El aire de este mundo

Estamos acostumbrados a oír que las historias sobre mujeres carecen de importancia. Al fin y al cabo, ¿qué valor tiene lo que ocurre en el salón, la cocina o el dormitorio? ¿A quién le importan las relaciones entre madres, hijas y hermanas? La enfermedad de un bebé, el sufrimiento y el dolor de un parto, los esfuerzos por mantener a la familia unida durante la guerra, en la pobreza o incluso en épocas de bonanza están considerados asuntos insignificantes comparados con las historias de los hombres, que luchan contra la naturaleza para obtener cosechas, que libran batallas para proteger a su patria, que se esfuerzan por mejorar y alcanzar la perfección. Nos dicen que los hombres son fuertes y valientes, pero creo que las mujeres saben resistir, aceptar la derrota y soportar el dolor físico y psicológico mucho mejor que los hombres. Los hombres de mi vida —baba, Z.G., mi marido, mi suegro, mi cuñado y mi hijo— se enfrentaron, cada uno en su medida, a esas grandes batallas masculinas; pero sus corazones, muy frágiles, se marchitaron, se encorvaron, se paralizaron, se pudrieron, se partieron o se deshicieron al enfrentarse a las pérdidas que las mujeres afrontan a diario. Como hombres, deben mantenerse firmes ante la tragedia y los obstáculos, pero son vulnerables como los pétalos de una flor.

Así como oímos decir que las historias sobre mujeres son insignificantes, también oímos que las cosas buenas siempre llegan por pares y que las cosas malas llegan de tres en tres. Si se estrellan dos aviones, no nos sorprende que se estrelle un tercero. Si muere una estrella de cine, sabemos que morirán otras dos. Si nos damos en un dedo del pie y perdemos las llaves del coche, sabemos que aún ha de pasar otra cosa mala para que se complete el ciclo. Lo único que podemos hacer es confiar en que se abolle el parachoques, aparezca una gotera en el techo o perdamos el empleo, y no que alguien muera, se divorcie, o estalle otra guerra.

Las tragedias de la familia Louie llegan en forma de cascada larga y devastadora, como una catarata, como una presa abierta bruscamente, como una ola gigantesca que rompe, destruye y luego se lleva los restos mar adentro. Nuestros hombres intentan aparentar fortaleza, pero somos May, Yen-yen y yo quienes hemos de calmarlos y ayudarlos a soportar el dolor, la angustia y la vergüenza.

Estamos a principios del verano de 1949, y la melancolía de junio es peor de lo habitual, sobre todo por la noche. Una densa niebla llega desde el mar y queda suspendida sobre la ciudad como una manta empapada. El médico me avisa de que cualquier día empezaré a tener contracciones, pero quizá este tiempo haya adormecido a mi bebé, o quizá no quiera venir a un mundo tan gris y frío cuando está rodeado de calor en mi vientre. No me preocupo. Me quedo en casa y espero.

Esta noche, Vern y Joy me hacen compañía. Vern no se encuentra muy bien últimamente, así que está durmiendo en su habitación. A Joy le queda sólo una semana para terminar quinto curso. Desde donde estoy sentada, en la mesa del comedor, la veo acurrucada en el sofá, ceñuda. No le gusta practicar las tablas de multiplicar ni comprobar lo rápido que completa las páginas de divisiones complejas que su maestra le ha dado para aumentar su velocidad y precisión.

Vuelvo a hojear el periódico. Hoy lo he releído mil veces, creyendo y luego negándome a creer lo que leía. La guerra civil está destrozando mi país natal. El Ejército Rojo de Mao Tse-tung avanza por China con la misma firmeza con que lo hicieron los japoneses en su día. En abril, sus tropas tomaron Nanjing. En mayo se hicieron con Shanghai. Recuerdo a los revolucionarios de los bares que solía frecuentar con Z.G. y Betsy. Recuerdo que Betsy se hacía aún más mala sangre que ellos, pero ¿hasta el punto de tomar el país? Sam y yo hemos hablado mucho de esto. Sus padres eran campesinos. No tenían nada. Si hubieran sobrevivido, se habrían beneficiado de un gobierno comunista, pero yo provenía de la bu-er-ch’iao-ya, la clase burguesa. Si mis padres vivieran, estarían sufriendo mucho. Aquí, en Los Ángeles, nadie sabe qué va a pasar, pero todos ocultamos nuestra preocupación tras sonrisas forzadas, palabras vacías y la falsa apariencia de tranquilidad que presentamos a los occidentales, que temen a los comunistas mucho más que nosotros.

Voy a la cocina a preparar té. Estoy delante del fregadero, llenando la tetera, cuando noto un chorro de líquido entre las piernas. ¡Ya está! Por fin he roto aguas. Miro hacia abajo, sonriendo, pero lo que baja por mis piernas y forma un charco en el suelo no es agua, sino sangre. Me atenaza un miedo surgido de esa parte baja de mi anatomía y asciende hasta mi corazón, que late con fuerza. Pero esto sólo es un leve temblor, comparado con lo que sucede a continuación. Una contracción me aprieta toda la cintura y empuja hacia abajo con tanta ferocidad que pienso que el bebé saldrá despedido de mi cuerpo. Pero eso no sucede. Ni siquiera sé si podría suceder. Pero cuando me pongo una mano debajo del vientre y presiono hacia arriba, sale otro chorro de líquido entre mis piernas. Aprieto los músculos, voy hasta la puerta de la cocina arrastrando los pies y llamo a mi hija:

—Joy, ve a buscar a tu tía. —Espero que May esté en su despacho y no fuera, con la gente del estudio con la que sale para consolidar sus contactos—. Si no la encuentras en su despacho, ve al Chinese Junk. Le gusta quedar allí con sus amigos para cenar.

—Ah, mamá…

—¡Ahora mismo! ¡Corre!

Joy me mira. Sólo puede ver mi cabeza, que asoma por la puerta de la cocina, y lo agradezco. Sin embargo, mi rostro debe de delatar algo, porque ella no protesta como suele. En cuanto sale del apartamento, cojo unos trapos de cocina y me los pongo en la entrepierna. Me siento en una silla y me agarro a los reposabrazos para no gritar cada vez que llega otra contracción. Vienen demasiado seguidas. Algo va mal, muy mal.

Cuando Joy vuelve con May, ésta me echa un vistazo, agarra a mi hija por un brazo antes de que pueda ver nada y la aparta.

—Ve al restaurante, Joy. Busca a tu padre. Dile que vaya al hospital.

Joy se marcha, y mi hermana viene a mi lado. Un untuoso pintalabios rojo ha convertido su boca en una ondulante anémona. El perfilador negro agranda sus ojos. Lleva un vestido de raso sin hombros azul lavanda, tan ceñido como un cheongsam. El aliento le huele a ginebra y carne. Me mira un momento a los ojos y luego me levanta la falda. Intenta no revelar nada poco reconfortante, pero la conozco demasiado bien. Ladea la cabeza y ve los trapos empapados de sangre. Se muerde levemente el labio inferior. Me alisa otra vez la falda hasta cubrirme las rodillas.

—¿Podrás andar hasta mi coche o prefieres que pida una ambulancia? —pregunta, tan serena como si estuviera preguntando si prefiero ponerme su sombrero rosa o el azul con el ribete de armiño.

No quiero causar molestias ni gastar dinero.

—Vamos en tu coche, si no te importa que se manche.

—¡Vern! —grita May—. Te necesito, Vern.

Mi cuñado no contesta y May va a buscarlo. Vuelven al cabo de un par de minutos. El niño-esposo debía de estar durmiendo, porque va despeinado y con la ropa arrugada. Al verme se pone a lloriquear.

—Cógela por un lado —ordena May—. Yo la cogeré por el otro.

Me levantan entre los dos y bajamos la escalera. Mi hermana me sujeta con fuerza, pero parece que Vern se está desmoronando bajo mi peso. Esta noche hay una fiesta en La Plaza, y la gente se aparta al ver que sujeto algo entre las piernas, y que mi hermana y Vern me llevan en volandas. A nadie le gusta ver a una mujer embarazada; a nadie le gusta ser testigo de algo tan íntimo. May y Vern me suben al asiento trasero del coche y vamos al Hospital Francés, que está a sólo unas manzanas. May deja el coche en la puerta y entra corriendo para pedir ayuda. Miro por la ventana las luces del aparcamiento. Respiro despacio, metódicamente. Mi barriga reposa sobre mis manos, pesada y quieta. Me recuerdo que mi bebé es Buey, como su padre. Ya de niño, el Buey tiene fuerza de voluntad y resistencia. Me digo que mi hijo está haciendo lo que le marca su carácter, pero tengo mucho miedo.

Otra contracción, la peor hasta ahora.

May vuelve con una enfermera y un hombre, ambos vestidos de blanco. Gritan órdenes, me ponen en una camilla y me entran al hospital tan deprisa como pueden. May va a mi lado, mirándome y hablándome.

—No te preocupes. Todo irá bien. Tener un hijo es doloroso para que nos enteremos de que la vida es una cosa muy seria.

Me agarro a los laterales metálicos de la camilla y aprieto los dientes. El sudor me empapa la frente, la espalda, el pecho, y sin embargo tiemblo de frío.

Lo último que dice mi hermana cuando me meten en la sala de partos es:

—Lucha por mí, Pearl. Lucha por tu vida, como has hecho otras veces.

Mi bebé nace, pero no llega a respirar el aire de este mundo. La enfermera lo envuelve en una sábana y me lo pone en brazos. Tiene las pestañas largas, la nariz respingona y una boca diminuta. Mientras abrazo a mi hijo y contemplo su triste carita, el médico hace su trabajo. Por último, se incorpora y me dice:

—Tenemos que operarla, señora Louie. Vamos a dormirla.

Cuando la enfermera se lleva a mi hijo, sé que no volveré a verlo. Las lágrimas me resbalan cuando me ponen una mascarilla que me tapa la nariz y la boca. Agradezco la negrura que lo invade todo.

Abro los ojos. Mi hermana está sentada al lado de mi cama. Los restos de su pintalabios rojo sólo son una mancha. El perfilador le ha tiznado la cara. Su elegante vestido azul lavanda parece gastado y arrugado. Pero aun así está hermosa, y me transporto a otros tiempos, cuando ella me acompañaba en otra habitación de hospital. Doy un suspiro, y May me coge la mano.

—¿Dónde está Sam? —pregunto.

—Con la familia. Están fuera, en el pasillo. Si quieres, puedo ir a buscarlos.

Necesito a mi marido como el aire que respiro, pero ¿cómo voy a mirarlo a la cara? «Ojalá mueras sin hijos varones»: el peor insulto que puedes recibir.

El médico viene a verme.

—No me explico cómo ha podido llevar tan lejos este embarazo, señora Louie. Ha estado a punto de morir.

—Mi hermana es muy fuerte —dice May—. Ha estado peor otras veces. Tendrá otro hijo.

El doctor niega con la cabeza.

—Me temo que no podrá tener más hijos. —Se vuelve y me mira—. Es una suerte que ya tenga una hija.

May me aprieta la mano con firmeza.

—Eso ya te lo dijeron los médicos hace años, y mira qué ha pasado. Sam y tú podéis intentarlo otra vez.

Creo que son las peores palabras que he oído jamás. Me gustaría gritar: «¡He perdido a mi bebé!» ¿Cómo es posible que mi hermana no entienda lo que siento? ¿Cómo es posible que no entienda lo que significa haber perdido a la persona que he llevado nueve meses nadando dentro de mí, a la que amaba con todo mi corazón, en quien tenía puestas tantas esperanzas? Pero no, las palabras de May no son las peores que podría oír.

—Me temo que eso será imposible. —El médico encubre el horror de sus palabras con esa extraña alegría lo fan y una sonrisa tranquilizadora—. Se lo hemos extirpado todo.

No quiero llorar delante de este hombre. Concentro la mirada en mi brazalete de jade, que no ha cambiado en todos estos años y que no cambiará después de mi muerte. Siempre será duro y frío, un simple trozo de piedra. Sin embargo, para mí es un objeto que me ata al pasado, a personas y lugares que han desaparecido para siempre. Su inalterable perfección es un recordatorio físico para seguir viviendo, para mirar hacia el futuro, para cuidar lo que tengo. Me recuerda que debo resistir. Viviré un día tras otro, paso a paso, porque mi voluntad de continuar es muy fuerte. Me digo eso y blindo mi corazón para ocultar mi dolor, pero no me ayuda cuando la familia entra en la habitación.

Yen-yen tiene el rostro flácido. Padre tiene los ojos apagados y negros como dos trozos de carbón. A Vern la noticia lo afecta físicamente, y se encoge como una calabaza después de una terrible tormenta. Pero Sam… ¡Ay, Sam! Aquella noche de hace diez años, cuando me contó su vida, dijo que no necesitaba tener un hijo, pero estos últimos meses he visto cuánto deseaba, cuánto necesitaba un varón que llevara su apellido, que lo venerara cuando se convirtiera en antepasado, que viviera todos los sueños que él tiene pero que nunca verá cumplidos. Le di esperanzas, y ahora las he destruido.

May echa a los demás de la habitación para que Sam y yo podamos quedarnos a solas. Pero mi marido —ese hombre con pecho de ventilador de hierro, que parece tan fuerte, capaz de levantar cualquier peso, capaz de asumir una humillación tras otra— no puede ensanchar su pecho para soportar mi dolor.

—Mientras esperábamos… —empieza, pero no acaba la frase. Entrelaza las manos a la espalda y empieza a pasearse por la habitación, tratando de dominarse. Al final vuelve a intentarlo—: Mientras esperábamos, le he pedido a un doctor que examinara a Vernon. Le he dicho que mi hermano tiene el aliento débil y la sangre clara —explica, como si nuestros conceptos chinos significaran algo para el médico.

Me gustaría hundir la cara en su tibio y fragante pecho, absorber la fuerza de su ventilador de hierro, oír la firmeza de su corazón, pero él rehúye mi mirada.

Se para a los pies de la cama y se queda mirando un punto fijo más allá de mi cabeza.

—Tengo que volver con ellos. Quiero que los médicos le hagan pruebas a Vern. Quizá puedan hacer algo por él.

Pese a que no han podido salvar a nuestro hijo…

Sam sale de la habitación, y yo me tapo la cara con las manos. He sufrido el peor fracaso que puede sufrir una mujer, y mi marido, para enterrar su dolor, ha trasladado su preocupación al miembro más débil de la familia. Mis suegros no vuelven, e incluso Vern se queda fuera. Ésa es la costumbre cuando una mujer pierde a un valioso hijo varón, pero aun así me duele.

May se ocupa de todo. Se sienta a mi lado cuando lloro. Me ayuda a ir al lavabo. Cuando se me hinchan los pechos —lo cual me produce un fuerte dolor— y viene la enfermera para sacarme la leche y tirarla, mi hermana la echa de la habitación y lo hace ella misma. Sus dedos son suaves, tiernos y cuidadosos. Añoro a mi marido; lo necesito. Pero si Sam me ha abandonado cuando más lo necesitaba, May ha abandonado a Vern. El quinto día de mi estancia en el hospital, May me cuenta por fin lo que ha pasado.

—Vern tiene el mal de los huesos blandos. Aquí lo llaman tuberculosis ósea. Por eso se está encogiendo. —Siempre ha sido una llorona, pero esta vez no llora. Sus esfuerzos para contener las lágrimas delatan lo mucho que ha acabado queriendo al niño-esposo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que somos sucios, que vivimos como cerdos.

Nunca la había oído hablar con tanta amargura. Nosotras crecimos creyendo que el mal de los huesos blandos y su hermano, el mal de los pulmones sangrantes, eran señales de pobreza y suciedad. Se consideraba la enfermedad más vergonzosa, más terrible que las que transmitían las prostitutas. Esto es aún peor que haber perdido a mi hijo, porque es un mensaje notorio a nuestros vecinos —y a los lo fan— de que somos pobres, impuros y sucios.

—Suele atacar a los niños, que mueren cuando se les derrumba la columna vertebral —continúa mi hermana—. Pero Vern no es ningún niño, así que los médicos no saben cuánto tiempo durará. Lo único que saben es que el dolor dará paso al entumecimiento, la debilidad y, por último, la parálisis. Pasará el resto de su vida en la cama.

—¿Y Yen-yen? ¿Y padre?

May niega con la cabeza y las lágrimas se desbordan.

—Es su hijito.

—¿Y Joy?

—Yo me ocupo de ella.

La tristeza se apodera de su voz. Entiendo perfectamente lo que significa para ella que yo haya perdido al bebé. Volveré a ser una madre a jornada completa para Joy. Quizá debería sentirme triunfante por eso, pero me dejo invadir por nuestras penas compartidas.

Más tarde, esa noche, Sam viene a hablar conmigo. Se queda a los pies de mi cama, como si se sintiera incómodo. Está pálido y tiene los hombros encorvados de soportar la carga de dos tragedias.

—Imaginé que el chico podía estar enfermo. Reconocí algunos de los síntomas de la enfermedad de mi padre. Mi hermano nació con un destino maldito. Nunca le ha hecho daño a nadie y se ha portado bien con todos nosotros, y sin embargo habría sido imposible cambiar su destino.

Se refiere a Vern, pero podría estar hablando de cualquiera de nosotros.

Esta doble tragedia une a la familia como nadie podría haber imaginado. May, Sam y padre vuelven al trabajo; llevan el dolor y la desesperación alrededor del cuello, como un yugo. Yen-yen se queda en el apartamento para cuidar de mí y de Vern. (El médico no lo aprueba. «Vern estaría mejor en un sanatorio u otra institución», nos dice; pero si a los chinos nos tratan mal en la calle, donde puede verlo todo el mundo, ¿cómo vamos a dejar a Vern en manos de los lo fan tras unas puertas cerradas?) Los socios de papel de padre Louie nos sustituyen en China City. Pero el destino todavía no ha terminado con nosotros.

En agosto, un segundo incendio destruye China City casi por completo. Se salvan algunos edificios, pero todas las empresas Golden quedan reducidas a ruinas calcinadas, excepto tres rickshaws y la empresa de alquiler de trajes y contratación de extras de May. Y nadie tiene póliza de seguro. China está enredada en una guerra civil, y padre Louie no puede volver a su país natal para reponer su stock de antigüedades. Podría comprar las antigüedades aquí, pero todo es demasiado caro después de la guerra mundial, y además, gran parte de los ahorros que escondía en China City se han convertido en cenizas.

De todas formas, aunque tuviéramos los recursos para reabastecer las tiendas, a Christine Sterling ya no le interesa reconstruir China City. Convencida de que el incendio fue provocado, decide que no quiere recrear sus ideas de romanticismo oriental en Los Ángeles.

Es más, ya no desea relacionarse con los chinos, ni que éstos mancillen su mercado mexicano de Olvera Street. Convence al ayuntamiento para que declare ruinosa la manzana de Chinatown entre Los Angeles Street y Alameda, y así dejar espacio para una vía de acceso a la autopista. Por ahora, lo único que quedará del Chinatown original es la hilera de edificios entre Los Angeles Street y Sanchez Alley donde vivimos nosotros. Los vecinos se oponen al proyecto, pero nadie tiene muchas esperanzas.

Nuestro hogar está en peligro, pero todavía no podemos preocuparnos por eso, porque hemos de trabajar duro para reabrir el negocio familiar. Mientras algunos deciden seguir renqueando y quedarse en los restos de China City, padre Louie abre otra Golden Lantern en el Nuevo Chinatown, y la surte con los artículos más baratos que puede comprar a los mayoristas de la ciudad, que reciben sus mercancías de Hong Kong y Taiwán. Ahora Joy tiene que pasar más tiempo allí, vendiendo lo que ella llama «cachivaches» a turistas que no saben distinguir lo bueno de lo malo, para que su abuelo pueda descansar un poco. En la tienda nueva hay poco movimiento, pero Joy se entretiene con cualquier cosa. Y cuando no hay nadie en la tienda, que es lo más habitual, lee.

Sam y yo decidimos montar nuestro propio restaurante con parte de nuestros ahorros. Sam busca un local y lo encuentra en Ord Street, media manzana al oeste de China City, pero tío Wilburt no quiere venir con nosotros. Decide aprovechar que, desde que terminó la guerra, los lo fan tienen un creciente interés por la comida china, y abre su propio restaurante chino en Lakewood. Nos entristece ver marchar al último de los tíos, pese a que eso significa que por fin Sam será el cocinero jefe.

Nos preparamos para la Gran Inauguración: renovamos el local, creamos menús y pensamos cómo anunciarnos. En la parte trasera del restaurante hay un pequeño despacho, separado por un cristal, desde donde May dirigirá su negocio. Mi hermana guarda las piezas de atrezo y los trajes en un pequeño almacén de Bernard Street; dice que no necesita estar sentada en medio de tantos trastos todos los días y que, además, conseguir empleo para ella y otros extras es más provechoso que el negocio de alquiler. Le pide a un fotógrafo del barrio que venga a tomar fotografías. El restaurante lleva mi nombre, pero en la imagen aparecen May y Joy junto a la barra, cerca del letrero que reza: PEARL’S COFFEE SHOP: COMIDA CHINA Y AMERICANA DE PRIMERA CALIDAD.

A principios de octubre de 1949 se inaugura Pearl’s Coffee Shop, Mao Tse-tung funda la República Popular China y levanta el Telón de Bambú. No sabemos cómo será de permeable ese telón, ni qué supondrá para nuestro país natal, pero la inauguración del restaurante tiene mucho éxito. Ofrecemos un menú económico que combina especialidades americanas y chino-americanas: rosbif, pastel de manzana con helado de vainilla y café, o cerdo agridulce, galletas de almendras y té. Pearl’s Coffee Shop está siempre impecable. La comida se prepara con ingredientes frescos y es consistente. Frente a nuestra puerta hay clientes haciendo cola noche y día.

Padre Louie sigue mandando dinero a su pueblo natal; tiene que enviar un giro telegráfico a Hong Kong y pagar a alguien para que introduzca el dinero en la República Popular China y lo lleve hasta Wah Hong. Sam trata de disuadirlo:

—¿Y si los comunistas confiscan el dinero? Eso podría ser perjudicial para la familia del pueblo.

Yo tengo otros temores:

—¿Y si el gobierno americano nos tacha de comunistas? Ésa es la razón por la que muchos ya no mandan dinero a China.

Y es verdad. Muchos chinos establecidos por todo el país han dejado de enviar dinero a sus familias porque todo el mundo está asustado y perplejo. Las cartas que recibimos de China nos dejan aún más desconcertados.

«Estamos contentos con el nuevo gobierno —escribe un primo tercero de mi suegro—. Ahora todos somos iguales. Han obligado a los terratenientes a compartir su riqueza con el pueblo.»

«Si tan contentos están, ¿por qué hay tantos intentando salir del país?», nos preguntamos. Me refiero a hombres como tío Charley, que volvieron a China con todos sus ahorros. En América habían sufrido y soportado la humillación de ser considerados ciudadanos de tercera, pero resistieron, convencidos de que en su país de origen los esperaban la felicidad, la prosperidad y el respeto; sin embargo, a su regreso a China se han enfrentado a un destino adverso: los tratan como a temidos terratenientes, capitalistas y perros falderos del imperialismo. Los más desafortunados mueren en los campos o las plazas de los pueblos; los menos desafortunados huyen a Hong Kong, donde mueren arruinados y consumidos. Unos pocos afortunados regresan a América; tío Charley es uno de ellos.

—¿Los comunistas te lo quitaron todo? —le pregunta Vern desde la cama.

—No pudieron —contesta, frotándose los hinchados ojos y rascándose el eccema—. Cuando llegué, Chiang Kai-shek y los nacionalistas todavía estaban en el poder. Pidieron a todo el mundo que cambiara su oro y su moneda extranjera por certificados del gobierno. Imprimieron miles de millones de yuanes chinos, pero eso no sirvió de nada. Un saco de arroz, que en su día costaba doce yuanes, pronto pasó a costar sesenta y tres millones de yuanes. Para ir a comprar, la gente llevaba el dinero en carretillas. Un sello de correos valía el equivalente de seis mil dólares americanos.

—¿Estás criticando al generalísimo? —pregunta Vern con inquietud—. Será mejor que no lo hagas.

—Lo único que digo es que cuando llegaron los soldados comunistas, ya no me quedaba nada.

Tantos años de esfuerzo con la promesa de regresar a China convertido en un Hombre de la Montaña Dorada, y ahora se encuentra de nuevo como empezó: trabajando de lavavasos para la familia Louie.

Recobro las fuerzas y voy a trabajar con Sam, lo cual resulta maravilloso en muchos aspectos. Puedo ver a mi marido, pero también puedo estar con May todos los días hasta las cinco, cuando vuelvo a casa a preparar la cena y ella se va al General Lee’s o Soochow —que se han trasladado al Nuevo Chinatown— a encontrarse con directores de casting y otra gente del mundo del cine. A veces parece mentira que seamos hermanas. Yo me aferro a mis recuerdos de nuestro hogar de Shanghai; May se aferra a sus recuerdos de cuando era una chica bonita. Yo llevo un delantal sucio y un gorrito de papel; ella lleva preciosos vestidos confeccionados con telas de los colores de la tierra: siena, violeta, celedón y azul lago de montaña.

Me avergüenzo de mi aspecto hasta el día en que mi vieja amiga Betsy —que, ahora que China está cerrada a cal y canto, se dirige hacia la costa Este para reunirse con sus padres— entra en el restaurante. Tenemos la misma edad —treinta y tres años—, pero ella parece veinte años mayor que yo. Está muy delgada, casi esquelética, y tiene el cabello canoso. No sé si eso es consecuencia del tiempo que pasó en el campo de internamiento japonés o de las adversidades de los últimos meses.

—Nuestro Shanghai ha desaparecido —me dice cuando la llevo al despacho de May, donde tomamos un té—. Nunca volverá a ser lo que era. Shanghai era mi hogar, pero nunca volveré a verlo. Nadie volverá a verlo.

May y yo nos miramos. Hubo momentos muy duros en que pensamos que nunca podríamos regresar a Shanghai por culpa de los japoneses. Cuando terminó la guerra, abrigamos nuevas esperanzas de que algún día iríamos de visita, pero esto parece diferente. Esto parece definitivo.