —dice, deslizando una tira de zanahoria entre sus dedos.
Me encojo de hombros e intento no darle importancia.
—Ya no mucho.
La chica se encoge de hombros y continúa comiendo su almuerzo de verduras crudas (un régimen en el que tiene fe ciega), y yo observo cómo Lawrence desaparece por el pasillo. Todavía estoy enfadada con él, hasta echo chispas por cómo me hizo sentir, por pensar que me hace falta que cuiden de mí, por no decirme que sabía que no podía amarme. Pero por alguna razón, a mi estómago le dan punzadas de culpabilidad y enseguida le pregunto a la chica qué tal le va la dieta de verduras para no salir corriendo detrás de él.
El jueves es más o menos igual. Cuando me levanto, recorro mi cuarto con la vista en busca de Genio, pero la casa está vacía; y sé que esto me provoca una especie de sensación de vacío que se va apoderando de mí mientras me preparo para ir al instituto. Articulo en silencio el nombre de Genio en mi clase de Shakespeare, donde lo vi por primera vez, y dejo que de mis labios no salga más que un susurro entrecortado para que si aparece, pueda fingir que ha sido un accidente. El hecho de que no aparezca me saca más de quicio. ¿Qué derecho tiene a guardarme rencor? Él es el que se ha pasado de la raya. Permito que Aaron me bese en los pasillos hasta el punto que la gente empieza a silbar, pues me imagino que Lawrence o Genio preferirán pararlo en vez de continuar en silencio. Pero tampoco tengo suerte con este intento.
—Te veo mañana por la noche, guapa —dice Aaron cuando me bajo de su Jeep el viernes por la tarde.
Ha empezado a llover menos, pero el mundo sigue gris y empapado. Aaron aparca el Jeep y da la vuelta hasta el asiento del copiloto para empujarme contra el coche y besarme con fuerza. Me aparto antes de que dure demasiado.
—Sí, hasta mañana —respondo de mala gana.
Tenemos planes para ir a una fiesta. Es increíble cómo he pasado en una semana de estar deseando una invitación a querer escaquearme.
—Guay. ¿Quieres que te pase a buscar?
—Ummm… sí. Sí.
—Guay —repite—. Te pasaré a recoger a las nueve.
—Vale. Hasta luego.
—Guay.
«Qué palabra más buena, Aaron».
Esquivo el último beso y me voy adentro. Dejo el bolso en la cocina y me tiro en el sofá a ver la tele… sola. Y triste.
Podría decir su nombre y así él tendría que venir. No es que quiera que aparezca porque se lo he ordenado, pero… tendría que venir. Suspiro y hundo mi rostro en un cojín, mientras vuelvo a darme cuenta por milésima vez en este día de que sin Lawrence y Genio me encuentro mal y me siento sola, tanto, que cubre todo el enfado que pueda tener. Ocupan un espacio en mí que no pueden llenar Aaron y mis nuevos amigos de la Familia Real con su brillo de labios y su cerveza, un espacio que está en carne viva y duele. Como si me hubiera roto de nuevo.
La mañana del sábado llega demasiado pronto. Al despertar, mis ojos van directamente hacia el sillón, que sigue vacío. Suspiro y cuando me obligo a apartar la mirada, veo unos cuantos viejos bocetos amontonados en un rincón de mi habitación.
Me doy cuenta de que hace días que no pinto. De repente echo de menos más que nunca la sensación de pintar y me asaltan las ganas de coger un pincel como la necesidad de comer o de beber. Pero todos mis cuadros están en el instituto.
Podría ir. Hay suficientes actividades en el fin de semana para que no cierren las puertas. Me quedaría pintando toda la tarde y me saltaría la fiesta de esta noche. Por supuesto no sería lo que la nueva y radiante Viola haría. Pero me daría algo que hacer durante el día en vez de estar comiéndome la cabeza porque no puedo hablar con Genio o con Lawrence.
Sí, me voy. Cojo las llaves del coche de mi madre sin pedirle permiso y media hora más tarde entro en el instituto. Mis cuadros para la exposición esperan pacientemente, cubiertos con unas sábanas rotas, que les quito de un tirón.
No me gustan. No son más que cuadros. Bastante bonitos, pero sólo son cuadros. No son expresiones o emociones… o yo. Bueno, nos dijeron que pintáramos paisajes y obedecí, pinté paisajes. Son paisajes que quedan bien en las paredes de un salón o sobre el tocador de un dormitorio. No pegan nada conmigo. No son cuadros que muestren al mundo cómo soy, qué soy. Cojo los cinco lienzos de sus caballetes, los dejo amontonados sobre una mesa que hay al lado y coloco nuevos lienzos en blanco para empezar de nuevo.
Faltan unos días para la exposición y yo no tengo tanto talento como para que me salga algo maravilloso en tan poco tiempo. No conseguiré nada empezando desde cero tan tarde, pero el deseo de llenar de color el lienzo me hace cosquillas en el pecho y baja por mis brazos, hasta que parece que vaya a explotar desde mis dedos. Busco un pincel y salpico de color el blanco.
Las horas pasan, aunque yo apenas lo noto. Tengo las manos moteadas de colores que hacen juego con la brillante puesta de sol del exterior. Los cuadros me han quedado raros; tienen algo que ver conmigo, con Ollie, con Lawrence, con Aaron… tienen algo que ver con Genio. Con el hecho de estudiar el pelo de color rosa, los cinturones de cadena y la manicura francesa, y cómo todo es un distintivo de lo que eres, de lo que formas parte. Las emociones se plasman en el lienzo hasta que ya no consumen mi cerebro, hasta que ya no me preocupa si los cuadros son buenos o no.
Mi teléfono móvil suena y el pincel repiquetea sobre el suelo de cemento.
—¿Hola? —contesto y me froto la cara, seguramente manchándomela de pintura.
—Hola, preciosa —dice la voz de Aaron.
«Viola. Me llamo Viola».
—¿Aún quieres que te pase a buscar?
Miro con nostalgia el cuadro, que no está acabado del todo.
—La verdad es que… estoy trabajando en un cuadro. No puedo ir —respondo.
Aaron suspira profundamente.
—Pero, cariño, ya sabes que quería estar contigo esta noche. Te quiero.
—Sí.
Pero sólo porque yo lo he deseado.
—¿No puedes pintar otro día?
Sí. Claro que puedo. Pero no quiero. Quiero pintar ahora que se han despertado las emociones. Genio lo entendería. Y Lawrence también. Pero claro que puedo marcharme. Suspiro mientras me siento responsable. Es culpa mía que esté enamorado de mí, que quiera que yo esté allí. No es culpa suya que no me entienda o que no comprenda por qué pinto. Se lo debo.
—Sí —contesto y contengo un gran suspiro—. Quedamos en mi casa.
Intento parecer entusiasmada cuando subo al Jeep de Aaron media hora más tarde. Unos chicos le ayudan a llevar una nevera y las chicas me llaman a gritos para que me una a su grupito de gente guapa. Pero no soporto los cotilleos mucho rato y emigro. Gracias a Dios, el patio trasero está casi vacío, salvo por unas parejas que están enrollándose y una chica solitaria junto a un parterre.
Es una noche oscura, despejada, y la luna es un diminuto trocito en el cielo. La casa está lo bastante lejos para que las farolas más cercanas parezcan tan sólo motas en la distancia, y como hay tan pocas luces encendidas adentro, las estrellas brillan mucho. Suspiro y me quedo mirándolas, cuando oigo un sollozo que proviene de la chica que está en el parterre. Alzo cejas y avanzo varios pasos hacia ella, mientras se aparta la pareja que se lo está montando más cerca.
—¿Hola? —digo.
La chica no contesta, sólo vuelve a sollozar un poco. Me acerco más por el suelo blando del jardín. Los faros de un coche que acaba de llegar iluminan su rostro surcado de lágrimas. Tiene la piel mate y los ojos vacíos, pero me recuerda a alguien…
Me tapo la boca con la mano.
Creo que es Ollie —no, sé que es Ollie—, pero esta no es… esta no es ella. No es la chica que conozco, despeinada y llorando en el césped. Tiene la piel apagada, parece que le duelen los ojos y se atraganta por el llanto antes de apoyar la cabeza en el suelo, al parecer, por un fracaso.
Se suponía que mi deseo no tenía que hacer daño a nadie. Me arrodillo junto a ella, que apenas parece advertir mi presencia.
Es culpa mía. Es todo culpa mía.
«Genio, Genio, ayuda. Por favor».