El 7 de diciembre de 1941, tres meses después de mi noche en el plató cinematográfico, los japoneses bombardean Pearl Harbor y Estados Unidos entra en guerra. El día 8 los japoneses atacan Hong Kong (el día de Navidad, los británicos entregarán la colonia); y también ese mismo día, a las diez en punto de la mañana, toman la Colonia Internacional de Shanghai e izan su bandera en lo alto del Banco de Hong Kong y Shanghai, en el Bund. Durante los cuatro años siguientes, los extranjeros que han sido lo bastante imprudentes para quedarse en Shanghai viven en campos de internamiento, mientras que en Estados Unidos, el gobierno cede el Centro de Inmigración de Angel Island al ejército para alojar a prisioneros de guerra japoneses, italianos y alemanes. Aquí en Chinatown, tío Edfred —sin dar a nadie ocasión de opinar— es uno de los primeros en alistarse en el ejército.
—Pero ¿qué dices? ¿Por qué? —le pregunta tío Wilburt a su hijo en sze yup.
—¡Por patriotismo! —contesta tío Edfred con júbilo—. ¡Quiero luchar! Razón número uno: quiero ayudar a derrotar a nuestro enemigo común, Japón. Razón número dos: al alistarme, me convertiré en ciudadano. En ciudadano de verdad. Al final, claro.
«Si sale con vida», pensamos los demás.
—Todos los empleados de lavandería se están alistando —añade al ver nuestra falta de entusiasmo.
—¡Empleados de lavandería! ¡Bah! Hay personas que harían cualquier cosa para no ser empleados de lavandería. —Tío Wilburt aspira entre los dientes, preocupado.
—¿Qué has dicho cuando te han preguntado respecto a tu nacionalidad? —inquiere Sam, que siempre teme que descubran a alguno de nosotros y nos deporten a China—. Eres un hijo de papel. ¿Van a venir a buscarnos a todos?
—He admitido mi situación desde el principio. Les dije que llegué aquí con documentos falsos. Pero no mostraron mucho interés por eso. Cuando me preguntaron algo que pensé que podría perjudicaros a los demás, respondí: «Soy huérfano. ¿Quieren que luche o no?»
—Pero ¿no eres demasiado mayor? —tercia tío Charley.
—Según mis documentos, tengo treinta años, aunque en realidad sólo tengo veintitrés. Estoy sano y dispuesto a morir. ¿Por qué no iban a aceptarme?
Unos días más tarde, Edfred entra en el restaurante y anuncia:
—El Ejército me ha dicho que me compre calcetines. ¿Dónde los venden?
Lleva diecisiete años viviendo en Los Ángeles y todavía no sabe dónde ni cómo conseguir los artículos más indispensables. Me ofrezco a acompañarlo a la May Company, pero él dice:
—Quiero ir yo solo. Ahora debo aprender a apañármelas por mi cuenta.
Regresa un par de horas más tarde, cubierto de rasguños y con agujeros en las rodilleras de los holgados pantalones.
—He comprado los calcetines, pero al salir de la tienda, unos tipos me han llevado a empujones a un callejón. Me han tomado por japonés.
Mientras Edfred está en el campamento de entrenamiento de reclutas, padre Louie y yo revisamos todos los artículos de la tienda y retiramos las etiquetas de FABRICADO EN JAPÓN para sustituirlas por otras de PRODUCTO CHINO 100%. Mi suegro empieza a comprar artículos fabricados en México, y de ese modo empieza a competir directamente con los comerciantes de Olvera Street. Aunque parezca extraño, nuestros clientes no advierten la diferencia entre un objeto fabricado en China, Japón o México. Son todos extranjeros, y con eso les basta.
Nosotros también somos extranjeros, y eso nos convierte en sospechosos. Las asociaciones de familias de Chinatown imprimen letreros que rezan: CHINA: VUESTRA ALIADA, para colgar en los escaparates de nuestros negocios, en las ventanas de nuestras casas y en nuestros automóviles, para dejar claro que no somos japoneses. Hacen brazaletes e insignias, que nos ponemos para que no nos ataquen por la calle ni nos detengan para enviarnos a algún campo de internamiento. El gobierno, consciente de que la mayoría de los occidentales creen que todos los orientales se parecen, emite unos certificados especiales que verifican que somos «miembros de la raza china». No podemos bajar la guardia.
Pero cuando Edfred viene de visita a Los Ángeles después de recibir entrenamiento militar, la gente lo saluda por la calle.
—Cuando llevo el uniforme, sé que no van a apalearme en cualquier esquina. Así la gente sabe que tengo tanto derecho como cualquiera a estar aquí —explica—. Ahora ya tengo una tercera razón: en el Ejército me están ofreciendo una oportunidad justa, y no por ser chino, sino por ser un soldado uniformado que lucha por este país.
Ese día compro una cámara y tomo mi primera fotografía. Todavía tengo escondidas mis fotografías de mama y baba, porque los inspectores de inmigración realizan controles periódicos, pero ver a tío Edfred a punto de irse a la guerra es diferente. Va a luchar por América… y por China. Cuando vuelven los inspectores, les enseño, orgullosa, mi instantánea de tío Edfred: flaco como siempre, con su uniforme, sonriendo a la cámara con la gorra ladeada, después de habernos dicho: «A partir de ahora, llamadme Fred. Se acabó lo de Edfred. ¿Entendido?»
En la fotografía no aparece mi suegro, que estaba a unos metros de tío Edfred, desconsolado y asustado. Mi opinión sobre él ha cambiado en los últimos años. Aquí en Los Ángeles no tiene casi nada: es un ciudadano de tercera clase, se enfrenta a la misma discriminación que sufrimos todos y nunca podrá salir de Chinatown. Ahora su país de adopción, Estados Unidos, también está en guerra con Japón. Como los canales de navegación comercial están cerrados, ya no recibe mercancías de las fábricas de ratán y porcelana que tiene en Shanghai, ni gana dinero trayendo a socios de papel; en cambio, continúa enviando «dinero para té» a sus parientes de Wah Hong, no sólo porque un dólar americano da para mucho en China, sino porque la nostalgia que siente de su país natal nunca ha disminuido. Yen-yen, Vern, Sam, May y yo no tenemos a nadie a quien mandar dinero, así que los envíos de padre Louie son en nombre de todos nosotros, y van dirigidos a los pueblos, los hogares y las familias que hemos perdido.
—Los que no pueden luchar tienen que producir —nos dice tío Charley un día—. ¿Conocéis a los Lee? Se han marchado a la Lockheed a fabricar aviones. Dicen que allí hay sitio para mí, y no precisamente preparando chop suey. Dicen que cada golpe que dé construyendo aviones será un golpe por la libertad de la tierra de nuestros antepasados y por la tierra de nuestro nuevo hogar.
—Pero tu inglés…
—Mi inglés no le importa a nadie mientras trabaje duro. Mira, Pearl, tú también podrías emplearte allí. Los Lee se han llevado a sus hermanas a trabajar con ellos. Ahora Esther y Bernice ponen remaches en las puertas de los bombarderos. ¿Quieres saber cuánto dinero ganan? Sesenta centavos por hora durante el día, y sesenta y cinco en el turno de noche. ¿Sabes cuánto voy a ganar? —Se frota los ojos; los tiene muy hinchados a causa de la alergia, y deben de dolerle—. Ochenta y cinco centavos por hora. Es decir, treinta y cuatro dólares por semana. Es un buen salario, Pearl.
En mi fotografía, tío Charley está sentado a la barra, con la camisa remangada, con un trozo de pastel delante y el delantal y el gorro de papel en un taburete vacío.
—¿Qué va a hacer mi hijo en la guerra? —se pregunta mi suegro cuando Vern, que en junio pasado se graduó en el instituto, donde no lo querían y no se tomaban la molestia de enseñarle nada, recibe su orden de reclutamiento—. Está mucho mejor en casa. Sam, ve con él y asegúrate de que lo entienden.
—Lo acompañaré —dice Sam—, pero yo voy a alistarme. Yo también quiero ser ciudadano de verdad.
Padre Louie no intenta disuadirlo. La ciudadanía es importante, y el riesgo de ser interrogado puede afectar a mucha gente. Sin embargo, todos sabemos qué guerra es ésta. Estoy orgullosa de Sam, pero eso no significa que no esté preocupada. Cuando Sam y Vern regresan al apartamento, comprendo de inmediato que las cosas no han ido bien. A Vern lo han rechazado por razones obvias; en cambio, sorprendentemente, a Sam lo han clasificado como 4-F, no capacitado para el servicio militar.
—Me declaran inútil por tener los pies planos, pero bien que podía tirar de un rickshaw por las calles de Shanghai —se lamenta cuando nos quedamos a solas en nuestra habitación.
Una vez más, se siente denigrado y menospreciado. En muchos aspectos, sigue «tragando hiel».
Poco después, mi hermana toma una fotografía. En ella se aprecia cómo ha cambiado el apartamento desde que las tres llegamos aquí. En las ventanas hay persianas de bambú que pueden bajarse para tener más intimidad. En la pared del sofá hay cuatro calendarios que representan las cuatro estaciones; nos los regalaron hace cuatro años en el mercado Wong On Lung. El venerable Louie está sentado en una silla de madera, con aire ensimismado y solemne. Sam mira por la ventana; tiene la espalda erguida gracias a su ventilador de hierro, pero por su expresión se diría que acaba de recibir un puñetazo. Vern —satisfecho en compañía de su familia— está repantigado en el sofá con un avión en miniatura en las manos. Yo estoy sentada en el suelo, pintando una pancarta para anunciar la venta de bonos de guerra en China City y el Nuevo Chinatown. Joy está cerca de mí, confeccionando una bola de gomas elásticas. Yen-yen estruja trozos de papel de aluminio usado para formar bloques compactos. Más tarde llevaremos todo eso al Instituto Belmont y lo depositaremos en las cajas de colecta.
Para mí, esta fotografía muestra cómo nos sacrificamos, cada uno en su medida. Por fin podemos permitirnos una lavadora, pero no la compramos porque el metal escasea. Promocionamos el boicot a las medias de seda japonesas y llevamos medias de algodón, aplicándonos el lema: «Sé moderna, usa hilo de Escocia.» Por toda la ciudad se ven mujeres que se han unido al Movimiento Anti-seda. Todos padecemos la escasez de café, ternera, azúcar, harina y leche, pero en los bares y restaurantes chinos sufrimos aún más, porque los ingredientes como el arroz, el jengibre, las setas oreja de Judas y la salsa de soja ya no cruzan el Pacífico. Aprendemos a sustituir las castañas de agua por manzana cortada en trozos. Compramos arroz cultivado en Texas en lugar del aromático arroz de jazmín de China. A la margarina le agregamos un chorrito de colorante alimentario amarillo, la amasamos y la ponemos en moldes alargados para que parezca mantequilla cuando la cortamos en porciones en el restaurante. Sam consigue huevos en el mercado negro, a cinco dólares la caja. Guardamos la grasa del beicon en una lata de café, bajo el fregadero, y la llevamos al centro de colectas, donde nos han dicho que la emplearán en la producción de armamento. Ya no estoy resentida por pasar tanto tiempo pelando guisantes y ajos en el restaurante, porque ahora damos de comer a nuestros soldados, y tenemos que hacer cuanto podamos por ellos. En casa empezamos a tomar platos americanos —cerdo con judías, bocadillos calientes de fiambre con queso y rodajas de cebolla, atún con salsa de champiñones, y estofados hechos con polvitos Bisquick— que amplían nuestro abanico de ingredientes.
* * *
Instantánea: la fiesta de recaudación de fondos del Año Nuevo chino. Instantánea: la fiesta de recaudación de fondos del 10 de octubre. Instantánea: la Noche de China, con nuestras estrellas de cine favoritas. Instantánea: el Desfile del Cuenco de Arroz, en que las mujeres de Chinatown llevan una gigantesca bandera china, sujeta por los bordes, con la que recogen las monedas que les lanzan los transeúntes. Instantánea: el Festival de la Luna, en el que Anna May Wong y Keye Luke ejercen de maestros de ceremonia. Barbara Stanwyck, Dick Powell, Judy Garland, Kay Kyser y Laurel y Hardy saludan a la multitud. William Holden y Raymond Massey se pasean con aire elegante y desenvuelto, mientras las chicas de la banda de tambores Mei Wah desfilan formando una V de Victoria. Con el dinero recaudado se compra material médico, mosquiteras, máscaras antigás y artículos de primera necesidad para los refugiados, así como ambulancias y aviones, que se envían al otro lado del Pacífico.
Instantánea: Chinatown Canteen. May posa con los soldados, marineros y aviadores que, aprovechando las paradas de sus trenes, salen de la Union Station, cruzan la Alameda y visitan la cantina. Esos muchachos han venido de todos los rincones del país. Muchos de ellos jamás habían visto un chino, y dicen cosas como «¡Atiza!» y «¡Recórcholis!»; nosotros adoptamos esas expresiones y también las utilizamos. Instantánea: yo rodeada de aviadores enviados por Chiang Kai-shek a entrenarse en Los Ángeles. Es maravilloso oír sus voces, tener noticias de primera mano de nuestro país natal, y saber que China sigue luchando con valentía. Instantánea, instantánea, instantánea: Bob Hope, Frances Langford y Jerry Colonna vienen a actuar a la cantina. Muchachas de entre dieciséis y dieciocho años —ataviadas con delantal blanco, camisa roja, zapatos con cordones y calcetines rojos— se ofrecen voluntarias para bailar con los muchachos, repartir bocadillos y escuchar a quien lo necesite.
En mi fotografía favorita aparecemos May y yo en la cantina un sábado por la noche, poco antes de la hora de cierre. Llevamos gardenias en el cabello, que nos cae en suaves rizos alrededor de los hombros. Nuestros pronunciados escotes dejan al descubierto bastante piel, pero al mismo tiempo parecen infantiles y castos. Los vestidos son cortos, y no llevamos medias. Pese a que somos mujeres casadas, parecemos guapas y alegres. May y yo sabemos qué significa vivir una guerra, y no se parece en nada a vivir en Los Ángeles.
En los quince meses siguientes pasa mucha gente por la ciudad: soldados que van al teatro de operaciones del océano Pacífico o vuelven de él; esposas e hijos que viajan para visitar a sus esposos y padres, quienes se recuperan en hospitales militares; y diplomáticos, actores y vendedores de todo tipo que participan en las campañas civiles solidarias. Nunca pienso que veré a alguien conocido, pero un día, en el restaurante, una voz masculina pronuncia mi nombre:
—¿Pearl Chin? ¿Eres tú?
Me quedo mirando con fijeza al hombre que está sentado a la barra. Lo conozco, pero mis ojos se resisten a reconocerlo, porque siento una profunda y repentina humillación.
—¿No eres Pearl Chin, la muchacha que vivía en Shanghai? Tú conocías a mi hija Betsy.
Le pongo delante un plato de chow mein, me doy la vuelta y me seco las manos con un trapo. Si este hombre es, verdaderamente, el padre de Betsy —y lo es—, se tratará de la primera persona de mi pasado que vea cuán bajo he caído. Antes, yo era una chica bonita cuyo rostro decoraba las paredes de Shanghai. Era lo bastante lista y elegante para que me dejaran entrar en la casa de este hombre. Convertí a su hija, una joven sin ninguna gracia, en una persona con cierto estilo. Ahora soy la madre de una niña de cinco años, la esposa de un conductor de rickshaw, y la camarera de un restaurante de una atracción turística. Ofrezco una sonrisa forzada y me doy la vuelta de nuevo.
—Señor Howell. Me alegro mucho de volver a verlo.
Pero él no parece alegrarse mucho de verme. Lo encuentro triste y envejecido. Quizá yo me sienta humillada, pero su pena no tiene nada que ver con lo que yo siento.
—Fuimos a buscarte. —Se inclina sobre la barra y me agarra el brazo—. Creíamos que habías muerto en uno de los bombardeos, pero estás aquí.
—¿Y Betsy?
—Está en un campo japonés, cerca de la pagoda Lunghua.
El recuerdo del día que May y yo fuimos a volar cometas con Z.G. pasa, fugaz, por mi mente, pero digo:
—Pensaba que la mayoría de los americanos habían salido de Shanghai antes de…
—Betsy se casó —dice el señor Howell con tristeza—. ¿No lo sabías? Con un joven que trabajaba para la Standard Oil. Cuando mi mujer y yo nos marchamos, ellos se quedaron en Shanghai. Ya sabes cómo funciona el negocio del petróleo.
Salgo de detrás de la barra y me siento en un taburete junto a él, consciente de las miradas de curiosidad que me lanzan Sam, tío Wilburt y los otros empleados del restaurante. Me molesta que nos miren de esa forma —con la boca abierta, como mendigos callejeros—, pero el padre de Betsy no parece reparar en ello. Me gustaría decir que no me siento una desgraciada, pero admito que ese sentimiento está oculto bajo mi piel. Llevo casi cinco años en este país y todavía no he aceptado por completo mi situación. Es como si, al ver este rostro del pasado, todo lo bueno de mi vida actual quedara reducido a nada.
Seguramente el padre de Betsy todavía trabaja para el Departamento de Estado, así que quizá se haya percatado de mi desasosiego. Por fin rompe el silencio:
—Tuvimos noticias de Betsy después de que Shanghai se convirtiera en la Isla Solitaria. Pensábamos que estaría a salvo, porque se encontraba en territorio británico. Pero después del ocho de diciembre ya no pudimos hacer nada para recuperarla. Ahora los canales diplomáticos no funcionan muy bien. —Se queda contemplando su taza de café y sonríe con nostalgia.
—Betsy es fuerte —aseguro para animarlo—. Betsy siempre ha sido lista y valiente. —¿Es verdad lo que digo? Recuerdo que ella hablaba muy acaloradamente de política cuando lo único que May y yo queríamos era beber otra copa de champán o danzar un rato más en la pista de baile.
—Eso es lo que nos decimos mi esposa y yo.
—Lo único que pueden hacer es confiar en que todo vaya bien.
El señor Howell suelta un suspiro de resignación.
—No has cambiado nada, Pearl. Siempre le buscas el lado bueno a todo. Por eso te iban tan bien las cosas en Shanghai. Por eso saliste de allí antes de que empeorara la situación. Todas las personas inteligentes salieron a tiempo.
Como no digo nada, él se queda mirándome. Al cabo, dice:
—Estoy aquí por la visita de madame Chiang Kai-shek. La acompaño en su gira americana. La semana pasada estuvimos en Washington, donde pidió al Congreso dinero para ayudar a China en su lucha contra nuestro enemigo común, y recordó a los congresistas que China y Estados Unidos no pueden ser verdaderos aliados mientras siga vigente la Ley de Exclusión. Esta semana hablará en el Hollywood Bowl y…
—Participará en un desfile aquí, en Chinatown.
—Veo que estás al corriente.
—Iré al Bowl. Iremos todos; estamos deseando que ella venga aquí.
Al oírme hablar en plural, el señor Howell se fija en su entorno por primera vez. Advierto cómo sus tristes ojos ven más allá de sus recuerdos de una chica que quizá nunca existió. Repara en las manchas de mi ropa, en las diminutas arrugas que tengo alrededor de los ojos y en mis agrietadas manos. Luego se fija en lo pequeño que es el restaurante, en las paredes pintadas de color amarillo vómito, en el polvoriento ventilador que gira en el techo, y en los hombres enjutos, con brazaletes que rezan NO SOY JAPONÉS, que lo miran boquiabiertos, como si él fuera una criatura surgida del fondo del mar.
—Mi mujer y yo vivimos en Washington —dice, escogiendo las palabras—. Betsy se enfadaría mucho conmigo si no te invitara a venir a casa. Puedo conseguirte un empleo. Con tu facilidad para los idiomas, podrías ayudar mucho en las campañas civiles solidarias.
—Mi hermana está aquí conmigo —replico sin pensar.
—Tráete también a May. Tenemos mucho sitio. —Aparta su plato de chow mein—. No me gusta imaginarte aquí. Estás…
Es curioso, pero en ese momento lo veo todo con claridad. ¿Estoy destrozada? Sí. ¿Me he convertido en una víctima? Sí, en cierta manera. ¿Tengo miedo? Siempre. ¿Todavía ansío, en el fondo, largarme de aquí? Por supuesto que sí. Pero no puedo. Sam y yo hemos construido una vida para Joy. No es perfecta, pero es algo. La felicidad de mi familia significa para mí más que la posibilidad de empezar de nuevo.
Aunque en las fotografías se me vea sonreír, en la de este día aparezco en mi peor momento. El señor Howell —con abrigo y sombrero de fieltro— y yo posamos junto a la caja registradora, donde he enganchado un letrero hecho a mano que reza: CUALQUIER PARECIDO CON LOS JAPONESES ES PURAMENTE OCCIDENTAL. Normalmente nuestros clientes lo encuentran graciosísimo, pero en la fotografía no se ve a nadie sonreír. Aunque es una fotografía en blanco y negro, casi veo el rubor de vergüenza que colorea mis mejillas.
Unos días más tarde, toda la familia sube a un autobús y va al Hollywood Bowl. Como Yen-yen y yo hemos trabajado mucho recaudando dinero para el Fondo Chino de Ayuda, nuestra familia consigue buenos asientos detrás de la fuente que separa el escenario del público. Cuando madame Chiang sube al escenario con un cheongsam de brocado, aplaudimos con brío. Es hermosa, una visión espléndida.
—Ruego a las mujeres que están hoy aquí que se eduquen y se interesen por la política, tanto la de aquí como la de su país natal —proclama—. Ustedes pueden hacer que gire la rueda del progreso sin poner en peligro su papel de madres y esposas.
Escuchamos con atención cuando nos pide a nosotros y a los americanos que ayudemos a respaldar al Movimiento Femenino y a recaudar dinero para él, pero durante el discurso no paramos de admirar su aspecto. Mis ideas sobre la ropa vuelven a cambiar. Ahora entiendo que el cheongsam, que he tenido que llevar para complacer a los turistas de China City y cumplir las condiciones impuestas por la señora Sterling, también puede ser un símbolo de patriotismo y modernidad.
Cuando May y yo volvemos a casa, sacamos nuestros más valiosos cheongsams y nos los ponemos. Inspiradas por madame Chiang, queremos ser tan elegantes y leales a China como sea posible. Al instante volvemos a convertirnos en chicas bonitas. Sam nos toma una fotografía, y por un momento nos parece estar de nuevo en el estudio de Z.G. Pero más tarde me pregunto por qué no se nos ocurrió pedirle a Sam que nos tomara una fotografía a Yen-yen y a mí cuando nos invitaron a estrecharle la mano a madame Chiang Kai-shek.
Tom Gubbins se jubila y le vende su compañía a padre Louie. La empresa pasa a llamarse Golden Prop and Extras Company. Padre Louie pone a May al frente del negocio, pese a que ella no tiene ni idea de cómo dirigirlo. Ahora mi hermana gana 150 dólares semanales trabajando de directora técnica; su labor consiste en proporcionar a los estudios cinematográficos extras, trajes, piezas de atrezo, traductores y consejos. Sigue actuando en infinidad de películas, que ahora viajan por todo el mundo y se exhiben ante millones de espectadores para demostrar lo malvados que son los japoneses. Interpreta a personajes poco importantes: una desafortunada criada china, la sirvienta de un coronel, una campesina a la que salvan las misioneras blancas. Pero May es famosa, sobre todo, por los papeles en que grita, y, como la guerra continúa, ha interpretado a innumerables víctimas en Tras el sol naciente, Bombas sobre Birmania, Mi encantadora esposa (donde una americana intenta introducir a unos huérfanos chinos en Estados Unidos) y China, con el reclamo: «Alan Ladd y veinte chicas ¡atrapados por los crueles japoneses!» May tiene éxito en diferentes estudios, sobre todo en MGM. «Me llaman la cantonesa histriónica», se vanagloria. Se jacta de que en una ocasión ganó cien dólares en un solo día gracias a sus espectaculares gritos.
Más adelante, MGM le pide que busque extras para el rodaje de La estirpe del dragón, que se estrenará en el verano de 1944. May se pone en contacto con el cineclub chino de la esquina de Main y Alameda, frecuentado por miembros del Gremio de Extras Cinematográficos Chinos; se lleva una comisión del diez por ciento por cada extra contratado, y además trabaja en la película.
—He intentado que la Metro le diera a Keye Luke un papel de capitán japonés, pero no quieren arruinar su imagen de Hijo Número Uno de Charlie Chan —me explica—. Han encontrado la gallina de los huevos de oro, y no quieren echarla a perder. No es fácil cubrir todos los papeles. Necesito centenares de personas para los campesinos chinos. Para los soldados japoneses, el estudio me ha sugerido que contrate a camboyanos, filipinos y mexicanos.
Desde la noche que pasé en aquel plató cinematográfico, me debato entre la aversión que le tengo a Haolaiwu y mi deseo de reunir dinero para mi hija. Joy ha trabajado sin parar desde que empezó la guerra, y ya tengo mucho dinero ahorrado para costear sus estudios. Mi oportunidad para apartarla de ese mundo llega una noche, cuando vuelve con May del plató. Joy entra llorando y se va derecha a nuestra habitación, donde ahora tiene una camita en un rincón. May está furiosa. Yo también me enfado con Joy a veces, ¿qué madre no se enfada nunca con sus hijos?, pero es la primera vez que veo a May enfadada con mi hija.
—Tenía un papel estupendo para Joy como Tercera Hermana —dice furibunda—. Me encargué de que le dieran un traje bonito, y estaba preciosa. Pero justo antes de que el director la llamara, Joy se fue al lavabo. ¡Ha perdido su oportunidad! Y además, me ha puesto en ridículo. ¿Cómo ha podido hacerme eso?
—¿Cómo? —replico—. Tiene cinco años. Necesitaba ir al baño.
—Ya lo sé, ya lo sé —dice May negando con la cabeza—. Pero yo estaba muy ilusionada con ese papel.
No dejo escapar esta oportunidad:
—Pondremos a Joy a trabajar un tiempo con sus abuelos en una tienda. Así aprenderá a valorar más todo lo que haces por ella.
No añado que no dejaré que Joy vuelva a Haolaiwu, que en septiembre irá a una escuela americana, ni que no sé cómo voy a ahorrar el dinero necesario para que vaya a la universidad, pero May está tan furiosa que no pone pegas.
La estirpe del dragón sigue siendo lo más destacado de la carrera de May. Una de las posesiones más valiosas de mi hermana es la fotografía en que aparece con Katharine Hepburn en el plató. Ambas van vestidas de campesinas chinas. A la Hepburn le han achinado los ojos con esparadrapo y se los han maquillado con abundante perfilador negro. La famosa actriz no parece china ni por asomo, pero tampoco lo parecen Walter Huston ni Agnes Moorehead, que también tienen papeles principales en la película.
Pongo sobre mi cómoda una fotografía de Joy en el puesto de zumo de naranja que le hemos montado delante del Golden Dragon Café. Está rodeada de soldados que, en cuclillas, le hacen una señal de aprobación con el pulgar. Esa fotografía captura un momento concreto, pero es una escena que se repite día tras día, noche tras noche. A los soldados les encanta ver a mi hijita —que lleva unos pijamas de seda muy monos y el cabello recogido en coletas— exprimiendo naranjas. Pueden beber todo el zumo que quieran por diez centavos. Algunos toman tres o cuatro vasos sólo por el placer de contemplar a nuestra Joy, que, muy concentrada, frunce los labios y exprime sin parar. A veces miro esa fotografía y me pregunto si ella sabe lo duro que trabaja. ¿O lo ve como un descanso de los interminables rodajes y las exigencias de su tía? Otra ventaja: si los hombres se paran a contemplar a esta niñita china —una curiosidad— y se beben su zumo de naranja, que no los envenena, quizá entren a comer algo en el restaurante.
El 1 de septiembre preparo a Joy para ir al parvulario. Ella preferiría ir a la escuela Castelar de Chinatown, con Hazel Yee y los otros niños del vecindario. Pero Sam y yo no queremos que nuestra hija vaya al centro donde Vern aprobó todos los cursos aunque no aprendiera a leer, escribir ni sumar. Nosotros queremos que Joy progrese. Queremos que estudie fuera de Chinatown, y eso significa que Joy tendrá que decir que vive en otro barrio. También hay que enseñarle la historia oficial de la familia. Las mentiras de padre Louie sobre su ciudadanía pasaron a Sam, a los tíos y a mí. Ahora esas mentiras pasan a la tercera generación. Joy deberá tener mucho cuidado cuando solicite una plaza escolar o un empleo, incluso un certificado de matrimonio. Todo eso empieza ahora. Durante semanas ensayamos con ella como si se dispusiera a ser interrogada en Angel Island: ¿En qué calle vives? ¿A qué altura? ¿Dónde nació tu padre? ¿Por qué regresó a China de niño? ¿En qué trabaja tu padre? No le aclaramos qué es verdad y qué es mentira. Es mejor que Joy sólo maneje una falsa verdad.
—Todas las niñas deben saber estas cosas sobre sus padres —le explico mientras la arropo en su cama la noche anterior a su primer día de clase—. No le digas a tu maestra nada más que lo que te hemos dicho.
Al día siguiente, Joy se pone un vestido verde, un jersey blanco y unas medias rosa. Sam me fotografía con ella en el portal de nuestro edificio. La niña lleva una fiambrera nueva con el dibujo de una sonriente vaquera que saluda con la mano, montada a horcajadas en su fiel caballo. Contemplo a Joy con amor materno. Estoy orgullosa de ella, y de todos nosotros, por haber llegado tan lejos.
Sam y yo la llevamos en tranvía a la escuela de primaria. Rellenamos los formularios y mentimos respecto a nuestro domicilio. Luego acompañamos a Joy hasta su aula. Sam le coge una mano y la acerca a la señorita Henderson, quien se queda mirándola y pregunta:
—¿Por qué no os volvéis todos los extranjeros a vuestros países?
¡Tal cual! ¿Os imagináis? Tengo que contestar antes de que Sam descifre lo que la maestra acaba de decir.
—Porque éste es su país —respondo, imitando el acento de las madres británicas a las que veía paseando por el Bund con sus hijos—. Joy nació aquí.
Dejamos a nuestra hija con esa mujer. Sam no abre la boca mientras volvemos en tranvía a China City, pero al llegar al restaurante, con voz quebrada por la emoción, me dice al oído:
—Si le hacen algo, nunca se lo perdonaré y nunca me lo perdonaré a mí mismo.
Una semana más tarde, cuando voy a la escuela a recoger a Joy, la encuentro llorando en la acera.
—La señorita Henderson me ha enviado al despacho de la subdirectora —me explica mientras las lágrimas resbalan por sus mejillas—. Me han hecho muchas preguntas. Yo he contestado como me enseñaste, pero ella me ha llamado mentirosa y dice que no puedo volver.
Voy al despacho de la subdirectora, pero ¿qué puedo hacer o decir para que se retracte?
—Estamos muy atentos a estas infracciones, señora Louie —declara la robusta subdirectora—. Además, es evidente que su hija no pinta nada aquí. Llévela a la escuela de Chinatown. Allí será más feliz.
Al día siguiente llevo a Joy a la escuela Castelar, a sólo dos manzanas de nuestro edificio, en pleno corazón de Chinatown. Veo a niños de China, México, Italia y otros países europeos. Su maestra, la señorita Gordon, sonríe al darle la mano a Joy; la acompaña al aula y cierra la puerta. En las semanas y los meses siguientes, Joy —a la que hemos educado para que sea obediente y se abstenga de hacer cosas disparatadas como ir en bicicleta, y a la que nuestros vecinos regañan por reír demasiado fuerte— aprende a jugar a la rayuela y las tabas y a saltar al potro. Está contenta de ir a la misma clase que su mejor amiga, y la señorita Gordon parece una persona encantadora.
En casa hacemos cuanto podemos. Por mi parte, eso significa hablar en inglés con Joy siempre que sea posible, porque tendrá que ganarse la vida en este país y porque es americana. Cuando su padre, sus abuelos o sus tíos le hablan en sze yup, ella contesta en inglés. De paso, así Sam mejora su comprensión, aunque no la pronunciación. Sin embargo, los tíos siempre se ríen de Joy porque va a la escuela.
—Para las niñas, la educación sólo es un problema —advierte tío Wilburt—. ¿Qué quieres hacer? ¿Escapar de nosotros?
Su abuelo se convierte en mi aliado. Hace mucho, padre Louie nos amenazó a May y a mí con que si delante de él hablábamos cualquier lengua que no fuera sze yup, tendríamos que poner una moneda de cinco centavos en un tarro. Ahora le dice a Joy una cosa parecida:
—Si te oigo hablar otra cosa que no sea inglés, tendrás que poner una moneda de cinco centavos en mi tarro.
Joy habla inglés casi tan bien como yo, pero sigo sin imaginar cómo podrá liberarse completamente de Chinatown.
A finales de otoño, nos reunimos alrededor de la radio y nos enteramos de que el presidente Roosevelt ha pedido al Congreso que revoque la Ley de Exclusión que afecta a los chinos. «Las naciones, como los individuos, cometen errores. Debemos ser lo bastante honrados para reconocer nuestros errores del pasado y corregirlos.» Unas semanas más tarde, el 17 de diciembre de 1943, quedan revocadas todas las leyes de exclusión, tal como había insinuado el padre de Betsy.
Escuchamos el programa de Walter Winchell, quien anuncia:
«Keye Luke, el Hijo Número Uno de Charlie Chan, no ha podido ser el chino número uno en conseguir la nacionalidad estadounidense.»
Keye Luke está trabajando en una película ese día, así que un médico chino de Nueva York se convierte en el primer chino que consigue la nacionalidad. Sam celebra ese feliz momento tomando una fotografía de su hija con una mano en la cadera y la otra apoyada en la radio. ¡Nada de cheongsams para Joy! Desde que empezó la escuela y le regalamos esa fiambrera, a la niña le encantan las vaqueras y los trajes de vaquera. Su abuelo hasta le ha comprado unas botas camperas en Olvera Street, y una vez que Joy se pone el traje ya no hay manera de quitárselo. Sonríe, alegre. Aunque el resto de la familia no aparece en la fotografía, siempre recordaré que todos sonreíamos con ella.
Después de ese día, Sam y yo nos planteamos solicitar la nacionalidad, pero tenemos miedo, como muchos hijos de papel y las esposas que se colaron en el país con ellos.
—Yo ya tengo la ciudadanía tras hacerme pasar por hijo biológico de padre Louie. Tú tienes tu certificado de identidad por estar casada conmigo. ¿Por qué arriesgarnos a perder lo que tenemos? ¿Cómo vamos a confiar en el gobierno cuando a nuestros vecinos japoneses los envía a campos de internamiento? —me pregunta Sam—. ¿Cómo vamos a confiar en el gobierno si los lo fan nos miran como si fuésemos bichos raros, o como si fuésemos japoneses?
May no se encuentra en la misma situación que nosotros. Ella está casada con un ciudadano americano de verdad, y lleva cinco años viviendo en el país. Se convierte en la primera persona de nuestro edificio que consigue la nacionalidad.
Transcurren los meses y la guerra continúa. Procuramos llevar una vida lo más normal posible pensando en Joy, y nuestros esfuerzos obtienen su compensación. A Joy le va tan bien en la escuela que sus maestras de parvulario y de primer curso la recomiendan para un programa especial de segundo curso. Trabajo con Joy todo el verano para prepararla, y hasta la señorita Gordon —que ha mostrado un gran interés por sus progresos— viene al apartamento una vez a la semana para ayudarla con sus ejercicios de matemáticas y de comprensión de textos.
Quizá le esté exigiendo demasiado, porque la niña sufre un fuerte resfriado de verano. Luego, dos días después del bombardeo de Hiroshima, su resfriado se agrava. Tiene fiebre alta, se le inflama mucho la garganta y tose tanto que vomita. Yen-yen va al herborista, que le prepara una infusión amarga. Al día siguiente, mientras estoy trabajando, Yen-yen vuelve a llevar a Joy al herborista, que le insufla unas hierbas pulverizadas en la garganta. Sam y yo oímos por la radio que han lanzado otra bomba, esta vez sobre Nagasaki. El locutor dice que la destrucción causada por la bomba es terrible y muy extensa. Las autoridades de Washington son optimistas respecto al fin de la guerra.
Sam y yo cerramos el restaurante y vamos a toda prisa al apartamento, deseosos de compartir la noticia con el resto de la familia. Cuando llegamos, vemos que a Joy se le ha inflamado tanto la garganta que está empezando a ponerse morada. En otros sitios, la gente está contenta —muchos hijos, hermanos y maridos volverán pronto a casa—, pero Sam y yo estamos muy asustados y sólo podemos pensar en Joy. Queremos llevarla a que la vea un médico occidental, pero no conocemos a ninguno, y no tenemos coche. Estamos hablando de cómo encontrar un taxi cuando llega la señorita Gordon. En medio del alboroto por la noticia de las bombas, y angustiados por el estado de Joy, hemos olvidado que hoy nuestra hija tenía clase. En cuanto la señorita Gordon ve a Joy, me ayuda a envolverla en una manta, y luego la lleva en su coche al Hospital General, donde, según dice, «atienden a personas como ustedes». Pocos minutos después de llegar al hospital, un médico le practica una incisión en el cuello para que pueda respirar.
Menos de una semana después del encuentro de Joy con la muerte, termina la guerra, y Sam —conmocionado por haber estado tan cerca de perder a su hija— aparta trescientos dólares de nuestros ahorros y compra un Chrysler de segunda mano. Es un coche viejo y abollado, pero es nuestro. En la última fotografía de los años de la guerra, Sam está al volante del Chrysler; Joy, sentada en el parachoques; y yo, de pie junto a la puerta del pasajero. Nos disponemos a dar nuestro primer paseo dominical en coche.