Me tumbo en la cama con un agujero enorme en el pecho, donde antes tenía el corazón. Destrozada: así es como me siento. Oigo a May y Joy murmurando. Más tarde se oyen gritos y portazos, pero no salgo a luchar por mi hija. Ya no tengo fuerzas para luchar. Aunque quizá nunca las he tenido. Quizá May tenga razón sobre mí. Soy débil. Quizá siempre he sido miedosa, una víctima, una fu yen. May y yo crecimos en el mismo hogar, con los mismos padres, y sin embargo ella siempre ha sabido apañárselas sola. Ha aprovechado todas las oportunidades que se le han presentado: mi buena disposición a adoptar a Joy, trabajar con Tom Gubbins y todo lo que eso conllevó, sus constantes ganas de salir y divertirse; mientras que yo siempre he aceptado las adversidades, considerándolas producto de mi mala suerte.
Más tarde oigo el grifo del cuarto de baño y la cisterna del inodoro. Joy abre y cierra sus cajones del armario de la ropa blanca. Cuando por fin la casa se queda en silencio, mi pensamiento viaja hasta sitios más profundos y oscuros. Mi hermana ha hecho que me plantee las cosas de una forma completamente nueva, pero nada de eso cambia lo que le ha sucedido a Sam. ¡Eso nunca se lo perdonaré! Sólo que… sólo que quizá May tenga razón respecto a la amnistía. Quizá fue un error terrible no entregarnos voluntariamente, lo que terminó en tragedia en el caso de Sam. Pero ¿por qué no nos contó May que iba a delatarnos, aunque pensara hacerlo por nuestro propio bien? Sé perfectamente la respuesta: a Sam y a mí siempre nos asustó todo lo nuevo. Nos daba miedo dejar a nuestra familia e instalarnos en nuestra propia casa, miedo marcharnos de Chinatown, miedo dejar que nuestra hija se convirtiera en lo que nosotros mismos afirmábamos querer ser: americanos. Aunque May hubiera intentado decírnoslo, no la habríamos escuchado.
Sé que los peores aspectos del Dragón pueden llevarme a ser testaruda y orgullosa. Si enfureces a una mujer Dragón, el cielo se viene abajo. De hecho, esta noche el cielo se ha venido abajo, pero necesito decirle a Joy que ella es y siempre será mi hija, y que no me importa lo que sienta por mí, por Sam o por su tía, porque yo siempre la querré. Deseo que entienda cuánto la hemos querido y protegido, y lo orgullosa que estoy de ella y de que esté iniciando su propio camino. Espero que sepa perdonarme. En cuanto a May, no sé si encontraré la forma de absolverla, ni si quiero hacerlo. No sé si quiero mantener relación con ella, pero estoy dispuesta a darle la oportunidad de explicármelo todo otra vez.
Debería ir al porche, despertarlas a las dos y hacer todo eso ahora mismo, pero es tarde y todo está en silencio, y esta noche terrible ya han sucedido demasiadas cosas.
—¡Despierta! ¡Despierta! ¡Joy se ha marchado!
Abro los ojos. Mi hermana me está sacudiendo con el rostro desencajado. Me incorporo y el miedo me embarga súbitamente.
—¿Qué?
—Joy se ha ido.
Me levanto y corro hacia el porche. Las dos camas están deshechas; respiro hondo e intento calmarme.
—Quizá ha salido a dar un paseo. O ha ido al cementerio. May niega con la cabeza. Luego mira un papel arrugado que tiene en la mano y dice:
—Esto estaba encima de su cama.
Alisa el papel y me lo da.
Mamá:
Ya no sé quién soy. Ya no entiendo este país, que ha matado a papá. Sé que pensarás que estoy aturdida y que digo estupideces. Quizá tengas razón, pero necesito encontrar respuestas. Quizá China sea mi verdadero hogar, al fin y al cabo. Después de lo que tía May me contó anoche, creo que debería conocer a mi verdadero padre. No te preocupes por mí, mamá. Confío mucho en China y en todo lo que el presidente Mao está haciendo por el país.
Joy
Respiro hondo y las palpitaciones remiten. Sé que Joy no dice en serio lo que ha escrito. Es un Tigre. Es normal que se agite y se sacuda —eso es lo que representa su nota—, pero es imposible que haya hecho lo que dice. Sin embargo, May teme que sí.
—¿Qué podemos hacer? —me pregunta cuando la miro.
—No estoy preocupada, y tú tampoco deberías estarlo. —Me fastidia que mi hermana empiece el día con otro drama cuando yo confiaba en poder hablar con ella, pero le pongo una mano sobre el brazo para serenarnos—. Anoche Joy estaba muy trastornada. Todas lo estábamos. Habrá ido a casa de los Yee a hablar con Hazel. Ya verás como vuelve a la hora del desayuno.
—Pearl… —Traga saliva y respira hondo—. Anoche Joy me preguntó por Z.G. Le dije que creo que todavía vive en Shanghai porque en sus portadas de revista siempre aparece algo relacionado con la ciudad. Estoy segura de que intentará viajar allí.
Lo descarto con un ademán.
—Joy no irá a China a buscar a Z.G. No puede subirse a un avión y volar a Shanghai. —Enumero los motivos con los dedos, con la esperanza de que mi lógica tranquilice a May—. Mao lleva ocho años en el poder. Los occidentales no pueden entrar en China. Estados Unidos no tiene relaciones diplomáticas…
—Podría volar a Hong Kong —me interrumpe con voz entrecortada—. Es una colonia británica. Desde allí podría entrar en China andando, como las personas que contrataba padre Louie para que le llevaran el dinero a su familia de Wah Hong.
—Ni lo pienses. Joy no es comunista. Todos esos cuentos eran sólo eso: cuentos.
May señala la nota:
—Quiere conocer a su verdadero padre.
Me resisto a aceptarlo.
—Joy no tiene pasaporte.
—Sí tiene. ¿No te acuerdas? Ese amigo suyo, Joe, la ayudó a sacárselo.
Me flaquean las rodillas. May me sujeta y me ayuda a llegar hasta la cama y sentarme. Prorrumpo en llanto.
—Esto no, por favor —gimo—. Después de lo de Sam, no.
May intenta consolarme, en vano. El sentimiento de culpa no tarda en apoderarse de mí.
—No sólo se trata de su padre. —Mis palabras salen desgarradas y quebradas—. Todo su mundo se ha derrumbado. Todo lo que ella creía conocer ha resultado falso. Está huyendo de nosotras. De su verdadera madre y de mí.
—No digas eso. Su verdadera madre eres tú. Vuelve a leer la nota. A mí me llama tía, y a ti mamá. Joy es tu hija.
El miedo y la pena atenazan mi corazón, pero me aferro a una palabra: mamá.
May me enjuga las lágrimas.
—Es tu hija —repite—. No llores más. Tenemos que pensar.
Tiene razón. Debo recuperarme y hemos de pensar cómo impedir que mi hija cometa un terrible error.
—Necesitará mucho dinero si quiere llegar a China —digo.
May entiende a qué me refiero. Ella es más moderna que yo, y guarda el dinero en el banco; pero Sam y yo seguíamos la tradición de padre Louie y teníamos nuestros ahorros en casa. Vamos a la cocina, miro debajo del fregadero y saco la lata de café donde guardo casi todo el dinero. Vacía. Aun así, no pierdo la esperanza.
—¿Cuándo calculas que se ha marchado? —pregunto—. Os quedasteis hablando hasta muy tarde…
—¿Cómo no la oí levantarse? ¿Cómo no la oí hacer la maleta?
Yo me hago los mismos reproches, y una parte de mí todavía está enojada y confundida por mi conversación de anoche con May, pero digo:
—Ahora eso no importa. Tenemos que concentrarnos en Joy. No puede haber llegado muy lejos. Todavía podemos encontrarla.
—Sí, claro. Vamos a vestirnos. Iremos en dos coches…
—¿Y Vern? —Ni siquiera en estos traumáticos momentos logro olvidar mis responsabilidades.
—Tú ve a la Union Station. Yo dejaré preparado a Vern y luego iré a la estación de autobuses.
Pero Joy no está en la estación de tren, ni en la de autobuses. May y yo volvemos a encontrarnos en casa. Cuesta creer que de verdad intente viajar a China, pero si queremos tener alguna posibilidad de detenerla, hemos de actuar imaginando lo peor. Trazamos un nuevo plan. Yo voy al aeropuerto y May se queda en casa haciendo unas llamadas: a la familia Yee, para saber si Joy les ha dicho algo a sus hijas; a los tíos, por si les pidió consejo sobre la forma de llegar a China; y a Betsy y su padre, en Washington, para comprobar si existe alguna forma de impedir que Joy salga del país. No tengo suerte en el aeropuerto, pero May recibe dos informaciones turbadoras. Primero, Hazel Yee le dice que esta mañana Joy la llamó llorando desde el aeropuerto para decirle que se marchaba del país. Hazel no le creyó y no le preguntó adónde iba. Segundo, el padre de Betsy dice que Joy puede solicitar y recibir un visado para entrar en Hong Kong al aterrizar allí.
Como todavía no hemos comido, May abre dos latas de sopa de pollo Campbell’s y las pone a calentar en un fogón. Yo me siento a la mesa, miro a mi hermana y sufro por mi hija. Mi hermosa y temeraria Joy se dirige al único lugar a donde no debería ir: la República Popular China. Por mucho que crea haber aprendido de China por las películas, por su amigo Joe, por ese estúpido grupo al que se unió y por lo que puedan haberle enseñado sus profesores en Chicago, mi hija no sabe lo que hace. Obedece a su naturaleza Tigre; lo que la impulsa a actuar son la rabia, la confusión y el entusiasmo mal dirigido. La mueven las pasiones y las ambiguas emociones de anoche. Como le he explicado a May, creo que lo que intenta en realidad es huir de nosotras, las dos mujeres que han peleado por ella desde que nació, y no sólo buscar a su verdadero padre. Y Joy no entiende lo traumático —por no decir peligroso— que puede resultar que encuentre a Z.G.
Pero si Joy no puede escapar de su naturaleza esencial, yo tampoco puedo escapar de la mía. El instinto maternal es muy fuerte. Pienso en mi madre y en todo lo que hizo para salvarnos del Clan Verde y protegernos de los japoneses. Quizá a mama le resultara muy difícil tomar la decisión de dejar atrás a baba, pero lo hizo. Seguro que la aterraba entrar en la habitación donde estaban aquellos soldados, pero tampoco vaciló. Ahora mi hija me necesita. Por muy peligroso que sea el viaje y por muy graves que sean los riesgos, tengo que encontrarla. Joy debe saber que estaré a su lado y que la apoyaré incondicionalmente en cualquier situación.
Mis labios esbozan una débil sonrisa cuando comprendo que, por una vez, me va a ayudar no ser ciudadana de Estados Unidos. No tengo pasaporte norteamericano, sino sólo un Certificado de Identidad que me permitirá salir de este país que nunca me ha querido. Me queda un poco de dinero guardado en el forro del sombrero, pero no basta para llegar a China. Vender el restaurante me llevaría demasiado tiempo. Podría ir al FBI y confesarlo todo o más, decirles que soy una comunista rabiosa de la peor calaña, para que me deportaran…
May sirve la sopa en tres cuencos y vamos a la habitación de Vern. Lo encontramos pálido y aturdido. No muestra interés por la comida y retuerce las sábanas con nerviosismo.
—¿Dónde está Sam? ¿Dónde está Joy?
—Lo siento, Vern. Sam ha muerto —le dice May, supongo que por enésima vez este día—. Y Joy se ha escapado de casa. ¿Entiendes, Vern? Joy no está aquí. Se ha marchado a China.
—China es un sitio muy malo.
—Ya lo sé.
—Quiero que venga Sam. Quiero que venga Joy.
—Intenta tomarte la sopa.
—Iré a buscar a Joy —anuncio—. Quizá pueda encontrarla en Hong Kong, pero si es necesario entraré en China.
—China es un sitio muy malo —repite Vern—. Allí te mueres.
Dejo mi cuenco en el suelo.
—¿Puedes prestarme dinero, May?
Mi hermana no vacila:
—Claro que sí, pero no sé si tengo suficiente.
¿Cómo va a tenerlo si se lo ha gastado todo en ropa, joyas, distracciones y en su flamante automóvil? Rechazo esos reproches y me recuerdo que May también ha ayudado a pagar esta casa y los estudios de Joy.
—Yo sí —dice Vern—. Tráeme barcos. Muchos barcos.
May y yo nos miramos sin comprender.
—¡Necesito barcos!
Le doy el que encuentro más cerca. Vern lo coge y lo tira al suelo. La maqueta se rompe, y de su interior sale un rollo de billetes sujetos con una goma.
—Mi dinero de la hucha familiar —explica él—. ¡Más barcos! ¡Dame más!
Entre los tres, destrozamos su colección de barcos, aviones y coches de carreras. El viejo era tacaño, pero también justo. Y claro, le dio a su hijo su parte de la hucha familiar, incluso después de que se quedara inválido. Pero Vern, a diferencia del resto, no se gastó su parte. Sólo lo he visto utilizar dinero en una ocasión: el día que nos llevó a la playa en tranvía, la primera Navidad que pasamos en Los Ángeles.
Juntamos los billetes y los contamos sobre la cama de Vern. Hay más que suficiente para un billete de avión, y hasta para sobornos, si fuera necesario.
—Iré contigo —dice May—. Estando juntas la cosas siempre nos han ido mejor.
—No; debes quedarte aquí. Tienes que cuidar de Vern, del restaurante, la casa, los antepasados…
—¿Y si encuentras a Joy y las autoridades no os dejan salir del país?
Eso la preocupa, y a Vern también. Y yo estoy aterrorizada. Si no nos preocupáramos, seríamos estúpidos. Sonrío y digo:
—Eres mi hermana, y eres muy lista. Así que empieza a pensar cómo solucionar ese supuesto.
Mientras May asimila mis palabras, casi puedo ver cómo en su mente se va formando una lista de tareas.
—Voy a llamar otra vez a Betsy y a su padre —dice—. Y escribiré al vicepresidente Nixon. Cuando era senador, Nixon ya ayudó a algunos a salir de China. Conseguiré que nos ayude.
Pienso: «No va a ser fácil», pero no lo digo. No soy ciudadana de Estados Unidos y no tengo pasaporte de ningún país. Y nos enfrentamos a la China Roja. Pero no me queda más remedio que creer que, llegado el caso, mi hermana logrará sacarnos de China, porque ya lo hizo una vez, cuando huimos de Shanghai.
—He pasado mis primeros veintiún años en China y mis últimos veinte en Los Ángeles —le digo a May con firmeza, reflejo de mi determinación—. No tengo la impresión de volver a casa. Siento que estoy perdiendo mi hogar. Cuento contigo para que Joy y yo sigamos teniendo algo aquí cuando regresemos.
Al día siguiente, meto en una maleta el Certificado de Identidad que me entregaron en Angel Island y la vieja ropa de campesina que me compró May para salir de China. Cojo unas fotografías de Sam para darme valor, y otras de Joy para enseñárselas a la gente que encuentre en mi viaje. Voy al altar familiar y me despido de Sam y los demás. Recuerdo algo que dijo May hace tiempo: «Al final, todo vuelve al principio.» Por fin comprendo lo que quiso decir: no sólo repetimos nuestros errores, sino que también se nos ofrecen oportunidades para remediarlos. Hace veinte años perdí a mi madre cuando huíamos de China; ahora vuelvo a China, convertida en madre, para poner las cosas —muchas cosas— en su sitio. Abro la caja donde Sam guardó la bolsita que me regaló mama. Me la cuelgo del cuello. Esa bolsita ya me ha protegido en otros viajes, y espero que la que May le regaló a Joy cuando se marchaba a la universidad la esté protegiendo ahora.
Me despido del niño-esposo y le doy las gracias, y May me lleva en coche al aeropuerto. Mientras veo pasar las palmeras y las casas de estuco, repaso mi plan: iré a Hong Kong, me pondré la ropa de campesina y cruzaré la frontera. Iré al pueblo natal de los Louie y al de los Chin, pues ambos son sitios de los que Joy ha oído hablar, aunque mi corazón de madre intuye que allí no la encontraré. Joy ha ido a Shanghai a buscar a su verdadero padre e indagar sobre el pasado de su madre y su tía, y yo pienso seguirla hasta allí. Claro que temo que me maten, pero más temo todas las cosas que todavía podríamos perder.
Miro a mi hermana mientras conduce con gesto de firme determinación. Recuerdo esa expresión de cuando May era una cría, de cuando escondió nuestro dinero y las joyas de mama en la barca del pescador. Todavía tenemos mucho que decirnos si queremos hacer las paces. Hay cosas que nunca le perdonaré, y otras por las que necesito pedirle disculpas. May se equivoca de medio a medio sobre lo que significa para mí vivir en América. Quizá no tenga papeles, pero después de tantos años me considero americana. Y no quiero renunciar a eso, después de lo que me ha costado conseguirlo. Me he ganado la ciudadanía con penalidades; me la he ganado por Joy.
En el aeropuerto, vamos hasta la puerta de embarque. Una vez allí, May dice:
—Ya sé que nunca me perdonarás por lo de Sam, pero, por favor, ten presente que sólo intentaba ayudaros.
Nos abrazamos, pero no derramamos ni una lágrima. Pese a todas las cosas desagradables que han pasado y que nos hemos dicho, May es mi hermana. Los padres mueren, las hijas crecen y se casan, pero las hermanas son para siempre. May es la única persona que me queda en el mundo que comparte mis recuerdos de infancia, de mis padres, de nuestro Shanghai, de nuestras luchas, de nuestros sufrimientos, y sí, también de nuestros momentos de felicidad y triunfo. Mi hermana es la única persona que me conoce de verdad, como yo la conozco a ella. Lo último que me dice es:
—Cuando se nos pone el cabello blanco, todavía nos queda el amor de nuestra hermana.
Al dirigirme al embarque, me pregunto si hay algo que podría haber hecho de otra forma. Me gustaría haberlo hecho todo de otra forma, pero sé que el resultado habría sido el mismo. En eso consiste el destino. Pero si es cierto que hay cosas que están escritas y que algunas personas son más afortunadas que otras, también he de creer que todavía no he hallado mi destino. Porque de alguna forma, no sé cómo, voy a encontrar a Joy, y voy a traer a mi hija, nuestra hija, a casa con mi hermana y conmigo.