El infinito océano humano

No suelto a Sam hasta que Joy coge un taburete y un cuchillo y corta la soga. No me separo de él cuando vienen a llevárselo a la funeraria. Le doy todos los cuidados que puedo, tocándolo con todo el amor y el cariño que no podía demostrarle cuando estaba vivo. Luego May me recoge en la funeraria y me lleva a casa. En el coche me dice:

—Sam y tú erais un par de patos mandarines, siempre juntos. Como un par de palillos, idénticos, siempre en armonía.

Le agradezco esas palabras, pero no me ayudan.

Me quedo levantada toda la noche. Oigo a Vern dando vueltas en su cama, en la habitación de al lado, y a May consolando a mi hija en el porche, hasta que al final la casa se queda en silencio. «Hay quince cubos sacando agua del pozo, siete suben y ocho bajan»; significa que me asaltan la ansiedad y las dudas, y que no puedo dormir, porque si me duermo me acosarán los sueños. Me quedo de pie junto a la ventana, donde una suave brisa agita mi camisón. Se diría que la luna me ilumina sólo a mí. Dicen que los matrimonios se deciden en el cielo, que el destino puede juntar hasta a las personas más alejadas, que todo está determinado antes del nacimiento, y que por mucho que nos alejemos de nuestro camino, por mucho que cambie nuestra suerte —para bien o para mal—, lo único que podemos hacer es cumplir lo que nos marca el destino. Eso es, en suma, nuestra bendición y nuestro tormento.

Los reproches abrasan mi piel y hurgan en mi corazón. No tuve suficientes relaciones esposo-esposa con Sam. A menudo lo veía como un simple conductor de rickshaw. Dejaba que mi anhelo del pasado le hiciese sentir que él no era suficiente, que nuestra vida no era suficiente, que Los Ángeles no era suficiente. Peor aún: no le di suficiente apoyo en sus últimos días. Debí luchar más contra el FBI e Inmigración para solucionar nuestros problemas. ¿Por qué no vi que Sam ya no podía seguir llevando nuestra carga con su ventilador de hierro?

Por la mañana temprano, sin pasar por el porche, salgo por la puerta principal y voy a la parte trasera de la casa. En nuestra comunidad se producen muchos suicidios, pero tengo la impresión de que la muerte de Sam ha añadido otro grano de sal al infinito océano humano de desgracia y dolor. Imagino a mis vecinos, al otro lado de la alambrada de mi jardín cubierta de rosas, languideciendo y expresando una tristeza inmemorial. En ese momento de silencio y dolor sé qué tengo que hacer.

Vuelvo a mi habitación, busco una fotografía de Sam y la llevo al altar familiar del salón. La pongo junto a las de Yen-yen y padre. Miro los objetos que Sam puso en el altar para representar a otros seres queridos que hemos perdido: mis padres, sus padres y hermanos, y nuestro hijo. Espero, por el bien de Sam, que su versión del más allá exista y que ahora él esté con todos ellos, mirándonos desde el Mirador de las Almas Perdidas, y que pueda vernos a mí, a Joy, May y Vern. Enciendo incienso e inclino la cabeza tres veces. Sin importar lo que siento por mi único Dios, prometo hacer esto a diario hasta el día de mi muerte, cuando me reuniré con Sam en su cielo o en el mío.

Creo en un único Dios, pero también soy china, así que en el funeral de Sam cumplo ambas tradiciones. En el funeral chino —el rito más importante— expresamos por última vez nuestro respeto hacia la persona que nos ha dejado, le damos la última oportunidad de salvar su prestigio, y les hablamos a los jóvenes de los logros y hazañas de su antepasado más reciente. Deseo todo eso para Sam. Escojo el traje con que descansará en su ataúd. Le pongo fotografías mías y de Joy en los bolsillos, para que las tenga con él cuando vaya al cielo de los chinos. Me aseguro de que todos vamos vestidos de negro, y no de blanco como marca la tradición china. Recitamos oraciones para dar gracias por Sam, para pedir bendiciones y perdón para los vivos, y piedad para todos. No hay banda de música; sólo está Bertha Hom tocando el órgano: Amazing Grace, Nearer, My God, to Thee y America the Beautiful. Luego celebramos un banquete sencillo, modesto y solemne en el Soochow: de cinco mesas, sólo cincuenta personas; es un funeral minúsculo comparado con el de padre Louie, más reducido aún que el de Yen-yen, debido al miedo que tienen nuestros vecinos, amigos y clientes. Siempre puedes contar con la gente para que acuda a tu fiesta cuando estás en un momento de esplendor, pero no esperes que te envíen carbón cuando lleguen las nevadas.

Me siento a la mesa principal, entre mi hermana y mi hija. Se comportan debidamente, pero ambas se sienten culpables: May por no haber estado en casa cuando pasó, y Joy por considerarse la causante del suicidio de su padre. Debería decirles que no piensen en esas cosas. Nadie, absolutamente nadie, podría haber previsto que Sam cometería esa locura. Pero al hacerlo, nos ha librado a todos de futuras investigaciones. Como me dijo el agente Billings cuando vino a casa tras la muerte de Sam:

—Ahora que su esposo y su suegro están muertos, no podemos demostrar nada. Y resulta que podríamos estar equivocados sobre el grupo en que se integró su hija. Son buenas noticias para usted, pero le daré un pequeño consejo: en septiembre, cuando su hija vuelva a la universidad, dígale que se mantenga apartada de cualquier tipo de organización china, por si acaso.

Lo miré y repliqué:

—Mi suegro nació en San Francisco. Mi esposo siempre fue ciudadano americano.

¿Cómo pude ser tan clara con Inmigración y, en cambio, me siento incapaz de hablar con mi hermana y consolar a mi hija? Ambas están sufriendo, pero no puedo ayudarlas. Necesito que ellas me ayuden a mí. Pero incluso cuando lo intentan —trayéndome tazas de té, mostrando sus ojos enrojecidos e hinchados, sentándose en mi cama cuando lloro—, me invade una inmensa tristeza y una inmensa rabia. ¿Por qué tuvo que participar Joy en ese grupo? ¿Por qué no le demostró a su padre el debido respeto en las últimas semanas? ¿Por qué May siempre animaba a Joy a adoptar un estilo americano en la ropa, el peinado y la actitud? ¿Por qué no nos ayudó a Sam y a mí cuando tuvimos problemas? ¿Por qué no se ocupó de su marido todos estos años, y sobre todo el día de la muerte de Sam? Si se hubiera ocupado de Vern, como debe hacer una buena esposa, yo podría haber evitado que Sam tomara esa trágica decisión. Sé que es mi dolor el que habla. Es más fácil sentir rabia hacia ellas que dolor por la muerte de Sam.

Violet y su marido, que también están sentados a nuestra mesa, recogen las sobras de la comida para que me las lleve a casa. Tío Wilburt se despide. Tío Fred, Mariko y las niñas se marchan. Tío Charley se queda un rato más, pero ¿qué puede decir él? ¿Qué puede decir ninguno de ellos? Agacho la cabeza, les estrecho la mano a la manera americana y les doy gracias por haber venido; hago todo lo posible para ser una buena viuda. Una viuda…

Durante el período de luto, se supone que la gente ha de venir a visitarnos, traer comida y jugar al dominó, pero como ocurrió con el funeral, la mayoría de nuestros amigos y vecinos prefieren mantenerse alejados. Tienen tema para cotillear, pero no comprenden que en cualquier momento mis problemas podrían convertirse en sus problemas. Sólo Violet nos visita. Por primera vez en la vida, agradezco que haya alguien, aparte de May, dispuesto a consolarme.

En muchos aspectos, Violet, con su empleo y su casa en Silver Lake, está más integrada que nosotros, pero se arriesga viniendo aquí, porque ella y su marido Rowland tienen mucho más que temer que Sam y yo. Al fin y al cabo, se quedó atrapada con su familia en este país cuando se cerraron las fronteras de China. Los empleos de Violet y Rowland, que antes parecían tan impresionantes, ahora los convierten en sospechosos. Quizá sean espías enviados aquí para hacerse con la tecnología y los conocimientos de Estados Unidos. Pese a todo, Violet supera su miedo y viene a verme.

—Sam era un buen Buey —comenta—. Era un hombre íntegro y llevaba la carga de la rectitud. Obedecía las reglas de la naturaleza, y empujaba con paciencia la Rueda del Destino. No le temía a su destino. Sabía qué tenía que hacer para salvaros a ti y a Joy. Un Buey siempre hace lo necesario para proteger el bienestar de su familia.

—Pearl no cree en el zodíaco chino —interviene May.

No sé por qué lo ha dicho. Es cierto que no siempre he creído en esas cosas, pero en el fondo sé que mi hermana siempre será Oveja, que yo siempre seré Dragón, que Joy siempre será Tigre, y que mi marido era Buey: fiable, metódico, tranquilo y, como Violet ha dicho, el que llevaba más cargas. Ese comentario, como muchas de las cosas que dice May, demuestra lo poco que me conoce. ¿Cómo he tardado tanto en comprenderlo?

Violet no replica a sus palabras. Se limita a darme unas palmaditas en la rodilla y a recitar un viejo proverbio:

—Todo lo que es ligero y puro flota hacia arriba para convertirse en cielo.

En toda mi vida no ha habido tres kilómetros llanos ni tres días soleados. Siempre he sido valiente, pero ahora estoy destrozada. Mi dolor es como una masa de densas nubes que no puede dispersarse. Soy incapaz de pensar en nada más allá de la negrura de mi ropa y mi corazón.

Esa noche —después de llevarle la cena a Vern y apagar la luz de su habitación, cuando Joy ha salido con las hijas de los Yee a charlar y tomar té—, May llama a la puerta de mi habitación. Me levanto a abrir. Voy en camisón, despeinada, y tengo la cara hinchada de tanto llorar. Mi hermana lleva un vestido tubo de raso verde esmeralda, el pelo cardado hasta una altura increíble, y luce unos pendientes de diamantes y jade. Va a algún sitio. No le pregunto adónde.

—El segundo cocinero no se ha presentado en el restaurante —me dice—. ¿Qué quieres que haga?

—No me importa. Haz lo que creas más conveniente.

—Sé que estás pasándolo mal, y lo siento mucho, de verdad. Pero te necesito. No te imaginas la presión a que estoy sometida: el restaurante, Vern, la responsabilidad de la casa, el negocio… Hay muchísimo trabajo.

Y a continuación se pregunta en voz alta cuánto debería cobrarle a una empresa de producción por los extras, los trajes y las piezas de atrezo como carretillas, carros de comida y rickshaws.

—Siempre calculo los alquileres sobre un diez por ciento del valor real del artículo —dice. Comprendo que intenta sacarme de la habitación, que vuelva a comunicarme con la vida y la ayude como siempre, pero la verdad es que no sé nada sobre su negocio, y ahora mismo no me importa—. Quieren alquilar un material para varios meses, quizá un año, y parte de los artículos que les interesan, como los rickshaws, son irreemplazables. ¿Cuánto crees que debería cobrar? Cada uno cuesta unos doscientos cincuenta dólares, así que podría pedirles veinticinco dólares por semana. Pero estoy pensando que podría cobrar más, porque si les pasa algo, ¿dónde voy a comprar otros?

—Cualquier cosa que decidas me parecerá bien.

Empiezo a cerrar la puerta, pero May coge el picaporte y la mantiene abierta.

—Podrías darte una ducha y yo podría peinarte —propone—. Si te vistes, saldremos a dar un paseo…

—No quiero que cambies tus planes por mí —digo, pero pienso: «¿Cuántas veces, en el pasado, me dejó en casa con nuestros padres en Shanghai, en el apartamento con Yen-yen, y ahora con Vern, para poder salir y hacer… lo que sea que haga?»

—Tienes que empezar a…

—Sólo han pasado dos semanas.

Me mira con dureza.

—Debes salir y estar con tu familia. Joy se irá pronto a Chicago. Necesita que hables con ella…

—No me digas cómo he de tratar a mi hija.

Me agarra por la muñeca, alrededor del brazalete de mama.

—Pearl. —Me sacude un poco la muñeca—. Sé que esto es terrible para ti, una tristeza inmensa. Pero todavía eres joven y hermosa. Tienes a tu hija. Me tienes a mí. Y lo has tenido todo. Mira cómo te quiere Joy. Mira cómo te quería Sam.

—Sí, y está muerto.

—Ya lo sé, ya lo sé —dice compasiva—. Yo sólo procuraba ayudar. Jamás pensé que pudiera suicidarse.

Sus palabras quedan suspendidas ante mis ojos, como caracteres elegantemente caligrafiados; en medio de un denso silencio, los leo una y otra vez, hasta que al final pregunto:

—¿Qué quieres decir?

—Nada. No quiero decir nada.

Mi hermana nunca ha sabido mentir.

—¡May!

—¡Está bien! ¡De acuerdo!

Me suelta la muñeca, levanta las manos y las sacude con gesto de frustración. Luego va hacia el salón. La sigo; ella se detiene, se vuelve y dice precipitadamente:

—Le conté al agente Sanders lo de Sam.

—¿Que hiciste qué? —Mis oídos se niegan a registrar la enormidad de su traición.

—Le conté al FBI lo de Sam. Pensé que eso ayudaría.

—Pero ¿por qué? —pregunto, sin dar crédito a sus palabras.

—Lo hice por padre Louie. Antes de morir, parecía intuir lo que iba a pasar. Me obligó a prometerle que haría cuanto fuera necesario para manteneros a salvo a ti y a Sam. Él no quería que la familia se separara…

—Lo que no quería era que Vern se quedara solo contigo —espeto. Pero eso no es lo relevante. Lo que está diciendo May no puede ser verdad. Por favor, que no lo sea.

—Lo siento, Pearl. —Y entonces, de una tirada, suelta el resto de su confesión—: A veces el agente Sanders me acompañaba cuando volvía a casa del trabajo. Me hacía preguntas sobre Joy, y también sobre Sam y sobre ti. Me dijo que teníamos una oportunidad de amnistía. Me dijo que si le contaba la verdad sobre la situación de Sam, podríamos trabajar juntos para conseguir su nacionalidad y la tuya. Creí que si le demostraba que era una buena americana, él se convencería de que vosotros también lo erais. ¿Lo entiendes? Tenía que proteger a Joy, pero también me daba miedo perderte. Eres mi hermana, la única persona que me ha querido siempre tal como soy, que siempre ha estado a mi lado y ha cuidado de mí. Si hubierais hecho lo que os dije, contratar a un abogado y confesar, podríais haberos convertido en americanos de pleno derecho. Nunca más habríais tenido miedo, y nunca nadie podría habernos separado. Pero Sam y tú seguisteis mintiendo. La idea de que Sam pudiera suicidarse jamás se me pasó por la cabeza.

Adoro a May desde el día que nació, pero durante demasiado tiempo he sido una especie de luna que gira alrededor de un planeta fascinante. Ahora la ira acumulada a lo largo de toda una vida hierve dentro de mí y se desborda. Mi hermana, la estúpida de mi hermana.

—Vete de esta casa.

Ella me mira, displicente y atónita, como una buena Oveja.

—Vivo aquí, Pearl. ¿Adónde quieres que vaya?

—¡Vete! —grito.

—¡No me iré! —Ésta es una de las pocas veces en que me ha desobedecido tan abiertamente. Luego, con una voz áspera pero contundente, repite—: No me iré. Esta vez me vas a escuchar. Lo de la amnistía tenía sentido. Era lo más prudente.

Sacudo la cabeza y me niego a escuchar.

—Me has destrozado la vida.

—Te equivocas. Sam destrozó su propia vida.

—Muy propio de ti, May: echarle la culpa a otro en lugar de asumir tu responsabilidad.

—No habría hablado con Sanders si hubiera pensado que supondría algún problema para vosotros. No puedo creer que pienses eso de mí. —Va adquiriendo fuerza, ahí plantada con su vestido verde esmeralda—. Sanders y el otro agente os estaban ofreciendo una oportunidad…

—Si llamas oportunidad a la intimidación…

—Sam era un hijo de papel. Estaba aquí ilegalmente. Me culparé de su muerte el resto de mi vida, pero eso no cambia que era lo correcto tanto para ti como para nuestra familia. Lo único que teníais que hacer era decir la verdad…

—¿No te planteaste las consecuencias?

—¡Claro que sí! Pero repito: Sanders dijo que si Sam y tú confesabais, os concederían la amnistía. ¡Amnistía! Habrían sellado vuestros papeles, os habríais convertido en ciudadanos legales y todo habría terminado. Pero erais demasiado testarudos, demasiado rústicos e ignorantes para ser americanos.

—¿Te atreves a culparme de lo sucedido?

—No es eso, Pearl.

Pero ¡lo ha dicho! Estoy tan furiosa que no puedo pensar.

—Quiero que salgas de esta casa —digo, hirviendo de cólera—. No quiero volver a verte. Jamás.

—Siempre me has culpado de todo —replica con voz serena, muy serena.

—Porque todo lo malo que me ha pasado en la vida ha sido por tu culpa.

Me mira a los ojos, como preparada para oír lo que tengo que decir. Bien, si eso es lo que quiere…

Baba te quería más a ti —empiezo—. Siempre se sentaba a tu lado. Mama te quería tanto que se sentaba enfrente de ti para contemplar a su hermosa hija y no a la otra, la fea de mejillas coloradas.

—Siempre has padecido la enfermedad de los ojos rojos. —Resopla con desdén, como si mis acusaciones fueran insignificantes—. Siempre me has tenido envidia y celos, pero era a ti a quien mimaban. ¿Quién quería más a quién? Te lo diré. A baba le gustaba mirarte a ti. Y mama se sentaba a tu lado. Los tres siempre hablabais en sze yup, teníais vuestro propio idioma secreto; y a mí me dejabais fuera.

Esas palabras me dejan atónita. Siempre he creído que mis padres me hablaban en sze yup para proteger a May de una cosa u otra, pero ¿y si lo hacían como señal de cariño, como una forma de demostrar que yo era especial para ellos?

—¡No! —exclamo, tanto para May como para mí—. Eso no es verdad.

Baba te quería lo suficiente para criticarte. Mama te quería lo suficiente para comprarte crema de perlas. A mí nunca me regaló nada valioso: ni crema de perlas ni su brazalete de jade. A ti te mandaron a la universidad. A mí nadie me preguntó si quería ir. Y fuiste, pero ¿hiciste algo con tus estudios? Mira a tu amiga Violet. Ella sí hizo algo, pero ¿tú? Todo el mundo quiere venir a América por las oportunidades que ofrece este país. Pero tú no aprovechaste las que se te presentaron. Preferías ser víctima, una fu yen. Pero ¿qué importa a quién quisieran más baba y mama, o si yo tuve las mismas oportunidades que tú? Ellos están muertos y ha pasado mucho tiempo.

Pero para mí no, y sé que para ella tampoco. La competición por el cariño de nuestros padres se ha repetido en nuestra batalla por Joy. Ahora, después de toda una vida juntas, por fin decimos lo que de verdad sentimos. El tono de nuestro dialecto wu sube y baja, estridente, cáustico y acusador, mientras vaciamos todo el mal que hemos acumulado en nuestro interior y nos culpamos mutuamente por los fracasos y desgracias que nos han acaecido. No he olvidado la muerte de Sam, y sé que ella tampoco, pero no podemos controlarnos. Quizá sea más fácil pelear por las injusticias que hemos soportado durante años que enfrentarme a la traición de May y el suicidio de Sam.

—¿Sabía mama que estabas embarazada? —pregunto, expresando una sospecha que tengo desde hace años—. Ella te quería. Me hizo prometer que cuidaría de ti, mi moy moy, mi hermana pequeña. Y he cumplido. Te llevé a Angel Island, donde me humillaron. Y desde entonces estoy encerrada en Chinatown, cuidando a Vern y trabajando en la casa mientras tú vas a Haolaiwu, vas a fiestas, te diviertes y haces lo que sea que hagas con esos hombres. —Entonces, como estoy furiosa y dolida, digo algo que sé que lamentaré el resto de mis días; pero como en gran medida es cierto, sale de mi boca antes de que pueda impedirlo—: Tuve que cuidar a tu hija incluso después de que muriera mi bebé.

—Siempre has estado resentida por tener que cuidar de ella, pero también has hecho todo lo posible para alejarla de mí. Cuando Joy era pequeña, la dejabas con Sam en el apartamento cuando yo te llevaba a dar paseos…

—No lo hacía por eso. —¿O sí?

—Y nos culpabas a mí y a todos los demás por tener que quedarte en casa. Pero cuando alguno de nosotros se ofrecía a quedarse un rato con Joy, tú te negabas.

—Eso no es verdad. La dejaba ir contigo a los platós.

—Y luego ya no me dejaste hacer ni siquiera eso —replica con tristeza—. Yo la quería. Pero ella siempre fue una carga para ti. Tienes una hija. Yo no tengo nada. Los he perdido a todos: a mi madre, a mi padre, a mi hija…

—¡Y yo me dejé violar por un montón de japoneses para protegerte!

Mi hermana asiente con la cabeza, como si ya esperase oír eso.

—¿Otra vez tengo que oír lo de tu sacrificio? ¿Otra vez? —Respira hondo para serenarse—. Estás disgustada, y lo entiendo. Pero nada de todo eso tiene que ver con lo de Sam.

—¡Claro que tiene que ver! Todo lo que nos ha pasado tiene que ver con tu hija ilegítima o con lo que los micos me hicieron.

Se le tensan los músculos del cuello y su rabia alcanza el mismo nivel que la mía.

—Si de verdad quieres hablar de aquella noche, perfecto, porque llevo muchos años esperando este momento. Nadie te pidió que salieras de nuestro escondite. Mama te dijo que te quedaras escondida. Ella quería que estuvieras a salvo. Fue contigo con quien habló en sze yup, susurrándote su amor en ese dialecto, como hacía siempre, para que yo no la entendiera. Pero comprendí que a ti te quería lo suficiente para decirte palabras cariñosas, y a mí no.

—Estás tergiversando la realidad, como siempre, pero esta vez no servirá de nada. Mama te quería tanto que se enfrentó ella sola a esos soldados. Yo no podía permitir que lo hiciera. Tenía que ayudarla. Tenía que salvarte.

Mientras hablo, los recuerdos de aquella noche me invaden. ¿Será consciente mi madre, dondequiera que esté, de todo lo que he sacrificado por mi hermana? ¿Me quería mama? ¿O aquel día volví a decepcionarla, por última vez? Pero no tengo tiempo para pensar en eso, porque May está delante de mí con los brazos en jarras, con su hermoso rostro crispado de exasperación.

—Eso pasó una noche. ¿Qué es una noche comparada con toda una vida? ¿Cuánto tiempo llevas utilizando esa excusa, Pearl? ¿Cuánto la utilizaste para mantener la distancia entre tú y Sam, entre tú y yo? En el hospital, cuando delirabas, me dijiste cosas que seguramente no recuerdas. Me dijiste que mama gruñó cuando entraste en la habitación donde estaban los soldados. Me dijiste que creías que se enfadó porque no me estabas protegiendo. Creo que te equivocas, y que mama debió de sentirse desesperada al ver que no ibas a salvarte. Eres madre, Pearl. Sabes que lo que digo es cierto.

Sus palabras son como una bofetada, pero tiene razón: si Joy y yo nos encontráramos en la misma situación…

—Consideras que has sido muy valiente y que has renunciado a mucho —continúa. No detecto repulsa ni provocación en su voz, sólo una gran angustia, como si fuera ella la que ha sufrido—. Pero en realidad has sido cobarde, miedosa, débil e insegura todos estos años. Ni una sola vez me has preguntado qué más pasó en la cabaña aquella noche, ni una sola vez se te ha ocurrido preguntarme qué sentí cuando mama murió en mis brazos. Nunca me has preguntado dónde y cómo la enterré. ¿Quién crees que se encargó de eso? ¿Quién crees que te sacó de la cabaña, cuando lo más sensato habría sido dejarte morir allí?

No me gustan sus preguntas y aún me gustan menos las respuestas que pasan por mi cabeza.

—Yo sólo tenía dieciocho años —prosigue—. Estaba embarazada y muerta de miedo. Pero te cargué en la carretilla. Te llevé al hospital. Te salvé la vida, Pearl, y después de tantos años todavía arrastras resentimiento, miedo y sentimiento de culpa. Crees que te has sacrificado mucho para cuidar de mí, pero tus sacrificios sólo han sido excusas. En realidad fui yo quien se sacrificó para cuidar de ti.

—Eso es mentira.

—¿En serio? —Hace una breve pausa y añade—: ¿Alguna vez has pensado cómo ha sido mi vida aquí? ¿Ver a mi hija todos los días y mantener las distancias con ella? ¿O tener relaciones esposo-esposa con Vern? Piénsalo, Pearl. Vern nunca ha llegado a ser un verdadero marido.

—¿Qué quieres decir?

—Que nunca habríamos acabado aquí, en este sitio que por lo visto te ha causado tanta desgracia, de no haber sido por ti. —La agresividad desaparece de su voz, y sus palabras escarban en lo más hondo de mí, estremeciendo mi sangre y mis huesos—. Dejaste que una noche, una noche terrible y trágica, te hiciera correr y correr. Y yo te seguí porque soy tu moy moy. Porque te quiero y sabía que habías quedado marcada para siempre, que nunca podrías ver la belleza y la fortuna de tu vida.

Cierro los ojos y procuro serenarme. No quiero volver a oír su voz. No quiero volver a verla.

—¿Por qué no te marchas? —le suplico.

Pero May insiste:

—Contéstame con sinceridad. ¿Estaríamos aquí, en América, de no haber sido por ti?

Esa pregunta se me clava como un afilado cuchillo, porque gran parte de lo que dice es verdad. Pero todavía estoy tan enfadada y dolida porque haya delatado a Sam que respondo con la peor maldad:

—No, claro que no. ¡No estaríamos en América si tú no hubieras tenido relaciones esposo-esposa con un chico que ni siquiera tenía nombre! Y si no me hubieras obligado a adoptar a tu hija…

—Sí tenía nombre —me corta May, con una voz suave como las nubes—. Se llamaba Z.G.

Creía que me había hecho todo el daño posible, pero por lo visto me equivocaba.

—¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste hacerme eso? Sabías que estaba enamorada de él.

—Sí, lo sabía —admite—. Z.G. lo encontraba muy gracioso… cómo lo mirabas durante las sesiones, el día que fuiste a suplicarle… pero yo me sentía muy mal.

Retrocedo unos pasos, tambaleándome. Una traición detrás de otra.

—No te creo. Esto debe de ser otra de tus mentiras.

—¿De verdad? Hasta Joy se dio cuenta: en las portadas de China Reconstructs, ¿quién tenía mejillas coloradas de campesina y qué cara estaba pintada con amor?

Mientras habla, las imágenes del pasado pasan atropelladamente: May con la cabeza apoyada en el pecho de Z.G. mientras bailaban; Z.G. pintando hasta el último pelo de su cabeza; Z.G. esparciendo peonías alrededor de su cuerpo desnudo…

—Lo siento —dice—. Ha sido una crueldad. Sé que lo has llevado en tu corazón todos estos años, pero no era más que un enamoramiento infantil de hace mucho tiempo. ¿No te das cuenta? Z.G. y yo… —Se le quiebra la voz—. Tú has tenido toda una vida con Sam. Z.G. y yo sólo tuvimos unas semanas.

—¿Por qué me lo ocultaste?

—Sabía que estabas enamorada de él. Por eso no te dije nada. No quería hacerte daño.

Y así es como comprendo lo que no he sabido ver en todo este tiempo:

—Z.G. es el padre de Joy.

—¿Quién es Z.G.?

Es la única voz que querríamos no haber oído. Me vuelvo y veo a Joy plantada en el umbral de la cocina; sus ojos son como dos guijarros negros en el fondo de un cuenco de narcisos. Su mirada —fría, inexpresiva, implacable— revela que lleva mucho rato escuchando. Estoy destrozada por la muerte de Sam y por el repaso de nuestras vidas que May acaba de hacer, pero que Joy haya oído esta conversación me produce verdadero horror. Doy un par de pasos hacia mi hija, pero ella se aparta.

—¿Quién es Z.G.? —repite.

—Es tu verdadero padre —contesta mi hermana con voz dulce y llena de amor—. Y yo soy tu verdadera madre.

Nos quedamos las tres plantadas como estatuas. Nos veo a May y a mí con los ojos de Joy: una madre —que ha intentado enseñar a su hija a ser dócil a la manera china y brillante a la manera americana— con un camisón viejo, y la cara enrojecida de llorar, de pena y rabia; y otra madre —que ha sido indulgente con su hija, le ha comprado regalos y la ha acercado a la sofisticación y el dinero de Haolaiwu—, radiante y elegantemente vestida. Además, liberada de dos décadas de secretos, May parece haber encontrado cierta paz, pese a todo lo que ha pasado esta noche. Mi hermana y yo nos hemos peleado por zapatos, por quién ha tenido una vida mejor y por quién es más lista y más guapa, pero esta vez no tengo ninguna posibilidad. Sé quién ganará. Siempre me he preguntado por mi destino. No ha bastado con que perdiera a mi hijo y a mi marido. Ahora, las lágrimas por la mayor de las pérdidas resbalan por mis mejillas.