Haolaiwu

Volvemos a estar en Shanghai. Los rickshaws pasan traqueteando. Hay mendigos acuclillados en las aceras, con los brazos extendidos y las palmas hacia arriba. En las ventanas cuelgan patos asados a la brasa. Los vendedores ambulantes hierven fideos, asan frutos secos y fríen tofu en sus carretillas. Los campesinos vienen a la ciudad cargados con fardos de pollos y patos vivos, y con trozos de cerdo colgando de pértigas que llevan a hombros. Las mujeres pasan con sus ceñidos cheongsams. Hay ancianos sentados en cajas, fumando en pipa, con las manos metidas en las mangas para calentarse. Una densa niebla se arremolina alrededor de nuestros pies y se extiende por los callejones y las oscuras esquinas. Por encima de nuestras cabezas, los farolillos rojos lo convierten todo en un sueño misterioso.

—¡A sus puestos! ¡Todos a sus puestos!

China se esfuma de mi pensamiento, y vuelvo al plató cinematográfico que he ido a visitar con May y Joy. Unos potentes focos iluminan el escenario. Una cámara se desplaza sobre unas guías. Un hombre coloca un micrófono con jirafa en lo alto. Estamos en septiembre de 1941.

—Deberías sentirte orgullosa de Joy —comenta May mientras le aparta un mechón de cabello de la cara—. En todos los estudios la gente se enamora de ella.

Joy está sentada en su regazo, con aspecto tranquilo pero atento. Tiene tres años y medio y es preciosa; «como su tía», dicen todos. Y May es una tía perfecta: le consigue papeles, la lleva a los platós, se asegura de que le den trajes bonitos y de que siempre esté en el sitio idóneo cuando el director busca una cara inocente que enfocar con la cámara. Desde hace aproximadamente un año, Joy pasa tanto tiempo con May que, cuando está conmigo, es como si estuviera con un cuenco de leche agria. Yo le impongo disciplina, la obligo a terminarse la cena, a vestir correctamente y a tratar con respeto a sus abuelos, tíos y personas mayores. May prefiere consentirla: le hace regalos, le da besos y le deja que pase toda la noche despierta cuando van a los rodajes.

De mí siempre han dicho que soy la hermana inteligente —lo dice hasta mi suegro—, pero lo que dos años atrás parecía una buena idea se ha convertido en un gran error. Cuando le di permiso a May para llevar a Joy a los platós, no pensé que le proporcionaría a mi hija un mundo diferente, divertido y completamente independiente. Cuando se lo comenté a May, ella frunció la frente y negó con la cabeza.

—No es eso. Ven con nosotras y verás lo que hacemos. Cuando veas lo bien que lo hace, cambiarás de opinión.

Pero no se trata sólo de Joy. May quiere alardear de su importancia, y se supone que yo tengo que enorgullecerme de ella. Llevamos haciéndolo así desde que éramos niñas.

Así que hoy, a última hora de la tarde, nos hemos subido a un autobús junto con algunos vecinos a los que mi hermana también ha conseguido trabajo. Al llegar al estudio, hemos ido directamente al departamento de vestuario, donde unas mujeres nos han dado ropa sin fijarse en las tallas. A mí me han dado una chaqueta sucia y unos pantalones holgados, muy arrugados. No me ponía algo así desde que May y yo huimos de China y languidecimos en Angel Island. Al intentar cambiarla, la chica de vestuario me ha dicho:

—Tienes que ir sucia, muy sucia, ¿entiendes?

May, que suele interpretar a muchachas sofisticadas y vivarachas, también se ha llevado ropa de campesina, así que estaremos juntas en la misma escena.

Nos cambiamos en una gran tienda, sin intimidad ni calefacción. Yo visto a mi hija todos los días, pero hoy su tía se ocupa de ella; tras quitarle el jersey de fieltro, la ayuda a ponerse unos pantalones tan oscuros, sucios y holgados como los suyos y los míos. Luego vamos a peluquería y maquillaje. Nos cubren el cabello con un pañuelo negro fuertemente atado. A Joy le han hecho varias coletas, hasta que parecía que de su cabeza brotaban unas exóticas plantas negras. Nos untan el rostro con maquillaje oscuro, y eso me recuerda el ungüento de cacao en polvo y crema limpiadora que May me ponía en la cara. Luego salimos para que nos rocíen de barro con una pistola.

Finalmente, a esperar en el falso Shanghai; el viento agita nuestros holgados pantalones negros, que parecen oscuros espíritus. Para los chinos nacidos aquí, esto es lo más cerca que estarán de la tierra de sus antepasados. A los que nacimos en China, el plató nos permite sentir, por un momento, que nos han transportado al otro lado del océano y retrocedido en el tiempo.

Debo admitir que me encanta ver qué bien se maneja mi hermana con el equipo de rodaje, y cómo la respetan los otros extras. May está contenta, sonríe y saluda a sus amigos; me recuerda a aquella niña de Shanghai. Sin embargo, a medida que avanza la noche, voy viendo cosas que me inquietan. Sí, hay un hombre que vende gallinas vivas, pero detrás de él hay un grupo de hombres sentados en cuclillas, jugando. En otra parte del decorado, unos fingen fumar opio. ¡En plena calle! Casi todos llevan trenza, pese a que la historia no sólo se desarrolla después de la instauración de la República, sino que tiene como fondo la invasión de los bandidos enanos, que se produjo veinticinco años más tarde. Y las mujeres…

Pienso en El embrujo de Shanghai, una película que May, Sam, Vern y yo vimos hace meses en el Million Dollar. Como Josef von Sternberg, el director, había vivido un tiempo en Shanghai, creímos que íbamos a ver algo que nos recordara a nuestra ciudad natal; pero no era más que otra historia en que una mujer fatal introduce a una muchacha blanca en el juego, el alcohol y quién sabe qué otros vicios. Los carteles de la película nos hicieron reír; rezaban: «La gente vive en Shanghai por muchas razones, la mayoría, infames.» En mi última época en Shanghai, hasta yo habría estado de acuerdo con esa opinión; pero aun así, me duele ver mi ciudad natal —el París de Asia— retratada bajo esa maléfica luz. Hemos visto ese enfoque en un sinfín de largometrajes, y ahora colaboramos en uno.

—¿Cómo puedes participar en esto, May? ¿No te da vergüenza? —pregunto.

Mi hermana me mira, confundida y dolida.

—¿Participar en qué?

—Aquí los chinos están representados como retrasados. Nos hacen reír como idiotas mostrando los dientes. Nos hacen gesticular porque se supone que somos estúpidos. O nos hacen hablar un inglés rudimentario.

—Sí, ya lo sé. Pero no me digas que esto no te recuerda a Shanghai.

—¡No se trata de eso! ¿Acaso no sientes ni pizca de orgullo por el pueblo chino?

—No sé por qué tienes esa manía de quejarte por todo —replica, disgustada—. Te he traído aquí para que vieras qué hacemos Joy y yo. ¿No estás orgullosa de nosotras?

—May…

—¿Por qué no te relajas y lo pasas bien? ¿Por qué no disfrutas viendo cómo Joy y yo ganamos dinero? Aunque no sea tanto como esos de ahí. —Señala a un grupo de falsos conductores de rickshaw—. Les he conseguido siete cincuenta al día durante una semana, siempre que lleven la cabeza completamente rasurada. No está mal para…

—Conductores de rickshaw, fumadores de opio y prostitutas. ¿Te gusta que la gente piense que somos eso?

—Si con «gente» te refieres a los lo fan, ¿por qué iba a importarme lo que piensen?

—Porque esto es insultante.

—¿Para quién? No son insultos contra nosotras. Además, esto no es más que parte de un camino. Hay personas —explica, refiriéndose a mí, por supuesto— que prefieren no tener trabajo a aceptar un empleo que consideran un menoscabo. Pero un trabajo como éste nos ofrece un principio, y de nosotros depende progresar a partir de ahí.

—Ya. Y esos hombres que hoy interpretan a conductores de rickshaw mañana serán los dueños del estudio, ¿no? —digo con escepticismo.

—Por supuesto que no —contesta, ya sin disimular su enojo—. Lo único que quieren es conseguir un papel con texto. Ya sabes que eso está muy bien pagado, Pearl.

Bak Wah Tom lleva un par de años cautivando a May con el sueño de un papel con texto, pero el sueño todavía no se ha hecho realidad, aunque Joy ya ha dicho algunas frases en diferentes películas. La bolsa donde guardo sus ganancias ha engordado mucho, y sólo es una cría. Entretanto, la tía de Joy está ansiosa por ganar sus propios veinte dólares por una frase, la que sea. De momento, se contentaría con algo tan sencillo como «Sí, señora.»

—Si pasarte toda la noche sentada por ahí, fingiendo ser una mala mujer, te ofrece tantas oportunidades —digo con cierta vehemencia—, ¿cómo es que todavía no has conseguido un papel con texto?

—¡Ya sabes por qué! ¡Te lo he explicado mil veces! Tom dice que soy demasiado guapa. Cada vez que un director me elige, la protagonista femenina me rechaza. No quieren competir con mi cara, porque saben que ganaré. Ya sé que suena a inmodestia, pero es lo que dice todo el mundo.

El equipo de rodaje ha colocado a los extras en sus puestos y añadido más elementos de atrezo para la siguiente toma. Se trata de una película «de advertencia» sobre la amenaza japonesa; si los japoneses son capaces de invadir China y desbaratar los intereses extranjeros, ¿no deberíamos preocuparnos todos? Hasta ahora, desde mi perspectiva, tras un par de horas rodando la misma escena callejera una y otra vez, todo esto tiene muy poco que ver con lo que experimentamos May y yo al huir de China. Pero cuando el director explica la siguiente escena, se me encoge el estómago.

—Van a caer bombas —explica por el megáfono—. No son de verdad, pero parecerá que lo son. Después, los japoneses irrumpirán en el mercado. Tenéis que echar a correr por ahí. Tú, el del carro: vuélcalo cuando salgas corriendo. Y quiero que las mujeres griten. Gritad muy fuerte, como si creyerais que vais a morir.

Cuando la cámara empieza a rodar, aprieto a Joy contra mi cadera, suelto un grito bastante conseguido y echo a correr. Lo hago una y otra vez. Por un instante he temido que esto me trajera malos recuerdos, pero no. Las bombas falsas no hacen temblar el suelo. Las explosiones no me dejan sorda. A nadie se le desgarran partes del cuerpo. No salen borbotones de sangre. Todo esto no es más que un juego, y divertido, como las piezas de teatro con que May y yo entreteníamos a nuestros padres. Y May tiene razón respecto a Joy: la niña sabe obedecer las indicaciones, esperar entre toma y toma, y llorar cuando la cámara empieza a rodar, como le han enseñado.

A las dos de la madrugada nos envían otra vez a la tienda de maquillaje, donde nos embadurnan la cara y la ropa con sangre falsa. Cuando volvemos al plató, a algunos los colocan en el suelo, despatarrados, con la ropa ensangrentada y los ojos abiertos e inertes. Ahora hay muertos y heridos tendidos a nuestro alrededor. A medida que avanzan los soldados japoneses, los demás tenemos que correr y gritar. No me cuesta hacerlo. Veo los uniformes color crema y oigo las pisadas de las botas. Uno de los extras —un campesino, como yo— tropieza conmigo, y yo grito. Cuando los falsos soldados avanzan con la bayoneta calada, intento huir pero me caigo. Joy se pone en pie y sigue corriendo entre los cadáveres, y yo me quedo atrás. Un soldado me empuja cuando trato de levantarme. Me quedo paralizada de miedo. A pesar de que los hombres que me rodean tienen cara de chinos, a pesar de que son mis vecinos disfrazados de enemigos, grito sin parar. Ya no estoy en un plató cinematográfico; estoy en una cabaña, en las afueras de Shanghai. El director grita:

—¡Corten!

May viene hacia mí con cara de preocupación.

—¿Estás bien? —pregunta mientras me ayuda a levantarme.

Todavía estoy tan alterada que no puedo hablar. Asiento con la cabeza, y ella me mira con gesto interrogante. No quiero hablar de lo que siento. No quise hablar de ello en China, cuando desperté en el hospital, y sigo sin querer hacerlo ahora. Le cojo a Joy de los brazos y la estrecho. Todavía tiemblo cuando el director se acerca con paso decidido.

—Lo has hecho estupendamente —me dice—. Podría haberte oído desde dos manzanas de distancia. ¿Puedes repetirlo? —Me mira como evaluándome—. ¿Varias veces más? —Como no contesto, añade—: Si lo haces, te pagaremos más. Y a la niña también. Para mí, un buen grito es como una frase, y la cara de la niña me viene muy bien.

Noto la mano de May apretándome el brazo.

—¿Puedes hacerlo? —insiste el director.

Aparto el recuerdo de la cabaña y pienso en el futuro de mi hija. Este mes podría guardar más dinero para ella.

—Lo intentaré —atino a decir.

Los dedos de mi hermana se me clavan en el brazo. Cuando el director vuelve a su silla, May me lleva aparte.

—Lo haré yo —me susurra—. Por favor, por favor, déjame hacerlo.

—La que ha gritado soy yo. Ya que he de pasarme la noche aquí, me gustaría hacer algo de provecho.

—Ésta podría ser mi gran oportunidad…

—Sólo tienes veintidós años…

—En Shanghai yo era una chica bonita —implora—. Pero esto es Hollywood, y no me queda mucho tiempo.

—A todos nos da miedo hacernos mayores. Pero yo también quiero hacerlo. ¿Acaso has olvidado que yo también era una chica bonita? —pregunto. Como no me contesta, utilizo el único argumento infalible—: La que ha recordado lo que pasó en aquella cabaña soy yo.

—Siempre usas esa excusa para salirte con la tuya.

Me aparto un poco, conmocionada por sus palabras.

—No puedo creer que me digas eso.

—Lo que ocurre es que no quieres que yo tenga nada mío —espeta quejumbrosa.

¿Cómo puede decir eso después de lo mucho que me he sacrificado por ella? Mi resentimiento ha crecido con los años, pero nunca me ha impedido concederle todo lo que ella quiere.

—A ti siempre te ofrecen oportunidades —continúa, y su voz va cobrando fuerza.

Ahora entiendo su actitud: si no doy el brazo a torcer, está dispuesta a discutir conmigo delante de todos. Pero esta vez no pienso ceder tan fácilmente.

—¿Qué oportunidades?

Mama y baba te enviaron a la universidad…

Eso es remontarse mucho en el tiempo, pero contesto:

—Tú no quisiste ir.

—A todo el mundo le caes mejor que yo.

—Eso es ridículo.

—Hasta mi propio esposo te prefiere. Siempre es muy simpático contigo.

¿Qué sentido tiene discutir con May? Nuestras desavenencias siempre han sido por lo mismo: por si nuestros padres la querían más a ella o a mí, por si una tenía algo mejor que la otra —un helado más rico, unos zapatos más bonitos o un marido más cordial—, o por si una quiere hacer algo a expensas de la otra.

—Sé gritar tan bien como tú —insiste—. Te lo ruego. Por favor, déjame hacerlo.

—¿Y Joy? —pregunto en voz baja, atacando su punto débil—. Ya sabes que Sam y yo estamos ahorrando para que algún día pueda ir a la universidad.

—Para eso faltan quince años, y estás dando por sentado que alguna universidad americana aceptará a una china. —Y sus ojos, que hace poco resplandecían de alegría y orgullo, me miran de pronto con odio.

Por un instante, retrocedo en el tiempo y me veo en nuestra cocina de Shanghai, cuando el cocinero intentaba enseñarnos a preparar albóndigas. La cosa empezó como un entretenimiento divertido y acabó en una pelea tremenda. Ahora, años más tarde, lo que se presentaba como una experiencia placentera se ha convertido en una situación desagradable. Miro a May y no sólo veo celos, sino también odio.

—Déjame hacer ese papel —insiste—. Me lo he ganado.

«Trabajas para Tom Gubbins —pienso—; no tienes que quedarte todo el día encerrada en ningún establecimiento Golden; puedes venir con mi hija a platós como éste y salir un rato de Chinatown y China City.»

—May…

—No empieces a recordarme tus agravios, porque no quiero oírlos. Te niegas a ver lo afortunada que eres. ¿No te das cuenta de lo celosa que estoy? No puedo evitarlo. Tú lo tienes todo. Tienes un marido que te quiere y con el que puedes hablar. Tienes una hija.

¡Ya está! Por fin lo ha dicho. La respuesta me sale tan deprisa que no tengo tiempo de pensar ni de refrenarla.

—Entonces, ¿por qué pasas más tiempo que yo con ella? —Mientras lo digo, recuerdo el viejo proverbio de que las enfermedades entran por la boca y los desastres salen por la boca, una forma de decir que las palabras pueden ser como bombas.

—Joy prefiere estar conmigo porque la abrazo y la beso, porque le doy la mano, porque la dejo sentarse en mi regazo.

—Así no es como educamos a los niños en China. Tocarse de ese modo…

—No pensabas igual cuando vivíamos con mama y baba.

—Cierto, pero ahora soy madre y no quiero que Joy se convierta en una porcelana resquebrajada.

—Que su madre la abrace no la convertirá en una mujer fácil.

—¡No me digas cómo tengo que educar a mi hija! —Al oír mi tono cortante, algunos extras nos miran con curiosidad.

—Tú no me dejas hacer nada, pero baba me prometió que, si aceptábamos casarnos, podría ir a Haolaiwu.

No es así como lo recuerdo. May está cambiando de tema y tergiversando las cosas.

—Estamos hablando de Joy —digo—, no de tus sueños absurdos.

—Ah, ¿sí? Hace un rato me acusabas de avergonzar al pueblo chino. Ahora dices que esto es malo para mí, pero que Joy y tú sí podéis hacerlo, ¿no?

Mi hermana tiene razón: esta situación me plantea un conflicto que no sé conciliar con mis ideas. No puedo pensar fríamente, pero creo que ella tampoco.

—Tú lo tienes todo —repite, y rompe a llorar—. Yo no tengo nada. ¿Por qué no me concedes este único deseo? ¡Por favor! ¡Por favor!

Cierro la boca y dejo que la ira me abrase por dentro. Me niego a admitir cualquier justificación para que ella —y no yo— represente ese papel en la película, pero luego hago lo que he hecho siempre: cedo ante mi moy moy. Es la única forma de disipar sus celos, de que mi resentimiento vuelva a su escondite y tenga tiempo de pensar cómo sacaré a Joy de este negocio sin provocar más fricciones. May y yo somos hermanas. Siempre discutiremos, pero siempre nos reconciliaremos. Eso es lo que hacen las hermanas: se pelean, señalan la fragilidad, los errores y desaciertos de la otra, muestran la inseguridad que arrastran desde la infancia, y luego hacen las paces. Hasta la próxima vez.

May se queda con mi hija y con mi papel en la escena. El director no advierte que mi hermana me ha suplantado. Para él, todas las chinas vestidas con pantalón negro, manchadas de sangre y barro falsos y con una niñita en brazos son intercambiables. Durante las horas siguientes, oigo gritar a May una y otra vez. El director nunca queda satisfecho, pero tampoco la reemplaza.