Hasta la luna más perfecta

El Dios del Fuego no discrimina. Enciende lámparas, hace que las luciérnagas resplandezcan, reduce pueblos a cenizas, quema libros, prepara comida y caldea familias. Lo único que podemos esperar es que un dragón —con su esencia de agua— apague los fuegos no deseados cuando éstos se produzcan. Tanto si crees en esas cosas como si no, lo más prudente es realizar ofrendas. Como lo expresaría un occidental, es mejor prevenir que curar. Después del incendio de China City, donde nadie tiene póliza de seguro, no se realizan ofrendas para apaciguar al Dios del Fuego ni para apelar a la benevolencia del dragón. Esa actitud no presagia nada bueno, pero me digo que en América la gente también dice que tales cosas sólo pasan una vez.

Se tardará casi seis meses en reparar las partes dañadas por el humo y el agua y en reconstruir las zonas destruidas. El venerable Louie ha salido más perjudicado que la mayoría, porque no sólo se ha quemado parte del dinero en efectivo que escondía en sus diversos locales, sino que parte de su riqueza real —su mercancía— se ha convertido en cenizas. La familia deja de ingresar dinero, pero invierte mucho en la reconstrucción, en encargar nuevas mercancías a sus fábricas de Shanghai y los emporios de Cantón (con la esperanza de que los cargamentos salgan de esas ciudades en barcos extranjeros y pasen por las aguas infestadas de japoneses sin percance alguno), y en alimentar, alojar y vestir a una familia de siete miembros y mantener a sus socios e hijos de papel, que viven en cercanas pensiones para solteros. Todo eso no le sienta nada bien a mi suegro.

Aunque éste se empeña en que May y yo nos quedemos junto a nuestros maridos y trabajemos a su lado, no tenemos nada que hacer.

Nosotras no sabemos utilizar ni el martillo ni la sierra. No hay mercancías que desembalar, desempolvar ni vender. No hay suelos que barrer, ventanas que limpiar ni clientes que atender. Aun así, May, Joy y yo vamos a China City todas las mañanas para ver cómo avanza la reconstrucción. A May no le parece mal el plan de Sam de quedarnos juntos y ahorrar dinero.

—Aquí nos alimentan —dice, demostrando por fin cierta madurez—. Sí, esperemos hasta que los cuatro podamos marcharnos juntos.

Por la tarde, solemos ir a la Asiatic Costume Company, que no ha sido afectada por el incendio, a visitar a Tom Gubbins. Tom alquila trajes y otros accesorios de atrezo, y ejerce de agente de extras chinos para los estudios cinematográficos, pero por lo demás es un misterio. Algunos dicen que nació en Shanghai. Otros, que desciende de chinos. Otros, que es medio chino. Otros, que no tiene ni una sola gota de sangre china. Algunos lo llaman tío Tom. Otros, Lo Fan Tom. Nosotros lo llamamos Bale Wah Tom, Tom el Películas, que es como él mismo se presentó cuando nos conocimos, el día de la Gran Inauguración de China City. De Tom aprendo que el misterio, lo equívoco y lo exagerado pueden aumentar tu reputación.

Tom ayuda a muchos chinos —les regala ropa, les compra la ropa vieja, les busca habitación, les encuentra trabajo, les consigue cita a las embarazadas en los hospitales donde no miran bien a los chinos, se deja interrogar por los inspectores de inmigración, que siempre andan en busca de comerciantes e hijos de papel—, pero poca gente le tiene simpatía. Quizá se deba a que trabajó de intérprete en Angel Island, donde lo acusaron de dejar embarazada a una mujer. Quizá sea porque le gustan las muchachas jóvenes, aunque otros dicen que le gustan los muchachos. Lo único que sé es que su cantonés es casi perfecto, y que su dialecto wu es excelente. A May y a mí nos encanta oírlo hablar en nuestro dialecto natal.

Tom quiere que mi hermana trabaje de extra en el cine; como es lógico, el venerable Louie se opone con el argumento de que es «un trabajo para mujeres con tres agujeros».

Es de lo más predecible; pero expresa los sentimientos de muchos ancianos, que creen que las actrices —ya sean de ópera, teatro o cine— no son mucho mejores que las prostitutas.

—Intenta convencer a tu suegro —le dice Tom a May—. Dile que uno de cada diez vecinos suyos trabaja en el cine. Es una buena forma de conseguir ingresos adicionales. Hasta podría conseguirle trabajo a él. En una semana ganaría más dinero del que gana en tres meses sentado en sus tiendas de antigüedades.

Esa idea nos hace reír.

Dicen que los habitantes de Chinatown se desempeñan muy bien ante las cámaras. Cuando los estudios cinematográficos comprendieron que podían contratar a un chino por sólo cinco dólares, utilizaron a nuestros vecinos para llenar los platós y para cubrir todo tipo de papeles sin texto en películas como Stowaway, Horizontes perdidos, El general murió al amanecer, Las aventuras de Marco Polo, la serie de Charlie Chan y, por supuesto, La buena tierra. Quizá la Gran Depresión esté remitiendo, pero la gente necesita dinero y está dispuesta a trabajar en lo que sea. Incluso a los habitantes del Nuevo Chinatown, más ricos que nosotros, les gusta trabajar de extras. Lo hacen por divertirse y para verse en la gran pantalla.

Yo no quiero trabajar en Haolaiwu. No porque sea anticuada, sino porque no soy lo bastante guapa. Mi hermana, en cambio, sí lo es, y está deseando aparecer en una película. Idolatra a Anna May Wong, aunque aquí todo el mundo la considere una vergüenza, porque siempre interpreta a prostitutas, criadas y asesinas. Pero cuando veo a Anna May en la pantalla, me acuerdo de cómo pintaba Z.G. a mi hermana. May, como Anna May, resplandece como una diosa.

Durante semanas, Tom nos suplica que le vendamos nuestros cheongsams.

—Normalmente, les compro la ropa a los que vuelven de un viaje a China, porque allí engordan mucho. O a los que llegan por primera vez, porque adelgazan mucho durante el viaje y la estancia en Angel Island. Pero ahora nadie va a China por culpa de la guerra, y quienes tienen la suerte de salir de allí suelen llegar con lo puesto. Pero vosotras sois diferentes. Vuestro suegro tuvo el detalle de traeros el vestuario.

No me importa vender nuestros vestidos —me fastidia tener que llevarlos para complacer a los turistas de China City—, pero May no quiere separarse de ellos.

—Pero ¡si son preciosos! —exclama indignada—. ¡Son parte de nosotras! Nuestros cheongsams están confeccionados en Shanghai. La tela provenía de París. Son elegantes, más elegantes que nada que haya visto aquí.

—Pero si vendemos algunos, podremos comprar vestidos nuevos, vestidos americanos —razono—. Estoy harta de llevar esta ropa. Parezco una recién desembarcada.

—Si la vendemos —replica con astucia—, ¿qué haremos cuando reabran China City? ¿Crees que el venerable Louie no se percatará de que ya no la tenemos?

Tom no da importancia a los temores de May:

—Es un hombre. No se fijará.

Pero claro que se fijará. Se fija en todo.

—Si le damos una parte de lo que nos pague Tom, no le importará —digo, confiando en no equivocarme.

—Pero no le deis demasiado. —Tom se acaricia la barba—. Dejad que piense que conseguiréis más dinero si seguís viniendo aquí.

Le vendemos un cheongsam cada una, los más viejos y feos, pero son espectaculares comparados con el resto de prendas de la colección de Tom. Cogemos el dinero y vamos por Broadway hacia el sur, hasta los grandes almacenes occidentales. Compramos vestidos de rayón, zapatos de tacón, guantes, ropa interior nueva y un par de sombreros; todo eso con lo que hemos obtenido por dos vestidos raídos, y nos sobra suficiente dinero para que nuestro suegro no se enfade con nosotras cuando se lo entreguemos. Entonces May inicia su campaña: lo incordia, lo engatusa y hasta coquetea con él para que ceda a sus deseos, como hacía con baba en el pasado.

—Te gusta que trabajemos —le dice—, pero ¿cómo vamos a hacerlo ahora? Bale Wah Tom dice que si trabajo en Haolaiwu puedo ganar cinco dólares al día. ¡Piensa lo que podría ganar en una semana! Y añade a eso el dinero extra que ganaré si llevo mi propia ropa. ¡Tengo muchos vestidos!

—No —responde el venerable Louie.

—Con mis bonitos trajes, seguro que me tomarían un primer plano. Por eso me pagarían diez dólares. Si consigo decir una frase, aunque sólo sea una, me pagarán veinte.

—No —insiste el viejo, pero esta vez me parece ver cómo cuenta el dinero mentalmente.

A May le tiembla el labio inferior. Se cruza de brazos y encoge el cuerpo para adoptar un aire lastimoso.

—En Shanghai era una chica bonita. ¿Por qué no puedo ser una chica bonita aquí?

La montaña se derrumba poco a poco. Tras varias semanas, nuestro suegro acaba cediendo.

—Una vez. Puedes hacerlo una sola vez.

Al oírlo, Yen-yen da un resoplido y sale de la habitación, Sam niega con la cabeza, asombrado, y yo me ruborizo de placer al ver que May ha vencido a nuestro suegro a base de, simplemente, ser ella misma.

No sé cómo se titula su primera película, pero como mi hermana tiene su propia ropa, consigue el papel de prostituta en lugar del de campesina. Trabaja tres noches y duerme de día, así que no me cuenta su experiencia hasta que termina el rodaje.

—Me pasaba toda la noche sentada en un falso salón de té, mordisqueando pastelillos de almendra —recuerda con embeleso—. El ayudante de dirección me llamaba «tomatito». ¿Te imaginas?

Durante días, May llama «tomatito» a Joy, lo cual no tiene mucho sentido para mí. La siguiente vez que May trabaja de extra, vuelve a casa con una nueva expresión: «¿Qué demonios?» Por ejemplo: «¿Qué demonios has puesto en esta sopa, Pearl?»

Muchas veces, al regresar del estudio, se pone a alardear de lo que ha comido.

—Nos dan dos comidas al día, y muy buenas. ¡Comida americana! Tengo que ir con cuidado, Pearl, porque si no voy a engordar. Y entonces no cabré en mis cheongsams. Si no estoy perfecta, nunca me darán un papel con texto.

Entonces Tom le consigue otro trabajo y May se pone a régimen —ella, que es tan menuda y sabe lo que es pasar hambre por culpa de la guerra, la pobreza y la ignorancia—, y cuando termina, vuelve a ponerse a régimen para perder los kilos imaginarios que asegura haber ganado. Y todo eso con la esperanza de que algún director le dé un papel con texto. Hasta yo sé que los papeles con texto —excepto los de Anna May Wong y Keye Luke, que interpreta al hijo mayor de Charlie Chan— sólo se los dan a los lo fan, que se ponen maquillaje amarillo, se achinan los ojos con esparadrapo y fingen hablar inglés con acento chino.

En junio, a Tom se le ocurre otra idea, y May, encantada, se la traslada a nuestro suegro, que la adopta como si fuera suya.

—Joy es una niña muy guapa —le dice Tom a May—. Podría trabajar de extra.

—Con ella podrías ganar más dinero que conmigo —le transmite May al venerable Louie.

—Pan-di tiene mucha suerte para ser una niña —me confía el viejo—. Puede ganar dinero por su cuenta, y es sólo una cría.

No me convence la idea de que Joy pase tanto tiempo con su tía, pero una vez que el venerable Louie ha descubierto que puede ganar dinero explotando a un bebé…

—Aceptaré con una condición. —Puedo imponer condiciones porque, al ser la madre, sólo yo puedo firmar el documento que la autoriza a trabajar todo el día, y a veces por la noche, bajo la supervisión y el cuidado de su tía—. Joy se quedará con todo el dinero que gane.

Al venerable Louie no le gusta mi proposición. ¿Cómo iba a gustarle?

—Nunca más tendrás que comprarle ropa —lo presiono—. Nunca más tendrás que pagarle la comida. Nunca más le pagarás ni un solo centavo a tu Esperanza de un Hermano.

El viejo sonríe.

Cuando May y Joy no están trabajando, se quedan en el apartamento con Yen-yen y conmigo. A menudo, en las largas tardes mientras esperamos a que reabran China City, recuerdo las historias que me contaba mama de cuando era pequeña y vivía confinada en las habitaciones de las mujeres en su casa natal, con su abuela, su madre, sus tías, primas y hermanas, que tenían, como ella, los pies vendados. Las mantenían encerradas, y es lógico que ellas maquinaran para conseguir una buena posición, que abrigaran resentimientos y se criticaran unas a otras. Ahora, en América, May y Yen-yen se pelean por cualquier cosa, como dos tortugas en un cubo.

—El jook está demasiado salado —protesta May.

—Le falta sal —es la predecible respuesta de Yen-yen.

Cuando May se pasea por la sala principal con un vestido sin mangas, sin medias y con sandalias, Yen-yen la reprende:

—No deberías dejarte ver así en público.

—A las mujeres de Los Ángeles les gusta llevar las piernas y los brazos desnudos.

—Pero tú no eres una lo fan —le recuerda Yen-yen.

Aunque no hay mejor tema de discusión que Joy. Si Yen-yen dice «Debería ponerse un jersey», May replica «Se está achicharrando». Si Yen-yen observa: «Debería aprender a bordar», mi hermana le suelta: «Debería aprender a patinar.»

Lo que más le molesta a Yen-yen es que May trabaje en el cine y exponga a Joy a una actividad tan vulgar, y me culpa a mí por permitirlo.

—¿Por qué dejas que lleve a Joy a esos sitios? Supongo que quieres que tu hija se case algún día, ¿no? ¿Crees que algún hombre querrá a una novia que deja su sombra en esas historias inmorales?

Antes de que yo pueda contestar —de todas formas, seguramente no espera que conteste—, mi hermana objeta:

—No son historias inmorales. Lo que pasa es que no son para gente como tú.

—Las únicas historias verdaderas son las antiguas. Las que nos enseñan cómo hemos de vivir.

—Las películas también nos enseñan a vivir. Joy y yo ayudamos a contar historias de héroes y mujeres buenas; son historias románticas y modernas. No tratan de doncellas de la luna ni de muchachas fantasmagóricas que languidecen de amor.

—Eres demasiado ingenua —la increpa Yen-yen—. Por eso conviene que tu hermana te vigile. Necesitas aprender de tu jie jie. Ella sabe que son las historias de antes las que nos enseñan algo.

—¿Qué va a saber Pearl? —espeta May, como si yo no estuviera delante—. Es tan anticuada como nuestra madre.

¿Cómo se atreve a llamarme anticuada? ¿Y a compararme con mama? Aunque reconozco que, debido a la nostalgia que siento del hogar, el pasado y nuestros padres, me he vuelto como mama en muchos aspectos. Todas esas ideas antiguas sobre el zodíaco, la comida y otras tradiciones me reconfortan, pero no soy la única que mira hacia el pasado en busca de consuelo. May tiene veinte años, es lista, efervescente y bellísima, pero su vida —aunque lleve lindos vestidos y trabaje de extra— no es lo que ella imaginaba cuando éramos chicas bonitas en Shanghai. Ambas arrastramos decepciones, pero me gustaría que fuera un poco más comprensiva conmigo.

—Si tus películas te enseñan a ser romántica, ¿por qué tu hermana, que se queda conmigo todos los días, lo es mucho más que tú? —le pregunta Yen-yen.

—¡Yo soy romántica! —protesta May, cayendo como una tonta en la trampa.

Mi suegra sonríe.

—¡No lo bastante para darme un nieto! Ya deberías haber tenido un hijo.

Suelto un suspiro. Esta clase de discusiones entre suegra y nuera son más antiguas que la humanidad. Con estas conversaciones, me alegro de que la mayoría de los días May y Joy se marchen a los estudios cinematográficos y yo me quede a solas con Yen-yen.

Los martes, después de llevar la comida a nuestros maridos en China City, Yen-yen y yo vamos puerta por puerta a todas las pensiones, apartamentos y tiendas de Spring Street donde la gente compra los comestibles, e incluso hasta el Nuevo Chinatown, y recaudamos dinero para el Fondo Chino de Ayuda y la salvación nacional. Ya no sólo tomamos parte en piquetes. Ahora llevamos latas de comida vacías para utilizarlas como cuencos de mendigo; recorremos las calles Mei Ling, Gin Ling y Sun Mun, con el acuerdo de no regresar a casa hasta que las latas estén llenas hasta la mitad, como mínimo, de monedas de uno, cinco y diez centavos. En China, la gente se muere de hambre, así que también visitamos las tiendas de ultramarinos e instamos a los propietarios a donar comida china importada, que nosotras empaquetamos y volvemos a enviar al sitio del que procede: China, nuestro país natal.

Realizando esta labor conozco a mucha gente. Todo el mundo quiere saber mi apellido de soltera y de qué pueblo provengo. Conozco a muchísimos Wong. También a muchos Lee, Fong y Moy. El venerable Louie no se queja ni una sola vez de que me dedique a recorrer los dos barrios chinos de la ciudad ni de que todos los días conozca a desconocidos, porque siempre voy con mi suegra, que empieza a confiarse a mí no como a una nuera, sino como a una amiga.

—Me secuestraron de mi pueblo cuando era una cría —me cuenta un martes mientras regresamos del Nuevo Chinatown por Broadway—. ¿Lo sabías?

—No. Lo lamento —contesto, y mi respuesta no manifiesta ni la mitad de lo que siento. A mí me echaron de mi casa, pero no puedo imaginar lo que debe de ser que te saquen a la fuerza—. ¿Cuántos años tenías?

—¿Cuántos años? ¿Cómo voy a saberlo? No tengo a nadie que pueda decírmelo. Quizá cinco años. Quizá más, quizá menos. Recuerdo que tenía un hermano y una hermana. Recuerdo que en la calle principal de mi pueblo había castaños de agua. Recuerdo un estanque de peces, pero supongo que en todos los pueblos hay uno. —Hace una pausa y continúa—: Me marché de China hace mucho tiempo. La añoro todos los días y sufro cuando ella sufre. Por eso recaudo dinero para el Fondo Chino de Ayuda.

No me extraña que no sepa cocinar. Su madre no le enseñó, como a mí tampoco la mía, aunque por diferentes motivos. Yen-yen no siente la necesidad de comer mejor, porque ella no sabe lo que son la sopa de aleta de tiburón, la anguila del río Yangtsé ni la paloma estofada en hojas de lechuga. Siempre se ha aferrado a las tradiciones, como yo me aferro ahora a ellas: porque son un medio de supervivencia para el alma, una forma de retener a los fantasmas de la memoria. Quizá sea mejor tratar una tos con té de melón de invierno que untando el pecho con mostaza. Sí, igual que el sabor del jengibre impregna la sopa, sus arcaicas costumbres y sus anticuadas historias están calando en mí, me están cambiando, me están volviendo más china.

—¿Qué pasó después, cuando te secuestraron? —pregunto, conmovida.

Yen-yen se para en la acera; en cada mano lleva una bolsa llena de donativos.

—¿Tú qué crees? Ya has visto lo que les ocurre a las muchachas solteras que no tienen familia. Me vendieron como criada en Cantón. En cuanto tuve edad suficiente, me convertí en una chica con tres agujeros. —Levanta la barbilla—. Y un día, cuando tenía unos trece años, me metieron en un saco y me subieron a un barco. Y aparecí en América.

—¿Y Angel Island? ¿No te hicieron preguntas? ¿Por qué no te deportaron?

—Llegué antes de que abrieran Angel Island. A veces me miro en el espejo y me sorprende lo que veo. Todavía espero ver a aquella niña, pero no me gusta recordar esa época. ¿Qué me importa ya? ¿Crees que quiero recordar que fui la esposa de muchos hombres? —Echa a andar de nuevo, y yo me apresuro a alcanzarla—. He tenido relaciones esposo-esposa demasiadas veces. La gente le da mucha importancia a eso, pero ¿qué sentido tiene? El hombre entra. El hombre sale. Nosotras, las mujeres, nos quedamos igual. ¿Me entiendes, Pearl?

¿La entiendo? Sam no es como los soldados de la cabaña, de eso estoy segura. Pero ¿me quedo igual? Recuerdo todas las veces que he visto a Yen-yen durmiendo en el sofá. Normalmente, ese sofá siempre lo ocupa algún soltero: un inmigrante chino que aparece en la lista de socios del venerable Louie hasta que alguien que necesita un obrero barato salda su deuda. Pero cuando está desocupado, suelo encontrar a Yen-yen en el salón por la mañana, doblando las sábanas y recitando alguna excusa: «Ese viejo ronca como un búfalo de agua.» O: «Me duele la espalda. Este sofá es más cómodo que mi cama.» O: «Ese viejo dice que me muevo como un mosquito y no lo dejo dormir. Y si él no duerme, al día siguiente nos amarga la vida a todos, ¿no?» Ahora comprendo que el motivo por el que Yen-yen duerme en el sofá es el mismo por el que yo deseaba escapar de la cama de Sam: ella se ha acostado con tantos hombres que no quiere recordarlo.

Le pongo una mano en el brazo. Nuestras miradas se encuentran, y algo sucede entre ambas. No le cuento lo que me ocurrió. ¿Cómo voy a contárselo? Pero creo que Yen-yen entiende algo, porque dice:

—Es una suerte que hayas tenido a Joy y que la niña esté sana. Mi hijo… —Aspira entre los dientes y suelta el aire lentamente—. Quizá pasé demasiado tiempo en ese negocio. Llevaba casi diez años trabajando cuando el viejo me compró. Entonces había muy pocas chinas aquí, una por cada veinte hombres a lo sumo, pero él me consiguió a buen precio debido a mi trabajo. Yo estaba contenta, por fin podía marcharme de San Francisco y venir a Los Ángeles. Pero ya entonces él era como ahora: viejo y tacaño. Lo único que quería era un hijo varón, y se esforzó mucho para hacerme uno.

Yen-yen saluda con la cabeza a un hombre que barre la acera delante de su tienda. El hombre desvía la mirada para que no le pidamos un donativo.

—Cuando el viejo volvía a su pueblo natal a ver a sus padres, yo lo acompañaba —continúa mi suegra. Ya le he oído contar eso otras veces, pero ahora la escucho con otra actitud—. Cuando se iba a recorrer China para comprar mercancías, me dejaba en el pueblo. Debía de pensar que durante su ausencia me quedaría en casa, con su esencia dentro de mí, las piernas en alto, esperando a que nuestro hijo se afianzara en mi interior. Pero en cuanto él se marchaba, yo iba de pueblo en pueblo. Hablo sze yup, así que mi pueblo natal debe de estar en los Cuatro Distritos, ¿no? Todos los días buscaba un pueblo con castaños de agua y un estanque. No lo encontré nunca, y tampoco tuve ningún hijo. Me quedaba embarazada, pero todos los bebés se negaban a respirar el aire de este mundo. Cada vez que volvíamos a Los Ángeles, decíamos que habíamos tenido un hijo en China y lo habíamos dejado con sus abuelos. Así fue como nos trajimos a los tíos. Wilburt fue mi primer hijo de papel. Tenía dieciocho años, pero dijo que tenía once para que las fechas concordaran con nuestros papeles, donde afirmábamos que había nacido un año después del terremoto de San Francisco. Luego vino Charley. Con él no hubo problemas. Yo tenía un certificado de otro hijo nacido al año siguiente, en mil novecientos ocho, y Charley nació ese mismo año.

El venerable Louie tuvo que esperar mucho tiempo para que su inversión —su cosecha— madurara, pero su plan funcionó: consiguió mano de obra barata para sus empresas, con la que ganaba un dinero fácil.

—¿Y Edfred? —Yen-yen sonríe—. Edfred es hijo de Wilburt, ¿lo sabías?

No, no lo sabía. Hasta hace poco creía que todos esos hombres eran hermanos de Sam.

—Teníamos el certificado de un hijo nacido en mil novecientos once —continúa Yen-yen—, pero Edfred nació en mil novecientos dieciocho. Sólo tenía seis años cuando lo trajimos aquí, aunque en sus papeles decía que tenía trece años.

—¿Y nadie lo descubrió?

—Tampoco descubrieron que Wilburt no tenía once años. —Se encoge de hombros, como riéndose de la estupidez de los inspectores de inmigración—. En el caso de Edfred, dijimos que era pequeño y estaba poco desarrollado para su edad porque en el pueblo pasaba mucha hambre. Los inspectores tuvieron en cuenta que el niño no había recibido una «nutrición adecuada». Me aseguraron que ahora que estaba en el país que le correspondía, «se hincharía».

—Qué complicado es todo.

—Se supone que lo es. Los lo fan intentan impedirnos la entrada cambiando las leyes, pero cuanto más las complican, más fácil lo tenemos nosotros para engañarlos. —Hace una pausa para que yo asimile sus palabras—. Yo sólo tuve dos hijos. El primero nació en China. Lo trajimos aquí, donde teníamos una vida tranquila. Cuando cumplió siete años, lo llevamos al pueblo, pero el niño tenía un estómago americano, no un estómago de pueblo, y murió al poco tiempo.

—Lo siento mucho.

—Han pasado muchos años —dice Yen-yen casi con desenfado—. Pero no me rendí: seguí intentando concebir otro hijo. Y al final, ¡al final!, me quedé embarazada. El viejo estaba contento. Yo estaba contenta. Pero la felicidad no cambia tu destino. La comadrona que ayudó a nacer a Vernon supo enseguida que algo iba mal. Dijo que a veces ocurre cuando la madre es mayor. Yo debía de tener más de cuarenta años cuando nació Vernon. La comadrona tuvo que usar unas…

Se detiene frente a una tienda donde venden billetes de lotería, y deja las bolsas en el suelo para formar unas garras con las manos.

—Lo sacó con unas cosas así. Cuando salió, el niño tenía la cabeza deformada. La comadrona se la apretó por aquí y por allá, pero…

Vuelve a coger sus bolsas.

—Cuando Vern todavía era muy pequeño, el viejo quiso regresar a China a por otro hijo de papel. Teníamos el certificado, ¿lo entiendes? El último. Yo no quería ir. Mi hijo Sam había muerto en el pueblo, y no deseaba que Vern muriera también. El viejo me dijo: «No te preocupes. Alimentarás al pequeño.» Así que fuimos a China, recogimos a Edfred, subimos al barco y lo trajimos aquí.

—¿Y Vern?

—Ya sabes lo que dicen del matrimonio. Hasta un ciego puede conseguir una esposa. Hasta el hombre más necio puede conseguir una esposa. Hasta un hombre con parálisis puede conseguir una esposa. Todos tienen una sola obligación: traer al mundo un hijo varón. —Me mira con gesto lastimoso, pero su voluntad, fuerte como el jade, se refleja en su cara—. ¿Quién cuidará del viejo y de mí en el otro mundo si no tenemos un nieto que nos haga ofrendas? ¿Quién cuidará de mi hijo en el otro mundo si tu hermana no le da un hijo varón? Si no lo hace ella, Pearl, entonces tendrás que hacerlo tú, aunque sólo sea un nieto de papel. Por eso os mantenemos aquí. Por eso os alimentamos.

Mi suegra entra en la tienda para comprar el billete de lotería de todas las semanas —la eterna esperanza de los chinos—, pero yo me quedo muy preocupada.

Estoy impaciente por que May llegue a casa. En cuanto entra, le insisto para que venga conmigo a China City, donde Sam participa en los trabajos de reconstrucción. Nos sentamos los tres en unas cajas, y les cuento lo que me ha explicado Yen-yen. Nada de lo que digo los sorprende.

—Entonces es que no me habéis oído bien, o que yo no me he explicado. Yen-yen dice que iban al pueblo natal del viejo a ver a sus padres. Él siempre ha dicho que nació aquí, pero si sus padres vivían en China, eso es imposible.

Sam y May se miran y luego a mí.

—Quizá sus padres vivían aquí, lo tuvieron a él y luego regresaron a China.

—Puede ser —admito—. Pero si nació aquí y ha vivido aquí casi setenta años, ¿cómo se explica que su inglés sea tan pobre?

—Porque nunca ha salido de Chinatown —razona Sam.

Niego con la cabeza.

—Pensadlo bien. Si nació aquí, ¿por qué es tan leal a China? ¿Por qué nos dejó a Yen-yen y a mí tomar parte en el piquete y recaudar dinero para China? ¿Por qué siempre dice que quiere retirarse en su país? ¿Por qué está tan desesperado por mantenernos unidos? Porque no es ciudadano americano. Y si no es ciudadano americano, las consecuencias para nosotros…

Sam se levanta.

—Quiero saber la verdad.

Encontramos al venerable Louie en un bar de Spring Street, tomando té y pastelillos con sus amigos. Al vernos, se levanta y viene a la puerta.

—¿Qué queréis? ¿Por qué no estáis trabajando?

—Tenemos que hablar contigo.

—Ahora no. Aquí no.

Pero no pensamos irnos si no nos ofrece las respuestas que buscamos. Nos conduce a una mesa lo bastante alejada de sus amigos para que éstos no puedan oírnos. Han pasado meses desde la pelea de Año Nuevo, pero en Chinatown todavía se murmura sobre aquel incidente. El venerable Louie ha intentado mostrarse más agradable, pero Sam todavía le guarda resentimiento, y no pierde el tiempo con sutilezas:

—Naciste en Wah Hong, ¿no?

El viejo entrecierra sus ojos de lagarto.

—¿Quién os ha dicho eso?

—No importa quién. ¿Es verdad o no? —replica Sam.

Él no contesta. Esperamos. Se oyen risas, conversaciones y el sonido de los palillos contra los cuencos. Al final, el viejo suelta un resoplido.

—No sois los únicos que están aquí bajo un falso supuesto —dice en sze yup—. Mirad a la gente que hay en este restaurante. Mirad a la gente que trabaja en China City. Mirad a la gente de nuestra manzana y nuestro edificio. Todo el mundo tiene una mentira. La mía es que no nací aquí. Cuando el terremoto y el incendio de San Francisco destruyeron todos los registros de nacimientos, yo me encontraba aquí y, según los cálculos de los americanos, tenía treinta y cinco años. Como tantos otros, fui a las autoridades y les dije que había nacido en San Francisco. No podía demostrar que era verdad, pero ellos tampoco podían demostrar que era falso. Así que ahora soy ciudadano… sobre el papel, igual que tú eres mi hijo sobre el papel.

—¿Y Yen-yen? Ella también vino aquí antes del terremoto. ¿También ella afirmó ser ciudadana americana?

El viejo frunce el ceño con expresión de fastidio.

—Ella es una fu yen. No sabe mentir ni guardar un secreto. Es evidente, ¿no? O no estaríais aquí.

Sam se frota la frente mientras asimila toda esta información.

—Si alguien descubre que no eres ciudadano americano, Wilburt, Edfred…

—Sí, todos nosotros, incluida Pearl, nos veremos en apuros. Por eso os mantengo unidos. —El viejo cierra una mano y aprieta el puño—. No podemos cometer errores, no podemos tener ningún desliz, ¿vale?

—¿Y yo? —pregunta May con voz titubeante.

—Vern sí nació aquí, así que tú, May, eres la mujer de un ciudadano de verdad. Entraste legalmente en el país y siempre estarás a salvo. Pero debes vigilar a tu hermana y su marido. Si las autoridades reciben algún informe negativo sobre ellos, los deportarán. Podrían deportarnos a todos excepto a ti, a Vern y a Pan-di; aunque estoy seguro de que la niña volvería a China con sus padres y sus abuelos. Confío en que nos ayudes a impedir que eso suceda, May.

Al oír eso, ella palidece.

—¿Qué puedo hacer yo?

El venerable Louie ofrece una sonrisa, pero por primera vez ese gesto no refleja crueldad.

—No te preocupes demasiado —dice. Y a Sam—: Ahora ya sabes mi secreto, y yo sé el tuyo. Estamos unidos para siempre, como verdaderos padre e hijo. No sólo nos protegemos el uno al otro, sino que también protegemos a los tíos.

—¿Por qué yo? —inquiere Sam—. ¿Por qué no alguno de ellos?

—Ya sabes por qué. Necesito que alguien se ocupe de mis negocios, cuide a mi verdadero hijo cuando yo muera, y me cuide a mí cuando esté en el otro mundo, pues Vern no podrá hacerlo. Ya sé que me consideras cruel y seguramente no me crees, pero te escogí para que fueras el sustituto de mi hijo. Siempre te consideraré mi hijo mayor, mi primogénito; por eso soy tan duro contigo. ¡Intento ser un padre como es debido! Te lo doy todo, pero tú has de hacer tres cosas. Primero, debes abandonar tus planes de huida. —Levanta una mano para acallarnos—. No os molestéis en negarlo. No soy estúpido; sé lo que pasa en mi propia casa, y estoy harto de preocuparme continuamente por ello. —Hace una pausa—. Segundo, debes dejar de trabajar en el templo de Kwan Yin. Para mí, eso es una vergüenza; mi hijo no debería necesitarlo. Y tercero, debes prometerme que cuidarás de mi hijo cuando llegue el momento.

Sam, May y yo nos miramos. May me envía un mensaje, casi suplicándome: «No quiero irme a ningún sitio. Quiero quedarme en Haolaiwu.» Sam, al que todavía no conozco muy bien, me coge una mano: «Después de todo, quizá esto sea una oportunidad. El viejo dice que me tratará como si fuera su verdadero primogénito.» Y yo… estoy cansada de huir. No se me da muy bien, y tengo una cría de la que ocuparme. Pero ¿vamos a vendernos por menos de lo que el venerable Louie pagó por nosotros?

—Si nos quedamos —dice Sam—, debes darnos más libertad.

—Esto no es una negociación —replica el viejo—. No tenéis nada con que negociar.

Pero Sam no se rinde.

—May ya trabaja de extra. Está contenta con su empleo. Ahora debes hacer lo mismo con Pearl: deja que ella vea qué hay fuera de China City. Y ya que me prohíbes trabajar en el templo, tendrás que pagarme. Si voy a ser tu primogénito, debes tratarme igual que a mi hermano.

—No sois lo mismo.

—Exacto. Yo trabajo mucho más que él. Y él se lleva una parte de los ingresos familiares. Necesito que me pagues a mí también. Padre —añade con deferencia—, sabes que es justo.

El anciano da unos golpecitos en la mesa con los nudillos, sopesando, calculando. Da un último golpe, el decisivo, y se pone en pie. Estira un brazo y le aprieta el hombro a Sam. Luego vuelve con sus amigos, con su té y sus pastelillos.

Al día siguiente compro un periódico, marco un anuncio por palabras y voy hasta una cabina telefónica, desde donde llamo para pedir información sobre un puesto en un taller de reparación de frigoríficos.

—Parece usted la candidata ideal, señora Louie —me dice una agradable voz—. Venga para que le hagamos una entrevista, por favor.

Pero cuando llego allí, el dueño me dice:

—No me di cuenta de que era usted china. Por su nombre pensé que quizá fuera italiana.

No consigo el empleo, y me pasa lo mismo varias veces. Al final presento una solicitud en los grandes almacenes Bullock’s Wilshire. Me contratan para trabajar en el almacén, donde no tendrá que verme nadie. Gano dieciocho dólares semanales. Después de trabajar en China City, donde pasaba todo el día yendo del restaurante a las diferentes tiendas, permanecer en el mismo sitio me resulta fácil. Visto mejor que las otras empleadas del almacén y trabajo más que ellas. Un día, el subdirector me lleva a la tienda para que coloque unas mercancías y las mantenga en orden. Un par de meses más tarde —e intrigado por mi acento británico, que utilizo porque veo que le gusta—, me asciende a ascensorista. El trabajo es facilísimo y mecánico —subir y bajar, desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde—, y gano unos dólares más al mes.

Un buen día, al subdirector se le ocurre otra idea.

—Acabamos de recibir un cargamento de juegos de mahjong. Quiero que me ayudes a venderlos. Tú proporcionarás ambiente.

Me indica que me ponga un cheongsam barato enviado por el fabricante de los juegos, y luego me lleva a la planta baja, no lejos de la entrada principal, y me instala ante una mesa: mi mesa. Al final de la jornada he vendido ocho juegos. Al día siguiente voy a trabajar con uno de mis cheongsams más bonitos, de un rojo intenso con peonías bordadas. Vendo dos docenas de juegos. Cuando los clientes comentan que quieren aprender a jugar, el subdirector me pide que les dé clase un día por semana. Las clases se pagan, y yo recibiré un porcentaje. Me va tan bien que le solicito al subdirector que me deje presentar al examen escrito para otro ascenso. Cuando su jefe me pone una nota más baja de la que merezco por mi cabello, mi piel y mis ojos rasgados, comprendo que en Bullock’s ya he alcanzado mi techo, pese a que vendo más que las dependientas de la sección de complementos.

Pero ¿qué puedo hacer? De momento estoy contenta con el dinero que gano. Le entrego una tercera parte a padre Louie, que es como todos lo llamamos desde que Sam y él llegaron a un acuerdo. Otra tercera parte la reservo para Joy. Y el resto me lo quedo para gastarlo como quiera.

El 2 de agosto de 1939, seis meses después del incendio, se celebra la segunda Gran Inauguración de China City. Hay ópera, desfile de dragón, baile de leones, magos, demonios danzarines y petardos cuidadosamente controlados. En los meses siguientes, la fragancia del incienso y las gardenias perfuma la atmósfera. En los callejones suena una suave música china. Los niños corretean entre los turistas. Nos visitan Mae West, Gene Tierney y Eleanor Roosevelt. Los shriners organizan actos a los que sus miembros acuden en masa. Otros grupos van al Chinese Junk Café —inspirado en el buque insignia de una flota corsaria dirigida por el pirata más grande de la historia, que resultó ser una mujer china—, «atracado» en el puerto del Whangpoo, a comer «rancho de piratas» y beber «ponche de piratas» preparado por «un experto mezclador, un hombre de palabras suaves y brebajes intensos». Las callejuelas están llenas de occidentales, pero China City nunca volverá a ser lo que era.

Quizá ya no venga tanta gente porque muchos de los escenarios originales, que fueron un reclamo excelente, son ahora reproducciones. Quizá no venga tanta gente porque el Nuevo Chinatown se considera más moderno y divertido. Mientras nosotros teníamos cerrado, el Nuevo Chinatown y sus luces de neón seducían a los visitantes con la promesa de largas noches, baile y diversión, mientras que China City —por mucho ponche de piratas que bebas— es apacible, tranquila y pintoresca, con sus estrechas callejas y sus empleados ataviados de aldeanos.

Dejo mi puesto en Bullock’s y retomo la antigua rutina de limpiar y servir comidas en China City. Esta vez me pagan adecuadamente. May, en cambio, no quiere volver al Golden Pagoda.

—Bak Wah Tom me ha ofrecido un empleo a jornada completa —le explica a padre Louie—. Quiere que lo ayude a buscar extras, que me asegure de que todo el mundo tome puntual el autobús del estudio, y que haga de intérprete en los platós.

La escucho, asombrada. Yo haría mejor ese trabajo. Para empezar, hablo sze yup con fluidez; eso lo entiende hasta mi suegro.

—¿Y tu hermana? Ella es la más inteligente. Es ella quien debería hacer ese trabajo.

—Sí, mi jie jie es muy lista, pero…

Antes de que May pueda defender sus argumentos, el viejo prueba otra táctica:

—¿Por qué quieres alejarte de la familia? ¿No te gusta estar con tu hermana?

—A Pearl no le importa. Yo le he dado muchas cosas que de otra forma ella nunca tendría.

Últimamente, siempre que May quiere conseguir algo, me recuerda que si tengo una hija es gracias a ella, y que compartimos muchos secretos. ¿Debo interpretar sus palabras como una amenaza? ¿Me está insinuando que si le impido hacer esto le contará al viejo que Joy no es hija mía? No, nada de eso. Es una de esas ocasiones en que May lo ha calculado todo muy bien. Ésta es su forma de recordarme que tengo una hija preciosa, un marido que me quiere y un pequeño hogar para los tres en nuestro dormitorio, mientras que ella no tiene nada. ¿No debería ayudarla a que su vida sea más llevadera?

—May ya tiene experiencia con la gente de Haolaiwu —le digo a mi suegro—. Estoy segura de que lo hará muy bien.

Así que May empieza a trabajar para Tom Gubbins, y yo ocupo su puesto en el Golden Pagoda. Quito el polvo de todo el local. Limpio el suelo y las ventanas. Le preparo la comida a padre Louie y luego friego sus platos en un barreño; tiro el agua sucia a la calle, como si fuera la hija de un campesino. Y me encargo de cuidar a Joy.

Como todas las mujeres, me gustaría ser mejor madre. Joy tiene diecisiete meses y todavía lleva pañales, que yo le lavo a mano. Suele llorar por las tardes, y tengo que pasearla arriba y abajo durante horas para calmarla. Ella no tiene la culpa. Debido a sus horarios en los platós, no descansa bien por la noche, y durante el día apenas duerme siestas. Toma comida americana en los platós y escupe la comida china que yo le preparo. Trato de abrazarla, acunarla y hacer todas las cosas que se supone que hacen las madres, pero a una parte de mí sigue sin gustarle tocar y que la toquen. Quiero a mi hija, pero Joy es Tigre y no tiene un carácter fácil. Y además está May, que ahora pasa mucho tiempo con ella. Empieza a germinar en mí una semilla de amargura que Yen-yen se dedica a nutrir. No debería escuchar a la anciana, pero no puedo rehuirla todo el tiempo.

—Tu hermana May sólo piensa en sí misma. Su hermoso rostro oculta un corazón malvado. Sólo tiene una obligación, y se niega a cumplirla. ¡Ay, Pearl! Tú te quedas aquí todo el día cuidando de tu hija inútil. Pero ¿dónde está el hijo de tu hermana? ¿Por qué no nos da un nieto? ¿Por qué, Pearl? ¿Por qué? Porque es egoísta, porque no piensa en ayudarte a ti ni a la familia.

No quiero creer que lo que dice Yen-yen sea cierto, pero no puedo negar que May está cambiando. Soy su jie jie, y debería intentar pararle los pies; pero mis padres y yo no sabíamos cómo hacerlo cuando era una cría, y tampoco sé cómo hacerlo ahora.

Por si fuera poco, May me llama a menudo desde el plató, baja la voz y me pregunta: «¿Cómo demonios le digo a esta gente que tiene que llevar la escopeta al hombro?» O: «¿Cómo demonios les digo que se arrimen unos a otros mientras los golpean?» Y yo le explico cómo decirlo en sze yup, porque no sé qué otra cosa hacer.

Por Navidad ya nos hemos adaptado a nuestra nueva vida. May y yo llevamos veinte meses aquí. Como ahora ganamos dinero, podemos escaparnos de vez en cuando y permitirnos pequeños lujos. Padre Louie nos llama derrochadoras, pero siempre calculamos bien en qué vamos a gastar el dinero. A mí me gustaría llevar un corte de pelo más moderno que los que hacen en Chinatown, pero cada vez que entro en una peluquería de la parte occidental de la ciudad, me dicen: «Aquí no cortamos el pelo a los chinos.» Al final, consigo que me lo corten después del horario comercial, para que los clientes occidentales no se ofendan por mi presencia. También me gustaría tener un coche —podríamos comprar un Plymouth de cuatro puertas, de segunda mano, por quinientos dólares—, pero para eso todavía hemos de ahorrar mucho.

Entretanto, vamos a los cines de Broadway. Aunque paguemos las entradas más caras, tenemos que sentarnos en el gallinero. Pero no nos importa, porque las películas nos levantan la moral. Aplaudimos al ver a May interpretando a una perdida que le pide perdón a una misionera, o a Joy interpretando a una niña huérfana que Clark Gable sube a un sampán. Cuando veo el hermoso rostro de mi hija en la pantalla, me avergüenzo de mi oscuro cutis. Voy a la farmacia y adquiero una crema facial con perlas molidas, con la esperanza de que mi semblante se vuelva tan claro como debería ser el rostro de la madre de Joy.

En el tiempo que llevamos aquí, May y yo hemos pasado de ser dos chicas bonitas zarandeadas por el destino que buscaban una forma de escapar, a ser dos jóvenes esposas no completamente satisfechas con su suerte. Aunque ¿qué jóvenes esposas lo están? Sam y yo tenemos relaciones esposo-esposa, pero May y Vern también. Lo sé porque las paredes son muy finas y se oye todo. Hemos aceptado y nos hemos adaptado a lo que nos conviene, y hacemos todo lo posible por hallar placer donde podemos. En Nochevieja, nos arreglamos y vamos al Palomar Dance Hall, pero no nos dejan entrar porque somos chinas. Plantada en una esquina de la calle, miro hacia arriba y veo una luna llena, borrosa y desdibujada por las luces y los gases de los tubos de escape. Como escribió un poeta: «Hasta la luna más perfecta se tiñe de tristeza.»