Encantos del romanticismo oriental

El 8 de junio, casi dos meses después de nuestra llegada a Los Ángeles, cruzo por fin la calle y entro en China City para asistir a la Gran Inauguración. China City está rodeada de una Gran Muralla en miniatura (aunque resulta extraño llamarla «gran», ya que parece hecha con recortables de cartón montados sobre una estrecha tapia). Entro por la puerta principal y veo a unas mil personas reunidas en un gran espacio abierto, el Patio de las Cuatro Estaciones. Los dignatarios y las estrellas de cine pronuncian discursos, chisporrotean y estallan petardos, desfila un dragón, y los bailarines disfrazados de león juguetean. Los lo fan tienen un aire muy sofisticado y moderno: las mujeres visten traje de seda y abrigo de piel, guantes y sombrero, y llevan los labios pintados de colores brillantes; los hombres llevan traje, zapatos de costura inglesa y sombrero de fieltro. May y yo lucimos cheongsams, pero pese a lo elegantes y hermosas que estamos, tengo la impresión de que, comparadas con las americanas, parecemos extrañas y pasadas de moda.

—Los encantos del romanticismo oriental están entretejidos, como hilos de seda, en la tela de esta China City —proclama Christine Sterling desde el escenario—. Nos gustaría que vieran ustedes los brillantes colores de sus esperanzas e ideales, y que no se fijaran en sus imperfecciones, porque éstas desaparecerán con el paso de los años. Que los protagonistas de varias generaciones de la historia de China, que quienes han sobrevivido a catástrofes de todo tipo en su tierra natal, encuentren un nuevo refugio donde perpetuar su deseo de una identidad colectiva, seguir los pasos de sus antepasados y ejercer serenamente los oficios y las artes de sus mayores.

«Madre mía.»

—Dejen atrás el nuevo mundo de las prisas y la confusión —continúa Christine Sterling— y entren en el antiguo mundo de lánguido hechizo.

Las tiendas y los restaurantes abrirán sus puertas en cuanto terminen los discursos, y los empleados —incluidas Yen-yen y yo— tendrán que apresurarse a ocupar sus puestos. Mientras escuchamos, sostengo a Joy en brazos para que vea el espectáculo. Hay mucha gente, y la ondulación de la multitud y los empujones hacen que, poco a poco, nos separemos de Yen-yen. Tengo que ir al Golden Dragon Café, pero no sé dónde está. ¿Cómo es posible que me haya perdido en sólo una manzana rodeada por un muro? Pero el laberinto de callejones sin salida y senderos estrechos y retorcidos consigue desorientarme por completo. Cruzo una puerta y me encuentro en un patio con un estanque de peces y un puesto donde venden incienso. Aprieto a Joy contra mi pecho y me pego a la pared para dejar pasar los rickshaws —con el logo de Golden Rickshaws pintado— que pasean a los lo fan por las callejuelas. Los conductores gritan: «¡Paso! ¡Paso!» No se parecen en nada a los que he visto toda mi vida. Van muy emperifollados con inmaculados pijamas de seda, zapatillas bordadas y sombreros de culi de paja. Y no son chinos, sino mexicanos.

Una niña vestida de golfilla —sólo que más limpia— se contonea entre la multitud repartiendo planos del recinto. Cojo uno, lo abro y busco el sitio al que debo ir. En el mapa están marcados los lugares de interés: la Escalera del Cielo, el Puerto del Whangpoo, el Estanque del Loto y el Patio de las Cuatro Estaciones. En la parte inferior, dibujados con tinta china, dos hombres ataviados con túnica china y zapatillas se saludan. La leyenda reza: «Si se presta usted a iluminar con su presencia nuestra humilde ciudad, lo recibiremos con dulces, vinos y música excelentes, y con objetos de arte que deleitarán sus nobles ojos.» En el plano no aparece ninguno de los establecimientos del venerable Louie, todos con la palabra Golden en el nombre.

China City no es como Shanghai. Tampoco es como la ciudad vieja. Ni siquiera parece una aldea china. Se parece mucho a la China que May y yo veíamos en las películas hollywoodienses que proyectaban en Shanghai. Sí, es exactamente así. Los estudios Paramount han donado un decorado de La octava esposa de Barbazul, que se ha convertido en el Chinese Junk Café. Los obreros de la MGM han vuelto a montar la granja de Wang de La buena tierra, sin olvidar los patos y las gallinas del patio. Por detrás de la granja de Wang está el Pasaje de las Cien Sorpresas, donde los mismos carpinteros de la MGM han convertido una vieja herrería en diez boutiques de novedades, donde venden colgadores de joyas, tés perfumados y chales «españoles», con flecos y bordados, fabricados en China. Dicen que los tapices del templo de Kwan Yin tienen miles de años, y que la estatua se salvó del bombardeo de Shanghai. En realidad, como ocurre con la mayor parte de las cosas de China City, el templo se ha construido con sobrantes de decorados de la MGM. Hasta la Gran Muralla ha salido de una película, aunque debía de ser una de vaqueros en que había que defender un fuerte. Es evidente que el empeño de Christine Sterling en reutilizar su idea de Olvera Street para recrear un escenario chino va acompañado de un total desconocimiento de nuestra cultura, nuestra historia y nuestros gustos.

Mi mente me dice que estoy a salvo. Hay demasiada gente a mi alrededor para que alguien intente atraparme o hacerme daño, pero estoy nerviosa y asustada. Corro por otro callejón sin salida. Estrecho a Joy tan fuerte que la pobre empieza a llorar. Las personas con que me cruzo piensan que soy una mala madre. «¡No soy una mala madre! —quisiera gritarles—. Ésta es mi hija.» Presa del pánico, pienso que, si encuentro la entrada, sabré volver al apartamento. Pero el venerable Louie cerró con llave al salir, y no tengo llave. Agitada e inquieta, agacho la cabeza y me abro paso entre el gentío.

—¿Te has perdido? —dice una voz con el más puro acento del dialecto wu de Shanghai—. ¿Necesitas ayuda?

Levanto la cabeza y veo a un lo fan de cabello blanco, gafas y una poblada barba blanca.

—Tú debes de ser la hermana de May —añade—. ¿Eres Pearl?

Asiento con la cabeza.

—Me llamo Tom Gubbins. Todo el mundo me llama Bak Wah Tom, Tom el Películas. Tengo una tienda aquí, y conozco a tu hermana. Dime adónde quieres ir.

—Debo ir al Golden Dragon Café.

—Ah, sí, una de las muchas tiendas Golden. Aquí, todo lo que vale la pena lo dirige tu suegro —dice con aire de complicidad—. Ven conmigo. Te llevaré hasta allí.

No conozco a este hombre, y May nunca lo ha mencionado, pero quizá sea una de las muchas cosas que no me ha contado. Sin embargo, su acento shanghaiano me proporciona la tranquilidad que necesito. De camino al restaurante, él me señala varios negocios de mi suegro. En la Golden Lantern, la primera tienda que el venerable Louie tuvo en la antigua Chinatown, venden baratijas y curiosidades: ceniceros, palilleros y rascadores para la espalda. Por la ventana veo a Yen-yen hablando con unos clientes. Vern está sentado, solo, en un local diminuto, el Golden Lotus, vendiendo flores de seda. He oído cómo el venerable Louie alardeaba ante nuestros vecinos de lo poco que le había costado abrir esta tienda: «En China, las flores de seda son baratísimas. Aquí puedo venderlas por cinco veces su precio original.» Se burlaba de otra familia que había abierto un establecimiento de flores naturales. «Han pagado dieciocho dólares por la nevera en una tienda de segunda mano. Todos los días se gastarán cincuenta centavos en hielo. Tienen que comprar botes y jarrones donde poner las flores. ¡Eso ya son cincuenta dólares! ¡Demasiado dinero! ¡Un despilfarro! Y vender flores de seda no es difícil, porque hasta mi hijo sabe hacerlo.»

Veo el tejado del Golden Pagoda antes de llegar allí, y sé que a partir de ahora podré mirar hacia arriba para orientarme. El Golden Pagoda es un edificio de cinco plantas, con forma de pagoda. En este local, el venerable Louie —ataviado con una túnica azul de mandarín— planea vender sus mejores artículos: jarrones de cloisonné, porcelana fina, piezas con incrustaciones de nácar, muebles de teca labrada, pipas de opio, juegos de mahjong de marfil, y antigüedades. Por la ventana veo a May junto a mi suegro, charlando con una familia formada por cuatro personas, gesticulando animadamente y con una sonrisa tan amplia que hasta puedo verle los dientes. Parece cambiada, y al mismo tiempo es mi hermana de siempre. El cheongsam se le adhiere al cuerpo como una segunda piel. El cabello se le arremolina alrededor de la cara, y reparo en que se lo ha cortado y arreglado. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora? Pero lo que de verdad me sorprende es lo radiante que está. Hacía mucho tiempo que no la veía así.

—Es muy hermosa —dice Tom, como si me leyera el pensamiento—. Ya le he dicho que podría conseguirle trabajo, pero le da miedo que tú no lo apruebes. ¿Qué te parece, Pearl? Ya ves que no soy mala persona. ¿Por qué no lo piensas y lo comentas con May?

Entiendo lo que dice, pero no alcanzo a comprender el significado de sus palabras.

Al advertir mi confusión, Tom se encoge de hombros:

—Muy bien. Vamos al Golden Dragon.

Cuando llegamos, Tom mira por la ventana y dice:

—Me parece que te necesitan, así que no te entretendré. Pero si alguna vez necesitas algo, pásate por la Asiatic Costume Company. May te enseñará dónde está. Viene a visitarme todos los días.

Dicho eso, se da la vuelta y se pierde entre la muchedumbre. Abro la puerta del Golden Dragon Café y entro. Hay ocho mesas y una barra con diez taburetes. Detrás de la barra, tío Wilburt, con una camiseta blanca y un sombrero de papel de periódico, suda mientras maneja un wok humeante. A su lado, tío Charley corta ingredientes en trozos pequeños con un cuchillo de carnicero. Tío Edfred lleva un montón de platos al fregadero, mientras Sam lava vasos bajo el grifo de agua caliente.

—¿Alguien nos atiende? —grita un cliente.

Sam se seca las manos, se apresura a darme un bloc, me quita a Joy de los brazos y la pone en una caja de madera detrás de la barra. Trabajamos seis horas sin descanso. Cuando finaliza oficialmente la Gran Inauguración, Sam tiene la ropa manchada de comida y grasa, y a mí me duelen los pies, hombros y brazos, pero Joy está profundamente dormida en su caja. El venerable Louie y los demás pasan a recogernos. Los tíos se van adondequiera que vayan los solteros de Chinatown por la noche. Mi suegro cierra la puerta con llave y nos dirigimos al apartamento. Los hombres van delante, mientras que Yen-yen, May y yo los seguimos a la preceptiva distancia de diez pasos. Estoy agotada, y Joy me pesa como un saco de arroz, pero nadie se ofrece a llevarla.

El venerable Louie nos prohibió hablar en ninguna lengua que él no entienda, pero le hablo a May en dialecto wu, con la esperanza de que Yen-yen no nos delate y confiando en estar lo bastante lejos de los hombres para que no nos oigan.

—Me has estado ocultando cosas, May.

No estoy enfadada, sino dolida. Mientras yo permanecía encerrada en el apartamento, May se estaba forjando una nueva vida en China City. ¡Hasta se ha cambiado el peinado! Ay, cómo me duele eso ahora que lo he notado.

—¿Cosas? ¿Qué cosas? —Habla en voz baja. ¿Para que no nos oigan? ¿Para que yo no suba la voz?

—Habíamos decidido que cuando llegáramos aquí sólo llevaríamos ropa occidental. Dijimos que procuraríamos parecer americanas, pero lo único que me traes es esto.

—Ése es uno de tus cheongsams favoritos.

—No quiero ponerme cheongsams. Acordamos que…

May aminora el paso y me retiene por el hombro. Yen-yen sigue caminando, obediente, detrás de su marido y sus hijos.

—No quería decírtelo para no disgustarte —susurra. Se da unos golpecitos en los labios con los nudillos, vacilante.

—¿Qué pasa? Dímelo.

—Nuestros vestidos occidentales han desaparecido. Él —prosigue, apuntando a los hombres con la barbilla, pero sé que se refiere a nuestro suegro— quiere que sólo nos pongamos ropa china.

—¿Por qué?

—Escúchame, Pearl. He intentado explicarte cosas. He intentado enseñarte cosas, pero a veces eres peor que mama. No quieres saber. No quieres escuchar.

Sus palabras me hieren, pero May no ha terminado.

—Ya has visto que los empleados de Olvera Street llevan trajes mexicanos. Se lo exige la señora Sterling. Está en sus contratos de alquiler, y también en los nuestros de China City. Tenemos que vestir cheongsams para trabajar. La señora Sterling y sus socios lo fan quieren que parezca que no hemos salido nunca de China. El venerable Louie debía de saberlo cuando nos quitó la ropa en Shanghai. Piénsalo, Pearl. Nosotras creíamos que no tenía gusto ni criterio, pero él sabía exactamente qué buscaba, y sólo cogió lo que pensó que nos sería útil aquí. Lo demás lo dejó.

—¿Por qué no me lo habías contado antes?

—¿Cómo iba a hacerlo? Casi no te veo. He intentado convencerte para que salgas conmigo, pero tú te resistes a abandonar el apartamento. Tuve que llevarte a rastras a sentarnos un rato en La Plaza. No lo dices, pero sé que nos culpas a todos por dejarte en el apartamento. Aunque nadie te obliga a quedarte allí. No quieres ir a ningún sitio. ¡Ni siquiera había conseguido que cruzaras la calle para conocer China City hasta hoy!

—¿Qué me importan a mí estos sitios? No vamos a quedarnos aquí para siempre.

—Pero ¿cómo vamos a huir si no sabemos qué hay ahí fuera?

«Es que resulta más fácil no hacer nada. Es que tengo miedo», pienso, pero no lo digo.

—Eres como un pájaro al que han liberado de una jaula —continúa May— y que ya no sabe volar. Eres mi hermana, pero no sé qué te ha pasado. Ahora estás muy lejos de mí.

Subimos la escalera que conduce al apartamento. En la puerta, May vuelve a retenerme.

—¿Por qué ya no eres la hermana que tenía en Shanghai? Eras divertida. No le temías a nada. Ahora te comportas como una fu yen. —Hace una pausa—. Lo siento. No debería haber dicho eso. Ya sé que has sufrido mucho, y que tienes que dedicarle toda tu atención y tus cuidados a la niña. Pero te echo de menos, Pearl. Echo de menos a mi hermana.

Oímos a Yen-yen, que ya ha entrado, hablándole a su hijo:

—Niño-esposo, es hora de que vayas a acostarte. Ve a buscar a tu esposa e idos a la cama.

—Echo de menos a mama y baba. Echo de menos nuestra casa. Esto —añade May, abarcando con un brazo el oscuro pasillo— es muy duro. No puedo soportarlo sin ti.

Las lágrimas resbalan por sus mejillas. Se las enjuga con el dorso de la mano, respira hondo y entra en el apartamento para ir a acostarse con su niño-esposo.

Unos minutos más tarde, dejo a Joy en el cajón y me meto en la cama. Sam se aparta, como suele hacer, y yo me arrimo al borde del colchón, lejos de mi esposo y cerca de Joy. Tengo sentimientos y pensamientos confusos. Lo de la ropa es un golpe inesperado, pero ¿y las otras cosas que me ha dicho May? No me había dado cuenta de que ella también sufría. Y tiene razón. Yo tenía miedo: de salir del apartamento, de llegar hasta el final de Sanchez Alley, de ir a La Plaza, de recorrer Olvera Street y cruzar hasta China City. Estas últimas semanas, May se ha ofrecido en innumerables ocasiones a llevarme a China City, y yo siempre he encontrado alguna excusa para no ir.

Cojo la bolsita que me dio mama y que llevo colgada del cuello. ¿Qué me ha pasado? ¿Cómo me he convertido en una temerosa fu yen?

El 25 de junio, menos de tres semanas más tarde y a pocas manzanas de distancia, el Nuevo Chinatown celebra su Gran Inauguración. En cada extremo de la manzana se alzan grandes puertas labradas chinas, majestuosas y pintadas de colores vivos. Anna May Wong, la famosa estrella de cine, encabeza el desfile. Una banda de tambores integrada por muchachas chinas realiza una actuación ensordecedora. Luces de neón decoran el contorno de los edificios, pintados de colores llamativos y con toda clase de ornamentos chinos colgados en los aleros y balcones. Hay más petardos, los políticos que cortan las cintas y pronuncian discursos son más importantes, los movimientos de los bailarines que representan las danzas del dragón y el león son más sinuosos y acrobáticos. Hasta la gente que ha abierto tiendas y restaurantes aquí se considera mejor, más rica y más establecida que la de China City.

Se comenta que la inauguración de estos dos barrios chinos señala el inicio de una buena racha para los chinos de Los Ángeles. Yo opino que marca el inicio de una rivalidad. En China City tenemos que trabajar y esforzarnos más. Mi suegro se muestra implacable y nos impone un horario aún más duro. Es despiadado; a veces, hasta cruel. Nadie lo desobedece, pero no veo cómo vamos a ponernos a la altura del Nuevo Chinatown. ¿Cómo puedes competir cuando tu adversario está en una situación de clara ventaja? Y, tal como están las cosas, ¿cómo vamos a conseguir May y yo el dinero necesario para marcharnos de aquí?