—¿Por qué no puedo ir? —protesta Joy—. Tía Violet y tío Rowland dejan ir a Leon.
—Leon es un chico —le recuerdo.
—Sólo cuesta veinticinco centavos. ¡Por favor!
—Tu padre y yo pensamos que no está bien que una chica de tu edad vaya sola por la ciudad y…
—No iré sola. Van todos mis amigos.
—Tú no eres todos tus amigos. ¿Quieres que la gente te mire y vea porcelana resquebrajada? Tienes que proteger tu cuerpo como si fuera una pieza de jade.
—Mamá, lo único que quiero es ir a la disco-fiesta del International Hall.
A veces Yen-yen decía que una pizca de oro no podía comprar una pizca de tiempo, pero hasta hace poco no he empezado a entender lo valioso que es el tiempo y lo deprisa que pasa. Estamos en el verano de 1956, el verano posterior a la graduación de Joy en el instituto. En otoño irá a la Universidad de Chicago, donde estudiará Historia. Chicago está muy lejos, pero hemos decidido dejarla ir. La matrícula es más cara de lo previsto, pero Joy ha conseguido una beca parcial, y May también contribuirá. No pasa un día sin que Joy pida que la dejemos ir a algún sitio. Si decimos que sí a lo de la disco-fiesta —sea eso lo que sea—, luego tendremos que dejarla ir a otra cosa: un baile con orquesta, una fiesta de cumpleaños en MacArthur Park, o una celebración que implique coger un autobús.
—¿Qué crees que va a pasar? —insiste Joy—. Sólo vamos a poner discos y bailar un poco.
May y yo también decíamos esas cosas cuando vivíamos en Shanghai, y no salimos muy bien paradas.
—Eres demasiado pequeña para salir con chicos —razono.
—¿Demasiado pequeña? Pero ¡si tengo dieciocho años! Tía May se casó con tío Vern cuando tenía mi edad.
«Y ya estaba embarazada», pienso.
Sam intenta tranquilizarme y me reprocha ser demasiado estricta.
—Te preocupas demasiado —dice—. A Joy todavía no le interesan los chicos.
Pero ¿a qué chica de su edad no le interesan los chicos? A mí me interesaban. A May también. Ahora, cuando Joy me replica, desdeña lo que le digo o se marcha de la habitación cuando le pido que se quede, hasta mi hermana se ríe de mí por enfadarme, y dice: «Nosotras a su edad hacíamos exactamente lo mismo.»
«¡Y mira cómo hemos acabado!», me gustaría contestarle.
—Nunca he ido a un partido de fútbol ni a un baile —sigue protestando Joy—. Las otras chicas han ido al Palladium y al Biltmore. Yo nunca puedo hacer nada.
—Te necesitamos en el restaurante y la tienda. Tu tía también necesita que la ayudes.
—¿Para qué quiero trabajar si no me pagáis?
—Todo el dinero…
—Va a la hucha familiar. Ahorráis para pagarme la universidad. Ya lo sé. ¡Ya lo sé! Pero sólo faltan dos meses para que me marche a Chicago. ¿No queréis que me divierta? Es mi última oportunidad de ver a mis amigos. —Se cruza de brazos y suspira como si fuera la persona más agobiada del mundo.
—Puedes hacer lo que quieras, pero has de sacar buenas notas. Si no deseas estudiar…
—…tendré que apañármelas sola —termina ella, recitando la cantinela con gesto de hastío.
Soy la madre de Joy y la veo con ojos de madre. Su negro y largo cabello encierra el azul de montañas lejanas. Sus ojos son negros como un lago en otoño. No se alimentó bien en el útero, y es más menuda que May y que yo. Por eso parece una doncella de tiempos lejanos —ágil como las ramas de un sauce agitadas por la brisa, delicada como el vuelo de las golondrinas—, pero por dentro sigue siendo un Tigre. Puedo intentar domarla, pero mi hija no puede eludir su naturaleza esencial, como yo no puedo eludir la mía. Desde que se graduó, no para de quejarse de la ropa que le hago. «Es ridícula», dice. Yo se la coso con amor, y lo hago porque en Los Ángeles no hay ningún sitio como el Madame Garnet’s de Shanghai, donde te hacían vestidos que se adaptaban perfectamente a tu silueta. Lo que más le molesta es su sensación de falta de libertad, pero sé muy bien las cosas que hacíamos May y yo —sobre todo May; en realidad, sólo May— cuando éramos jóvenes.
Todo esto no pasaría si padre Louie siguiera vivo. Ya hace cuatro años que murió. Sam, Joy y yo podríamos haber aprovechado su muerte para vivir solos, pero no lo hicimos. Sam hizo una promesa cuando padre lo acogió como algo más que un hijo de papel. Quizá yo ya no crea en los antepasados, pero Sam enciende incienso para padre Louie y le hace ofrendas de comida y ropa de papel por Año Nuevo y en otras fiestas. ¿Cómo íbamos a abandonar a Vern, que ha vivido más años de los que esperábamos? Cuando preguntara por sus padres, como hace todos los días, ¿quién le explicaría que han muerto? ¿Cómo íbamos a dejar que May se encargase de su marido, dirigiera la Golden Prop and Extras y la tienda de curiosidades, y llevase la casa? Pero no se trata sólo de la lealtad a la familia y las promesas hechas. También seguimos teniendo mucho miedo.
Todos los días oímos malas noticias. El cónsul americano en Hong Kong ha acusado a la comunidad china de tendencia a cometer fraude y perjurio, porque los chinos «no tienen un equivalente al concepto occidental del juramento». Dice que todos los que pasan por su despacho con intención de viajar a Estados Unidos utilizan documentos falsos. El Centro de Inmigración de Angel Island lleva mucho tiempo cerrado, pero el cónsul ha concebido nuevos procedimientos que requieren contestar cientos de preguntas, rellenar docenas de formularios y realizar declaraciones juradas, análisis de sangre, radiografías y huellas dactilares, y todo eso para evitar que los chinos entren en América. Afirma que casi todos los que ya viven aquí —incluidos los que vinieron a buscar oro hace más de cien años y los que ayudaron a construir el ferrocarril transcontinental hace unos ochenta años— entraron ilegalmente, y que no se puede confiar en ellos. Nos acusa de traficar con drogas, utilizar pasaportes y otros documentos falsos, falsificar dólares y cobrar ilegalmente de la Seguridad Social y las ayudas a los veteranos. Peor aún: asegura que durante décadas los comunistas enviaron a América hijos de papel —como Sam, Wilburt, Fred y tantos otros— como espías. Insiste en que hay que investigar a todos los chinos afincados aquí.
Joy lleva años hablándonos de los simulacros de ataque nuclear que realizan en la escuela. Ahora parece que vivimos siempre en posición fetal, encerrados en casa con la familia, confiando en que las ventanas, las paredes y las puertas no se hagan añicos, ardan y queden reducidas a cenizas. Ésas son las razones de seguir juntos: el amor que sentimos unos por otros y el miedo a que le pase algo a alguien; nos hemos esforzado por encontrar un equilibrio y un orden, pero, ahora que no está padre Louie, todos vamos un poco a la deriva, en especial mi hija.
—Tú no tendrás que lavarles la ropa a los lo fan, prepararles la comida, limpiar su casa ni abrir sus puertas —le digo—. Tampoco tendrás que ser oficinista ni empleada de una tienda. Cuando tu padre y yo llegamos aquí, nuestro único objetivo era abrir nuestro propio restaurante y, quizá algún día, vivir en una casa.
—Papá y tú lo habéis conseguido.
—Sí, pero tú puedes conseguir mucho más. Cuando tu tía y yo llegamos aquí, sólo unos pocos afortunados podían ejercer una profesión. Puedo contarlos con los dedos de una mano. —Y lo hago—: Y.C. Hong, el primer abogado chino-americano de California; Eugene Choy, el primer arquitecto chino-americano de Los Ángeles; Margaret Chung, la primera doctora chino-americana del país…
—Eso ya me lo has contado mil veces.
—Porque quiero que entiendas que tú puedes ser doctora, abogada, científica o contable. Puedes hacer lo que quieras.
—¿Hasta trepar a un poste de teléfonos? —pregunta con ironía.
—Sólo deseamos que llegues a lo más alto —replico con calma.
—Por eso voy a ir a la universidad. No quiero trabajar en el restaurante ni en la tienda.
Yo tampoco quiero, y eso es precisamente lo que procuro que entienda. Sin embargo, una parte de mí lamenta profundamente que Joy se avergüence tanto de nuestras empresas familiares, que son lo que le ha proporcionado un techo, ropa y comida. Intento explicárselo, y no por primera vez.
—Los hijos de la familia Fong son médicos y abogados, pero siguen ayudando en el Fong’s Buffet —le recuerdo—. Uno de los chicos trabaja en los tribunales por la mañana. Por la noche, los jueces van a cenar a su restaurante y le preguntan: «¿No nos conocemos de algo?» ¿Y el hijo de los Wong? Estudió en la Universidad del Sur de California, pero no le avergüenza ayudar a su padre en la gasolinera los fines de semana.
—No puedo creer que me pongas como ejemplo a Henry Fong. Siempre te lamentas de que se ha vuelto demasiado europeo porque se casó con esa chica de familia escocesa. Y Gary Wong sólo pretende compensar a su familia porque les dio un disgusto casándose con una lo fan y trasladándose a Long Beach para vivir como un eurasiático. Me alegro de que te hayas vuelto tan tolerante.
Así es como transcurre el último verano de Joy en casa: con una discusión tras otra. En una de las reuniones de la iglesia, Violet me confía que a ella le pasa lo mismo con Leon, que en otoño se marchará a estudiar a Yale.
—A veces es tan desagradable como un pescado arrumbado detrás de un sofá. Aquí hablan del pájaro que abandona el nido. Leon está impaciente por echar a volar. Es mi hijo, sangre de mi sangre, pero no sabe que una parte de mí también quiere verlo marchar. ¡Vete! ¡Vete! ¡Y llévate tu hedor contigo!
—Es culpa nuestra —le digo por teléfono otra noche, cuando me llama llorando: Leon se ha quejado de que a ella, por su acento, siempre la llamarán extranjera, y cree que si le preguntan de dónde es debería contestar que de Taipei, en Taiwán, y no de Pekín, en la República Popular China, porque si no J. Edgar Hoover y sus agentes del FBI podrían acusarla de espía comunista—. Educamos a nuestros hijos para que fueran americanos, pero también queríamos que fueran hijos chinos bien educados.
May, consciente de la discordia que reina en la casa, le ofrece a Joy un trabajo de extra. Mi hija se muestra entusiasmada.
—¡Mamá! ¡Por favor! Tía May dice que si voy a trabajar con ella, tendré mi propio dinero para libros, comida y ropa de abrigo.
—Ya hemos ahorrado para eso —respondo, aunque no es del todo cierto. Ese dinero adicional nos vendría muy bien; pero lo último que quiero es que Joy se vaya con May.
—Nunca me dejas hacer nada —protesta mi hija.
May no interviene; se limita a mirarnos, consciente de que, al final, el pícaro Tigre se saldrá con la suya. Así que Joy se va a trabajar con su tía varias semanas. Todas las noches, cuando vuelve a casa, entretiene a su padre y a su tío con relatos de sus andanzas en el plató, pero aun así, siempre encuentra alguna forma de criticarme. May me aconseja que no tenga en cuenta su rebeldía; me dice que eso forma parte de la cultura actual, y que Joy sólo intenta integrarse con los chicos americanos de su edad. Mi hermana no entiende lo confundida que estoy. Todos los días libro una batalla interior: quiero que Joy sea patriótica y tenga todas las oportunidades que le brinda el hecho de ser americana. Y al mismo tiempo, me lamento por no haber sabido enseñarle a ser una buena hija, bien educada y fiel a las tradiciones chinas.
Dos semanas antes de que Joy se marche a la Universidad de Chicago, voy al porche cerrado a darle las buenas noches. Mi hermana está en su cama, en un extremo del porche, hojeando una revista. Joy está sentada en su propia cama, cepillándose el cabello y escuchando a Elvis Presley en el tocadiscos. La pared de su cama está cubierta de fotografías de Elvis y James Dean, que murió el año pasado.
—Mamá —dice cuando voy a darle un beso—, he estado pensando una cosa.
A estas alturas, ya sé que ese preámbulo no augura nada bueno.
—Siempre dices que tía May era la más hermosa de las chicas bonitas de Shanghai.
—Sí —respondo mirando a mi hermana, que aparta los ojos de la revista—. Todos los pintores la adoraban.
—Pues si es así, ¿por qué tu cara siempre es la figura principal en esas revistas que compra papá, ya sabes, las que vienen de China?
—Eso no es verdad —replico, pero sí que lo es.
En estos cuatro años, desde que padre Louie trajo a casa aquel ejemplar de China Reconstructs, Z.G. ha diseñado otras seis portadas donde la cara de May y la mía son perfectamente reconocibles. En los viejos tiempos, los artistas como Z.G. utilizaban a chicas bonitas para anunciar una vida de lujos. Ahora utilizan los carteles, los calendarios y los anuncios para transmitir las convicciones del Partido Comunista a las masas de analfabetos y al mundo exterior. Las escenas en tocadores, salones y cuartos de baño han sido sustituidas por temas patrióticos: May y yo con los brazos estirados como si quisiéramos alcanzar el brillante futuro; las dos con pañuelo en la cabeza, empujando carretillas llenas de piedras para ayudar a construir una presa; o en un arrozal, plantando brotes de arroz. En todas las portadas, mi rostro —de rosadas mejillas— y mi cuerpo —de esbeltas líneas— es la figura central, mientras que mi hermana ocupa una posición secundaria detrás de mí, sosteniendo un cesto en que yo pongo hortalizas, sujetándome la bicicleta, o con la cabeza gacha, cargando algo a la espalda mientras yo miro al cielo. Siempre aparece algún detalle de Shanghai en la ilustración: el río Whangpoo visto desde la ventana de una fábrica; el jardín Yu Yuan de la ciudad vieja, donde unos soldados uniformados entrenan con sus fusiles; el espléndido Bund, convertido en un escenario gris y soso por el que desfilan obreros. Los tonos sutiles, las posturas románticas y los bordes difuminados que tanto le gustaban a Z.G. han sido sustituidos por figuras bordeadas de negro y pintadas de un solo color plano, casi siempre rojo, rojo, rojo.
Joy se levanta y recorre el porche. Examina las portadas que May ha colgado en la pared, junto a su cama.
—El pintor debía de quererte mucho —comenta mi hija.
—Qué va, eso es imposible —dice May para encubrirme.
—Deberías fijarte mejor —replica Joy—. ¿No ves lo que ha hecho el pintor? Dos jóvenes delgadas, pálidas y elegantes, como debías de ser tú entonces, tía May, han sido sustituidas por dos trabajadoras robustas, sanas y fuertes, como mamá. ¿No me has dicho que el abuelo siempre se lamentaba porque mamá tenía cara de campesina, por las mejillas coloradas? Su cara es perfecta para los comunistas.
A veces las hijas son crueles. A veces dicen cosas sin mala intención, pero eso no significa que sus palabras no hieran. Me doy la vuelta y me quedo mirando el huerto para ocultar mis sentimientos.
—Por eso creo que a la que quiere es a ti, tía May. ¿No lo ves?
Respiro hondo; una parte de mi cerebro escucha a mi hija, y la otra reinterpreta lo que ha dicho antes. Al decir: «Debía de quererte mucho», no se refería a mí, sino a May.
—Porque, mira —prosigue Joy—: aquí está mamá, la campesina perfecta para el país, pero fíjate cómo ha pintado tu rostro, tía May. Es precioso. Pareces una diosa o algo así.
Mi hermana no dice nada, pero supongo que está examinando las fotografías.
—Seguro que si el pintor os viera ahora —continúa Joy—, no os reconocería.
Con esas palabras, mi hija consigue herirnos a las dos, pinchando nuestra parte más sensible y vulnerable. Me hinco las uñas en las palmas para controlar mis emociones. Con una sonrisa, me doy la vuelta y poso las manos en los hombros de Joy.
—He venido a darte las buenas noches. Métete en la cama. —Y con tono despreocupado, añado—: Ah, May, ¿puedes ayudarme con la contabilidad del restaurante? No me cuadran los números.
Mi hermana y yo llevamos toda una vida juntas componiendo sonrisas falsas y eludiendo situaciones desagradables. Salimos del porche fingiendo que Joy no nos ha herido con sus comentarios, pero en cuanto llegamos a la cocina, nos abrazamos para darnos fuerza y consuelo. ¿Cómo pueden dolernos tanto las palabras de Joy después de tantos años? Porque todavía llevamos dentro los sueños de lo que podría haber sido, de lo que debería haber sido, de lo que desearíamos que todavía pudiera ser. Eso no significa que no estemos contentas. Lo estamos, pero los deseos románticos de nuestra infancia todavía no nos han abandonado del todo. Como dijo Yen-yen hace muchos años: «A veces me miro en el espejo y me sorprende lo que veo.» Y cuando yo me miro todavía espero ver a aquella chica de Shanghai, no a la esposa y madre en que me he convertido. ¿Y May? No ha cambiado nada. Sigue hermosa, eternamente joven.
—Joy sólo es una niña —le digo—. Nosotras también decíamos y hacíamos tonterías cuando teníamos su edad.
—Al final todo vuelve al principio —replica May.
Me pregunto si estará pensando en el significado original de ese aforismo: que hagamos lo que hagamos en esta vida, siempre volveremos al principio, y tendremos hijos que nos desobedecerán, nos harán daño y nos decepcionarán, igual que nosotros desobedecíamos, hacíamos daño y decepcionábamos a nuestros padres. ¿O está pensando en Shanghai y en que, en cierto modo, desde que nos marchamos no hemos hecho sino prolongar los últimos días que pasamos allí, condenadas a revivir eternamente la pérdida de nuestros padres, Z.G. y nuestra casa, y a sobrellevar las consecuencias de mi violación y el embarazo de May?
—Joy nos dice esas cosas tan hirientes para que estemos unidas —declaro, repitiendo algo que me dijo Violet el otro día—. Sabe que cuando se marche, nos quedaremos muy tristes.
May desvía la mirada; tiene los ojos llorosos.
A la mañana siguiente, cuando voy al porche, veo que han desaparecido las portadas de China Reconstructs que colgaban de las paredes.
Estamos en el andén de la Union Station, despidiéndonos de Joy. May y yo llevamos faldas con mucho vuelo, ahuecadas por las enaguas y ceñidas a la cintura con estrechos cinturones de piel. La semana pasada tintamos los zapatos de tacón de aguja para que hicieran juego con los vestidos, guantes y bolsos. Fuimos al Palace Salon a rizarnos el pelo y cardarlo hasta que alcanzó una altura impresionante; ahora nos protegemos el peinado con un pañuelo de colores vivos anudado bajo la barbilla. Sam lleva su mejor traje y tiene una expresión triste. Y Joy está loca de alegría.
De su bolso, May saca la bolsita con las tres monedas, las tres semillas de sésamo y las tres habichuelas que le regaló mama. Me ha preguntado si podía regalársela a Joy. Yo le he dicho que sí, pero me habría gustado pensármelo mejor. May le cuelga la bolsita del cuello y dice:
—El día que naciste te di esto para que te protegiera. Ahora espero que lo lleves mientras estés lejos de nosotros.
—Gracias, tía —responde Joy, y aprieta la bolsita—. No pienso exprimir una naranja más, ni vender una sola gardenia más, en toda mi vida —promete al abrazar a su padre—. No volveré a llevar vestidos de tela atómica ni esos horribles jerséis de fieltro —me promete después de besarme—. No quiero ver otro rascador de espalda ni otra pieza de porcelana de Cantón.
Soportamos su frivolidad, la escuchamos y le damos nuestros mejores consejos y nuestras últimas palabras: la queremos, debe escribirnos todos los días, puede llamarnos por teléfono si tiene algún problema, ha de comerse primero las albóndigas que le ha hecho su padre y luego las galletas y la mantequilla de cacahuete que le hemos puesto en el cesto. Joy sube al tren; la ventanilla la separa de nosotros mientras se despide con la mano y dice, moviendo los labios: «¡Os quiero! ¡Os echaré de menos!» Cuando el tren se pone en marcha, caminamos por el andén diciéndole adiós con la mano y llorando hasta que la perdemos de vista.
Al regresar a casa, es como si hubieran cortado la electricidad. Ya sólo quedamos cuatro, y la tranquilidad, sobre todo durante el primer mes, es tan insoportable que May se compra un Ford Thunderbird nuevo, y Sam y yo un televisor. May viene a casa después del trabajo, cena algo deprisa, le da las buenas noches a Vern y se marcha de nuevo. Los demás nos sentamos en el salón y vemos La ley del revólver y Cheyenne, recordando cómo le gustaban las vaqueras a Joy.
—«Queridos mamá, papá, tía May y tío Vern —leo en voz alta. Estamos sentados alrededor de la cama de Vern—. En vuestra carta me preguntabais si os añoraba. ¿Cómo contestar a esa pregunta sin ofenderos? Si os digo que me estoy divirtiendo, os haré daño. Si os digo que estoy triste, os preocuparéis por mí.»
Miro a los demás. Sam y May asienten con la cabeza. Vern retuerce la sábana con los dedos. No acaba de entender que Joy se haya marchado; tampoco entiende del todo que sus padres hayan muerto.
—«Pero creo que a papá le gustaría que dijera la verdad —continúo—. Estoy muy contenta y me lo paso muy bien. Las clases son interesantes. Estoy haciendo un trabajo sobre un escritor chino llamado Lu Hsün. Supongo que no habréis oído hablar de él…»
—¡Ja! —salta mi hermana—. Podríamos contarle muchas cosas. ¿Te acuerdas de lo que escribió sobre las chicas bonitas?
—Sigue leyendo, sigue leyendo —pide Sam.
Joy no viene a casa por Navidad. No nos molestamos en poner un gran árbol. Sam compra un arbolito de apenas medio metro, que colocamos sobre la cómoda de Vern.
Hacia finales de enero, el entusiasmo inicial de Joy deja paso, por fin, a la añoranza:
¿Cómo puede la gente vivir en Chicago? Aquí hace mucho frío. Nunca sale el sol, y el viento no para de soplar. Gracias por la ropa interior de abrigo que me comprasteis en la tienda de excedentes del Ejército, pero ni siquiera con eso consigo calentarme. Aquí todo es blanco —el cielo, el sol, la cara de la gente—, y los días son demasiado cortos. No sé qué echo más de menos, si ir a la playa o pasearme por los platós con tía May. Hasta añoro el cerdo agridulce que prepara papá en el restaurante.
Ese último comentario es grave. El cerdo agridulce es el peor plato lo fan: demasiado dulce y demasiado empanado.
En febrero, mi hija escribe:
Confiaba en que alguno de mis profesores me diera trabajo para las vacaciones de primavera. ¿Cómo es posible que ninguno tenga nada que ofrecerme? En la clase de Historia me siento en la primera fila, pero el profesor les reparte asignaciones a todos antes que a mí. Si se acaban, mala suerte.
Le contesto:
La gente siempre te dirá que no puedes hacer esto o aquello, pero no olvides que puedes hacer cualquier cosa que te propongas. No dejes de ir a la iglesia. Allí siempre te aceptarán, y podrás comentar la Biblia. Es conveniente que la gente sepa que eres cristiana.
Me responde:
Todos me preguntan por qué no vuelvo a China. Les digo que no puedo volver a un sitio donde no he estado nunca.
En marzo, de repente, Joy se anima.
—Quizá sea porque ha terminado el invierno —insinúa Sam.
Pero no es eso, porque sigue quejándose del interminable invierno. Lo que pasa es que hay un chico…
Mi amigo Joe me pidió que me uniera a la Asociación de Estudiantes Chinos Democristianos. Me gustan los miembros del grupo. Hablamos de integración, matrimonios mixtos y relaciones familiares. Cocinamos y comemos juntos. Estoy aprendiendo mucho, y por suerte veo caras amigas.
Dejando aparte a ese tal Joe, quienquiera que sea, me alegro de que Joy se haya unido a un grupo cristiano. Sé que allí entablará amistades. Después de leerles la carta a todos, escribo nuestra respuesta:
Tu padre quiere que nos cuentes cómo te van los estudios este trimestre. ¿Sigues bien las clases? Tía May quiere saber cómo visten las chicas de Chicago y si puede enviarte algo. Yo no tengo mucho más que añadir. Aquí todo sigue igual, o casi igual. Hemos cerrado la tienda de curiosidades; el negocio no marchaba tan bien como para contratar a alguien que se ocupara de vender todos esos «cachivaches», como tú los llamas. El restaurante sí funciona bien, y tu padre tiene mucho trabajo. Tío Vern quiere saber algo más de Joe.
(En realidad Vern no ha hecho ningún comentario sobre Joe, pero los demás estamos muertos de curiosidad.)
Ya conoces a tu tía: siempre trabajando. ¿Qué más? Bueno, ya sabes cómo están las cosas por aquí. Todos temen que los llamen comunistas. Cuando alguien tiene problemas en el trabajo, o en las rivalidades amorosas, una solución fácil es acusar al otro de ser comunista. «¿Sabías que fulano es comunista?» Ya sabes cómo es la gente: le gusta cotillear; perseguir el viento y cazar sombras. Si alguien vende muchos artículos, debe de ser comunista. Si una chica rechaza mis atenciones, debe de ser comunista. Por suerte, tu padre no tiene enemigos, y a tu tía no la corteja nadie.
Ésa es mi manera —un tanto rebuscada, ya lo sé— de intentar sonsacarle algo más sobre ese amigo suyo. Pero mi hija es tan avispada como yo y adivina mis intenciones. Como de costumbre, espero a que estemos todos en casa antes de leer la carta, reunidos alrededor de la cama de Vern.
Joe os gustaría. Está haciendo el curso de preparación para la carrera de Medicina. Los domingos va a la iglesia conmigo. Ya sé que quieres que rece, pero en la Asociación Cristiana no rezamos. En las reuniones tampoco hablamos de Jesús. Hablamos de las injusticias cometidas contra personas como papá y tú y los abuelos. Hablamos de lo que les ha pasado a los chinos en el pasado y de lo que sigue pasándoles a los negros. El fin de semana tomamos parte en un piquete frente a Montgomery Ward porque se niegan a contratar a negros. Joe piensa que las minorías tienen que ayudarse. Joe y yo solicitamos firmas. Me gusta pensar en los problemas de los demás, para variar.
Cuando llego al final de la carta, Sam pregunta:
—¿Crees que ese Joe habla sze yup? No quiero que nuestra hija se case con alguien que no conozca nuestro dialecto.
—¿Quién ha dicho que es chino? —inquiere May.
Nos ponemos a discutir.
—Se trata de una asociación china —razona Sam—. Tiene que ser chino.
—Y van juntos a la iglesia —añado.
—¿Y qué? Siempre la has animado a ir a la iglesia fuera de Chinatown para que conociera a otro tipo de personas —tercia May, y tres pares de ojos acusadores me fulminan.
—Se llama Joe —digo—. Es un buen nombre. Suena chino.
Mientras miro ese nombre escrito con la pulcra caligrafía de Joy e intento discernir quién será ese Joe, mi hermana —mi hermanita diabólica de siempre— nombra a otros Joes:
—Joe DiMaggio, Joseph Stalin, Joseph McCarthy…
—Escríbele —interrumpe Vern—. Dile que los comunistas no son buenos amigos. Tendrá problemas.
Pero no es eso lo que le digo a Joy. Escribo algo mucho más sutil: «¿Cuál es el apellido de Joe?»
A mediados de mayo recibo su respuesta:
Ay, mamá, qué graciosa eres. Os imagino a ti, a papá, a tía May y tío Vern sentados y preocupados por esto. El apellido de Joe es Kwok, ¿vale? A veces hablamos de ir a China a ayudar a nuestros paisanos. Según Joe, los chinos tenemos un proverbio que dice: «Miles y miles de años para China.» Ser chino y llevar esa carga a las espaldas y en el corazón puede resultar muy pesado, pero también puede ser una fuente de orgullo y felicidad. Dice: «¿No deberíamos participar en lo que está sucediendo en nuestro país natal?» Hasta me ha acompañado a sacarme el pasaporte.
Me quedé preocupada cuando Joy se marchó a Chicago. Me preocupé cuando vi que nos añoraba. Me preocupé cuando supe que salía con un chico del que no sabíamos nada. Pero esto es diferente. Esto me hace temblar de miedo.
—China no es su país natal —gruñe Sam.
—Ese Joe es comunista —dice Vern, pero él ve comunistas por todas partes.
—No es más que amor —opina May con tono despreocupado, pero detecto inquietud en su voz—. Cuando están enamoradas, las chicas dicen y hacen estupideces.
Doblo la carta y la guardo en el sobre. Desde tan lejos no podemos hacer nada, pero me pongo a salmodiar algo más que una oración, una especie de súplica desesperada: «Devuélvela a casa, devuélvela a casa, devuélvela a casa.»