Tragar hiel para conseguir oro

Llega el Año Nuevo chino y lo celebramos como manda la tradición. El venerable Louie nos da dinero para comprarnos ropa. Consigo para Joy un conjunto que es un canto al Tigre, su signo: unas zapatillas con forma de cachorro de tigre y un sombrerito naranja y dorado, con dos orejas en lo alto y una cola hecha con hilo de bordar retorcido en la parte posterior. May y yo escogemos unos vestidos de algodón americanos con estampado de flores. Vamos a peinarnos a la peluquería. En casa, bajamos la imagen del Dios de la Cocina y la quemamos en el callejón; así, el dios viajará al más allá e informará de nuestro comportamiento de este último año. Guardamos los cuchillos y tijeras para que no se corte nuestra buena suerte. Yen-yen hace ofrendas a los antepasados de los Louie. Sus ruegos y oraciones son sencillos:

—Enviadle un hijo varón al niño-esposo. Que su mujer se quede embarazada. Enviadme un nieto.

En China City, colgamos farolillos rojos de gasa y pareados escritos en papel rojo y dorado. Contratamos a bailarines, cantantes y acróbatas para que diviertan a los niños y sus padres. En el restaurante buscamos ingredientes especiales y preparamos platos festivos de origen chino pero que satisfagan también al paladar occidental. Se prevé que acudirá mucha gente, así que el venerable Louie contrata a empleados de refuerzo para sus diferentes locales; donde necesita más ayuda es en el negocio de los paseos en rickshaw, pues espera que ése sea el más rentable del Año Nuevo.

—Tenemos que superar a los del Nuevo Chinatown —le dice a Sam la víspera de Año Nuevo—. ¿Cómo vamos a lograrlo si el día más chino del año pongo a unos mexicanos a conducir mis rickshaws? Vern no es lo bastante fuerte, pero tú sí.

—Tendré mucho trabajo en el restaurante —objeta Sam.

El viejo ya le ha pedido otras veces que conduzca un rickshaw, y mi marido siempre ha encontrado alguna excusa para no hacerlo. No sé qué pasará el día de Año Nuevo, pero he visto otros días festivos. Nunca hemos estado tan desbordados de trabajo como para que yo no pudiera mantener mi rutina habitual en el restaurante, la floristería, la tienda de novedades y la de antigüedades. Sé que Sam miente, y también lo sabe el venerable Louie. En otras circunstancias, mi suegro se habría enfadado mucho, pero estamos en Año Nuevo y no deben pronunciarse palabras crueles.

La mañana del día de Año Nuevo, nos ataviamos con nuestra ropa nueva, anteponiendo la costumbre china a la norma impuesta por la señora Sterling respecto al atuendo en el trabajo. Son vestidos confeccionados en fábricas, pero nos encanta ir de estreno, y más aún si se trata de ropa occidental. Joy, que tiene once meses, está adorable con su sombrero y sus zapatillas de tigre. Soy su madre y, como es lógico, pienso que es preciosa. Tiene la cara redonda como la luna. Los iris de sus ojos, casi negros, están rodeados de un blanco tan limpio como la nieve recién caída. Tiene un cabello fino y suave. Su piel es blanca y translúcida como la leche de arroz.

Yo no creía en el horóscopo chino cuando mama nos hablaba de él, pero a medida que pasa el tiempo, voy entendiendo mejor algunos de sus comentarios sobre May y sobre mí. Ahora, cuando oigo a Yen-yen hablar de los rasgos del Tigre, veo claramente a mi hija. Como el Tigre, Joy puede ser temperamental y voluble. Tan pronto desborda alegría como rompe a llorar. Un minuto más tarde quizá intente trepar por las piernas de su abuelo, exigiendo su atención y consiguiéndola. Tal vez sea una niña inútil para el venerable Louie —siempre será Pan-di, «Esperanza de un hermano»—, pero el Tigre que hay en ella se ha abalanzado sobre el corazón de su abuelo. El mal genio de Joy supera al del venerable Louie, y creo que él la respeta por eso.

Percibo el momento exacto en que se estropea el día de Año Nuevo. May y yo estamos peinándonos en la habitación principal. Mientras, Yen-yen juega con Joy, que está tumbada en el suelo boca arriba; le hace cosquillas en la barriga, acercando y retirando la mano y modulando la voz para añadir suspense, pero las palabras que pronuncia no se corresponden con sus juguetones movimientos.

—¿Fu yen o yen fu? —pregunta Yen-yen mientras Joy grita de nerviosismo—. ¿Qué prefieres ser, esposa o criada? Todas las mujeres prefieren ser criadas.

La risa de Joy no enternece a su abuelo como en otras ocasiones. El venerable Louie observa con cara avinagrada desde la mesa.

—Una esposa tiene a su suegra —canturrea Yen-yen—. A una esposa la sacan de quicio sus hijos. Debe obedecer a su marido aunque éste se equivoque. Una esposa debe trabajar sin descanso, pero nunca recibe una palabra de agradecimiento. Es mejor ser criada y dueña de ti misma. Así, si quieres, puedes saltar al pozo. Si tuviéramos un pozo…

El venerable Louie aparta la silla y se levanta. Sin decir nada señala la puerta, y salimos del apartamento. Todavía es temprano, y ya se han pronunciado palabras aciagas.

Miles de personas acuden a China City, y la fiesta es un éxito. Tiran muchos petardos. Los bailarines disfrazados de dragón y león van de tienda en tienda retorciéndose y contoneándose. Todo el mundo lleva ropa de colores llamativos, y parece que un gran arco iris ha cubierto la tierra. Por la tarde llega aún más gente. Cada vez que miro por la ventana veo pasar un rickshaw. Por la noche, los conductores mexicanos están agotados.

A la hora de cenar, el Golden Dragon está atiborrado de clientela, y en la puerta hay una docena personas esperando a que se vacíe una mesa. Hacia las siete y media, mi suegro se abre paso a empujones entre los clientes.

—Necesito a Sam —dice.

Miro alrededor y veo a Sam preparando una mesa para ocho personas. El venerable Louie sigue mi mirada, cruza la sala y habla con mi marido. No oigo lo que le dice, pero Sam niega con la cabeza. Su padre insiste, y Sam vuelve a negar con la cabeza. A la tercera negativa, mi suegro lo agarra por la camisa. Sam le aparta la mano. Los clientes se quedan mirándolos, perplejos.

El venerable Louie levanta la voz y le espeta en sze yup, como si le lanzara un salivazo:

—¡No me desobedezcas!

—Te dije que no lo haría.

Toh gee! Chok gin!

Llevo varios meses trabajando con Sam, y sé que no es vago ni necio. Su padre se lo lleva a rastras, tropezando con las mesas y abriéndose paso entre la gente que se apiña en la puerta. Los sigo afuera, y llego a tiempo de ver cómo mi suegro lo tira al suelo.

—¡Cuando te digo que hagas algo, tienes que obedecerme! Los otros conductores están cansados, y tú sabes hacer ese trabajo.

—No.

—Eres mi hijo y harás lo que te ordene —insiste el viejo, y le tiemblan los labios, pero enseguida vence ese momento de debilidad. Cuando vuelve a hablar, lo hace con dureza y frialdad—: Te lo he prometido todo.

Los turistas no entienden de qué discuten, pero tienen claro que no se trata de una de las representaciones con música y baile que se ofrecen por toda China City como parte de las celebraciones del Año Nuevo. Sin embargo, la escena les resulta entretenida. Cuando el viejo empieza a darle patadas a Sam por el callejón, yo los sigo junto con un grupo de curiosos. Sam no se defiende ni grita; se limita a encajar los golpes. ¿Qué clase de hombre es mi marido?

Cuando llegamos al puesto de rickshaws, en el Patio de las Cuatro Estaciones, el venerable Louie lo mira y dice:

—Eres un conductor de rickshaw y un Buey. Por eso te traje aquí. ¡Haz tu trabajo!

Mi marido palidece de miedo y vergüenza. Se levanta despacio del suelo. Es más alto que su padre, y por primera vez veo que eso le fastidia tanto al viejo como le fastidiaba a baba mi estatura. Sam da un paso hacia él, lo mira desde arriba y, con voz temblorosa, declara:

—No voy a conducir tus rickshaws. Ni ahora ni nunca.

De pronto parece que ambos se quedan presos del silencio subsiguiente. Mi suegro se sacude la túnica de mandarín. Sam mira hacia uno y otro lado, abochornado. Al verme, su cuerpo se encoge. Luego echa a andar a buen paso entre los sorprendidos turistas y los curiosos vecinos. Corro tras él.

Lo encuentro en el apartamento, en nuestra habitación sin ventanas. Tiene los puños apretados. Está colorado de rabia y humillación, pero mantiene los hombros rectos y la espalda erguida, y su tono es desafiante cuando dice:

—Llevo mucho tiempo sintiéndome incómodo y avergonzado delante de ti, pero ahora ya lo sabes. Te casaste con un conductor de rickshaw.

Mi corazón lo cree, pero mi cerebro duda.

—Pero si eres el cuarto hijo de…

—Sólo soy un hijo de papel. En China, la gente siempre te pregunta: Kuei hsing?, ¿cómo te llamas?, pero en realidad eso significa: «¿Cuál es tu precioso nombre de familia?» Louie sólo es un chi ming, un apellido de papel. En realidad soy un Wong. Nací en Low Tin, cerca de tu pueblo natal, en los Cuatro Distritos. Mi padre era campesino.

Me siento en el borde de la cama. Me da vueltas la cabeza. Un conductor de rickshaw y, por si fuera poco, un hijo de papel. Eso me convierte en una esposa de papel, así que ambos estamos aquí ilegalmente. Noto un ligero mareo. Sin embargo, recito los datos del manual:

—Tu padre es el venerable Louie. Naciste en Wah Hong. Viniste aquí de muy pequeño…

Sam niega con la cabeza.

—Ese niño murió en China hace muchos años. Vine a América utilizando sus papeles.

Recuerdo que cuando el comisario Plumb me mostró una fotografía de un niño pequeño, pensé que no se parecía mucho a Sam. ¿Por qué no me lo cuestioné? Necesito saber la verdad. Lo necesito por mí, por mi hermana y por Joy. Y necesito que Sam me lo cuente todo, sin que se encierre en sí mismo y me deje plantada, como suele hacer. Empleo una táctica que aprendí en los interrogatorios de Angel Island.

—Háblame de tu pueblo y de tu verdadera familia —pido, intentando que la emoción no me quiebre mucho la voz.

Si Sam me habla de esos recuerdos agradables, quizá luego me cuente la verdad sobre cómo se convirtió en un hijo de papel de los Louie. Pero él se queda mirándome con fijeza, como tantas veces desde el día que nos conocimos. Siempre he interpretado esa mirada como una expresión de lástima por mí, pero quizá lo que intentaba expresar era la lástima que sentía por nuestros problemas y nuestros secretos. Procuro imitar su expresión, y noto que lo hago sinceramente.

—Delante de nuestra casa había un estanque —murmura por fin—. Allí podía ir cualquiera, arrojar peces y criarlos. Metías una vasija en el agua y la sacabas llena de peces. Nadie tenía que pagar. Cuando el estanque se secó, los vecinos venían a recoger los peces del barro. Pero tampoco entonces les cobrábamos nada. Cultivábamos hortalizas y melones en un campo detrás de nuestra casa. Todos los años criábamos dos cerdos. No éramos ricos, pero tampoco pobres.

Eso, para mí, sí es pobreza. Su familia vivía de lo que obtenía de la tierra. Sam continúa con voz entrecortada, y tengo la impresión de que percibe que lo entiendo:

—Cuando llegó la sequía, mi abuelo, mi padre y yo tuvimos que trabajar mucho para que la tierra cediera a nuestros deseos. Mama iba a los demás pueblos y ganaba algún dinero ayudando a otros a plantar o cosechar arroz, pero a esos pueblos también les afectó la escasez de lluvias. Mi madre tejía tela y la llevaba al mercado. Intentaba ayudar, pero sus esfuerzos no bastaban. No se puede vivir del aire y el sol. Cuando murieron dos de mis hermanas, mi padre, mi segundo hermano y yo nos fuimos a Shanghai. Confiábamos en ganar suficiente dinero para volver a Low Tin y poner la granja en marcha de nuevo. Mama se quedó en casa con mis hermanos pequeños.

Pero en Shanghai no encontraron lo que buscaban, sino muchas penurias. No tenían contactos, así que no consiguieron empleo en las fábricas. El padre de Sam se puso a trabajar de conductor de rickshaw, y Sam, que acababa de cumplir doce años, y su hermano, que era dos años menor, realizaban trabajillos. Sam vendía cerillas en las esquinas; su hermano corría detrás de los camiones de carbón y recogía los trozos que caían para vendérselos a los pobres. En verano comían corteza de sandía recogida de los basureros, y en invierno subsistían a base de jook aguado.

—Mi padre trabajaba tantas horas como podía —prosigue Sam—. Al principio bebía té con dos terrones de azúcar para reponer fuerzas y refrescarse. Cuando empezó a escasear el dinero, sólo podía comprar el té más barato, hecho con los tallos de la planta, y lo tomaba sin azúcar. Luego, como tantos otros conductores de rickshaw, comenzó a fumar opio. Bueno, no opio de verdad, claro. Eso no podía permitírselo. Tampoco fumaba por placer. Lo necesitaba para estimularse, para seguir tirando del rickshaw cuando más calor hacía o cuando llegaba un tifón. Les compraba a los sirvientes de los ricos los posos que desechaban. El opio le proporcionaba un falso vigor, sus fuerzas se consumieron y su corazón se marchitó. No tardó en empezar a toser sangre. Dicen que un conductor de rickshaw nunca llega a los cincuenta años, y que la mayoría ya son viejos cuando cumplen treinta. Mi padre murió a los treinta y cinco. Lo envolví en una estera de paja y lo dejé en la calle. Entonces ocupé su lugar, tirando de un rickshaw y vendiendo mi sudor. Yo tenía diecisiete años, y mi hermano quince.

Mientras habla, pienso en todos los rickshaws que he utilizado y en que, en realidad, nunca me paré a pensar en quiénes eran los hombres que los conducían. No los veía como personas de carne y hueso, apenas parecían humanos. Recuerdo que muchos de ellos no llevaban zapatos ni camisa; recuerdo cómo se les notaban las vértebras y les sobresalían los omóplatos, y cómo sudaban incluso en invierno.

—Aprendí todos los trucos —continúa Sam—. Aprendí que durante la estación de lluvias podía ganarme una propina doble: llevando en brazos a mis clientes desde el rickshaw hasta la puerta para que no se les estropearan los zapatos. Aprendí a saludar con una reverencia a hombres y mujeres, a invitarlos a montar en mi li-ke-xi, a chapurrear fórmulas de cortesía. Disimulaba la vergüenza que sentía cuando se reían de mi pésimo inglés. Ganaba nueve dólares de plata al mes, pero aun así no podía enviarle dinero a mi familia en Low Tin. No sé qué fue de ellos. Seguramente habrán muerto. Ni siquiera pude ocuparme de mi hermano, que, junto con otros niños pobres, ayudaba a empujar los rickshaws por los empinados puentes del canal Soochow por unos peniques. Murió del mal de los pulmones sangrantes el invierno siguiente. —Hace una pausa; su pensamiento está en Shanghai. Al cabo me pregunta—: ¿Conoces la canción de los conductores de rickshaw?

No espera a mi respuesta y empieza a cantar:

Para comprar arroz, su gorra es el recipiente.

Para comprar leña, sus brazos son el recipiente.

Vive en una cabaña de paja.

La luna es su única lámpara.

Recuerdo esa melodía, que me transporta a las calles y los sonidos de Shanghai. Sam me habla de los apuros que pasó, pero yo siento nostalgia de mi hogar.

—Algunos conductores eran comunistas —prosigue—. Los oía quejarse de que, desde tiempos inmemoriales, se ha instado a los pobres a contentarse con la pobreza, y pensaba que yo no estaba hecho para eso. Mi padre y mi hermano no habían muerto para eso. Me gustaría haber podido cambiar su destino, pero cuando ellos murieron, yo sólo podía pensar en cómo alimentarme. Pensaba: «Si los líderes del Clan Verde empezaron conduciendo rickshaws, ¿por qué no puedo hacer yo lo mismo?» En Low Tin no había ido a la escuela; era el hijo de un campesino. Pero hasta los conductores de rickshaw entendían la importancia de la educación, y por eso el gremio de conductores subvencionaba escuelas en Shanghai. Aprendí el dialecto wu. Aprendí más inglés, no los rudimentos, pero sí algunas palabras.

Cuanto más habla, más se abre mi corazón a él. La primera vez que lo vi, en el jardín Yu Yuan, no me desagradó. Ahora veo cómo ha luchado para cambiar el rumbo de su vida y lo poco que lo he entendido. Habla sze yup con fluidez y el dialecto wu de las calles, mientras que su inglés es muy rudimentario. Siempre me ha dado la impresión de que se siente muy incómodo con la ropa que viste. Recuerdo que el día que nos conocimos llevaba un traje y unos zapatos nuevos. Debían de ser los primeros que tenía. Recuerdo los reflejos rojizos de su cabello y que creí, equivocadamente, que tendrían que ver con que era americano, en lugar de reconocerlos como una señal de malnutrición. Y luego está su actitud. Siempre me trata con deferencia; no como a una fu yen, sino como a una clienta a la que hay que complacer. Siempre saluda con una pequeña reverencia al venerable Louie y Yen-yen, no porque sean sus padres, sino porque es como un sirviente para ellos.

—No sientas lástima por mí —dice mi marido—. El campo habría acabado con mi padre de todas formas. Trajinar una carga de doscientos cincuenta jin suspendida de los extremos de una pértiga de bambú, o pasarse todo el día encorvado en los campos de arroz, no es bueno para nadie. Mis únicas ganancias las he obtenido trabajando con las manos y los pies. Empecé como tantos otros conductores de rickshaw, sin saber cómo se hacía; mis pies descalzos batían la calzada como hojas de palmera. Aprendí a meter la barriga, sacar pecho, levantar mucho las rodillas y estirar el cuello hacia delante. Con el tiempo, me hice con el «ventilador de hierro» de los conductores de rickshaw.

Recuerdo que mi padre empleaba esa expresión al hablar de sus mejores conductores. Se refería a su espalda dura y recta y al pecho ancho, abierto y fuerte como un ventilador de hierro. También recuerdo lo que decía mama de los nacidos en el año del Buey: que el Buey es capaz de hacer grandes sacrificios por el bien de su familia, que sabe llevar su carga y la de los demás, y que, aunque sencillo y resistente como la bestia de carga cuyo nombre lleva, vale su peso en oro.

—Si conseguía cuarenta y cinco peniques de cobre por una carrera, me consideraba afortunado —continúa Sam—. Cambiaba esos peniques por quince centavos de plata. Seguí cambiando mis peniques de cobre por centavos de plata, y éstos por dólares de plata. Si obtenía una buena propina, me ponía aún más contento. Pensaba que si conseguía ahorrar diez centavos todos los días, al cabo de mil días tendría cien dólares. Estaba dispuesto a tragar hiel para conseguir oro.

—¿Trabajaste para mi padre?

—No, al menos no tuve que sufrir esa humillación. —Sam acaricia mi brazalete de jade. Como no me aparto, él mete un dedo por el brazalete, y al hacerlo me roza suavemente el brazo.

—Entonces, ¿cómo encontraste al venerable Louie? ¿Y por qué tuviste que casarte conmigo?

—El Clan Verde dirigía la empresa más importante de rickshaws. Yo trabajaba para ellos. Muchas veces, el Clan Verde hacía de intermediario entre quienes aspiraban a convertirse en hijos de papel y quienes ofrecían esas plazas. En nuestro caso, hizo también de casamentero. Yo quería darle un giro a mi vida. El venerable Louie tenía una plaza de hijo de papel que quería vender…

—Y necesitaba rickshaws y dos novias —termino por él, y sacudo la cabeza para apartar los recuerdos que me trae todo esto—. Mi padre le debía dinero al Clan Verde. Lo único que le quedaba por vender eran sus rickshaws y sus hijas. May y yo estamos aquí. Los rickshaws también están aquí, pero sigo sin entender por qué estás tú aquí.

—El precio de mis papeles era de cien dólares por cada año de mi vida. Tenía veinticuatro años, así que el coste ascendía a dos mil cuatrocientos dólares; eso cubría el pasaje, así como comida y alojamiento cuando llegara a Los Ángeles. Ganando nueve dólares al mes jamás lograría reunir ese dinero. Ahora trabajo para saldar mi deuda con el viejo, y no sólo la mía, sino también la tuya y la de Joy.

—¿Por eso nunca nos pagan?

Sam asiente con la cabeza.

—El viejo se guarda nuestro dinero hasta que la deuda quede saldada. Por eso tampoco paga a los tíos. Ellos también son hijos de papel. Sólo Vern es hijo suyo de verdad.

—Pero tú no eres como los otros tíos…

—Eso es cierto. Los Louie me consideran un verdadero sustituto del hijo que se les murió. Por eso vivimos con ellos y por eso soy el encargado del restaurante, pese a que no tengo ni idea de cocina ni de negocios. Si los funcionarios de inmigración descubrieran que no soy quien digo ser, podrían detenerme y deportarme. Pero quizá podría evitar la deportación porque el viejo también me hizo socio del negocio.

—Sigo sin entender por qué necesitabas casarte conmigo. ¿Qué quiere él de nosotros?

—Sólo una cosa: un nieto. Por eso os compró. Quiere un nieto, cueste lo que cueste.

Se me encoge el estómago. El médico de Hangchow me dijo que seguramente no podré tener hijos, pero, si se lo cuento a Sam, tendré que revelarle por qué. En lugar de eso, digo:

—Si él te considera su verdadero hijo, ¿por qué tienes que devolverle el dinero?

Cuando me coge las manos, no me aparto, pese a que su tacto me aterra.

—Zhen Long —dice Sam con solemnidad. Ni siquiera mis padres me llamaban por mi nombre chino, Perla de Dragón. Suena a expresión de cariño—. Un hijo debe pagar sus deudas, por su propio bien, por el de su esposa y por el de sus hijos. En Shanghai, cuando me planteaba todo este acuerdo, pensé: «Cuando muera el viejo, me convertiré en un hombre de la Montaña Dorada con muchas empresas.» Y vine a América. Al principio había días en que lo único que deseaba era volver a casa. El pasaje sólo cuesta ciento treinta dólares en tercera clase. Creí que conseguiría reunir ese dinero guardándome las propinas, pero entonces llegasteis Joy y tú. ¿Qué clase de marido sería si os dejara aquí? ¿Qué clase de padre sería?

Desde que llegamos a Los Ángeles, May y yo no hemos cesado de pensar en formas de escapar. Nunca habríamos sospechado que Sam había estado planeando lo mismo.

—Empecé a pensar que Joy, tú y yo podríamos volver a China juntos, pero ¿cómo iba a permitir que nuestra hija viajase en la bodega de un barco? Quizá no sobreviviría al viaje. —Me aprieta las manos. Me mira a los ojos y yo no desvío la mirada—. No soy como los demás. Ya no quiero regresar a China. Aquí sufro mucho, todos los días, pero éste es un buen sitio para Joy.

—Pero China es nuestro hogar. Tarde o temprano, los japoneses se cansarán…

—Pero ¿qué puede ofrecerle China a Joy? ¿Qué puede ofrecernos a nosotros? En Shanghai, yo era conductor de rickshaw. Tú eras una chica bonita.

Ignoraba que Sam conociese ese detalle sobre nosotras. La forma en que lo dice me roba el orgullo que siempre he sentido por lo que hacíamos.

—No me gusta odiar a nadie, pero odio mi destino, y también el tuyo —dice Sam—. Aunque no podemos cambiar quiénes somos ni lo que nos ha pasado, ¿no crees que deberíamos intentar cambiar el destino de nuestra hija? ¿Qué futuro le espera en China? Aquí puedo devolverle al viejo lo que le debo y, por fin, comprar nuestra libertad. Entonces podremos darle a Joy una vida digna, una vida de oportunidades que ni tú ni yo tendremos nunca. Quizá hasta pueda ir a la universidad algún día.

Sam le habla a mi corazón de madre, pero mi lado más práctico, el que sobrevivió después de que baba lo perdiera todo y de que los micos destrozaran mi cuerpo, no ve cómo pueden cumplirse sus sueños.

—Nunca conseguiremos salir de aquí y librarnos de esta gente —replico—. Mira alrededor. Tío Wilburt lleva veinte años trabajando para el viejo y todavía no ha saldado su deuda.

—Quizá la haya saldado y esté ahorrando para volver a China convertido en un hombre rico. O quizá sea feliz tal como está. Tiene un empleo, un sitio donde vivir, una familia con la que cenar los domingos por la noche. Tú no sabes lo que es vivir en un pueblo sin electricidad ni agua caliente, en una cabaña con una sola habitación para toda la familia, dos a lo sumo. Sólo comes arroz y hortalizas, a menos que haya alguna fiesta o celebración; y eso ya exige un gran sacrificio.

—Lo único que digo es que un hombre solo apenas puede mantenerse a sí mismo. ¿Cómo vas a mantenernos tú a los cuatro?

—¿Cuatro? ¿Te refieres a May?

—Es mi hermana, y le prometí a mi madre que cuidaría de ella.

Sam lo piensa un momento.

—Tengo paciencia. Puedo esperar y trabajar duro. —Sonríe con timidez y añade—: Por las mañanas, cuando vas a la Golden Lantern a ayudar a Yen-yen y ver a Joy, yo trabajo en el templo de Kwan Yin, donde vendo incienso a los lo fan para que lo pongan en esos grandes quemadores de bronce. Debería decirles: «Tus sueños se harán realidad, porque las bendiciones de esta magnánima deidad son ilimitadas», pero no sé decirlo en inglés. Aun así, creo que la gente me compadece y por eso me compra incienso.

Se levanta y va hasta la cómoda. Está muy flaco, pero no entiendo cómo no he sabido reconocer su ventilador de hierro. Abre el primer cajón, rebusca un poco y regresa a la cama con un calcetín con el talón abultado. Le da la vuelta y vierte sobre el colchón un montón de monedas de cinco, diez y veinticinco centavos y unos cuantos billetes de dólar.

—Esto es lo que he ahorrado para Joy.

Paso las manos por encima del dinero.

—Eres muy bueno —digo, pero cuesta imaginar que esta miseria pueda cambiar la vida de Joy.

—Ya sé que no es mucho —admite—, pero es más de lo que ganaba trabajando de conductor de rickshaw, y aumentará. Y quizá, dentro de un año, pueda llegar a segundo cocinero. Si aprendo a ser primer cocinero, quizá llegue a ganar veinte dólares por semana. Cuando podamos permitirnos vivir por nuestra cuenta, trabajaré de vendedor ambulante de pescado o quizá de hortelano. Si me hago vendedor de pescado, siempre tendremos pescado para comer. Y si me hago hortelano, nunca nos faltarán hortalizas.

—Yo domino el inglés —propongo con vacilación—. Quizá podría buscar un empleo fuera de Chinatown.

Pero, francamente, ¿cómo se nos ocurre pensar que el venerable Louie nos soltará? Y aunque nos soltara, ¿no debería contarle a Sam toda mi verdad? ¡Menos lo de que Joy no es hija suya! Ese secreto es mío y de May, jamás lo revelaré; pero tengo que explicarle a mi marido lo que me hicieron los micos y cómo mataron a mama.

—Me he manchado con un barro que nunca lograré limpiar —empiezo titubeante, confiando en que sea cierto lo que decía mama sobre el Buey: que no te abandona en los momentos difíciles, que es fiel y se queda a tu lado, caritativo y bondadoso. ¿Qué puedo hacer sino creerlo?

Sin embargo, las emociones reflejadas en el rostro de Sam mientras le cuento mi historia —ira, asco y lástima— no me lo ponen fácil.

Cuando termino, mi marido dice:

—Pese a todo lo que tuviste que soportar, Joy nació sana. Nuestra hija se merece un buen futuro. —Acerca un dedo a mis labios para que no diga nada más—. Prefiero estar casado con una mujer de jade roto que con una de arcilla impecable. Mi padre siempre decía que cualquiera sabe añadir una flor más a un brocado, pero ¿cuántas mujeres son capaces de ir a buscar carbón en invierno? Hablaba de mi madre, que era una mujer buena y leal, como tú.

Oímos entrar a los demás en el apartamento, pero no nos movemos. Sam se inclina y me susurra al oído:

—En aquel banco del jardín Yu Yuan, te dije que me gustabas y te pregunté si yo te gustaba. Tú te limitaste a asentir con la cabeza. En un matrimonio concertado, eso es más de lo que se puede pedir. Nunca esperé ser feliz, pero ¿no deberíamos buscar la felicidad juntos?

Me vuelvo hacia él. Nuestros labios casi se tocan cuando musito:

—Y ¿no quieres tener más hijos? —Pese a lo cerca que me siento ahora de él, me cuesta confesarle toda la verdad—. Cuando nació Joy, los médicos de Angel Island me dijeron que no podré tener más hijos.

—De pequeños nos dicen que, si no tenemos un hijo varón a los treinta años, somos unos desgraciados. El peor insulto que puedes gritar en las calles es: «¡Ojalá mueras sin hijos varones!» Nos dicen que, si no tenemos un varón, deberíamos adoptar uno para perpetuar el nombre de la familia y para que nos cuide cuando nos convirtamos en antepasados. Pero si tienes un hijo que es… que tiene… que no puede… —Se esfuerza, como hemos hecho a menudo May y yo, por ponerle un nombre al problema de Vern.

—Compras un hijo —termino por él—, como hizo el venerable Louie contigo para que lo cuides a él y Yen-yen cuando se conviertan en antepasados.

—Sí, yo o el hijo que se supone que tendremos algún día. Un nieto les aseguraría una existencia feliz aquí y en el más allá.

—Pero yo no puedo darles ese nieto.

—Ellos no tienen por qué saberlo, y a mí no me importa. Y ¿quién sabe? Quizá Vern le haga un hijo varón a tu hermana, y así se habrán saldado todas las deudas y se habrán cumplido todas las obligaciones.

—Pero, Sam, yo no puedo darte un varón.

—Dicen que una familia está incompleta sin un hijo varón, pero yo soy feliz con Joy. Ella es sangre de mi sangre. Cada vez que me sonríe, me coge un dedo o me mira con sus negros ojos, sé que soy un hombre afortunado. —Mientras habla, me llevo su mano a la mejilla, y luego le beso las yemas de los dedos—. Pearl, quizá a nosotros nos haya tocado un mal destino, pero Joy es nuestro futuro. Si sólo tenemos una hija, podremos dárselo todo. Joy podrá tener la educación que yo no tuve. Quizá sea doctora o… Todo eso no importa mucho, porque ella siempre será nuestro consuelo y nuestra alegría.

Cuando me besa, le correspondo. Estamos sentados en el borde de la cama, así que lo único que tengo que hacer es rodearlo con los brazos y tumbarme. Pese a que hay más gente en el apartamento, y pese a que pueden oír los chirridos de la cama y los gemidos ahogados, Sam y yo tenemos relaciones esposo-esposa. Para mí no resulta fácil. Mantengo los ojos fuertemente cerrados, y el terror me atenaza el corazón. Procuro concentrarme en los músculos que trabajaban en los campos, que tiraban de un rickshaw por mi ciudad natal y que hace poco acunaban a nuestra Joy. Para mí, las relaciones esposo-esposa nunca irán acompañadas de fabulosos sentimientos de placer, de la liberación de nubes y lluvia, del sabor de un éxtasis primitivo, ni de ninguna de esas sensaciones que describen los poetas. Para mí, significa estar cerca de Sam; tiene que ver con la nostalgia que sentimos de nuestro país natal, con cómo echamos de menos a nuestros padres, y con los apuros de nuestra vida cotidiana en América, donde somos wang k’uo nu, esclavos de la tierra perdida, que viven para siempre bajo un gobierno extranjero.

Cuando Sam termina, dejo pasar un rato, me levanto y voy a buscar a Joy a la sala principal. Vern y May ya se han retirado a su habitación, pero el venerable Louie y Yen-yen se lanzan miradas de complicidad.

—¿Vas a darme un nieto? —me pregunta ella poniéndome a Joy en los brazos—. Eres una buena nuera.

—Serías mejor nuera si animaras a tu hermana a cumplir con su deber —añade el viejo.

No digo nada. Me llevo a Joy a mi habitación y la acuesto en el último cajón de la cómoda. Luego tomo la bolsita que llevo colgada del cuello. Abro el primer cajón y la guardo junto a la que May le regaló a Joy. Ya no la necesito. Cierro el cajón y me vuelvo hacia Sam. Me quito la ropa y me acuesto desnuda. Mientras él me acaricia el costado, encuentro el valor para hacerle una pregunta más:

—A veces también desapareces por la tarde. ¿Adónde vas?

Su mano se detiene en mi cadera.

—Pearl. —Pronuncia mi nombre, largo y suave—. En Shanghai yo no frecuentaba esos lugares, y nunca los frecuentaré aquí.

—Entonces, ¿dónde…?

—Vuelvo al templo, pero no para vender incienso, sino para hacer ofrendas a mi familia, a tu familia e incluso a los antepasados de los Louie.

—¿A mi familia?

—Acabas de contarme cómo murió tu madre, pero yo ya suponía que ella y tu padre habrían muerto. Porque, si siguieran con vida, no habríais venido aquí con nosotros.

Es inteligente. Me conoce bien y me entiende.

—También hice ofrendas a nuestros antepasados después de casarnos —agrega.

Asiento en silencio. Respecto a eso, Sam no había mentido en los interrogatorios de Angel Island.

—Yo no creo en esas cosas —confieso.

—Quizá deberías creer. Llevamos cinco mil años haciéndolo.

Volvemos a tener relaciones esposo-esposa, y se oyen sirenas a lo lejos.

Al levantarnos por la mañana, nos enteramos de que un incendio ha destruido China City. Algunos creen que ha sido un accidente y que las llamas las originaron unas brasas mal apagadas detrás del mercado de pescado de George Wong, mientras que otros insisten en que ha sido un incendio provocado por los comerciantes del Nuevo Chinatown, a quienes no les gusta la idea de Christine Sterling de construir una «pintoresca aldea china», o por la gente de Olvera Street, a la que no le gusta tener competidores. Seguirán circulando todo tipo de rumores, pero no importa quién haya provocado el incendio: una buena parte de China City ha quedado destruida o dañada.