Eternamente hermosa

Riego las berenjenas y los tomates; luego el pepino que trepa por la espaldera, junto a la incineradora. Cuando termino, enrollo la manguera, paso por debajo del tendedero y vuelvo al porche. Es una mañana de domingo del verano de 1952; todavía es temprano, pero parece que hará un calor abrasador. Me gusta esta expresión —un calor abrasador— porque describe muy bien el clima de esta ciudad, que es como el del desierto. En Shanghai había tanta humedad que teníamos la sensación de estar cociéndonos.

Cuando nos mudamos a esta casa, le dije a Sam: «Quiero que siempre tengamos comida, y también quiero tener un trocito de China.» Él, con la ayuda de dos de los tíos, labró el jardín para que yo plantara un huerto. Resucité los crisantemos, que el otoño pasado florecieron con gran esplendor, y planté unos esquejes de geranio que han crecido hasta convertirse en matas exuberantes que adornan el porche cerrado. Estos dos últimos años he añadido tiestos con orquídeas barco, un naranjo chino y azaleas. Probé con las peonías —las flores más queridas en China—, pero aquí nunca hace suficiente frío para que crezcan adecuadamente. También fracasé con los rododendros. Sam me pidió que plantara bambú, y ahora nos pasamos la vida cortándolo y arrancando los brotes nuevos que aparecen en sitios inadecuados.

Subo los escalones del porche; dejo el delantal sobre la lavadora, hago las camas de May y Joy y luego voy a la cocina. Sam y yo somos copropietarios de la casa junto con el resto de la familia, pero como soy la mujer de mayor edad, la cocina es mi territorio, y es ahí donde guardo mi riqueza, literalmente. Ahora hay dos latas de café bajo el fregadero: una para la grasa de beicon y otra para el dinero que ahorramos para los estudios universitarios de Joy. Un hule cubre la mesa, y hay un termo de agua caliente preparado para el té. En un fogón siempre hay un wok, en otro, una olla donde hierven las hierbas para el tónico de Vern. Preparo una bandeja de desayuno y salgo al pasillo.

La habitación de Vern es la de un eterno niño. Aparte del armario donde May guarda su ropa —el único recordatorio de que Vern está casado—, está decorada con las maquetas que él ha montado y pintado. Unos aviones de combate cuelgan del techo con hilo de pescar. Barcos, submarinos y coches de carreras ocupan las estanterías.

Mi cuñado está despierto, escuchando un programa de radio sobre la guerra de Corea y la amenaza del comunismo, y trabajando en una de sus maquetas. Dejo la bandeja, enrollo las persianas de bambú y abro la ventana para que a Vern no le afecte mucho la cola que está utilizando.

—¿Quieres algo más?

Él me sonríe con ternura. Lleva tres años con la enfermedad de los huesos blandos, pero parece un crío que haya faltado a la escuela por un resfriado.

—¿Pintura y pinceles?

Se los pongo al alcance.

—Hoy tu padre se quedará contigo. Si necesitas algo, llámalo y vendrá.

No me preocupa dejarlos solos en casa, porque sé exactamente lo que harán: Vern trabajará en su maqueta, tomará una comida sencilla, se hará las necesidades encima y seguirá un rato más con su maqueta. Padre Louie realizará algunas tareas simples en la casa, preparará la comida sencilla de su hijo, irá a la esquina a comprar los periódicos para no tener que limpiar a Vern, y dormirá hasta nuestro regreso.

Le digo adiós con la mano a Vern y voy al salón, donde Sam está arreglando el altar familiar. Se inclina ante la fotografía de Yen-yen. Como no tenemos fotografías de todas las personas que nos han dejado, mi marido ha puesto una de las bolsitas de mama en el altar y un rickshaw en miniatura que representa a baba. En una cajita hay un poco de cabello de mi hijo. Sam venera a la familia con frutas de cerámica artesanales.

Me encanta esta habitación. He enmarcado y colgado fotografías de la familia en la pared del sofá. Desde que vivimos aquí, todos los inviernos ponemos un árbol de Navidad en el rincón y lo decoramos con bolas rojas. Festoneamos las ventanas con luces navideñas para que la sala resplandezca con la noticia del nacimiento de Jesús. Las noches más frías, May, Joy y yo nos turnamos para acercarnos a la rejilla de la calefacción hasta que nuestros camisones de franela se hinchan y parecemos muñecos de nieve.

Joy ayuda a su abuelo a sentarse en su sillón reclinable y le sirve el té. Estoy orgullosa de que sea una niña china como es debido. Respeta a su abuelo, el mayor de la familia, más que a nadie, incluso más que a sus padres. Sabe que no es sólo que su abuelo deba estar enterado de todo lo que ella hace, sino que tiene derecho a decidir. Padre Louie quiere que Joy aprenda a bordar, coser, limpiar y cocinar. Después de las clases, Joy va a la tienda de curiosidades y se ocupa de muchas de las tareas que antes realizaba yo: quitar el polvo, barrer, sacar brillo.

—Es importante que se prepare para ser una futura esposa y la madre de mis bisnietos —dice padre Louie, y todos intentamos complacerlo.

Y aunque hemos perdido toda esperanza de volver a China, mi suegro todavía asegura:

—No queremos que Pan-di se vuelva demasiado americana. Algún día todos regresaremos a China.

Estas ideas nos indican que está perdiendo el juicio. Cuesta creer que antaño nos mandara a todos con tanta autoridad o que le tuviéramos miedo. Lo llamábamos «el viejo», pero ahora es un anciano, se debilita lentamente, se aleja de nosotros poco a poco, y va perdiendo sus recuerdos, su fuerza y su conexión con las cosas que siempre le han interesado: el dinero, los negocios y la familia.

Joy se despide de su abuelo con una inclinación de la cabeza, y luego me acompaña a la iglesia metodista para asistir al servicio dominical. Nada más terminar el sermón, vamos a la plaza central del Nuevo Chinatown para reunirnos con Sam, May, tío Fred, Mariko y sus hijas en una de las salas de reuniones del barrio. Nos hemos integrado en un grupo —una especie de asociación— compuesto por miembros de las iglesias congregacionalista, presbiteriana y metodista de Chinatown. Nos juntamos una vez al mes. Nos ponemos de pie, muy erguidos y orgullosos, con una mano sobre el corazón, y recitamos el Juramento de Lealtad. A continuación, salimos en tropel a Bamboo Lane y subimos a nuestros coches para ir a la playa de Santa Mónica. Sam, May y yo vamos en el asiento delantero de nuestro Chrysler; Joy y las dos hijas de los Yee —Hazel y su hermana pequeña, Rose—, apretujadas en el asiento trasero. Nos dirigimos hacia el oeste formando una caravana que recorre Sunset Boulevard. Nos adelantan automóviles con alerones enormes, y sus parabrisas lanzan destellos al sol estival. Pasamos ante las anticuadas casas de madera de Echo Park, las mansiones de estuco rosa y las palmeras de Beverly Hills; torcemos por Wilshire Boulevard y continuamos hacia el oeste. Vemos supermercados enormes que parecen hangares de bombarderos B-29, aparcamientos y jardines del tamaño de campos de fútbol, y cascadas de buganvillas y campanillas.

Joy sube la voz para insistir sobre algo que les está diciendo a Hazel y Rose, y sonrío. Todos dicen que mi hija poseee don de lenguas. Tiene catorce años y habla perfectamente inglés y los dialectos sze yup y wu, y su dominio del chino escrito también es excelente. Por el Año Nuevo chino, o si hay algo que celebrar, la gente le pide que escriba unos pareados con su delicada caligrafía, que, según opinión de todos, todavía conserva la pureza de la infancia. Ese elogio no es suficiente para mí. Sé que Joy puede crecer más espiritualmente, y aprender más sobre la raza blanca si va a la iglesia fuera de Chinatown, y eso es precisamente lo que hacemos una vez al mes.

—Dios nos ama a todos —le recuerdo a mi hija—. Él quiere que te ganes bien la vida y que seas feliz. Y lo mismo pasa con América. En Estados Unidos puedes lograr cualquier cosa que te propongas. En cambio, de China no se puede decir lo mismo.

También se lo comento a Sam, porque las palabras y creencias cristianas han arraigado en mí. Además, mi fe en Dios y Jesús forma parte del patriotismo y la lealtad que siento por el país natal de mi hija. Y por supuesto, hoy en día ser cristiano va fuertemente unido al sentimiento anticomunista. Nadie quiere que lo acusen de ser un comunista ateo. Cuando nos preguntan sobre la guerra de Corea, decimos que somos contrarios a la intervención de la China comunista; cuando nos preguntan sobre Taiwán, decimos que apoyamos al generalísimo y a madame Chiang Kai-shek. Decimos que estamos a favor del rearme moral, de Jesús y de la libertad. Resulta práctico asistir a una iglesia occidental, como lo era ir a una misión cuando vivía en Shanghai.

—Debes ser consciente de estas cosas —le digo a mi marido, pues me he convertido a la religión del Dios único y él lo sabe.

Quizá a Sam no le guste, pero asiste a las reuniones de la parroquia porque nos quiere a mí, a nuestra familia, a tío Fred y a sus hijas, y porque le gustan estas excursiones que lo hacen sentirse americano. De hecho, aunque a Joy se le ha pasado por fin la etapa de vaquera, casi todo nos hace sentirnos más americanos. Los días como hoy Sam olvida las connotaciones religiosas de la salida y se entrega a sus cosas: preparar la comida, comer tajadas de sandía sin temor a que le hayan inyectado agua sucia de río, y disfrutar de la compañía de la familia. Considera que estas excursiones son puramente sociales y que participamos en ellas únicamente por el bien de nuestros hijos.

Estaciona en un aparcamiento junto al muelle de Santa Mónica y bajamos del coche. Al caminar por la arena nos quemamos los pies; extendemos las mantas y montamos las sombrillas. Sam y Fred ayudan a los otros padres a cavar un hoyo para la barbacoa. May, Mariko y yo ayudamos a las otras madres a distribuir cuencos de patatas, judías y ensalada de fruta, boles de gelatina con malvavisco, castaña y zanahoria rallada, y bandejas de fiambre. En cuanto el fuego está preparado, les llevamos a los hombres fuentes con alas de pollo marinadas en soja, miel y semillas de sésamo, y costillas de cerdo maceradas en salsa hoisin y cinco especias. El aire del mar se mezcla con el aroma de la carne asada; los niños juegan en la orilla; los hombres se encargan de la barbacoa; y las mujeres nos sentamos en las mantas a charlar. Mariko se queda un poco apartada. Tiene a la pequeña Mamie en brazos y vigila a sus otras hijas mestizas, Eleanor y Bess, que están construyendo un castillo de arena.

A mi hermana todos la llaman tía May. Ella tampoco cree en el Dios único, como Sam. ¡Ni mucho menos! Trabaja muchas horas, y a veces se queda hasta muy tarde preparando a los extras para un rodaje, o pasa toda la noche en el plató. Al menos, eso me cuenta. Sinceramente, no sé adónde va, pero tampoco se lo pregunto. Incluso cuando está durmiendo en casa, el teléfono puede sonar a las cuatro o cinco de la madrugada; a veces es alguien que acaba de perder todo su dinero apostando y necesita un trabajo. Nada de todo eso encaja bien con mis creencias cristianas, y por eso me gusta traer a mi hermana a estas excursiones a la playa.

—Mira a esa recién llegada —dice May, ajustándose las gafas de sol y el sombrero.

Ladea disimuladamente la cabeza hacia Violet Lee, que hace visera con sus largos y afilados dedos y escudriña el océano, donde Joy y sus amigas, cogidas de la mano, saltan por encima de las olas. Aquí hay muchas mujeres que, como Violet, acaban de bajar del barco. Ahora, casi el cuarenta por ciento de la población china de Los Ángeles la componen mujeres, pero Violet no es una esposa ni una novia de guerra. Su marido y ella vinieron a estudiar a la Universidad de Los Ángeles: ella, Bioingeniería, y Rowland, Ingeniería. Cuando China cerró las fronteras, se quedaron atrapados aquí con su hijo pequeño. No son hijos de papel, socios de papel ni empleados, pero aun así son wang k’uo nu, esclavos de la tierra perdida.

Violet y yo nos llevamos bien. Ella tiene las caderas estrechas, y eso, según mi madre, revela que una mujer tiene talento para la conversación. ¿Es mi mejor amiga? Miro a mi hermana de soslayo. No, nunca. Violet es una buena amiga, como en su día lo fue Betsy. Pero May no sabe de qué habla. Es cierto que algunas mujeres que hemos conocido últimamente parecen recién llegadas —igual que nosotras en su momento—, pero muchas son como Violet: tienen estudios, han llegado a este país con su propio dinero, no han tenido que pasar ni una sola noche en Chinatown, y se han comprado bungalows y casas en Silver Lake, Echo Park o Highland Park, donde los chinos son bien recibidos. No sólo no viven en Chinatown, sino que tampoco trabajan allí. No son empleados de lavandería, sirvientes, empleados de restaurante ni dependientes de tiendas de curiosidades. Son la flor y nata de China, los que pudieron permitirse el lujo de salir del país. Y ya han llegado mucho más lejos de lo que nosotros llegaremos. Ahora Violet da clases en la Universidad del Sur de California, y Rowland trabaja en la industria aeroespacial. Sólo acuden a Chinatown para ir a la iglesia y comprar comida. Se han unido a nuestro grupo para que su hijo conozca a otros niños chinos.

May se fija en un muchacho.

—¿Crees que a ese recién llegado le interesa nuestra NA? —pregunta con recelo. El recién llegado al que se refiere es el hijo de Violet; NA es mi hija nacida en América.

—Leon es un chico muy agradable y muy buen estudiante —contesto mientras lo veo zambullirse ágilmente en el mar—. Es el mejor de su clase en la escuela, igual que Joy en la suya.

—Me recuerdas a mama hablando de Tommy y de mí —bromea May.

—No veo nada malo en que Leon y Joy se conozcan —replico, y por una vez no me ofende que me haya comparado con mama. Al fin y al cabo, la razón por la que existe esta asociación es que queremos que los niños y niñas se conozcan y que, algún día, puedan casarse entre sí. La expectativa implícita es que se casen con alguien de origen chino.

—Joy tiene suerte de que no vayan a concertarle una boda. —May suelta un suspiro—. Pero incluso cuando se trata de animales, siempre es preferible un pura raza a un chucho.

Cuando pierdes tu patria, ¿qué conservas y qué abandonas? Nosotros sólo hemos conservado lo que se podía salvar: la comida china, el idioma chino, la costumbre de enviar dinero a la familia Louie que sigue en el pueblo. Pero ¿y el matrimonio concertado para mi hija? Sam no es Z.G., pero es un hombre bueno. Y Vern, pese a haber sido siempre imperfecto, nunca ha pegado a May ni ha perdido dinero en las apuestas.

—No le des prisa para que se case —continúa mi hermana—. Deja que estudie —agrega, cuando eso es algo por lo que llevo trabajando prácticamente desde el día en que nació Joy—. En Shanghai no tuve las mismas oportunidades que tú —se lamenta—, pero Joy debería ir a la universidad, como hiciste tú. —Hace una pausa para que asimile sus palabras, como si fuera la primera vez que las oigo—. Pero me encanta que tenga tan buenos amigos —añade, mientras las niñas vuelven a cogerse de las manos al acercarse una gran ola—. ¿Te acuerdas de cuando podíamos reír así? No concebíamos que pudiera pasarnos nada malo.

—La felicidad no tiene nada que ver con el dinero —digo con convencimiento. Pero May se muerde el labio inferior, y comprendo que mi comentario no ha sido nada acertado—. Cuando baba lo perdió todo, pensamos que era el fin del mundo…

—Lo era. Nuestras vidas habrían sido muy diferentes si baba hubiera ahorrado nuestro dinero en lugar de perderlo jugando; por eso ahora trabajo tanto para ganarlo.

«Para ganarlo y para gastártelo en ropa y joyas», pienso, pero no lo menciono. Nuestras diferentes actitudes respecto al dinero son una de las cosas que la sacan de quicio.

—Lo que quiero decir —insisto, con la esperanza de no irritarla más— es que Joy tiene la suerte de tener amigos, como yo tengo la suerte de tenerte a ti. Cuando se casó, mama no volvió a ver a sus hermanas, pero tú y yo nos tendremos siempre. —Le paso un brazo por los hombros y la sacudo cariñosamente—. A veces pienso que algún día acabaremos compartiendo una habitación, como cuando éramos pequeñas, sólo que estaremos en una residencia para ancianos. Comeremos juntas. Venderemos números de rifa juntas. Haremos manualidades juntas…

—Iremos a la primera sesión juntas —añade May sonriendo.

—Y cantaremos salmos juntas.

May frunce el entrecejo. He cometido otro error, y me apresuro a arreglarlo:

—¡Y jugaremos al mahjong! Seremos dos mujeres rollizas retiradas que juegan al mahjong y se quejan por todo.

May asiente con la cabeza mientras mira con añoranza hacia el oeste, más allá del mar y el horizonte.

Cuando llegamos a casa, encontramos a padre Louie dormido en su sillón. Les doy sombreros de paja a Joy, Hazel y Rose y las envío al patio trasero, donde recogen granos de pimienta del suelo, llenan sus sombreros y se lanzan las inofensivas bolitas rosa, riendo, chillando y correteando entre las plantas. Sam y yo vamos a la habitación de Vern a cambiarle el pañal. La ventana abierta no ayuda mucho a eliminar el olor a enfermedad, pus y excrementos. May prepara el té. Nos sentamos unos minutos para contarle a Vern lo que hemos hecho hoy, y luego vuelvo a la cocina para preparar la cena.

Lavo el arroz, corto jengibre y ajo, troceo carne de ternera. Antes de empezar a cocinar, envío a las hijas de los Yee a su casa. Mientras preparo la ternera lo mein con curry y tomate, Joy pone la mesa, una tarea que en Shanghai siempre realizaban nuestros sirvientes bajo la atenta mirada de mama. Joy coloca los palillos y se asegura de que ninguno quede torcido, porque eso significaría que quien los utilice perderá un barco, un avión o un tren (aunque nadie tiene previsto ir a ninguna parte). Mientras sirvo la comida en la mesa, Joy va a buscar a su tía, su padre y su abuelo. He tratado de inculcarle las cosas que mama intentó enseñarme a mí. La diferencia es que mi hija presta atención y ha aprendido. Nunca habla durante la cena, algo en lo que May y yo siempre fallábamos. Nunca se le caen los palillos, porque trae mala suerte, ni los deja dentro del cuenco de arroz, porque eso sólo se hace en los funerales y sería descortés hacia su abuelo, que últimamente piensa a menudo en su propia muerte.

Después de cenar, Sam ayuda a padre a volver a su sillón. Yo limpio la cocina mientras May le lleva un plato de comida a Vern. Estoy con las manos metidas en el agua jabonosa, contemplando el jardín, que brilla a la última luz de la tarde estival, cuando oigo llegar a mi hermana por el pasillo. Luego oigo un grito ahogado, un respingo tan fuerte y brusco que de pronto me entra un miedo terrible. ¿Será Vern? ¿Padre? ¿Joy? ¿Sam?

Corro hasta la puerta de la cocina y asomo la cabeza. May está plantada en medio del salón, con el plato vacío de Vern en la mano, las mejillas coloradas y una expresión que no logro descifrar. Mira fijamente hacia el sillón de padre, así que pienso que mi suegro ha fallecido. Me digo que la muerte no ha escogido un mal día para presentarse. Padre tiene más de ochenta años, ha pasado un día tranquilo con su hijo, ha cenado con su familia y ninguno de nosotros puede estar descontento con las relaciones familiares.

Entro en el salón, dispuesta a enfrentarme a este triste momento, y me quedo paralizada como mi hermana: mi suegro se encuentra perfectamente. Está sentado con los pies en alto en su sillón reclinable, con su larga pipa en la boca, y con un ejemplar de China Reconstructs en las manos. Verlo leyendo esa revista ya es bastante sorprendente. Proviene de la China Roja y es una herramienta de propaganda comunista. Circulan rumores de que el gobierno tiene espías en Chinatown que se enteran de quién compra publicaciones como ésa. Padre Louie, de quien no se puede decir en absoluto que sea partidario del régimen comunista, nos ha advertido que no vayamos al estanco ni a la papelería donde venden esa revista bajo mano.

Pero lo que me sorprende no es la revista, sino la portada, que mi suegro nos muestra con orgullo. La imagen que aparece en ella nos resulta familiar, aunque nosotras no leamos esa clase de publicaciones: el esplendor de la Nueva China representado por dos jóvenes vestidas de campesinas, con las mejillas coloradas, los brazos cargados de frutas y hortalizas, ensalzando el nuevo régimen; todo plasmado con intensos tonos rojos. Y esas dos chicas bonitas somos May y yo. El pintor, que ha adoptado el estilo de los comunistas, con imágenes exuberantes y muy realzadas, resulta fácilmente identificable por la delicadeza y la precisión de sus pinceladas. Z.G. está vivo, y no se ha olvidado de mí ni de mi hermana.

—He ido al estanco mientras Vern dormía. Mirad —dice padre Louie sin disimular su orgullo por la imagen de la portada. May y yo ya no aparecemos anunciando jabón, polvos de tocador ni leche infantil en polvo, sino una cosecha espléndida frente a la pagoda Lunghua, donde Z.G. y nosotras fuimos un día a volar cometas—. Todavía sois chicas bonitas.

Padre habla en un tono casi triunfal. Se ha pasado la vida trabajando, y ¿para qué? No ha podido volver a China. Su esposa ha muerto. Su hijo es como una chinche reseca y más o menos igual de sociable. No ha tenido nietos. Sus negocios han quedado reducidos a una mediocre tienda de curiosidades. Pero hay una cosa que sí hizo bien, muy bien: consiguió dos chicas bonitas para Vern y Sam.

May y yo, vacilantes, damos unos pasos hacia él. Es difícil explicar cómo me siento: estoy conmocionada por vernos tal como éramos hace quince años, con las mejillas coloradas, los ojos brillantes y una sonrisa cautivadora; estoy un poco asustada por constatar que hay revistas como ésa en la casa; y estoy casi loca de alegría por saber que Z.G. sigue con vida.

Sam aparece a mi lado haciendo aspavientos, muy emocionado.

—¡Sois vosotras! ¡Sois May y tú! —exclama.

Me sonrojo como si me hubieran descubierto. Y es que me han descubierto. Miro a May en busca de ayuda. Como buenas hermanas, siempre hemos sabido transmitirnos mucho con la mirada.

—Esto debe de haberlo pintado Z.G. Li —dice ella sin alterarse—. Qué bonito que nos haya recordado así. Pearl está preciosa, ¿verdad?

—Os ha pintado exactamente como yo os veo —declara Sam, demostrando ser un buen marido y un cuñado cariñoso—. Siempre hermosas. Eternamente hermosas.

—Sí, hermosas —concede May alegremente—, aunque ninguna de las dos hemos estado jamás tan guapas con ropa de campesina.

Esa noche, cuando todos se han acostado, voy a reunirme con mi hermana. Nos sentamos en su cama, cogidas de la mano, y nos quedamos contemplando la revista. Por mucho que quiera a Sam, una parte de mí se alegra de saber que, al otro lado del océano, en Shanghai —porque tengo que creer que Z.G. está allí—, en un país al que no puedo volver, el hombre que amé hace tanto tiempo todavía me ama.

Una semana más tarde, nos damos cuenta de que la debilidad y el letargo de padre son algo más que síntomas del enlentecimiento propio de la vejez. Está enfermo. El médico nos dice que es cáncer de pulmón y que no se puede hacer nada. La muerte de Yen-yen fue tan repentina y llegó en un momento tan inconveniente que no tuvimos ocasión de prepararnos para su muerte ni llorar su pérdida. Esta vez, cada uno reflexiona a su manera sobre los errores cometidos en el pasado y procura corregirlos en el tiempo que le queda.

En los meses siguientes recibimos muchas visitas. Todos hablan con respeto de mi suegro, lo consideran un Hombre de la Montaña Dorada; sin embargo, estos últimos días, cuando lo miro sólo veo a un hombre destrozado. Ha trabajado mucho, pero ha perdido sus negocios y sus propiedades en China y casi todo lo que había conseguido aquí. Ahora, al final, tiene que depender de su hijo de papel para la vivienda, la comida, la pipa de la noche y los ejemplares de China Reconstructs que Sam compra bajo mano en la tienda de la esquina.

El único consuelo de padre en estos meses finales, mientras el cáncer le come los pulmones, son las fotografías que recorto de la revista y cuelgo en la pared junto a su sillón. Lo veo muchas veces con lágrimas en sus descarnadas mejillas, contemplando el país del que se marchó de joven: las montañas sagradas, la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida. Dice que odia a los comunistas, porque es lo que ha de decir todo el mundo, pero todavía siente un amor por la tierra, el arte, la cultura y la gente de China que no tiene nada que ver con Mao, con el Telón de Bambú ni con el miedo a los rojos. Y él no es el único que siente nostalgia de su patria. Muchos de los primeros en llegar a América, como tío Wilburt y tío Charley, vienen a casa y también se quedan contemplando esas imágenes de su hogar perdido; sienten un profundo amor por China, sin importarles en qué se ha convertido. Pero las cosas se precipitan y padre no tarda en morir.

El funeral es el acontecimiento más importante de la vida de una persona, más relevante que un nacimiento, un cumpleaños o una boda. Como padre era un hombre y vivió más de ochenta años, su funeral es mucho más lujoso que el de Yen-yen. Alquilamos un Cadillac descapotable para recorrer Chinatown con un gran retrato de padre Louie, enmarcado con flores, en el asiento trasero. El chófer del coche fúnebre lanza monedas por la ventanilla para contentar a los demonios maléficos y los fantasmas que podrían intentar cerrarle el paso. Detrás va una banda de música que interpreta canciones populares chinas y marchas militares. En la sala donde se celebra la ceremonia, trescientas personas se inclinan tres veces ante el ataúd y otras tres veces ante nosotros, los miembros de la familia. Ofrecemos monedas a los dolientes para dispersar el sa hee —el aire impuro relacionado con la muerte— y caramelos para eliminar el sabor amargo de la misma. Todos visten de blanco: el color del luto, el color de la muerte. Luego vamos al restaurante Soochow, donde se celebra el gaai wai jau, el banquete tradicional «sencillo» de siete platos a base de pollo, marisco y verduras al vapor, cuya finalidad es «paliar la pena», desearle al difunto una larga vida en el más allá, ayudarnos a superar la pérdida y animarnos a dejar atrás los vapores de la muerte antes de volver a casa.

Durante tres meses, mientras dura el período de luto riguroso, las mujeres vienen a casa a jugar al dominó con May y conmigo. A veces me sorprendo contemplando las fotografías que colgué en la pared, encima del sillón de padre. No sé por qué, pero no me decido a retirarlas.