—Una gardenia por quince centavos —recita una melodiosa voz—. Dos por veinticinco centavos.
La niña situada detrás de la mesa es adorable. Su negro cabello reluce bajo las luces de colores, su sonrisa te cautiva, sus dedos parecen mariposas. Mi hija, mi Joy, tiene su propio «lugar de negocio», como ella lo llama, y lo lleva estupendamente para ser una niña de diez años. Los fines de semana, desde las seis de la tarde hasta medianoche, vende gardenias delante del restaurante, donde puedo vigilarla; pero ella no necesita que la protejan. Es un Tigre: valiente. Es mi hija: tenaz. Es la sobrina de su tía: hermosa. Tengo una buena noticia. Quiero hablar a solas con May para contársela, pero al ver a Joy vendiendo gardenias, ambas nos quedamos extasiadas y paralizadas.
—Mira qué preciosa es —susurra May—. Y qué bien lo hace. Estoy contenta de que le guste y de que gane algo de dinero. Al final todo ha salido bien, ¿verdad?
May está muy guapa esta noche: parece la esposa de un millonario con su vestido de seda roja. Viste muy bien, porque puede permitirse el lujo de gastar a su antojo el dinero que gana. Hace poco cumplió veintinueve años. ¡Cómo lloraba! Parecía que cumpliera ciento veintinueve. Pero para mí sigue siendo la misma que cuando éramos chicas bonitas. Sin embargo, ella está muy preocupada por los kilos de más y las arrugas. Últimamente, llena su almohada de hojas de crisantemo para despertar con los ojos limpios e hidratados.
—China City es una atracción turística, de modo que ¿quién puede vender más? Pues el más pequeño y el más mono —coincido—. Y Joy es muy lista. Está muy atenta para que no le roben nada.
—Por un centavo más, canto God Bless America —le dice Joy a una pareja que se ha parado junto a su mesa.
Sin esperar respuesta, se pone muy seria y empieza a cantar con voz alta y clara. En la escuela americana ha aprendido todas las canciones patrióticas —My Country, ’Tis of Thee y You’re a Grand Old Flag—, además de temas como My Darling Clementine y She’ll Be Comin’ Round the Mountain—. En la Misión Metodista China de Los Angeles Street ha aprendido a cantar Jesus Is All the World to Me y Jesus Loves Even Me en cantonés. Entre el trabajo, la escuela americana y la escuela china —a la que asiste de lunes a viernes de cuatro y media a siete y media, y los sábados de nueve a doce—, es una niñita atareada pero feliz.
Joy me mira y sonríe mientras le tiende una mano a la pareja. Este truco —hacer pagar al cliente por cosas que quizá no quiera— lo ha aprendido de su abuelo. El marido le pone unas monedas en la palma y ella cierra la mano, rápida como un mono. Mete las monedas en una lata y le da una gardenia a la mujer. Una vez que ha terminado con un cliente, Joy lo despide rápidamente; eso también lo ha aprendido de su abuelo. Todas las noches cuenta el dinero y se lo entrega a Sam, que cambia las monedas por billetes; luego él me da esos billetes para que los guarde con el dinero para la universidad de la niña.
—Quince centavos por una gardenia —canturrea con expresión solemne pero encantadora—. Dos por veinticinco centavos.
Entrelazo un brazo con el de mi hermana.
—Vamos a tomar una taza de té. Joy no nos necesita.
—Pero no en el restaurante, ¿de acuerdo? —A May no le gusta que la vean en el restaurante, porque ya no tiene suficiente categoría para ella.
—De acuerdo.
Le hago una seña a Sam, que está detrás de la barra cocinando algo en un wok. Sam ha ascendido a segundo cocinero, pero puede vigilar a nuestra hija mientras yo tomo un té con May.
Recorremos las callejuelas de China City hacia la tienda de trajes y piezas de atrezo que ella heredó de Tom Gubbins. Hace diez años que llegamos a Los Ángeles; hace diez años que pisamos China City. La primera vez que entré por la puerta de la Gran Muralla en miniatura no tenía ninguna conexión con este sitio. Ahora nos sentimos como en casa: es un lugar conocido, cómodo y muy querido. Ésta no es la China de mi pasado —las bulliciosas calles de Shanghai, los mendigos, la diversión, el champán, el dinero—, pero aquí encuentro cosas que me la recuerdan: los risueños turistas, los tenderos ataviados con trajes tradicionales, los olores provenientes de los bares y restaurantes, y la despampanante mujer que va a mi lado y que resulta que es mi hermana. Mientras caminamos, veo mi imagen reflejada en los escaparates y me transporto a nuestra infancia: recuerdo cómo nos vestíamos en nuestra habitación y nos mirábamos en el espejo, cómo contemplábamos nuestros retratos de chicas bonitas colgados en las paredes, cómo íbamos juntas por la calle Nanjing y nos sonreíamos en los escaparates, y cómo Z.G. capturaba y pintaba nuestra belleza perfecta.
Ahora hemos cambiado. Yo tengo treinta y dos años y ya no soy una madre inexperta, sino una mujer satisfecha consigo misma. Mi hermana está en la flor de la vida. En su interior todavía arde el deseo de que la miren y admiren. Cuanto más lo alimenta, más necesita. Nunca está satisfecha. Lleva esa enfermedad en los huesos desde que nació; es una Oveja y necesita que la cuiden, la acaricien y admiren. No es Anna May Wong y nunca lo será, pero sigue trabajando en películas y consigue papeles más variados —de cajera antojadiza, doncella risueña pero inepta, estoica esposa de un empleado de lavandería— que cualquier otro habitante de Chinatown. Eso la convierte en una estrella del vecindario, y en una estrella para mí.
Abre la puerta de su tienda y enciende una lámpara, y de pronto nos encontramos rodeadas de las sedas, los bordados y las plumas de martín pescador del pasado. Mi hermana prepara té, lo sirve y entonces me pregunta:
—¿Y bien?, ¿qué es eso que ansías contarme?
—Diez mil felicidades —digo—. Estoy embarazada.
May da una palmada.
—¿En serio? ¿Estás segura?
—He ido al médico. —Sonrío—. Dice que es seguro.
May se levanta y me abraza. Luego se aparta y dice:
—Pero ¿cómo? Creía que…
—Tenía que intentarlo, ¿no? Ya hace tiempo que el herborista me dio bayas de goji, ñame chino y sésamo negro para la sopa y otros platos.
—Es un milagro.
—Más que un milagro. Era tan improbable, tan imposible…
—Me alegro mucho, Pearl. —Su alegría es un reflejo de la mía—. Cuéntamelo todo. ¿De cuánto estás? ¿Cuándo nacerá el bebé?
—Estoy de dos meses.
—¿Ya se lo has dicho a Sam?
—Eres mi hermana. Quería contártelo a ti primero.
—¡Un hijo! —exclama, y sonríe—. ¡Vas a tener un precioso hijo varón!
Todo el mundo tiene ese deseo, y me sonrojo de placer con sólo oír esa palabra: varón.
Luego el rostro de May se ensombrece.
—¿Estás segura de que puedes?
—Creo que sí, aunque el médico dice que soy demasiado mayor, y además están mis cicatrices.
—Hay mujeres mayores que tú que tienen hijos —replica ella, pero eso no es lo mejor que podría decirme, teniendo en cuenta que muchas veces achacamos los problemas de Vern a la edad de Yen-yen. May esboza una mueca al reparar en la falta de tacto de su comentario. No me pregunta nada sobre mis cicatrices, porque nunca hablamos de cómo me las hice, así que empieza a hacerme preguntas más típicas sobre mi estado—. ¿Tienes mucho sueño? ¿Tienes mareos? Recuerdo que… —Sacude la cabeza, como si quisiera deshacerse de esos recuerdos—. Dicen que la vida sólo se prolonga si tienes hijos. —Estira un brazo y me toca el brazalete de jade—. Piensa en lo contentos que se habrían puesto mama y baba. —De pronto sonríe, y nuestros pensamientos tristes se desvanecen—. ¿Sabes qué significa esto? Que Sam y tú debéis compraros una casa.
—¿Una casa?
—Llevas muchos años ahorrando.
—Sí, pero ese dinero es para que Joy vaya a la universidad.
Ella lo descarta con un ademán.
—Ya tendrás tiempo de ahorrar para eso. Además, padre Louie os ayudará con la casa.
—No veo por qué. Tenemos un acuerdo con él…
—Sí, pero ha cambiado. ¡Y esto es para su nieto!
—Quizá sí, pero, aunque él decidiera ayudarnos, yo no querría separarme de ti. Eres mi hermana y mi mejor amiga.
May esboza una sonrisa tranquilizadora.
—No vas a perderme. No podrías perderme aunque quisieras. Ahora tengo coche. Vayas a donde vayas, iré a visitarte.
—Pero no será lo mismo.
—Claro que sí. Además, vendrás a trabajar a China City todos los días. Yen-yen querrá cuidar a su nieto. Y yo necesitaré ver a mi sobrino. —Me coge las manos—. Tenéis que compraros una casa, Pearl. Sam y tú os lo merecéis.
Sam está emocionadísimo. Aunque una vez me dijo que no le importaba no tener ningún hijo varón, es un hombre, y sé que lo deseaba y necesitaba. Joy se pone a dar saltos de alegría. Yen-yen llora, pero le preocupa mi edad. Padre Louie quiere comportarse como corresponde a un patriarca, intenta encerrar sus emociones en los puños, pero no puede evitar sonreír de oreja a oreja. Vern se planta a mi lado, un amable pero pequeño protector. No sé si parezco más alta y erguida porque me siento feliz o si lo que pasa es que Vern se vuelve tímido a mi lado, porque lo encuentro más bajo y robusto, como si su columna vertebral se encogiera y su pecho se ensanchara. Ya debería haber abandonado el encorvamiento de la adolescencia, pero a menudo advierto que se inclina hacia delante y pone las manos sobre los muslos, como si necesitara apuntalarse para soportar la fatiga o el aburrimiento.
El domingo, los tíos vienen a cenar para celebrarlo. Nuestra familia —como muchas de Chinatown— está creciendo. La población china de Los Ángeles se ha doblado desde que May y yo llegamos aquí. Y no se debe a que hayan revocado la Ley de Exclusión. Cuando se anunció, pensamos que era una noticia maravillosa, pero con el nuevo cupo sólo dejan entrar en el país a ciento cinco chinos cada año. Como siempre, la gente encuentra formas de burlar la ley. Tío Fred se ha traído a su mujer gracias a la Ley de Reagrupamiento Familiar. Mariko es una muchacha atractiva y tranquila; es japonesa, pero no se lo tenemos en cuenta. (La guerra terminó y ahora ella forma parte de nuestra familia, qué remedio.) Algunos se han traído a sus esposas gracias a otras leyes, y cuando hay hombres y mujeres juntos, nacen niños. Mariko ha tenido dos hijas, una detrás de otra. Todos queremos a Eleanor y Bess, pese a ser mestizas, aunque no las vemos tanto como nos gustaría. Fred y Mariko no viven en Chinatown. Han sabido aprovechar las leyes de ayuda a los veteranos para comprar una casa en Silver Lake, cerca del centro.
Los hombres llevan camiseta de tirantes y beben cerveza de la botella. Yen-yen —con unos holgados pantalones negros, una chaqueta negra de algodón y un collar de jade precioso— juega con Joy y las hijas de Mariko. May revolotea por la sala con un fino vestido de algodón de estilo americano, de falda amplia con cinturón. Padre Louie chasquea los dedos y nos sentamos a la mesa. Todos cogen sus mejores bocados con los palillos y me los ponen en el cuenco. Todos tienen algún consejo que darme. Y, curiosamente, todos están de acuerdo en que deberíamos buscar una casa donde criar al nieto de los Louie. May tenía razón: padre no sólo se ofrece a ayudarnos a pagarla, sino que nos propone pagarla a medias con la única condición de que su nombre aparezca también en las escrituras.
—Las parejas casadas están empezando a vivir separadas de sus suegros —comenta—. Parecería raro que no tuvierais vuestro propio hogar.
(Después de diez años, ya no teme que huyamos. Ahora somos su verdadera familia, y Yen-yen y él son la nuestra.)
—En este apartamento no se respira bien —interviene Yen-yen—. El niño necesitará un sitio donde jugar al aire libre, no un callejón.
(Pero para Joy estaba bien.)
—Espero que haya sitio para un poni —suspira Joy.
(No va a tener ningún poni, por mucho que aspire a ser vaquera.)
—Ahora que ha terminado la guerra, han cambiado muchas cosas —tercia tío Wilburt, manifestando, por fin, un optimismo sincero—. Puedes ir a bañarte a la piscina Bimini. Puedes sentarte donde quieras en el cine. Hasta podrías casarte con una lo fan.
—Pero ¿quién querría casarse con una lo fan? —pregunta tío Charley.
(Las leyes han cambiado, pero eso no significa que hayan cambiado las actitudes, ni en los orientales ni en los occidentales.)
Joy alarga un brazo sobre la mesa, sujetando los palillos, para coger un trozo de carne de cerdo. Su abuela le da un manotazo.
—¡Come sólo de la bandeja que tienes delante!
Joy retira la mano, pero Sam mete sus palillos en la bandeja de la carne de cerdo y le llena el cuenco a su hija. Sam es un hombre —y pronto será el padre de un precioso varón—, por lo que Yen-yen no le corrige sus modales, pero más tarde le echará un sermón a Joy sobre la necesidad de ser virtuosa, elegante, cortés, educada y obediente, lo cual significa, entre otras cosas, aprender a coser y bordar, ocuparse de la casa y utilizar correctamente los palillos. Y todo eso lo dirá una mujer que no sabe hacer ninguna de esas cosas.
—Se han abierto muchas puertas —afirma tío Fred. Ha vuelto de la guerra con una caja llena de medallas. Su inglés, que ya era bastante bueno al principio, ha mejorado durante el servicio, pero con nosotros todavía habla en sze yup. Pensábamos que volvería a trabajar en el Golden Dragon Café, pero no—. Miradme a mí: el gobierno me ayuda a pagarme la universidad y la vivienda. —Levanta su botella de cerveza—. ¡Gracias, Tío Sam, por ayudarme a ser dentista! —Da un sorbo y añade—: El Tribunal Supremo dice que podemos vivir donde queramos. A ver, ¿dónde os gustaría vivir?
Sam se pasa una mano por el cabello y luego se rasca la nuca.
—Donde nos acepten. Tampoco quiero vivir donde no nos quieran.
—Por eso no te preocupes. Ahora los lo fan son mucho más tolerantes con nosotros. Muchos han pasado por las Fuerzas Armadas. Han conocido a gente de los nuestros y han combatido a su lado. Os recibirán bien en todas partes.
Más tarde, cuando todos se marchan a sus casas y Joy ya duerme en el sofá del salón (que es donde duerme ahora), Sam y yo seguimos hablando del bebé y de la posibilidad de mudarnos.
—Si tuviéramos nuestra propia casa, podríamos hacer lo que quisiéramos —dice Sam en sze yup. Y añade en inglés—: Tendríamos intimidad. —En chino no hay ninguna palabra que exprese el concepto de intimidad, pero nos encanta la idea—. Y todas las esposas sueñan con alejarse de sus suegras.
Yo no me siento dominada por Yen-yen, pero la idea de salir de Chinatown y darles a Joy y a nuestro bebé nuevas oportunidades me anima mucho. Sin embargo, nosotros no somos como Fred. No podemos acogernos a las leyes de ayuda a los veteranos para adquirir una casa. Ningún banco le concedería un préstamo a un chino, y no confiamos en los bancos americanos porque no queremos deberles dinero a los americanos. Pero Sam y yo hemos ahorrado, y tenemos escondido nuestro dinero en un calcetín y en el forro del sombrero que yo llevaba puesto cuando salí de China. Si nuestras aspiraciones son modestas, quizá sí podamos comprar algo.
Sin embargo, no es tan fácil como ha dicho tío Fred. Busco en Crenshaw, donde, según me dicen, sólo podemos comprar al sur de Jefferson. Pruebo en Culver City, pero el agente inmobiliario ni siquiera me enseña las casas. Encuentro una que me gusta en Lakewood, pero los vecinos firman una petición para que no se instalen chinos en el barrio. Voy a Pacific Palisades, pero las normas todavía especifican que no se pueden vender casas a nadie de origen etíope o mongol. Oigo excusas de todo tipo: «No alquilamos a orientales», «No vendemos a orientales», «La casa no les gustará, porque ustedes son orientales». Y la consabida de: «Por teléfono nos pareció que eran italianos.»
Tío Fred —que combatió en la guerra y demostró su valor— nos anima a no rendirnos, pero Sam y yo no somos de los que gritan y lloran porque nos han robado, pegado o discriminado. Sólo podríamos comprar una casa fuera de Chinatown si encontráramos un vendedor tan desesperado que no le importara ofender a sus vecinos, pero ya empiezo a ponerme nerviosa con la perspectiva de mudarme. O quizá no esté nerviosa; quizá sienta añoranza por adelantado. Después de perder todo lo que tenía en Shanghai, ¿cómo voy a perder lo que hemos construido en Chinatown?
Me esfuerzo mucho para gestar a mi hijo a la manera china. Tengo las preocupaciones típicas de toda futura madre, pero no se me olvida que mi seno materno fue invadido y casi destruido. Voy al herborista, que me examina la lengua, me toma el pulso y me receta an tai yin, «fórmula del feto tranquilo». También me receta shou tai wan, «píldoras de la longevidad del feto». No estrecho la mano de desconocidos, porque una vez oí a mama decirle a una vecina que eso podía provocar que el niño naciera con seis dedos. Cuando May me compra un arcón de madera de alcanforero para guardar la ropa que le estoy cosiendo al bebé, recuerdo las creencias de mama y lo rechazo, porque parece un ataúd. Empiezo a examinar mis sueños, porque recuerdo lo que decía mama de ellos: si sueñas con zapatos, es señal de mala suerte; si sueñas que se te caen los dientes, morirá alguien de la familia; y si sueñas con excrementos, tendrás problemas graves. Todas las mañanas me froto la barriga, y me alegro de que mis sueños estén libres de esos malos augurios.
Durante las celebraciones de Año Nuevo, visito a un astrólogo, quien me dice que mi hijo nacerá en el año del Buey, igual que su padre.
—Tu hijo tendrá un corazón puro. Será inocente y fiel. Será fuerte y nunca lloriqueará ni se lamentará.
Todos los días, cuando los turistas se van de China City, acudo al templo de Kwan Yin a hacer ofrendas para que el bebé nazca sano. Cuando era una chica bonita en Shanghai, menospreciaba a las madres que iban a los templos de la ciudad vieja, pero ahora que soy mayor, comprendo que la salud de mi hijo es más importante que las aspiraciones de modernidad.
Por otra parte, no soy estúpida. Pese a todo, seré una madre americana, así que también voy a un médico americano. Sigue sin gustarme que los doctores occidentales vistan de blanco y pinten sus consultorios de blanco —el color de la muerte—, pero lo acepto porque haría cualquier cosa por mi bebé. Cualquier cosa, en este caso, significa dejar que el doctor me examine. Los únicos hombres que han visto mis genitales son mi marido, los médicos de Hangchow que me curaron y los soldados que me violaron. No me agrada la idea de que ese hombre me toque y me mire ahí. Y tampoco me gusta nada lo que dice:
—Señora Louie, si logra llevar a término este embarazo, podrá considerarse afortunada.
Sam es consciente de los peligros y, con discreción, advierte de ellos a los miembros de la familia. A partir de ese momento, Yen-yen se niega a dejarme cocinar, lavar los platos o planchar la ropa. Padre ordena que me quede en el apartamento, ponga los pies en alto y duerma. ¿Y mi hermana? Se ocupa más de Joy, la acompaña a la escuela americana y a la china. No sé muy bien cómo explicar esto. May y yo llevamos años peleándonos por Joy. Ella le regala ropa bonita que compra en los grandes almacenes —un precioso vestido de fiesta de plumeti azul cielo, otro con un nido de abeja exquisito, y una blusa con volantes—, mientras que yo le coso ropa cómoda y práctica —jerséis hechos con dos pedazos de fieltro, chaquetas chinas con mangas raglán confeccionadas con retales, y vestidos amplios de cloqué (que llamamos «tela atómica» porque nunca se arruga). May le compra zapatos de charol, mientras que yo insisto en comprarle zapatos de cordones. May es divertida, y yo soy la que impone las normas. Sé perfectamente por qué mi hermana quiere ser la tía perfecta; ambas lo sabemos. Pero ahora no me preocupo por esas cosas, y dejo que Joy se separe de mí y corra a los brazos de su tía, a sabiendas de que nunca tendré que competir con May por el amor de mi hijo.
Quizá porque es consciente de que me está robando a Joy, mi hermana me regala a Vern.
—Quiero que esté contigo todo el tiempo —me dice—, para asegurarme de que no te pasa nada. Vern puede ocuparse de tareas sencillas como preparar el té. Y si hay alguna emergencia, que no la habrá, puede venir a avisarnos.
Lo lógico sería que el ofrecimiento de May complaciera a Sam, pero a mi marido no le hace ninguna gracia. ¿Está celoso? ¿Cómo puede ser? Vern es un hombre hecho y derecho, pero, a medida que pasamos más días juntos, parece ir encogiéndose en proporción inversa al crecimiento de mi barriga. Sin embargo, Sam no deja que Vern se siente a mi lado en la cena ni en ninguna otra comida. El resto de la familia lo acepta y tiene en cuenta que Sam va a ser padre.
Pasamos horas hablando de nombres. Ahora no es como cuando May y yo tuvimos que decidir el de Joy. Padre Louie tendrá el honor y el deber de elegir el nombre de su nieto, pero eso no significa que los demás no tengan una opinión ni intenten influenciarlo.
—Deberíais ponerle Gary, como Gary Cooper —propone mi hermana.
—A mí me gusta mi nombre. Vern.
Sonreímos y decimos que no es mala idea, pero nadie quiere ponerle a un niño el nombre de una persona tan deficiente que, de haber nacido en China, la habrían dejado morir a la intemperie.
—A mí me gustan Kit, como Kit Carson, y Annie, como Annie Oakley. —Eso, por supuesto, lo dice mi hija vaquera.
—Llamémoslo como alguno de los barcos que traían a los chinos a California: Roosevelt, Coolidge, Lincoln, Hoover… —tercia Sam.
Joy suelta una risita.
—¡Papá! ¡Ésos son presidentes, no barcos!
Joy se burla muchas veces de su padre por lo poco que conoce la lengua inglesa y las costumbres americanas. Eso debería, como mínimo, herir su sensibilidad. Y debería castigar a Joy por tener tan poco respeto filial. Pero Sam está tan contento con el cercano nacimiento de su hijo que no presta atención a la afilada lengua de su hija. Me digo que tengo que corregir ese rasgo de Joy. Si no, acabará siendo como May y yo de jóvenes: groseras con nuestros padres y descaradamente desobedientes.
Algunos vecinos también proponen nombres. Uno llamó a su hijo como el médico que lo ayudó a venir al mundo. Otro llamó a su hija como una enfermera que había sido especialmente amable. Los nombres de comadronas, maestros y misioneras abundan en toda Chinatown. Recuerdo que la señorita Gordon le salvó la vida a Joy, así que propongo llamar Gordon a nuestro hijo. Gordon Louie me evoca a un hombre inteligente, próspero y occidental.
Cuando entro en el quinto mes de embarazo, tío Charley anuncia que regresa a su pueblo natal convertido en Hombre de la Montaña Dorada.
—La guerra ha terminado y los japoneses se han retirado de China. He ahorrado suficiente dinero y puedo vivir muy bien allí —explica.
Celebramos un banquete, le estrechamos la mano y lo acompañamos en coche al puerto. Da la impresión de que, por cada esposa que llega a Chinatown, un hombre regresa a China. Quienes siempre se han considerado ciudadanos temporales encuentran ahora su final feliz. Pero padre Louie, que siempre ha dicho que quería regresar a Wah Hong, no insinúa ni una sola vez la posibilidad de cerrar las empresas Golden y llevarnos a China. ¿Por qué querría volver a su pueblo natal si por fin va a tener el nieto que tanto ansiaba, un niño que será ciudadano americano por nacimiento, que venerará a su abuelo cuando éste se vaya al más allá, que aprenderá a jugar al béisbol y tocar el violín, y que estudiará Medicina?
Cuando entro en el sexto mes, recibo una carta con sellos de China. Abro el sobre precipitadamente y encuentro una misiva de Betsy. No puedo creer que esté viva. Betsy sobrevivió a su estancia en el campo de internamiento japonés junto a la pagoda Lunghua, pero su marido no. «Mis padres quieren que vaya con ellos a Washington a recuperarme —escribe—, pero nací en Shanghai. Esta ciudad es mi hogar. ¿Cómo voy a marcharme? ¿No se merece la ciudad donde nací que contribuya a su reconstrucción? He trabajado con huérfanos…»
Su carta me recuerda que hay una persona de la que sí me gustaría tener noticias. Incluso después de tantos años, sigo pensando en Z.G. Me pongo una mano sobre el prominente vientre, noto moverse al niño y visito mentalmente a mi pintor de Shanghai. No lo añoro, ni añoro Shanghai. Lo que pasa es que estoy embarazada y sensible, porque mi pasado es sólo eso: pasado. Mi hogar está aquí, con esta familia que he forjado con los restos de una tragedia. La maleta que he de llevarme al hospital está preparada y espera junto a la puerta de nuestro dormitorio. En el bolso tengo cincuenta dólares metidos en un sobre, para pagar el parto. Cuando nazca el niño, vendrá a un hogar donde todos lo querrán.