Miedo

Es casi mediodía del segundo sábado de noviembre de 1950. Dentro de poco he de ir a buscar a Joy y su amiga Hazel Yee a la nueva Iglesia Metodista China, donde reciben clases de chino. Bajo corriendo la escalera, recojo el correo y vuelvo a subir presurosa al apartamento. Echo un vistazo a las facturas y separo dos cartas. Una lleva matasellos de Washington D.C. Reconozco la caligrafía de Betsy y me meto el sobre en el bolsillo. La otra carta va dirigida a padre Louie y viene de China. La dejo en la mesa del salón junto con las facturas para que mi suegro la vea cuando llegue a casa esta noche. Luego cojo mi bolsa de la compra y un jersey, bajo a la calle, camino hasta la iglesia y me quedo esperando a Joy y Hazel en la puerta.

Cuando Joy era pequeña, yo quería que aprendiera a hablar y escribir chino. El único sitio donde podía hacerlo —y hay que reconocer que las misioneras fueron muy listas— era en una de las misiones de Chinatown. No bastaba con que pagáramos un dólar mensual por las clases —cinco días y medio por semana—, ni que la niña tuviera que ir a catequesis los domingos, sino que, además, uno de sus padres debía asistir también al servicio dominical, lo cual llevo haciendo con regularidad desde hace siete años. Aunque muchos padres protestan por esta norma, a mí me parece un intercambio justo. Y a veces hasta me gusta escuchar los sermones, que me recuerdan a los que oía en Shanghai cuando vivía allí.

Abro la carta de Betsy. Hace trece meses que Mao tomó el poder en China, y cuatro meses y medio que Corea del Norte —con la ayuda del Ejército Popular de Liberación chino— invadió Corea del Sur. Hace sólo cinco años, China y Estados Unidos eran aliados.

Ahora, de la noche a la mañana, la China comunista se ha convertido en el segundo enemigo más odiado de Estados Unidos, detrás de Rusia. Estos dos últimos meses, Betsy me ha escrito varias veces para contarme que han puesto su lealtad en tela de juicio porque se quedó en China mucho tiempo, y que su padre es uno de los que el Departamento de Estado ha acusado de comunista y «chino de adopción». Cuando vivíamos en Shanghai, llamar a alguien «chino de adopción» era un cumplido; ahora, en Washington, es como llamarlo infanticida. Betsy me escribe:

Mi padre está metido en un buen lío. ¿Cómo pueden echarle en cara cosas que escribió hace veinte años criticando a Chiang Kai-shek y lo que estaba haciendo en China? Dicen que es simpatizante de los comunistas, y le reprochan que ayudara a «perder China». Mi madre y yo confiamos en que pueda conservar el empleo. Si acaban despidiéndolo, espero que le dejen la pensión. Por suerte, todavía tiene amigos en el Departamento de Estado que lo conocen bien y saben la verdad.

Mientras doblo la carta y la guardo en el sobre, me pregunto qué puedo contestarle. No creo que a Betsy le ayude que le diga que todos tenemos miedo.

Joy y Hazel salen corriendo a la calle. Tienen doce años y llevan siete semanas en sexto curso. Se creen ya mayores, pero son chinas y todavía no están desarrolladas físicamente. Las sigo; van contoneándose por la calle camino del restaurante, cogidas de la mano y hablándose al oído. Paramos un momento en una carnicería de Broadway a recoger un kilo de char siu, la carne de cerdo especiada a la barbacoa que constituye el ingrediente secreto del chow mein de Sam. Hoy la tienda está abarrotada de clientes, y todos tienen miedo, como desde que empezó esta nueva guerra. Hay gente que se refugia en el silencio. Otros se hunden en la depresión. Y algunos, como el carnicero, están enojados.

—¿Por qué no nos dejan en paz? —pregunta en sze yup a nadie en particular—. ¿Acaso tengo yo la culpa de que Mao quiera extender el comunismo? ¡Yo no tengo nada que ver con eso! —Nadie discute con él. Todos pensamos lo mismo—. ¡Siete años! —exclama mientras golpea un trozo de carne con su cuchillo—. Sólo hace siete años que anularon la Ley de Exclusión. Ahora el gobierno lo fan ha aprobado una nueva ley para encerrar a los comunistas si se produce una emergencia nacional. Cualquiera que alguna vez haya dicho una sola palabra contra Chiang Kai-shek es sospechoso de ser comunista. —Blande el cuchillo—. Y ni siquiera hace falta que hables mal de él. ¡Basta con que seas chino y vivas en este infierno de país! ¿Sabéis qué significa eso? ¡Que todos vosotros sois sospechosos!

Joy y Hazel han dejado de hablar entre sí y miran al carnicero con los ojos muy abiertos. Lo único que una madre quiere es proteger a sus hijos, pero yo no puedo proteger a Joy de todo. Cuando paseamos juntas por la calle, no siempre puedo evitar que se fije en los titulares de los periódicos. Puedo pedirles a los tíos que no hablen de la guerra cuando vienen a cenar los domingos, pero la noticia está por todas partes, y la gente habla.

Joy es demasiado pequeña para entender que, con la suspensión del hábeas corpus, cualquiera —incluidos sus padres— puede ser detenido y retenido indefinidamente. Ignoramos qué entienden los lo fan por «emergencia nacional», pero todavía tenemos muy reciente en la memoria el internamiento de los japoneses. Hace poco, cuando el gobierno les dio veinticuatro horas a nuestras organizaciones locales —desde la Asociación de Beneficencia hasta el Club Juvenil— para que le entregaran la lista de sus miembros, a muchos de nuestros vecinos les entró pánico, porque sabían que su nombre aparecería en la lista de al menos uno de los cuarenta grupos investigados. Entonces leímos en el periódico chino que el FBI había instalado micrófonos en las oficinas de la Asociación de Empresas de Lavandería y que había decidido investigar a todos los suscriptores del China Daily News. Desde entonces, me alegro muchísimo de que padre Louie esté suscrito al Chung Sai Yat Po, el periódico pro-Kuomintang, procristiano y proasimilación, y que sólo de vez en cuando compre el China Daily.

No sé contra qué arremeterá el carnicero a continuación, pero no quiero que las niñas lo oigan. Cuando decido marcharme, el hombre se calma lo suficiente para que le haga mi pedido. Mientras envuelve el char siu en papel rosa, me cuenta en tono más comedido:

—Aquí en Los Ángeles no estamos tan mal, señora Louie. Pero tenía un primo en San Francisco que prefirió suicidarse a que lo detuvieran. No había hecho nada malo. Me han hablado de otros a los que han enviado a la cárcel y que ahora están a la espera de que los deporten.

—Todos hemos oído esas historias. Pero ¿qué podemos hacer?

Él me da la carne.

—Hace mucho tiempo que tengo miedo, y estoy harto. ¡Harto! Y frustrado…

Como su voz empieza a subir de nuevo, saco a las niñas de la tienda. Joy y Hazel guardan silencio durante el resto del corto camino hasta el restaurante. Una vez dentro, nos dirigimos a la cocina. May, que está en su despacho hablando por teléfono, sonríe y nos saluda con la mano. Sam está preparando la pasta para rebozar el cerdo agridulce que tanto éxito tiene entre nuestra clientela. No puedo evitar fijarme en que utiliza un cuenco más pequeño que el del año pasado, cuando abrimos el restaurante. Esta nueva guerra nos ha hecho perder muchos clientes; ya han cerrado algunos negocios de Chinatown. Y fuera de Chinatown le temen tanto a China que muchos chinos americanos han perdido el empleo.

Quizá no tengamos tanta clientela como antes, pero no lo estamos pasando tan mal como otros. En casa economizamos mucho. Comemos más arroz y menos carne. Además, tenemos a May, que todavía dirige su negocio de alquiler, trabaja de agente y aparece de vez en cuando en alguna película o algún programa de televisión. En cualquier momento, los estudios empezarán a producir películas sobre la amenaza del comunismo. Cuando eso ocurra, May tendrá mucho trabajo. El dinero que gane irá a parar a la hucha familiar y todos lo compartiremos.

Le doy a Sam el char siu, y luego les preparo a las niñas un refrigerio que combina el gusto chino y el occidental: cacahuetes, unas rodajas de naranja, cuatro galletas de almendras y dos vasos de leche. Las niñas dejan los libros en la mesa de trabajo. Hazel se sienta y espera con las manos entrelazadas sobre el regazo; mientras, Joy va hasta la radio que tenemos en la cocina para distraer al personal y la enciende.

Le hago una seña:

—Esta tarde nada de radio.

—Pero mamá…

—No quiero discutir. Hazel y tú tenéis que hacer los deberes.

—Pero ¿por qué?

«Porque no quiero que oigáis más malas noticias», pienso, pero no lo digo. No me gusta mentirle a mi hija, pero estos últimos meses me he inventado mil excusas para no dejarla escuchar la radio: tengo migraña, o su padre está de mal humor, incluso algún seco «porque lo digo yo», que surte efecto pero no puedo usar todos los días. Aprovechando que hoy está Hazel, pruebo una nueva excusa:

—¿Qué pensaría la madre de Hazel si os dejara escuchar la radio? Queremos que tengáis sobresalientes en la escuela. No quiero que la señora Yee se enfade conmigo.

—Pero si hasta ahora siempre nos has dejado —replica Joy. Yo niego con la cabeza y ella recurre a su padre—: ¡Papá!

Sam ni siquiera se molesta en levantar la vista:

—Obedece a tu madre.

Joy apaga la radio, vuelve a la mesa y se sienta al lado de Hazel. Por suerte, Joy es una niña obediente, porque estos últimos cuatro meses han sido difíciles. Soy mucho más moderna que las otras madres de Chinatown, pero no tanto como a Joy le gustaría. Le he explicado que muy pronto recibirá la visita de la hermanita roja y qué significa eso respecto a los chicos, pero no encuentro la forma de hablar con ella sobre esta nueva guerra.

May entra en la cocina. Besa a Joy, le palmea la mejilla a Hazel y se sienta enfrente de ellas.

—¿Cómo están mis chicas favoritas? —pregunta.

—Bien, tía May —contesta Joy sombríamente.

—No pareces muy entusiasmada. Anímate. Es sábado. Ya ha terminado la escuela china y tienes el resto del fin de semana libre. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Queréis que os lleve al cine?

—¿Podemos ir, mami? —me pregunta Joy, animada.

Hazel, a quien es evidente que le encantaría pasar la tarde en el cine, dice:

—Yo no puedo. Tengo deberes de la escuela americana.

—Y Joy también —añado.

May respeta mi criterio sin vacilar:

—Entonces será mejor que los hagáis.

Desde que murió mi hijo, mi hermana y yo estamos muy unidas. Como habría dicho mama, somos como grandes vides con las raíces entrelazadas. Cuando yo estoy deprimida, May está contenta. Cuando yo estoy contenta, ella está deprimida. Cuando yo engordo, ella adelgaza. Cuando yo adelgazo, ella sigue perfecta. No tenemos por qué compartir emociones u opiniones, pero quiero a mi hermana tal como es. Ya no le guardo ningún resentimiento; al menos hasta la próxima vez que ella hiera mis sentimientos o que yo haga algo que la irrite o la frustre.

—Si queréis, puedo ayudaros —les dice May a las niñas—. Si terminamos los deberes deprisa, quizá podamos salir a comprar un helado.

Joy me interroga con sus brillantes ojos.

—Podréis ir si termináis los deberes.

May apoya los codos en la mesa:

—A ver, ¿qué tenéis? ¿Matemáticas? Eso se me da bastante bien.

—Tenemos que presentar ante la clase una noticia actual… —explica Joy.

—Sobre la guerra —termina Hazel.

Presiento que tendré jaqueca. ¿No podría ser la maestra un poco más sensible respecto a ese tema?

Joy abre su bolsa, saca un Los Angeles Times doblado y lo extiende sobre la mesa. Señala una noticia y dice:

—Pensábamos hacer ésta.

May la lee en voz alta:

—«Hoy, el gobierno de Estados Unidos ha dado órdenes de impedir que los estudiantes chinos que estudian en América regresen a su país de origen, por temor a que se lleven secretos científicos y tecnológicos. —Hace una pausa, me mira y sigue leyendo—: El gobierno también ha prohibido los envíos de dinero a la China continental e incluso a la colonia británica de Hong Kong, desde donde ese dinero podría cruzar la frontera. A quienes sean descubiertos enviando dinero a sus familiares de China se les impondrá una multa de diez mil dólares y cumplirán una condena de hasta diez años de cárcel.»

Me meto una mano en el bolsillo y toco la carta de Betsy. Si la situación es peligrosa para alguien como el señor Howell, podría ser mucho peor para las personas como padre Louie, que llevan años enviando «dinero para el té» a sus parientes y pueblos de China.

—«En respuesta a estas medidas —continúa May—, las Seis Empresas, la organización chino-americana más poderosa de Estados Unidos, ha organizado una violenta campaña anticomunista con la esperanza de detener las críticas y reducir los ataques que se han producido en los barrios chinos de todo el país.» —Levanta la vista—. ¿Vosotras tenéis miedo, niñas? —pregunta. Joy y Hazel asienten con la cabeza—. Pues no tengáis miedo. Vosotras nacisteis aquí. Sois americanas. Tenéis todo el derecho a vivir en este país. No tenéis nada que temer.

Estoy de acuerdo en que tienen derecho a estar aquí, pero creo que hacen bien en estar asustadas. Procuro imitar el tono que adopté la primera vez que previne a Joy sobre los chicos: calmado pero serio.

—Pero debéis tener cuidado. Algunos os mirarán y verán a unas niñas de piel amarilla e ideología roja. —Frunzo el entrecejo y añado—: ¿Me entendéis?

—Sí —responde Joy—. En clase hemos hablado de eso con la maestra. Dice que, debido a nuestro aspecto, algunas personas podrían identificarnos con el enemigo, aunque seamos ciudadanas.

Al oírla, comprendo que debo esforzarme más para protegerla. Pero ¿cómo? Nunca nos han enseñado a defendernos de las miradas maliciosas ni de los rufianes callejeros.

—Quiero que vayáis juntas a la escuela y que volváis juntas, como os dije. Haced vuestras tareas escolares y…

—Típico de tu madre —me corta May—. Preocuparse, preocuparse, preocuparse. Nuestra madre era igual. Pero ¡miradnos ahora! —Se inclina sobre la mesa y le coge una mano a cada niña—. Todo irá bien. Nunca debéis disimular lo que sois. Guardar secretos así no conduce a nada bueno. Bueno, terminemos los deberes y vayamos a por ese helado.

Las niñas sonríen. Mientras redactan el trabajo, May sigue hablando con ellas, animándolas a profundizar en los temas abordados en el artículo del periódico. Quizá mi hermana esté tomando la actitud más correcta. Quizá las niñas sean demasiado pequeñas para tener miedo. Y quizá si redactan el trabajo sobre esa noticia, no sean tan ignorantes respecto a lo que sucede a su alrededor como lo éramos May y yo cuando vivíamos en Shanghai. Pero ¿me gusta? No, no me gusta nada.

Esa noche, después de cenar, padre Louie abre la carta que ha recibido de Wah Hong. «No necesitamos nada. No hace falta que nos envíes dinero», aseguran en ella sus parientes.

—¿Crees que es auténtica? —le pregunta Sam.

Padre Louie le pasa la carta a mi marido, que la examina antes de pasármela a mí. La caligrafía es sencilla y clara. El papel parece gastado y maltratado, como el de las cartas que hemos recibido hasta ahora.

—La firma parece la misma —observo, y le tiendo la hoja a Yen-yen.

—Debe de ser auténtica —comenta ella—. Le ha costado llegar hasta aquí.

Una semana más tarde nos enteramos de que uno de los primos de mi suegro intentó escapar, pero fue capturado y ejecutado.

Me digo que un Dragón no debería estar tan asustado. Pero estoy asustada. Si sucede algo aquí —y se me ocurren cientos de posibilidades—, no sé qué haré. América es nuestro hogar, pero no pasa un solo día sin que tema que el gobierno encuentre la forma de echarnos del país.

Justo antes de Navidad recibimos una notificación de desalojo. Necesitamos otro sitio donde vivir. Sam y yo podríamos seguir ahorrando dinero para Joy y alquilar una vivienda para nosotros solos, pero lo único que tenemos —nuestra fuerza— proviene de la familia. Es una idea anticuada y china, pero Yen-yen, padre, Vern y Sam son las únicas personas que nos quedan a May y a mí en el mundo. Todos los miembros de la familia contribuyen en algo, excepto Vern y Joy, y a mí me corresponde la tarea de encontrar un nuevo hogar para todos.

No hace mucho, llena de optimismo por el próximo nacimiento de nuestro hijo, estuve buscando una vivienda para Sam y para mí, pero los agentes inmobiliarios me rechazaron y se negaron a enseñarme las casas pese a que las leyes habían cambiado. Hablé con gente que había adquirido una casa y se había mudado por la noche, y que por la mañana había encontrado el jardín lleno de basura. Entonces Sam dijo que se iría a vivir «a cualquier sitio donde nos acepten». Somos chinos, y somos una familia de tres generaciones que ha decidido vivir junta. Sólo conozco un sitio donde nos aceptarán sin reservas: Chinatown.

Voy a ver un pequeño bungalow cerca de Alpine Street. Me han dicho que tiene tres dormitorios pequeños, un porche cerrado que puede utilizarse como dormitorio y dos cuartos de baño. El terreno está rodeado por una valla baja de tela metálica por la que trepa un rosal Cecile Brunner sin flores. Un enorme pimentero se agita suavemente en el patio. El jardín es un rectángulo seco. Las caléndulas que quedan del verano yacen marchitas y marrones. También hay crisantemos, pero están mustios y parece que no los han podado nunca. Por encima de mi cabeza, un infinito cielo azul promete otro invierno soleado. No necesito entrar en la casa para saber que he encontrado nuestro hogar.

He llegado a la conclusión de que, por cada cosa buena que pasa, ha de pasar algo malo. Cuando estamos haciendo las maletas, Yen-yen comenta que está cansada. Se sienta en el sofá del salón y se muere. Un infarto, dicen los médicos, causado por el exceso de trabajo que conllevaba cuidar a Vern; pero nosotros sabemos que no es eso. Yen-yen ha muerto de tristeza: su hijo se ha derrumbado ante sus ojos; su nieto ha nacido muerto; la mayor parte de la riqueza de su familia, que les costó años acumular, ha quedado reducida a cenizas; y ahora esta mudanza. El funeral es modesto. Al fin y al cabo, Yen-yen no era una persona importante, sino sólo una esposa y una madre. Los dolientes se inclinan tres veces ante su ataúd. Luego celebramos un banquete de diez mesas, de diez comensales cada una, en el restaurante Soochow, donde nos sirven los platos indicados para la ocasión, condimentados con sencillez.

La muerte de Yen-yen supone un duro golpe para todos. Yo no puedo parar de llorar, y padre Louie guarda un silencio lastimoso. Pero ninguno tiene tiempo de pasar el duelo recluido, en silencio, jugando al dominó —como se acostumbra aquí, en Chinatown—, porque a la semana siguiente nos mudamos a la casa nueva. May anuncia que no puede dormir con Vern, y todo el mundo lo entiende. A nadie —por muy cariñoso y leal que sea— le gustaría dormir al lado de una persona que tiene sudores nocturnos y una llaga purulenta en la espalda que apesta a pus, sangre y putrefacción, como olían los pies vendados de mama. Ponemos dos camas individuales en el porche cerrado, una para mi hermana y otra para mi hija. No había previsto esta posibilidad, y me preocupa, pero no puedo hacer nada. May guarda su ropa en el armario de Vern —y un arco iris de vestidos de seda, raso y brocado sobresale por la puerta; los bolsos a juego casi se caen del estante, y sus zapatos, teñidos de todos los colores, cubren el suelo—; Joy tiene dos cajones inferiores del armario empotrado de la ropa blanca que hay en el pasillo, junto al cuarto de baño que comparte con padre Louie y May.

Ahora cada uno debe encontrar una manera de ayudar a la familia. Recuerdo una de las frases célebres de Mao, que ha sido objeto de burla en la prensa americana: «Todo el mundo trabaja, todo el mundo come.» Cada uno tiene una tarea: May sigue contratando extras para películas y los nuevos programas de televisión, Sam regenta el restaurante Pearl, padre Louie se ocupa de la tienda de curiosidades, Joy estudia en la escuela y ayuda a la familia en su tiempo libre. Yen-yen se ocupaba de su hijo enfermo, y ahora ese trabajo recae sobre mí. Me llevo bien con Vern, pero no quiero convertirme en enfermera. Cuando entro en su habitación, el olor a carne enferma me golpea en el rostro. Cuando se sienta, su columna vertebral se dobla hacia abajo y parece un crío. Tiene los músculos fofos y pesados, como cuando se te duerme un pie. Sólo aguanto un día, y luego voy a hablar con mi suegro para apelar la decisión.

—Cuando no quieres ayudar a la familia, suena como si vivieras en América —me dice.

—Es que vivo en América —contesto—. Quiero mucho a mi cuñado, ya lo sabes. Pero no es mi marido. Es el marido de May.

—Pero tú tienes buen corazón, Pearl. —Se le quiebra la voz—. Eres la única en quien puedo confiar para que se ocupe de mi hijo.

Me digo que el destino es inevitable y que lo único seguro es la muerte, pero me pregunto por qué el destino tiene que ser siempre tan trágico. Los chinos creemos que podemos hacer muchas cosas para mejorarlo: coser amuletos en la ropa de nuestros hijos, pedir ayuda a los maestros de feng shui para escoger fechas propicias, y confiar en la astrología para que nos diga si debemos casarnos con una Rata, un Gallo o un Caballo. Pero ¿dónde está mi fortuna, el bien que se supone que ha de llegar en forma de felicidad? Estoy en una casa nueva, pero en lugar de mimar a mi hijo varón, tengo que cuidar a Vern. Y estoy cansada y desmoralizada. El miedo no me abandona nunca. Necesito ayuda. Necesito que alguien me escuche.

El domingo siguiente voy a la iglesia con Joy, como suelo. Escuchando las palabras del reverendo, recuerdo la primera vez que Dios entró en mi vida, cuando yo era una cría. Un lo fan vestido de negro me abordó en la calle, delante de nuestra casa de Shanghai. Quería venderme una Biblia por dos peniques. Entré en casa y le pedí el dinero a mama. Ella me apartó diciendo: «Dile a ese hombre que venere a sus antepasados. Así las cosas le irán mejor en el más allá.»

Salí a la calle, le pedí disculpas al misionero por hacerle esperar y le transmití el mensaje de mama. Entonces él me regaló la Biblia. Era mi primer libro y yo estaba entusiasmada, pero esa noche, después de acostarme, mama la tiró a la basura. Sin embargo, el misionero no desistió y me invitó a ir a jugar en la misión metodista. Más tarde me propuso que asistiera a la escuela de la misión, también gratis. Mama y baba no podían rechazar una oferta así. Cuando May tuvo edad suficiente, empezó a ir conmigo a aquella escuela. Pero todas las ideas sobre Jesús no calaron en nosotras. Nosotras éramos «cristianas de arroz»: nos aprovechábamos de la comida y las clases de los diablos extranjeros, pero desdeñábamos sus palabras y sus creencias. Cuando nos convertimos en chicas bonitas, los pocos zarcillos de cristianismo que se nos habían adherido se secaron y murieron. Además, después de lo que le pasó a China, a Shanghai y a mi casa durante la guerra, después de lo que nos pasó a mama y a mí en aquella cabaña, me convencí de que no podía haber un Dios único, benévolo y compasivo.

Y ahora tenemos todas nuestras tribulaciones y pérdidas recientes, de las que la muerte de mi hijo ha sido la peor. Todas las hierbas chinas que tomé, todas las ofrendas que realicé, todas las preguntas sobre el significado de mis sueños… Nada pudo salvarlo, porque yo buscaba ayuda en la dirección equivocada. Sentada en el banco de madera de la iglesia, sonrío para mí mientras recuerdo al misionero que encontré en la calle hace tantos años. Siempre decía que la conversión sincera era inevitable. Ahora ha llegado, por fin. Me pongo a rezar: no por padre Louie, cuya vida dedicada al trabajo está llegando a su fin; no por mi marido, que lleva las cargas de la familia sobre su ventilador de hierro; no por mi bebé, que está en el más allá; no por Vern, cuyos huesos se derrumban ante mis ojos; sino para alcanzar la paz mental, para dar sentido a todas las desgracias de mi vida, y para creer que quizá todo este sufrimiento obtenga su recompensa en el cielo.