Viola
Faltan 5 horas para la fiesta.
Cuatro.
Tres. Debería haber pasado el día pintando, el tiempo se me pasa más rápido de ese modo. Empiezo a rebuscar en mi armario para ver qué me pongo esta noche.
—Podrías desear un armario nuevo.
Oigo la voz de Genio detrás de mí. Esta vez no me sobresalto, supongo que me he acostumbrado a que aparezca y desaparezca. Suspiro y me doy la vuelta desde mi escasa colección de vestidos para mirarle a los ojos mientras me dejo caer en la silla de mi escritorio.
—Sí, un armario nuevo. Menudo deseo. Por cierto, ¿qué se ponen las chicas para ir a una fiesta en Caliban? —pregunto—. ¿Van muy arregladas?
—Supongo. Bueno, más bien informales. No llevan mucha ropa a las fiestas… —Levanto las dos cejas. Genio se encoge de hombros y continúa—: Todas las genios tienen más o menos el mismo aspecto, así que da igual.
—Eres tan romántico.
Sonrío con suficiencia y luego me río cuando Genio finge una reverencia caballerosa antes de tirarse sobre mi cama.
—Sí, bueno, a decir verdad, al cabo de un rato dejas de notar la diferencia entre un genio y otro. No tenemos nombre y todos nos parecemos bastante. Si ya cuesta distinguirnos, no te digo ponernos románticos con alguien en particular.
—Se me hace muy raro pensar que no tienes nombre. Tú eres Genio —digo. Y de repente pienso quién más podría ser sin ese título.
Genio se ríe y luego contesta con alegría:
—Supongo. Pero ese nombre me lo has puesto tú. Cuando vuelva a Caliban, volveré a ser un genio más…
Deja de hablar y su entrecejo se arruga al poner una expresión de desconcierto que no acabo de entender.
Estoy a punto de preguntarle lo que está pensando cuando habla otra vez:
—A lo que iba, las genios van a las fiestas medio desnudas. No es tan atractivo como piensas, pero así lo quieren los Ancianos.
Empieza a rascar mi colcha con cara de aburrimiento.
—¡Eh, rebobina! —exclamo y niego con la cabeza—. ¿Los Ancianos quieren que las genios vayan medio desnudas?
—Bueno… más o menos. No quedan muchos genios. Creo que somos unos cuantos miles. Por eso tienen el protocolo y todo eso; las reglas se crearon para intentar evitar que muriéramos.
—¿Y las genios desnudas previenen la extinción?
—No, pero anima a… mmm… la reproducción.
Me muero de vergüenza.
—Perdón por preguntar. Es que creía que erais inmortales.
—En Caliban. Pero se van sumando todas estas visitas al mundo mortal, donde los genios envejecemos con el tiempo.
—Ah —digo y trago saliva para intentar ocultar mi culpa.
Genio se encoge de hombros y enrolla un hilo suelto alrededor de sus dedos.
Al final me doy la vuelta hacia la pantalla de mi ordenador y cliqueo sobre las imágenes de las novedades de la tienda Gap. Vuelvo a mirar mi armario con un suspiro. No tengo nada que se parezca a esa ropa. Tengo que ir de compras más de una vez al año.
Para colmo de males, cuando llega Lawrence para recogerme, parece que acabe de salir de una revista de moda. Le envuelve el aroma a café después de haber pasado el día trabajando en una cafetería de la zona, pero de algún modo hace que parezca colonia cara en vez de un cortado.
—Ponte el negro —me aconseja Lawrence tras desfilar para él con los vestidos que tengo.
Genio, que ha estado jugueteando con mis peluches, alza la vista para mirarme.
—A mí también me gusta el negro —dice y empieza a ordenar los muñecos de modo que todos los gatos estén juntos.
Lawrence mira a Genio y se encoge de hombros.
—Hay unanimidad. Ponte el negro. Venga, es hora de irse.
¡Lo que daría por un pincel ahora mismo!
Al llegar a la fiesta, parece que estoy en un estreno raro de Hollywood: conozco a todas las estrellas, pero tan sólo unos cuantos me conocen a mí. Los observo a todos, los estudio, para intentar averiguar cuál es la mejor manera de captar esta enorme masa de luz, rojo, baile y cerveza. Hay copas rojas esparcidas por todo el jardín delantero, y todas las puertas y las ventanas están abiertas. Algo dentro se rompe y a continuación se oyen las risas gorjeantes de varias chicas. La música está tan alta que me hace vibrar el corazón. Hay tantos coches aparcados en el jardín y en la calle que tenemos que pasar la casa de largo y aparcar casi una manzana más lejos, donde sigo oyendo cómo resuena la música.
—¿Por qué estoy aquí? —dice Genio entre dientes mientras atravesamos la oscuridad hacia la casa brillantemente iluminada.
—¿Para darme apoyo moral? —contesto con una sonrisita de complicidad.
—¡Tú puedes, Viola! —exclama Genio y me anima con los brazos.
Me río.
—Muy bien entonces vete. —Las palabras salen de mi boca antes de darme cuenta de que se lo va a tomar como una orden directa. Le miro a los ojos—. Bueno… a menos que quieras quedarte.
Genio alza la vista para mirarme.
—¿Sabes? Me voy a quedar. Quién sabe, puede que esta noche decidas pedir un deseo.
—Hablando de deseos, Vi, podrías desear que me hubiera acordado de traer dinero para comprar cerveza —dice Lawrence mientras hurga en su cartera y llena el suelo de recibos arrugados—. Da igual. Seguro que podemos entrar —añade después de mirarme fijamente a los ojos y yo noto entonces cómo mi ceño se frunce de preocupación.
Lawrence se dirige hacia la casa y saluda con la cabeza a las dos chicas casi desnudas que flanquean la puerta y llevan unos cubos llenos de billetes de dólares. Las chicas, de dientes resplandecientes y joyas de plástico, saludan a Lawrence con la mano y él señala su cartera vacía. Pero cuando mira hacia mí, ellas cambian la cara.
—Es que no podemos dejaros pasar a los dos gratis… para algo están los cubos de cerveza —dice una.
¿Se cree que no la oigo? ¿Qué no he visto cómo ha cambiado la cara al verme?
Genio pone los ojos en blanco y masculla:
—Dile que tú tienes dinero.
Niego enseguida con la cabeza con la esperanza de que las chicas no me vean, pero Genio me empuja y me lanza contra ellas. Las miro para darles a entender que sé que parezco patética y desesperada, pero en vez de las miradas de asco que esperaba, una de las chicas alarga la mano y coge algo en el aire que deja en el cubo de dinero.
—¡Gracias! Entra —dice con una voz alegre.
Lawrence parece sorprendido, pero sonríe y se mete en la casa.
Yo me quedo helada.
—Es una ilusión —me aclara Genio—. Todos han visto que le has dado dinero. Por cierto, menudos aires la rubia…
—Gracias, Genio —le susurro con sinceridad mientras atravesamos el umbral de la puerta.
Le toco la mano un instante en señal de agradecimiento y me mira a los ojos de pronto, lleno de sorpresa.
—No he venido hasta aquí para marcharme nada más llegar —replica Genio, aunque su voz no tiene el tono que yo esperaba.
Vuelvo la vista justo a tiempo para ver la mirada de asco y arrepentimiento que pone al descubrir la fiesta donde me acaba de meter.
La casa está llena de ese olor dulce a malta, entre humo de tabaco y cerveza derramada. La música está muy alta, está demasiado oscuro y el ambiente cargado. Noto el sudor bajando por mi espalda del calor que hace de tanta gente que hay. Todos están de pie reunidos en pequeños círculos, hablando, apoyados unos en otros: las chicas vestidas de fucsia y turquesa, con sus dientes rectos y perfectos; y los chicos, peinados a la moda, esbozando sonrisas de coqueteo. Aaron nos saluda con la mano desde el otro lado de la sala. Nos dice que vayamos con él.
Sonrío y Lawrence me pone una mano firme en el hombro.
—¿Quieres que me quede contigo, Vi? —pregunta Lawrence—. Eeeh… ¿qué te parece si nos quedamos contigo? —se corrige cuando se acuerda de Genio.
Sé muy bien que le preocupa que haya ido a la fiesta. No cree que sea «lo que a mí me va». A lo mejor tiene razón, porque una parte de mí quiere agarrarle del brazo hasta que me tranquilice.
Pero no. Ya no quiero ser la chica invisible que siempre va con Lawrence Dumott. Quiero mezclarme con esta gente yo sola. Además, Lawrence también ha venido a pasárselo bien, no quiero que se pase toda la noche cuidándome.
—No —contesto y espero que mi voz suene más segura de lo que me siento yo. Lawrence asiente.
—Bueno, si me necesitas, vuelvo. Genio, ¿vienes conmigo? ¿O quieres ver cómo Aaron aplasta latas de cerveza en su mollera?
Pongo los ojos en blanco y Genio me lanza una mirada inquisitiva.
—Ve con Lawrence —susurro.
Estoy a punto de corregir la orden cuando levanta las manos con un gesto de:
—Ya lo sé. No es una orden. No es tan fuerte cuando no estás mandando algo.
Mira a Aaron con recelo, luego sigue a Lawrence y esquiva a un par de chicas que están bailando juntas para llamar la atención de unos tíos que hay a su lado.
—¡Viola! —Aaron vuelve a hacerme señas.
Está rodeado de rubias teñidas que me lanzan miradas aburridas. Me abro paso entre las chicas (que, gracias a Dios y no intentan bailar conmigo) y veo la piel dorada de Ollie al otro lado de la sala, donde le está dando sorbos a un combinado de color melocotón, que hace juego con su camiseta sin mangas.
—¡Siéntate! Le diré a alguien que te traiga una cerveza —dice Aaron afectuosamente.
Los rostros de las chicas que hay a su alrededor se oscurecen. ¿Tienen celos de mí? No. Eso es imposible. Respiro hondo y asiento con la cabeza.
—Sería genial, gracias.
—¡Oye! ¡Jason! —grita Aaron por encima del fuerte ruido de las voces y la música. Se da la vuelta un corpulento jugador de fútbol. Aaron levanta dos dedos y el chico mete la mano en la nevera más cercana. Luego tira las dos latas encima de la mesa de centro, Aaron las coge y me pasa una.
No me gusta la cerveza. Sólo la he bebido una o dos veces y me parece que sabe a alcohol desinfectante. Pero ahora no voy a rechazar una. Abro la lata y trato de beber sin saborearla demasiado. Aaron se da la vuelta y mira a una chica esbelta que acaba de contar un chiste. Miro a la chica que tengo al otro lado, pero no sé cómo empezar una conversación con ella. Además, lo más seguro es que no sepa ni quién soy.
«Di algo, Viola. Haz algo».
Me hundo en el sofá. A lo mejor se me traga y de ese modo dejo de parecer una pringada en silencio, allí sentada, tímida e incómoda. Tal vez debería optar por marcharme.
No.
Quiero formar parte de esto. Necesito formar parte de esto. Yo puedo formar parte de esto. Sin un deseo. Suelto el aire y me obligo a sentarme derecha. Me inclino hacia delante para ver a Genio y a Lawrence que están sentados juntos en el patio. Están aquí, uno es invisible, es cierto, pero está aquí. Si ellos pueden yo también. Le doy unos golpecitos suaves a Aaron en el hombro y fuerzo una sonrisa cuando se da la vuelta hacia mí.