Dominó

Llega el verano y Joy vuelve a casa. Nos deleitamos con su voz suave y melodiosa. Intentamos no tocarla, pero le damos palmaditas en la mano, le alisamos el cabello y le arreglamos el cuello de la blusa. Su tía le regala revistas de cine firmadas, diademas de colores y unas pantuflas moradas con plumas de avestruz. Yo le preparo sus platos preferidos: cerdo cocido al vapor con huevos de pato, ternera lo mein al curry con tomate, alitas de pollo con judías negras, y, de postre, tofu de almendras con macedonia de fruta. Sam le trae algún capricho todos los días: pato asado de la carnicería Sam Sing, pastel de nata con fresas de la pastelería Phoenix, y cerdo bao de esa tiendecita de Spring Street que tanto le gusta a ella.

Pero ¡cuánto ha cambiado Joy en estos nueve meses! Lleva pantalones pirata y blusas de algodón sin mangas y entalladas, que destacan su diminuta cintura. Se ha cortado el pelo como un chico. También ha cambiado su carácter. No me refiero a que nos plante cara o nos insulte, como hacía los últimos meses antes de irse a Chicago. No es eso, sino que ha regresado creyendo que sabe más que nosotros sobre viajes (ha ido a Chicago y ha vuelto en tren, y ninguno de nosotros ha subido a un tren desde hace años), sobre finanzas (tiene su propia cuenta bancaria y su propio talonario de cheques, mientras que Sam y yo todavía guardamos nuestro dinero en casa, donde el gobierno —o quien sea— no pueda quitárnoslo); pero sobre todo ha cambiado su idea de China. ¡Qué discursos tenemos que oír!

Joy se exhibe ante el más moderado de la familia, su tío Vern. Si el Cerdo, con su carácter inocente, tiene algún defecto, es que confía en todo el mundo y cree cualquier cosa que le digan, aunque se lo diga un extraño, un estafador o una voz por la radio. Los programas anticomunistas que lleva años escuchando por la radio han influenciado sus opiniones sobre la República Popular China. Pero ¿qué clase de objetivo es Vern? No es una buena elección. Cuando Joy proclama: «Mao ha ayudado al pueblo de China», lo único que sabe decir su tío es: «En China no hay libertad.»

—Mao quiere que los campesinos y obreros tengan las mismas oportunidades que papá y mamá quieren que tenga yo —insiste ella, inflexible—. Por primera vez, la gente del campo puede ir a la escuela y la universidad. Y no sólo los chicos. Mao dice que las mujeres deben recibir «el mismo salario por el mismo trabajo».

—Tú nunca has estado en China —le recuerda Vern—. No sabes nada de…

—Sé mucho sobre China. Participé en un montón de películas sobre China cuando era pequeña.

—China no es como la pintan en las películas —tercia su padre, que normalmente se mantiene al margen de esas discusiones.

Joy no discute con él. Y no porque Sam intente controlarla, como haría todo padre chino que se preciara, ni porque ella sea una obediente hija china. Joy es como una perla en la palma de la mano de Sam: eternamente preciosa; y para ella, él es el sólido suelo que pisa: siempre firme y seguro.

May aprovecha ese paréntesis para aclarar las cosas:

—China no es como un plató de cine. De allí no puedes marcharte cuando las cámaras dejan de rodar.

Creo que es lo más severo que le he oído decirle a Joy, pero esa leve reprimenda actúa como una aguja clavada en el corazón de mi hija. De pronto, Joy se concentra en May y en mí, dos hermanas que nunca se han separado, que son íntimas amigas y cuyo lazo es más profundo de lo que ella podría imaginar.

—En China, las chicas no se visten como a ti y tía May os gusta que me vista —me dice un par de días más tarde, mientras plancho unas camisas en el porche—. Cuando conduces un tractor, no puedes llevar vestido. Las chicas tampoco tienen que aprender a bordar. No tienen que ir a la iglesia ni a la escuela china. Y sus padres no se pasan la vida machacándolas con que deben obedecer.

—Puede ser —replico—, pero tienen que obedecer al presidente Mao. ¿Qué diferencia hay entre eso y obedecer al emperador o a tus padres?

—En China no hay carencias. Todo el mundo tiene para comer. —Su réplica no es una respuesta, sino otro eslogan que ha aprendido en sus clases o de su amigo Joe.

—Quizá tengan para comer, pero ¿y la libertad?

—Mao cree en la libertad. ¿No has oído hablar de su última campaña? Dice: «Que florezcan cien flores.» ¿Sabes qué significa? —No espera a que conteste—: Ha invitado a la gente a criticar la nueva sociedad…

—Y no acabará bien.

—¡Ay, mamá! ¡Eres tan…! —Me mira fijamente, buscando la palabra exacta—. Siempre sigues a los otros pájaros. Sigues a Chiang Kai-shek porque la gente de Chinatown lo sigue. Y ellos lo siguen porque piensan que deben hacerlo. Todo el mundo sabe que es un ladrón. Cuando huyó de China, robó dinero y obras de arte. ¡Mira cómo viven ahora él y su mujer! ¿Por qué América apoya al Kuomintang y a Taiwán? ¿No sería mejor tener lazos con China? Es un país mucho más grande, con más habitantes y más recursos. Joe dice que es mejor hablar con la gente antes que cerrarse en banda.

—Joe, Joe, Joe —suspiro—. Nosotros ni siquiera lo conocemos, y tú te crees todo lo que te cuenta de China. ¿Ha estado allí alguna vez?

—No —admite de mala gana—, pero le gustaría ir. Y a mí también, para ver dónde vivíais tía May y tú en Shanghai, y para visitar nuestro pueblo natal.

—¿Ir al interior de China? Te voy a decir una cosa. Para una Serpiente, no es fácil volver al infierno después de haber probado el cielo. Y tú no eres ninguna Serpiente. Sólo eres una niña que no tiene idea de nada.

—Estoy estudiando…

—Olvídate de las clases. Olvídate de lo que te ha contado ese chico. Sal y mira alrededor. ¿No te has fijado en los nuevos forasteros que se pasean por Chinatown?

—Siempre habrá nuevos lo fan —replica sin darle importancia.

—No son lo fan como los de antes. Son agentes del FBI.

Le hablo de uno que últimamente recorre Chinatown a diario haciendo preguntas. Inicia su ruta en la International Grocery de Spring, pasa por Ord y recorre Broadway hasta la plaza central del Nuevo Chinatown, donde visita el restaurante General Lee’s. Desde allí continúa hasta la tienda de comestibles Jack Lee, en Hill; llega hasta la parte más nueva del Nuevo Chinatown, al otro lado de la calle, para visitar las tiendas de la familia Fong, y luego vuelve al centro.

—¿Qué buscan? La guerra de Corea ha terminado…

—Pero el miedo que el gobierno le tiene a la China Roja no ha desaparecido. Es peor que antes. ¿En la universidad no te han hablado del efecto dominó? Un país sucumbe ante el comunismo, luego otro, luego otro. Los lo fan tienen miedo. Y cuando tienen miedo, se portan mal con la gente como nosotros. Por eso debemos apoyar al generalísimo.

—Te preocupas demasiado.

—Yo le decía lo mismo a mi madre, pero ella tenía razón. Están pasando cosas muy graves. Tú no te has enterado porque no estabas aquí. —Suspiro otra vez. ¿Qué puedo hacer para que lo entienda?—. Mira, el gobierno puso en marcha una cosa llamada Programa de Confesión. Funciona en todo el país, seguramente también en Chicago. Vienen a preguntarnos, o mejor dicho, nos atemorizan para que confesemos quiénes han entrado en el país como hijos de papel. Conceden la ciudadanía a quienes delatan a sus amigos, vecinos, socios, incluso a los miembros de su familia que vinieron aquí ilícitamente. Quieren saber quién ganó dinero trayendo hijos de papel. El gobierno habla del efecto dominó. Pues bien, aquí en Chinatown, si das un nombre, eso también crea un efecto dominó que no sólo afecta a un miembro de la familia, sino a todos los socios de papel y a todos los hijos de papel y parientes y amigos que conoces. Pero los que más les interesan son los comunistas. Si delatas a un comunista, entonces seguro que te dan la ciudadanía.

—Todos somos ciudadanos. No somos culpables de nada.

Sam y yo llevamos años debatiéndonos entre el deseo americano de compartir, ser sinceros y contarle la verdad a Joy, y nuestra creencia china, profundamente arraigada, de que nunca hay que revelar nada. Ha ganado la costumbre china, y no le hemos contado la verdad sobre nuestra situación, ni la de sus tíos y su abuelo, por dos razones muy simples: no queríamos que se preocupara y no queríamos que cometiera una indiscreción. Joy se ha hecho mayor, pero cuando iba al parvulario aprendimos que hasta los errores más pequeños pueden acarrear graves consecuencias.

Cuelgo la camisa de Sam en una percha y me siento al lado de mi hija.

—Quiero contarte cómo buscan sospechosos, para que tengas cuidado si se te acerca alguien. Buscan a gente que haya enviado dinero a China.

—El abuelo Louie enviaba dinero.

—Exacto. Y también buscan a personas que hayan intentado sacar a su familia de China, legalmente, después de que cerraran las fronteras. Quieren saber a quién somos leales, si a China o a Estados Unidos. —Hago una pausa para ver si me sigue—. Nuestra forma de pensar china no siempre funciona aquí. Nosotros creemos que si somos humildes, respetuosos y sinceros, entenderemos mejor cualquier situación, impediremos que otros salgan perjudicados y todos llegaremos a buen puerto. Ahora, esa forma de pensar podría perjudicarnos a nosotros y a terceros.

Respiro hondo y le digo algo que no me he atrevido a contarle por carta.

—¿Te acuerdas de la familia Yee? —pregunto. Claro que se acuerda: ella era muy amiga de la hija mayor, Hazel, y pasaba mucho tiempo con los otros hijos de los Yee en las reuniones de la asociación—. Pues el señor Yee es un hijo de papel. Hizo entrar a la señora Yee por Winnipeg.

—¿Es un hijo de papel? —repite Joy sorprendida, quizá impresionada.

—Decidió confesar para poder quedarse con su familia, porque los cuatro hijos son ciudadanos americanos. Admitió que había traído a su esposa con documentos falsos. Ahora él es ciudadano americano, pero Inmigración ha iniciado un procedimiento de deportación contra la señora Yee, porque ella es una esposa de papel. Todavía tienen dos hijos que no han cumplido diez años. ¿Qué van a hacer esos niños sin su madre? Inmigración quiere devolverla a Canadá. Al menos no tendrá que ir a China.

—Quizá estuviera mejor en China.

Cuando oigo eso, no sé quién habla. ¿Un loro tonto que debe repetir todo lo que le dice Joe, o, desde un sitio más profundo, una erupción de la estupidez deliberada e infantil de su madre biológica?

—¡Estás hablando de la madre de Hazel! ¿Es así como te gustaría que pensara ella si a mí me enviaran a China?

Espero su réplica, pero como no dice nada, doblo la tabla de planchar, la guardo y voy a ver qué hace Vern.

Esa noche, Sam lleva a Vern al sofá para que podamos cenar y ver juntos La ley del revólver. Hace calor, así que la cena es fresca y sencilla: sólo unas grandes tajadas de sandía que hemos enfriado en la nevera. Estamos intentando seguir el diálogo entre la señorita Kitty y el sheriff Matt Dillon cuando Joy se pone a hablar otra vez de la República Popular China. Durante nueve meses, su ausencia ha sido como un agujero en la familia. Hemos echado de menos su voz y su hermoso rostro. Pero en ese tiempo hemos llenado ese hueco con la televisión, con tranquilas conversaciones entre los cuatro y con pequeños proyectos que hacíamos May y yo. Joy sólo lleva dos semanas en casa y parece ocupar demasiado espacio con sus opiniones, su necesidad de atención, su deseo de decirnos cuán equivocados y atrasados estamos, y su costumbre de enfrentarnos a su tía y a mí, cuando lo único que queremos nosotros es ver si el sheriff besará o no a la señorita Kitty.

Sam, que normalmente acepta cualquier cosa que diga su hija, no aguanta más y le pregunta en sze yup, con tono sosegado:

—¿Acaso te arrepientes de ser china? Porque una hija china como es debido estaría callada y dejaría que sus padres y sus tíos vieran la televisión.

Es una pregunta absolutamente inoportuna, porque de pronto Joy empieza a soltar cosas espantosas. Se burla de nuestra frugalidad:

—¿De ser china? No veo por qué ser chino implique guardar los recipientes de soja para usarlos de papelera. —Se ríe de mí—: Sólo los chinos supersticiosos creen en el zodíaco. El Tigre esto, el Tigre lo otro. —Ofende a sus tíos—: ¿Y qué me decís de las bodas concertadas? Mira a tía May, casada para siempre con un hombre que… —vacila, como hemos hecho todos alguna vez, hasta que logra salir del paso—: que nunca le hace una demostración de afecto. —Arruga la cara, esboza una mueca de asco y añade—: Y mirad cómo vivís, todos juntos.

Al oírla, me parece oírnos a May y a mí hace veinte años. Me entristece recordar cómo tratábamos a nuestros padres, pero cuando Joy empieza a criticar a Sam…

—Y si ser chino significa ser como tú… La ropa te apesta a cocina. Tus clientes te insultan. Y los platos que preparas son demasiado grasientos y salados, rebosantes de glutamato de sodio.

Esas palabras hieren profundamente a su padre. A diferencia de May y de mí, él siempre ha querido a Joy sin condiciones y sin cortapisas.

—Mírate en el espejo —replica él sin alterarse—. ¿Qué crees que eres? ¿Qué crees que ven los lo fan cuando te miran? Para ellos no eres más que un trozo de jook sing, bambú hueco.

—Háblame en inglés, papá. Llevas casi veinte años viviendo aquí. ¿Todavía no dominas el idioma? —Parpadea varias veces y añade—: Eres tan… tan… Eres como un recién llegado.

Se produce un silencio cruel y profundo. Al darse cuenta de lo que acaba de hacer, Joy ladea la cabeza, se alborota el corto cabello y compone una sonrisa que me recuerda a la de May cuando era pequeña. Es una sonrisa que dice: «Soy traviesa, soy desobediente, pero no tienes más remedio que quererme.» Comprendo, aunque Sam no pueda entenderlo, que todo esto no tiene mucho que ver con Mao, Chiang Kai-shek, Corea, el FBI o la vida que hemos llevado estos veinte años, sino con cómo se siente nuestra hija respecto a su familia. Cuando éramos jóvenes, May y yo creíamos que mama y baba eran anticuados, pero Joy se avergüenza de nosotros.

«A veces crees que tienes todo el día de mañana por delante —solía decir mama—. Cuando brille el sol, piensa en la hora a la que no brillará, porque incluso cuando estás sentada en tu casa con las puertas cerradas, la desgracia puede caer desde arriba.» Cuando mi madre vivía, yo no le hacía caso, y no le presté suficiente atención mientras me hacía mayor; pero, después de tanto tiempo, he de admitir que fue la previsión de mama lo que nos salvó. De no haber sido por los ahorros que tenía escondidos, habríamos muerto todos en Shanghai. Un instinto profundo la animó a seguir cuando May y yo estábamos casi paralizadas de miedo. Fue como una gacela que, en una situación desesperada, siguió con la idea de salvar a sus crías del león. Sé que tengo que proteger a mi hija —de ella misma, de Joe y de sus ideas románticas sobre la China Roja, para que no cometa los errores que estropearon mi futuro y el de May—, pero no sé cómo hacerlo.

Cuando voy al restaurante para recoger la comida de Vern, veo que el agente del FBI aborda a tío Charley en la acera. Paso por su lado —tío Charley actúa como si no me conociera de nada—, entro en el restaurante y dejo la puerta abierta de par en par. Dentro, Sam y nuestros empleados siguen trabajando mientras aguzan el oído para escuchar la conversación entre el agente y tío Charley. May sale de su despacho, y nos quedamos junto a la barra fingiendo charlar, pero observando y escuchándolo todo.

—Así que volviste a China, Charley —dice de pronto el agente en sze yup, y en voz tan alta que miro a May sorprendida. Parece que no sólo quiere que oigamos lo que dice, sino que sepamos que habla con fluidez el dialecto de nuestro distrito.

—Fui a China —admite tío Charley. Apenas podemos oírlo porque le tiembla la voz—. Perdí todos mis ahorros y regresé aquí.

—Nos han dicho que te han oído hablar mal de Chiang Kai-shek.

—Eso no es cierto.

—Lo dice la gente.

—¿Qué gente?

El hombre no contesta, sino que pregunta:

—¿No es cierto que culpas a Chiang Kai-shek de haber perdido tu dinero?

Charley se rasca el cuello, cubierto de rubor, y se humedece los labios.

El agente espera un poco, y luego inquiere:

—¿Dónde están tus papeles?

Tío Charley mira hacia el restaurante en busca de ayuda, ánimo o una posible huida. El agente —un lo fan muy corpulento, de pelo rubio rojizo y pecas en la nariz y las mejillas— sonríe y dice:

—Sí, vamos adentro. Me encantará conocer a tu familia.

Entra en el restaurante, y tío Charley lo sigue con la cabeza gacha. El lo fan va directamente hacia Sam, le enseña su placa y dice en sze yup:

—Soy el agente especial Jack Sanders. Usted es Sam Louie, ¿verdad? —Sam asiente con la cabeza—. Siempre digo que no tiene sentido perder el tiempo con estas cosas. Nos han informado de que compraba usted el China Daily News.

Sam se queda inmóvil, evaluando al desconocido, pensando la respuesta y procurando borrar toda emoción de su rostro. Los escasos clientes, que no han entendido las palabras del agente, pero que sin duda saben que su placa no puede significar nada bueno, contienen la respiración y esperan.

—Compraba ese periódico para mi padre —contesta mi marido en sze yup, y en la cara de nuestros clientes se refleja la decepción por no poder seguir el diálogo—. Murió hace cinco años.

—Ese periódico apoya a los rojos.

—Mi padre lo leía a veces, pero estaba suscrito al Chung Sai Yat Po.

—Ya, pero parece que simpatizaba con Mao.

—En absoluto. ¿Por qué iba a simpatizar con Mao?

—Entonces, ¿por qué compraba también la revista China Reconstructs? ¿Y por qué ha seguido usted comprándola después de la muerte de su padre?

De pronto siento ganas de ir al servicio. Sam no puede contestar la verdad: que el rostro de su mujer y el de su cuñada aparecen en las portadas de esa publicación. ¿O el agente ya lo sabe? Quizá mira a esas atractivas muchachas con uniforme verde y estrellas rojas en la gorra, y piensa que todos los chinos son iguales.

—Tengo entendido que en el salón de su casa, encima del sofá, hay colgadas ilustraciones de esa revista. Imágenes de la Gran Muralla y del Palacio de Verano.

Eso significa que alguien —un vecino, un amigo, un competidor que conoce nuestra casa— nos ha delatado. ¿Por qué no retiramos esas fotografías cuando murió padre?

—En sus últimos meses, a mi padre le gustaba contemplar esas imágenes.

—A lo mejor simpatizaba tanto con la China Roja que quería volver a su país…

—Mi padre era ciudadano americano. Nació aquí.

—Entonces enséñeme sus documentos.

—Está muerto —repite Sam—, y no tengo sus documentos aquí.

—En ese caso, quizá deberíamos ir a su casa. ¿O prefiere venir a mi despacho? Podría traer también sus documentos. Me gustaría creerlo, pero debe demostrar su inocencia.

—¿Demostrar mi inocencia o demostrar que soy ciudadano?

—Es lo mismo, señor Louie.

Al regresar a casa con la comida de Vern, no comento el incidente. No quiero que se preocupen. Cuando mi hija me pregunta si puede salir por la noche, le digo con tono despreocupado:

—De acuerdo. Pero procura volver antes de medianoche.

Joy cree que por fin ha conquistado a su madre, pero lo que quiero es que se marche de casa.

Cuando vuelven Sam y May, quitamos de las paredes las fotografías de las que hablaba el agente. Sam mete en una bolsa todos los ejemplares del China Daily News que mi suegro guardaba porque contenían algún artículo interesante. Ordeno a May que busque en su cajón y saque todas las portadas en que aparecemos retratadas por Z.G.

—No creo que sea necesario —objeta.

—Haz el favor de no discutir conmigo, por una vez —contesto con aspereza. Como ella no se mueve, suelto un suspiro de impaciencia y añado—: Sólo son ilustraciones de revista. Si no vas a buscarlas tú, iré yo.

May frunce los labios y se dirige al porche. Empiezo a buscar fotografías que puedan parecer —y es una palabra que nunca creí que emplearía— incriminatorias.

Mientras Sam da un último repaso a la casa, May y yo llevamos a la incineradora todo lo que hemos recogido. Le prendo fuego a mi montón de fotografías y espero a que May arroje las portadas que aprieta contra el pecho. Como no se mueve, se las arrebato y las lanzo al fuego. Mientras veo cómo la cara —mi cara— que Z.G. pintó con tanto esmero y tanta perfección se retuerce entre las llamas, me pregunto por qué dejamos que esas revistas se colaran en casa. Sé cuál es la respuesta. Sam, May y yo no somos muy distintos de padre Louie. Nos hemos convertido en americanos en la ropa, la comida, el idioma y el deseo de que Joy tenga una educación y un futuro; pero ni una sola vez, en todos estos años, hemos dejado de añorar nuestro país natal.

—No nos quieren aquí —digo en voz baja, con la vista clavada en las llamas—. Nunca nos han querido. Van a intentar engañarnos, pero tenemos que engañarlos a ellos.

—Quizá Sam debería confesar y acabar con todo esto —propone May—. Así conseguiría la nacionalidad, y no tendríamos que preocuparnos más.

—Sabes perfectamente que no basta con que Sam confiese su situación. Tendría que acusar a otros: a tío Wilburt, tío Charley, a mí…

—Deberíais confesar todos a la vez. Así conseguiríais la ciudadanía legal. ¿Acaso no la quieres?

—Claro que la quiero. Pero ¿y si el gobierno miente?

—¿Por qué iba a mentir?

—¿Cuándo no ha mentido? —espeto. Y añado—: ¿Y si deciden deportarnos? Si demuestran que Sam es un inmigrante ilegal, podrían deportarlo.

Mi hermana reflexiona un momento y replica:

—No quiero perderos. Le prometí a padre Louie que no permitiría que os mandaran a China. Sam debe confesar por el bien de Joy, por tu bien, por el bien de todos. Esto es una posibilidad de amnistía, de reunir a la familia y de librarnos por fin de nuestros secretos.

No entiendo por qué no ve o no quiere ver los problemas a que nos exponemos, pero ella está casada con un verdadero ciudadano, entró en el país como su esposa legal, y no se enfrenta a la misma amenaza que Sam y yo.

Me pasa un brazo por los hombros y me estrecha.

—No te preocupes, Pearl —dice para tranquilizarme, como si yo fuera la moy moy y ella la jie jie—. Contrataremos a un abogado para que se encargue de todo.

—¡No! Ya pasamos por esto una vez, en Angel Island. Vamos a trabajar juntos para dar la vuelta a sus acusaciones, como hicimos en Angel Island. Debemos desconcertarlos. Lo importante es que nos mantengamos firmes en nuestra versión.

—Sí, tienes razón —aprueba Sam, que aparece en la oscuridad y echa otro montón de periódicos y recuerdos al fuego—. Pero ante todo debemos demostrar que somos los americanos más leales que jamás han existido.

A May no le gusta la idea, pero es mi moy moy y la cuñada de Sam, y tiene que obedecer.

A Joy —a quien hemos contado lo menos posible, convencidos de que su ignorancia contribuye a dar solidez a nuestra historia— y a May no las llaman para interrogarlas, y nadie viene a casa a entrevistar a Vern. Pero en las cuatro semanas siguientes, a Sam y a mí —muchas veces juntos, para que yo pueda traducir cuando nos pasan del agente especial Sanders al agente Mike Billings, que trabaja para Inmigración, no entiende ni una sola palabra de chino y es igual de simpático que el comisario Plumb de Angel Island— nos someten a numerosos interrogatorios. A mí me preguntan sobre mi pueblo natal, un sitio donde no he estado nunca. A Sam le preguntan por qué sus presuntos padres lo dejaron en China cuando tenía siete años. Nos preguntan la fecha de nacimiento de padre Louie. Nos preguntan —con una sonrisa de condescendencia— si conocemos a alguien que ganara dinero vendiendo plazas de hijo de papel.

—Alguien debía de beneficiarse de eso —insinúa Billings con fingida complicidad—. Sólo tienen que decirnos quién.

Nuestras respuestas no lo ayudan en su investigación. Le decimos que durante la guerra recogíamos papel de aluminio y vendíamos bonos de guerra. Le decimos que le estreché la mano a madame Chiang Kai-shek.

—¿Tiene una fotografía que lo demuestre? —inquiere Billings, pero ésa es la única fotografía que no tomamos ese día.

A principios de agosto, Billings cambia de táctica.

—Si es verdad que su presunto padre nació aquí, ¿por qué siguió enviando dinero a China cuando debería haber dejado de hacerlo?

—El dinero iba dirigido al pueblo de sus antepasados —contesto—. Su familia lleva cinco generaciones allí.

—¿Y por eso su marido continúa mandando dinero a China?

—Hacemos lo que podemos por nuestros parientes, que han quedado atrapados allí en una situación tremendamente adversa —respondo.

Entonces Billings rodea la mesa, levanta a Sam agarrándolo por las solapas y le grita en la cara:

—¡Reconózcalo! ¡Envía dinero porque es comunista!

No hace falta que lo traduzca para que Sam comprenda lo que ha dicho el agente, pero lo hago, con el mismo tono pausado que he utilizado desde el principio, para demostrarle a Billings que nada de lo que diga nos apartará de nuestra historia, nuestra seguridad y nuestra verdad. Pero de pronto Sam —que no ha vuelto a ser el mismo desde la noche en que Joy se burló de él por cómo cocinaba y por su inglés, y que no ha dormido bien desde que el agente Sanders fue a nuestro restaurante— se levanta de un brinco, apunta a Billings con un dedo y lo llama comunista. Ambos se ponen a gritar («¡No, el comunista es usted!» «¡No, es usted!»), y yo me quedo sentada, repitiendo la frase en ambos idiomas. Billings está cada vez más furioso, pero Sam sigue firme y tranquilo. Al final Billings cierra la boca, se deja caer en la silla y se queda mirándonos con odio. No tiene ninguna prueba contra Sam, del mismo modo que Sam no tiene ninguna prueba contra él.

—Si no quiere confesar, señor Louie, ni revelarnos quién ha vendido documentos falsos en Chinatown, quizá pueda contarnos algo sobre sus vecinos.

Sam recita serenamente un aforismo, y yo lo traduzco:

—«Barre la nieve acumulada delante de tu puerta, y no te preocupes por la escarcha acumulada en el tejado de la casa contigua.»

Parece que vamos ganando, pero en el forcejeo y la lucha, los brazos delgados no pueden vencer a las piernas gruesas. El FBI e Inmigración interrogan a tío Wilburt y tío Charley, que se niegan a confesar, hablar de nosotros o admitir que padre Louie les vendió los papeles. «Quienes no hunden a los perros que se están ahogando pueden considerarse personas decentes», reza otro aforismo chino.

El domingo, cuando tío Fred viene a cenar con su familia, le pedimos a Joy que salga afuera con las niñas, para que él pueda explicarnos cómo fue la visita del agente Billings a su casa de Silver Lake. El período que Fred pasó en el ejército, sus años en la universidad y su consultorio de odontología le han borrado el acento casi por completo. Vive muy bien con Mariko y sus hijas mestizas. Tiene la cara redonda y llena, y ahora también un poco de barriga.

—Le dije que soy veterano, que serví en el ejército y luché por Estados Unidos —nos cuenta—. Y él me miró y dijo: «Y consiguió la ciudadanía.» ¡Pues claro que conseguí la ciudadanía! Eso es lo que prometió el gobierno. Entonces sacó unos documentos y me invitó a echarles un vistazo. ¡Era mi expediente de inmigración de Angel Island! ¿Os acordáis de los manuales? Bueno, pues está todo en el expediente. Hay información sobre el viejo y sobre Yen-yen. Contiene nuestras fechas de nacimiento y resume toda nuestra historia, porque todos estamos conectados. Me preguntó por qué no conté la verdad sobre mis presuntos hermanos cuando me alisté en el ejército. No contesté.

Le da la mano a Mariko. Ella está pálida de miedo, el mismo miedo que nos atenaza a todos.

—No me importa que se metan con nosotros —continúa Fred—. Pero cuando la toman con nuestras hijas, que nacieron aquí… —Niega con la cabeza haciendo una mueca de disgusto—. La semana pasada, Bess llegó a casa llorando. Su maestra de quinto grado les había puesto una película sobre la amenaza comunista. Salían rusos con gorro de piel, y chinos… bueno, como nosotros. Al final de la película, el narrador pedía a los alumnos que llamaran al FBI o la CIA si veían a alguien que les pareciera sospechoso. ¿Quién parecía sospechoso en la clase? Mi Bess. Ahora sus amigas no quieren jugar con ella. Y también me preocupa lo que pueda pasarles a Eleanor y la pequeña Mamie. Siempre les recuerdo a las niñas que se llaman como las primeras damas, y les digo que no han de temer nada.

Pero claro que han de temer. Todos tenemos miedo.

Cuando te sujetan bajo el agua, sólo piensas en respirar. Recuerdo lo que sentí por Shanghai después de que cambiara nuestra vida: de pronto, las calles que siempre me habían parecido emocionantes apestaban a excrementos; de pronto, las mujeres hermosas no eran más que muchachas con tres agujeros; de pronto, el dinero y la prosperidad lo volvían todo triste, disoluto y trivial. En cambio, durante estos días difíciles y espeluznantes veo Los Ángeles y Chinatown de una forma muy diferente. Las palmeras, la fruta y las hortalizas de mi jardín, los geranios de los tiestos que hay delante de las tiendas y en los porches de las casas parecen brillar y temblar, llenos de vida, incluso en pleno verano. Miro las calles y veo promesas. En lugar de niebla tóxica, corrupción y fealdad, veo esplendor, libertad y tolerancia. No soporto que el gobierno nos persiga con sus terribles acusaciones —ciertas, lo sé— sobre nuestra ciudadanía, pero aún soporto menos la idea de que mi familia y yo podamos perder este sitio. Sí, sólo es Chinatown, pero es mi hogar, nuestro hogar.

En esos momentos lamento los años de nostalgia y tristeza por Shanghai, y haber convertido mi ciudad en una serie de remembranzas doradas de personas, lugares y comida que, como Betsy me ha escrito tantas veces, ya no existen ni volverán a existir. Me reprocho interiormente: ¿cómo es posible que durante todos estos años no haya visto lo que tenía ante mis ojos? ¿Cómo es posible que no haya disfrutado de lo que tenía a mi alcance en lugar de suspirar por unos recuerdos que no eran más que cenizas y polvo?

Desesperada, llamo a Betsy a Washington para ver si su padre puede ayudarnos. Pese a que a él también lo persiguen, Betsy me promete que intentará hacer algo por Sam.

—Mi padre nació en San Francisco —dice Sam con su pésimo acento inglés.

Han pasado cuatro días desde la cena con Fred, y ahora Sanders y Billings se han presentado en casa sin avisar. Sam está sentado en el borde del sillón reclinable de padre Louie; los agentes, en el sofá. Yo estoy en una silla de madera, deseando que Sam me deje hablar por él. Tengo la misma sensación que cuando aquel matón del Clan Verde nos dio el ultimátum en la casa de mis padres, hace muchos años: «Os doy tres días.»

—Entonces, demuéstrelo. Enséñeme el certificado de nacimiento del señor Louie —le exige Billings.

—Mi padre nació en San Francisco —insiste Sam con firmeza.

—Nació en San Francisco —repite el agente con tono burlón—. Cómo no, porque fue allí donde hubo un terremoto y un incendio. No somos estúpidos, señor Louie. Para que hubieran nacido tantos chinos en Estados Unidos antes de mil novecientos seis, cada china de las que estaban aquí debería haber tenido quinientos hijos. Aunque se hubiera producido un milagro y hubiera pasado eso, ¿cómo se explica que sólo nacieran varones y ninguna hembra? ¿Acaso las mataron?

—Yo todavía no había nacido —contesta Sam en sze yup—. No viví aquí…

—Tengo su expediente de Angel Island. Queremos enseñarle algo. —Billings pone dos fotografías sobre la mesita de centro. La primera es la del niño con que el comisario Plumb intentó engañarme hace muchos años. En la otra aparece Sam el día de su llegada a Angel Island, en 1937. Comparando las dos fotografías, es evidente que las personas que muestran no pueden ser la misma—. Confiese y háblenos de sus falsos hermanos. No haga sufrir a su mujer y su hija por lealtad a unos hombres que no han salido en su ayuda.

Sam examina las fotografías, se apoya en el respaldo del sillón y dice con voz temblorosa:

—Yo soy un hijo verdadero de padre. Pregúntele a hermano Vern.

Tengo la impresión de que su ventilador de hierro se está derrumbando ante mis ojos, pero no sé por qué. Me pongo detrás de su sillón y apoyo las manos en el respaldo para que mi marido sepa que estoy allí, y entonces lo comprendo: Joy está en la puerta de la cocina, justo enfrente de Sam. Él teme por ella y está avergonzado de sí mismo.

—¡Papá! —exclama Joy, y se acerca—. Haz lo que te piden. Diles la verdad. No tienes nada que ocultar. —No tiene ni la más remota idea de cuál es la verdad, pero es tan inocente (y, lo siento, lo diré, tan estúpida como su tía) que dice—: Si les cuentas la verdad, todo se arreglará. ¿No es eso lo que me enseñaste?

—¿Lo ve? Hasta su hija quiere que nos diga la verdad —señala Billings.

Pero Sam no se aparta de su versión.

—Mi padre nació en San Francisco.

Joy sigue llorando y suplicando. Vern gimotea en la otra habitación. Yo me quedo allí plantada, sin saber qué hacer. Y May está fuera, trabajando en una película, comprándose un vestido nuevo o qué sé yo.

Billings abre su maletín, saca una hoja y se la da a Sam, que no entiende el inglés escrito.

—Si firma este documento y reconoce que entró ilegalmente en el país, le retiraremos la ciudadanía, que de todas formas no es auténtica. Una vez que haya firmado el papel y confesado, le daremos inmunidad, una nueva ciudadanía, ciudadanía de verdad, con la condición de que nos diga todo lo que sepa sobre sus amigos, parientes y vecinos que hayan entrado ilegalmente en el país. Sobre todo nos interesan los otros hijos de papel que trajo su presunto padre.

—Está muerto. ¿Qué importa eso ya?

—Recuerde que tenemos su expediente. ¿Cómo es posible que tuviera tantos hijos? ¿Cómo es posible que tuviera tantos socios? ¿Dónde están ellos ahora? Y no se moleste en hablarnos de padre Louie. Ya lo sabemos todo sobre él. Consiguió la ciudadanía por medios legales. Limítese a hablar de los otros y díganos dónde podemos encontrarlos.

—¿Qué les harán?

—No se preocupe por eso. Preocúpese sólo por usted mismo.

—¿Y me darán documentos?

—Le daremos la ciudadanía legal, como ya le he dicho. Pero si no confiesa, tendremos que deportarlo a China. ¿Acaso su mujer y usted no quieren quedarse con su hija, para evitarle problemas?

Joy, sorprendida, se yergue.

—Quizá su hija sea una alumna sobresaliente, pero estudia en la Universidad de Chicago —continúa Billings—, que es una guarida de comunistas. ¿Saben con qué gente se ha relacionado? ¿Saben qué ha estado haciendo? Pertenece a la Asociación de Estudiantes Chinos Democristianos.

—Es un grupo cristiano —intervengo, pero cuando miro a Joy, su rostro se ensombrece.

—Dicen que son cristianos, señora Louie, pero es un frente comunista. La relación de su hija con ese grupo es el motivo de que investigáramos a su marido. Su hija ha participado en piquetes y ha solicitado firmas. Si nos ayudan, pasaremos por alto esas infracciones. Su hija nació aquí, y sólo es una cría. —Mira a Joy, que llora en medio del salón—. Seguramente ella no sabía lo que hacía, pero si a ustedes los envían a China, ¿cómo van a ayudarla? ¿Quieren arruinarle la vida también a ella?

Billings le hace una seña a Sanders, que se levanta.

—Ahora nos marchamos, señor Louie, pero no podemos prolongar mucho este asunto. Si no nos dice lo que queremos saber, tendremos que investigar más minuciosamente a su hija. ¿Entendido?

Cuando los agentes salen, Joy se sienta junto a su padre y solloza inconsolablemente.

—¿Por qué nos hacen esto? ¿Por qué? ¿Por qué?

Me arrodillo junto a mi hija, la abrazo y miro a Sam, buscando en su rostro la esperanza y la fuerza que siempre me ha transmitido.

—Me marché de mi país para ganarme la vida —dice él, absorto en una sombría desesperación—. Vine a América en busca de una oportunidad. Lo hice lo mejor que pude.

—Claro que sí.

Me mira con resignación.

—No quiero que me deporten —dice con tristeza.

—No lo harán. —Le aprieto el brazo—. Pero en caso de que te deporten, yo iré contigo.

Él me mira.

—Eres muy buena, pero ¿y Joy?

—Iré con vosotros, papá.

Estamos los tres abrazados, y entonces recuerdo algo que dijo Z.G. hace mucho tiempo: hablaba de ai kuo, el amor por la patria, y ai jen, el sentimiento por la persona amada. Sam se enfrentó al destino y se marchó de China, y ni siquiera después de todo lo ocurrido ha dejado de creer en América, pero por encima de todo ama a Joy.

—Estoy bien —dice Sam en inglés, dándole unas palmaditas en la cabeza a Joy. Luego vuelve a hablar en sze yup—: Id con Vern. ¿No lo oís en su habitación? Necesita ayuda. Está asustado.

Las dos nos levantamos. Le seco las lágrimas a mi hija. Joy va hacia la habitación de Vern, y Sam me coge la mano. Enrosca un dedo en el brazalete de jade y me retiene para demostrarme lo mucho que me quiere.

—No te preocupes, Zhen Long —me dice.

Luego me suelta y se queda mirándose la mano un momento, frotando las lágrimas de su hija con los dedos.

Cuando entro en la habitación de Vern, lo encuentro muy agitado. Murmura frases incoherentes sobre Mao y su eslogan «Que florezcan cien flores», y dice que ahora el presidente condena a muerte a todos a los que antes animó a criticar al gobierno. Está tan confundido que no puede separar eso de lo que ha oído decir en el salón. Mientras desvaría —está tan alterado que se ha manchado el pañal, y cada vez que se retuerce o golpea la cama con los puños rezuma un olor repugnante—, lamento que mi hermana no esté en casa. Lamento por enésima vez que no se ocupe de su marido. Joy y yo tardamos bastante en tranquilizarlo y limpiarlo. Cuando por fin volvemos al salón, Sam se ha marchado.

—Tenemos que hablar sobre ese grupo al que perteneces —le digo a Joy—, pero esperaremos a que vuelva tu padre.

Ella no intenta disculparse. Con la absoluta certeza que le confieren su juventud y haberse criado en América, dice:

—Todos somos ciudadanos, y éste es un país libre. No pueden hacernos nada.

Suspiro.

—Ya lo hablaremos con tu padre.

Voy al cuarto de baño de mi habitación para limpiarme el olor de Vern. Me lavo las manos y la cara, y cuando levanto la cabeza veo el reflejo del espejo, por encima de mi hombro…

—¡Sam! —grito.

Me vuelvo hacia el compartimento del inodoro, donde Sam cuelga de una soga. Le abrazo las oscilantes piernas y lo levanto para quitarle peso del cuello. Todo se oscurece ante mis ojos, mi corazón se desmenuza como el polvo y mis gritos de horror me ensordecen.