Debería estar planeando adónde nos iremos, pero no hay nada que me anime a explorar más que mi estómago, donde se ha instalado la tristeza. Echo de menos cosas como los dulces cubiertos de miel, los pastelillos de rosa con azúcar y los huevos hervidos en té con especias. Como con la comida que prepara Yen-yen he adelgazado más que en Angel Island, observo a tío Wilburt y tío Charley, respectivamente el primer y el segundo cocinero del Golden Dragon, y procuro aprender de ellos. Me dejan acompañarlos a la carnicería Sam Sing, con su cerdo de pan de oro en el escaparate, a comprar cerdo y pato. Me llevan al mercado de pescado de George Wong, en Spring Street, que suministra a China City, donde me enseñan a comprar sólo los especímenes que todavía respiran. Cruzamos la calle y vamos a la tienda de comestibles International Grocery, y por primera vez desde que llegué aquí, vuelvo a percibir aromas hogareños. Tío Wilburt me compra, con dinero de su propio bolsillo, una bolsa de alubias negras saladas. Se lo agradezco tanto que, después, los tíos se turnan para comprarme otras chucherías: azufaifas, dátiles con miel, brotes de bambú, capullos de loto y setas. De vez en cuando, si en el restaurante hay un período de calma, me dejan pasar detrás de la barra y me enseñan a preparar un solo plato, y muy deprisa, con esos ingredientes especiales.
Los tíos vienen a cenar al apartamento todos los domingos. Un día le pregunto a Yen-yen si me dejará preparar la cena. La familia come lo que he cocinado. A partir de ese día, soy yo quien se encarga de la cena dominical. Al poco tiempo ya puedo prepararla en sólo media hora, siempre que Vern lave el arroz y Sam corte las verduras. Al principio, el venerable Louie no está satisfecho.
—¿Por qué debo dejar que derroches mi dinero en comida? ¿Por qué debo dejarte salir a comprar comida? —Y lo dice pese a que no le importa que vayamos al trabajo y volvamos andando, ni que sirvamos a perfectos desconocidos, blancos por si fuera poco.
—No derrocho su dinero —replico—, porque tío Wilburt y tío Charley pagan la comida. Y no voy sola, porque siempre estoy con ellos dos.
—¡Eso es peor todavía! Los tíos están ahorrando para volver a China. Todos, incluido yo, deseamos regresar a China; si no es a vivir, a morir, y si no es a morir, a que entierren nuestros huesos allí. —Como tantos chinos, el venerable Louie quiere ahorrar diez mil dólares y regresar a su pueblo natal convertido en un hombre rico; allí adquirirá unas cuantas concubinas, tendrá más hijos varones y se pasará el día bebiendo té. También quiere que lo consideren un «gran hombre», un concepto de lo más americano—. Cada vez que voy a China, compro tierras. Ya que no me permiten comprarlas aquí, las compraré allí. Sí, ya sé qué piensas, Pearl. Piensas: «Pero ¡si tú has nacido aquí! ¡Si eres americano!» Pues mira: quizá haya nacido aquí, pero en el fondo soy chino. Y acabaré volviendo a China.
Sus quejas y su habilidad para arrebatarles el protagonismo a los tíos son completamente previsibles, pero se lo perdono porque le gusta cómo cocino. Él nunca lo admitirá, pero hace algo aún mejor. Unas semanas más tarde, anuncia:
—Todos los lunes te daré dinero para que compres comida.
A veces estoy tentada de guardarme un poco de ese dinero, pero sé que mi suegro vigila cada centavo y cada receta, y que de vez en cuando habla con los empleados de la carnicería, la pescadería y la tienda de comestibles. Es tan precavido con su dinero que se niega a guardarlo en un banco. Lo tiene escondido en los diferentes establecimientos Golden, para protegerlo de cualquier desastre y de los banqueros lo fan.
Ahora que ya puedo ir sola a las tiendas, los vendedores empiezan a conocerme. Les gusto como clienta —aunque compre poco—, y para premiar mi lealtad a sus patos asados, su pescado o sus nabos en vinagre, me regalan calendarios. Las ilustraciones imitan el estilo chino, con intensos rojos, azules y verdes destacados sobre fondo blanco. En lugar de chicas bonitas reclinadas en sus tocadores, transmitiendo paz, relajación y sensualidad, los pintores han decidido plasmar paisajes inspirados de la Gran Muralla, la montaña sagrada de Emei, los místicos karsts de Kweilin, o retratar mujeres insulsas ataviadas con cheongsams confeccionados con una tela brillante de estampados geométricos, en posturas pensadas para transmitir las virtudes de la moralidad. Las obras de esos ilustradores son chillonas y comerciales, carentes de delicadeza y emoción; pero las cuelgo en las paredes del apartamento, como hacían los pobres más pobres de Shanghai, que las colgaban en sus miserables casuchas para poner un poco de color y esperanza en sus vidas. Los calendarios alegran el apartamento, igual que mis comidas, y mientras me los regalen, a mi suegro no le importa que los cuelgue.
El día de Nochebuena me levanto a las cinco de la mañana, me visto, dejo a Joy con mi suegra y voy con Sam a China City. Todavía es muy temprano, pero hace un calor inusual. Toda la noche ha soplado un viento muy cálido que ha dejado ramas rotas, hojas secas, confeti y otros restos de los parranderos de Olvera Street esparcidos por La Plaza y Main Street. Cruzamos Macy, entramos en China City y seguimos nuestra ruta habitual, que empieza en el puesto de rickshaws del Patio de las Cuatro Estaciones y luego bordea el corral de las gallinas y los patos de la Granja Wang. Todavía no he visto La buena tierra, pero tío Charley me ha aconsejado que la vea. «Es igual que China», me ha dicho. Tío Wilburt también me la ha recomendado: «Si vas, fíjate bien en la escena de la muchedumbre. ¡Salgo yo! En esa película verás a muchos tíos y tías de Chinatown.» Pero yo no voy al cine, ni entro en la granja, porque cada vez que paso por delante me acuerdo de la cabaña de las afueras de Shanghai.
Desde la Granja Wang, sigo a Sam por Dragon Road.
—Camina a mi lado —me invita Sam en sze yup, pero no acepto, porque no quiero que se haga ilusiones.
Si converso con él durante el día o hago algo como caminar a su lado, por la noche querrá tener relaciones esposo-esposa.
Todos los negocios Golden, excepto el de paseos en rickshaw, están en el óvalo donde confluyen Dragon Road y Kwan Yin Road. Ésta es la ruta por donde los rickshaws realizan su serpenteante paseo. En los seis meses que llevo trabajando aquí, sólo me he aventurado dos veces hasta el Estanque del Loto y la zona cubierta que acoge el teatro de ópera china, el salón recreativo y la Asiatic Costume Company de Tom Gubbins. Quizá China City no sea más que una manzana con forma extraña y bordeada por las calles Main, Macy, Spring y Ord —con más de cuarenta tiendas apretujadas entre los bares, restaurantes y otras «atracciones turísticas» como la Granja Wang—, pero hay enclaves muy bien delimitados dentro de sus muros, y la gente de esos enclaves raramente se relaciona con sus vecinos.
Sam abre el restaurante, enciende las luces y empieza a preparar café. Mientras relleno los saleros y pimenteros, los tíos y los otros empleados van llegando e inician sus tareas. Para cuando los pasteles están cortados y expuestos, han entrado los primeros clientes. Charlo con los habituales —camioneros y empleados de correos—, anoto los pedidos y se los paso a los cocineros.
A las nueve entran dos policías y se sientan a la barra. Me aliso el delantal y muestro una amplia sonrisa. Si no les damos de comer gratis, siguen a nuestros clientes hasta sus coches y los multan. Las dos últimas semanas han sido especialmente malas, porque los policías iban de una tienda a otra recogiendo «regalos» de Navidad. La semana pasada, tras decidir que no habían recibido suficientes obsequios, cerraron el aparcamiento, lo que impidió que vinieran clientes. Ahora estamos todos atemorizados y dispuestos a darles lo que nos pidan para que no perjudiquen al negocio.
Cuando se marchan los policías, un camionero le grita a Sam:
—¡Eh, amigo!, ¡dame un trozo de ese pastel de arándanos!, ¿quieres?
Quizá Sam todavía esté nervioso por la visita de los agentes, pues pasa por alto el pedido y sigue lavando vasos. Parece que ha transcurrido una eternidad desde que leí en mi manual que Sam iba a ser el encargado del restaurante, pero en realidad su puesto está entre un lavaplatos y un lavavasos. Lo observo mientras sirvo un menú de huevos, patatas, tostadas y café que cuesta treinta y cinco centavos, o un rollo de mermelada y un café por cinco centavos. Alguien le pide a Sam más café, pero él no se acerca con la cafetera hasta que el cliente, impaciente, da unos golpecitos con su taza. Media hora más tarde, el mismo cliente pide la cuenta, y Sam me señala. No intercambia ni una sola palabra con ningún cliente.
Pasa la hora punta de los desayunos. Sam recoge platos y cubiertos sucios, y yo voy detrás con un trapo húmedo limpiando las mesas y la barra.
—¿Por qué nunca hablas con los clientes? —le pregunto en inglés. Como no me contesta, insisto—: En Shanghai, los lo fan siempre se quejaban de que los camareros chinos eran hoscos y maleducados. No querrás que nuestros clientes piensen eso de ti, ¿verdad?
Se lo ve apurado y se mordisquea el labio inferior.
—No sabes inglés, ¿verdad? —le pregunto en sze yup.
—Sólo poco —contesta. Y se corrige con una sonrisa avergonzada—: Sólo un poco. Muy poco.
—¿Cómo puede ser?
—Nací en China. ¿Por qué tendría que saber inglés?
—Porque viviste aquí hasta los siete años.
—De eso hace mucho tiempo. Ya no me acuerdo de nada.
—Pero ¿no lo estudiaste en China? —inquiero. Toda la gente que yo conocía en Shanghai estudiaba inglés. Hasta May, que no era muy buena alumna, sabe hablar inglés.
Sam no me contesta directamente:
—Puedo intentar hablarlo, pero los clientes no quieren entenderme. Y cuando me hablan, yo tampoco los entiendo. —Señala el reloj de pared y añade—: Tienes que irte.
Siempre me mete prisa para que me marche. Sé que va a algún sitio por las mañanas y por las tardes, igual que yo. Soy una fu yen, y no me corresponde preguntarle adónde va. Si Sam se ha aficionado al juego, o si paga a alguien para que tenga relaciones esposo-esposa con él, ¿qué puedo hacer? Si es un mujeriego, ¿qué puedo hacer? Si es un jugador como mi padre, ¿qué puedo hacer? Mi madre y mi suegra me han enseñado cómo debe comportarse una esposa, y sé que si tu marido te deja plantada, no puedes hacer nada para impedirlo. No sabes adónde va. Vuelve cuando quiere, y punto.
Me lavo las manos y me quito el delantal. Me dirijo a la Golden Lantern, y por el camino pienso en lo que me ha dicho Sam. ¿Cómo es posible que no sepa inglés? Mi inglés es perfecto —y sé que lo correcto y educado es decir «occidental» en lugar de lo fan o fan gwaytze, y «oriental» en lugar de «amarillo»—, pero comprendo que emplearlo no es la forma más indicada para conseguir una propina o una venta. La gente viene a China City a divertirse. A los clientes les gusta que chapurree el inglés, y a mí me resulta fácil después de oír a Vern, al venerable Louie y a tantos otros, que nacieron aquí pero lo hablan muy incorrectamente. En mi caso es teatro, pero en el de Sam es ignorancia; es un rasgo de campesino, y se me antoja tan desagradable como sus devaneos secretos con quién sabe quién.
Llego a la Golden Lantern, donde Yen-yen trabaja y cuida a Joy. Juntas, quitamos el polvo, barremos y sacamos brillo a los objetos expuestos. Cuando termino, juego un rato con Joy. A las once y media, dejo de nuevo a mi hija con Yen-yen y vuelvo al restaurante, donde, tan aprisa como puedo, sirvo hamburguesas por quince centavos. Nuestras hamburguesas no son tan buenas como las chinaburguers de Fook Gay’s Café, que llevan judías germinadas salteadas, setas negras y salsa de soja; pero en cambio, tienen fama nuestros cuencos de pescado en salazón con cerdo, a diez centavos, y nuestros cuencos de arroz blanco y té, a cinco.
Después de comer, trabajo en el Golden Lotus, donde vendo flores de seda hasta que Vern llega de la escuela. Luego voy al Golden Pagoda. Quiero hablar con mi hermana de nuestros planes para el día de Navidad, pero ella está ocupada convenciendo a un cliente de que una pieza de laca se pintó en una balsa en medio de un lago para que ni una mota de polvo estropeara la perfección de su superficie, así que me pongo a barrer, quitar el polvo y sacar brillo.
Antes de regresar al restaurante, paso por la Golden Lantern, recojo a Joy y la llevo a dar un breve paseo por las callejuelas de China City. A Joy le encanta mirar los rickshaws, como a los turistas. Los paseos de Golden Rickshaws están muy solicitados; es la empresa más próspera del venerable Louie. Johnny Yee, uno de los empleados, conduce cuando hay que pasear a algún famoso o a algún fotógrafo que viene a tomar fotografías para algún anuncio, pero normalmente son Miguel, José y Ramón quienes hacen el trabajo. Se llevan propinas y cobran un pequeño porcentaje de los veinticinco centavos que cuesta cada paseo. Si convencen a un cliente para que compre una fotografía, que vale veinticinco centavos, se llevan un poco más.
Hoy, una clienta le da una patada a Miguel y luego lo golpea con el bolso. ¿Por qué lo hará? Porque puede. Nunca me llamó la atención cómo la gente trataba a los conductores de rickshaw en Shanghai. ¿Sería porque mi padre era el dueño del negocio? ¿Porque yo hacía como esa mujer blanca, y me creía por encima de los conductores? ¿Porque en Shanghai los conductores de rickshaw no eran mejores que los perros, mientras que ahora May y yo pertenecemos a la misma clase que ellos? Las tres preguntas tienen la misma respuesta: sí.
Vuelvo a dejar a Joy con su abuela, le doy un beso de buenas noches —porque no la veré hasta que llegue a casa— y paso el resto de la noche sirviendo cerdo agridulce, pollo con anacardos y chop suey —platos que jamás había visto en Shanghai y de los que ni siquiera había oído hablar— hasta la hora de cierre, a las diez. Sam se queda a cerrar el local, y yo voy hacia el apartamento abriéndome paso entre la multitud que celebra la Nochebuena en Olvera Street, en lugar de ir sola por Main.
Me avergüenza que May y yo hayamos acabado aquí. Me culpo de que tengamos que trabajar tanto y de que nunca recibamos un solo céntimo de los lo fan. Un día, cuando le tendí la mano al venerable Louie y le pedí mi paga, él me escupió en la palma. «Os doy comida y techo —me espetó—. Tu hermana y tú no necesitáis ningún dinero.» Y se acabó la discusión; sólo que ahora empiezo a comprender qué valor tenemos May y yo. En China City, la mayoría de los empleados ganan entre treinta y cincuenta dólares mensuales. Los lavavasos, sólo veinte dólares, mientras que los lavaplatos y los camareros se llevan cuarenta o cincuenta. Tío Wilburt gana setenta, lo cual se considera un muy buen sueldo.
—¿Cuánto dinero has ganado esta semana? —le pregunto a Sam todos los sábados por la noche—. ¿Has ahorrado algo?
Confío en que algún día me dé parte de ese dinero para marcharme de aquí. Pero él nunca me dice cuánto gana. Se limita a agachar la cabeza, limpiar una mesa, recoger a Joy del suelo, o recorrer el pasillo para encerrarse en el lavabo.
Ahora, con la distancia, entiendo que en mi familia creyésemos que el venerable Louie era un hombre rico. En Shanghai éramos una familia adinerada. Baba dirigía su propio negocio. Teníamos una casa y sirvientes. Pensábamos que el venerable Louie era mucho más rico que nosotros. Ahora lo veo de otra manera. Un dólar americano daba para mucho en Shanghai, donde todo, desde la vivienda y la ropa hasta las esposas como nosotras, era barato. En Shanghai, mirábamos al venerable Louie y veíamos lo que queríamos ver: a un hombre que se daba importancia gracias al dinero que tenía. Tratando a baba con profundo desdén durante sus visitas, nos hacía parecer y sentir insignificantes. Pero era todo mentira, porque aquí, en la tierra de la Bandera Floreada, el venerable Louie, pese a estar mejor situado que la mayoría de los habitantes de China City, sigue siendo pobre. Sí, tiene cinco negocios, pero son pequeños —minúsculos, de hecho, de entre cincuenta y cien metros cuadrados—, y ni siquiera juntos son gran cosa. Al fin y al cabo, sus cincuenta mil dólares en mercancías no tienen ningún valor si nadie las compra. Sin embargo, si mi familia hubiera venido aquí, habría estado aún más abajo, con los empleados de lavandería, los lavavasos y los vendedores ambulantes de verdura.
Con ese espeluznante pensamiento subo la escalera del apartamento, me quito la apestosa ropa y la dejo apelotonada en un rincón de la habitación. Me meto en la cama e intento permanecer despierta para disfrutar de unos minutos de silencio y tranquilidad con mi pequeña, que ya duerme en su cajón.
El día de Navidad nos vestimos y reunimos con los demás en la habitación principal. Yen-yen y el venerable Louie están reparando unos jarrones que han llegado rotos; proceden de una tienda de curiosidades de San Francisco que ha cerrado. May remueve una olla de jook en el hornillo de la cocina. Vern está sentado con sus padres, mirando alrededor con cierta tristeza. Se ha criado aquí y va a una escuela americana, así que sabe qué es la Navidad. Estas dos últimas semanas ha traído decoraciones navideñas que había hecho en la clase de Plástica, pero por lo demás, en nuestra casa no hay ninguna referencia a estas fiestas: ni calcetines, ni árbol, ni regalos. Da la impresión de que a Vern le gustaría celebrar la Navidad, pero ¿qué puede hacer o decir él? Vive en la casa de sus padres y tiene que aceptar sus normas. May y yo nos miramos, miramos a Vern y volvemos a mirarnos. Entendemos cómo se siente. En Shanghai celebrábamos el nacimiento del Niño Jesús en la escuela de la misión, pero nuestros padres tampoco lo celebraban. Ahora que estamos aquí, queremos festejar la Navidad como los lo fan.
—¿Qué podemos hacer hoy? —pregunta May, optimista—. ¿Vamos a la iglesia de La Plaza y a Olvera Street? Habrá celebraciones.
—Nosotros no hacemos nada con esa gente —dice el venerable Louie.
—No digo que hagamos nada con ellos —replica May—. Sólo digo que sería interesante ver cómo lo celebran.
Pero mi hermana y yo ya hemos llegado a la conclusión de que no tiene sentido discutir con nuestros suegros. Podemos alegrarnos de tener un día de fiesta.
—Yo quiero ir a la playa —declara Vern. Habla tan poco que, cuando lo hace, sabemos que desea algo de verdad—. Quiero ir en tranvía.
—Está demasiado lejos —objeta su padre.
—Yo no necesito ver su mar —se burla Yen-yen—. Todo lo que necesito lo tengo aquí.
—Vosotros os quedáis en casa —dice Vern, sorprendiendo a todos.
May arquea las cejas. Veo que le apetece mucho ir a la playa, pero no pienso gastar el dinero de nuestra boda en algo tan frívolo; y, salvo en el restaurante, nunca he visto a Sam con dinero en las manos.
—Podemos pasarlo bien aquí —intervengo—. Podríamos ir a la parte lo fan de Broadway y mirar los escaparates de los grandes almacenes. Hay decoraciones navideñas por todas partes. Te gustará mucho, Vern.
—Quiero ir a la playa —insiste él—. Quiero ver el mar.
Como nadie dice nada, Vern retira su silla, va a su habitación y cierra de un portazo. Unos minutos más tarde reaparece con unos dólares en el puño.
—Pago yo —anuncia tímidamente.
Yen-yen intenta quitarle los billetes, y nos dice a los demás:
—Al Cerdo no le cuesta separarse de su dinero, pero no debéis aprovecharos de él.
Vern forcejea con su madre y levanta el brazo por encima de su cabeza para que ella no pueda quitarle el dinero.
—Es un regalo de Navidad para mi hermano, para May, Pearl y el bebé. Mama y baba, vosotros os quedáis en casa.
Es la vez que más lo oigo hablar, y me parece que no soy la única que lo piensa. Así que lo complacemos. Nos vamos los cinco a la playa, paseamos por el embarcadero y nos mojamos los pies en las frías aguas del Pacífico. Procuramos que Joy no se queme con el sol, muy intenso para la época en que estamos. El agua brilla bajo el cielo. A lo lejos, unas verdes colinas descienden hasta el mar. May y yo damos un paseo solas. Dejamos que el viento y el sonido de las olas se lleven nuestras preocupaciones. Cuando volvemos a donde están Vern y Sam con la niña, bajo una sombrilla, May dice:
—Vern ha sido muy generoso invitándonos a venir.
Es el primer comentario agradable que hace sobre él.
Dos semanas más tarde, un grupo de mujeres del Fondo Chino de Ayuda invita a Yen-yen a ir a Wilmington y unirse al piquete que han organizado en el astillero para protestar por el envío de chatarra a Japón. Estoy convencida de que el venerable Louie se negará cuando le pida permiso para acompañarlas, pero él nos sorprende a todos:
—Puedes ir si te llevas a Pearl y a May.
—Si me las llevo, te quedarás con muy pocos trabajadores —argumenta Yen-yen; el temor de que eso pueda pasar y de que su marido cambie de opinión hacen que le tiemble levemente la voz.
—No importa. No importa. Ya trabajarán más horas los tíos.
Yen-yen sería incapaz de hacer algo como sonreír abiertamente para expresar lo contenta que está, pero todos notamos el deje de emoción en su voz cuando nos pregunta:
—¿Queréis venir?
—Por supuesto —contesto.
Haría cualquier cosa con tal de reunir dinero para combatir a los japoneses, que han sido crueles y sistemáticos en su política de los «tres todos»: matarlos a todos, quemarlo todo y destruirlo todo. Mi deber es hacer algo por las mujeres chinas que están siendo violadas y asesinadas. Miro a May. Estoy segura de que querrá acompañarnos, aunque sólo sea para salir un poco de China City; pero ella se encoge de hombros:
—¿Qué podemos hacer nosotras? Sólo somos mujeres.
Pero yo quiero ir precisamente porque soy mujer. Yen-yen y yo vamos andando hasta el punto de reunión y subimos a un autobús que nos lleva a los astilleros. Las organizadoras nos entregan unas pancartas. Desfilamos y gritamos eslóganes, y yo experimento una sensación de libertad que le debo enteramente a mi suegra.
—China es mi hogar —dice Yen-yen de camino a Chinatown en el autobús—. Siempre será mi hogar.
Después de ese día, pongo una taza en la barra del restaurante para que los clientes dejen allí sus propinas. Llevo una insignia del Fondo Chino de Ayuda. Tomo parte en los piquetes para detener esos envíos de chatarra, y participo en otras manifestaciones para detener la venta de combustible de aviación a los micos. Hago todo eso porque llevo a Shanghai y China en el corazón.