Pagamos catorce dólares para viajar en el vapor Harvard hasta San Pedro. Durante la travesía, con la lección bien aprendida en Angel Island, nos dedicamos a repasar el relato de por qué perdimos el barco meses atrás, de lo mucho que nos costó salir de China y reunirnos con nuestros maridos, y de lo difíciles que fueron los interrogatorios. Pero no necesitamos contar ninguna historia, ni real ni inventada. Cuando Sam nos recoge en el muelle, se limita a decir:
—Os dábamos por muertas.
Sólo nos hemos visto tres veces: en la ciudad vieja, el día de nuestra boda y cuando nos dio los billetes y documentos que necesitábamos para viajar. Tras pronunciar esa frase, me mira a los ojos sin añadir nada. Yo también lo miro sin decir nada. May se queda detrás de mí, con nuestras dos bolsas. Joy duerme en mis brazos. No espero abrazos ni besos, ni que Sam le haga carantoñas a la niña. Eso resultaría inapropiado. Aun así, nuestro reencuentro después de tanto tiempo resulta embarazoso.
En el tranvía, May y yo nos sentamos detrás de Sam. Ésta no es una ciudad de «altos edificios mágicos» como los que había en Shanghai. Al cabo de un rato veo una torre blanca a mi izquierda. Unas cuantas manzanas más allá, Sam se levanta y nos hace señas. A la derecha se extiende un gran solar en construcción. A la izquierda hay una larga manzana de edificios de ladrillo de dos pisos, algunos con letreros en chino. El tranvía se detiene; nos apeamos y rodeamos la manzana. Veo un letrero que reza LOS ANGELES STREET. Cruzamos la calle, bordeamos una plaza con un quiosco de música en el centro, pasamos junto a un parque de bomberos, y luego torcemos a la izquierda por Sanchez Alley, una calle flanqueada por más edificios de ladrillo. Entramos por una puerta con las palabras GARNIER BLOCK grabadas en el dintel, recorremos un oscuro corredor, subimos una vieja escalera de madera y avanzamos por un pasillo que huele a humedad, comida y pañales sucios. Sam vacila un momento ante la puerta del piso que comparte con sus padres y con Vern. Se da la vuelta y nos mira con compasión. Finalmente, abre la puerta y entramos.
Lo primero que pienso es lo pobre, sucio y destartalado que parece todo. Hay un sofá cubierto con una manchada tela malva, apoyado contra una pared. Una mesa con seis sillas de madera, muy sencillas, ocupa el centro de la sala. Junto a la mesa hay una escupidera que no se han molestado en colocar en un rincón; basta con echarle un vistazo para ver que no se ha vaciado recientemente. En las paredes no hay fotografías, cuadros ni calendarios. Las ventanas están sucias y no tienen cortinas. Desde el umbral veo la cocina, que se reduce a una encimera con algunos aparatos eléctricos y un rincón para venerar a los antepasados de la familia Louie.
Una mujer bajita y regordeta, con el cabello recogido en la nuca en un pequeño moño, corre hacia nosotras gritando en sze yup:
—¡Bienvenidas! ¡Ya habéis llegado! ¡Bienvenidas! —Luego anuncia por encima del hombro—: ¡Ya están aquí! ¡Ya han llegado! —Agita una mano—. Ve a buscar a tu padre y a tu hermano —le dice a Sam, quien cruza la estancia y desaparece por un pasillo—. ¡Déjame coger el bebé! ¡Oh, déjame verlo! Soy tu yen-yen —le dice a Joy, utilizando el diminutivo sze yup de «abuela». Nos mira y añade—: Vosotras también podéis llamarme así.
Nuestra suegra es mayor de lo que había imaginado, teniendo en cuenta que Vernon sólo cuenta catorce años. Aparenta cincuenta y tantos; es vieja comparada con mama, que tenía treinta y ocho años cuando murió.
—Yo me encargaré del bebé —dice una voz severa, también en sze yup—. Dámelo.
El venerable Louie, con una larga túnica de mandarín, entra en la sala con Vern, que no ha crecido mucho desde la última vez que lo vimos. May y yo suponemos, una vez más, que nos harán preguntas sobre dónde hemos estado y por qué hemos tardado tanto en llegar, pero el viejo no muestra ningún interés por nosotras. Le entrego a Joy. Él la pone sobre la mesa y la desviste sin muchos miramientos. La pequeña empieza a llorar, alarmada por los huesudos dedos del anciano, por las exclamaciones de su abuela, por la dureza de la mesa y por encontrarse desnuda de pronto.
Cuando el venerable Louie descubre que es una niña, aparta bruscamente las manos, y una expresión de desagrado arruga sus facciones.
—No nos dijisteis que el bebé era una niña. Deberíais haber avisado. De haberlo sabido, no habríamos preparado un banquete.
—¡Claro que necesita una fiesta del primer mes! —protesta mi suegra con voz chillona—. Todos los recién nacidos, incluidas las niñas, necesitan una fiesta del primer mes. Además, ya no podemos cancelarla. Va a venir todo el mundo.
—¿Ya han preparado algo? —pregunta May.
—¡Pues claro! —salta Yen-yen—. Habéis tardado más de lo que creíamos en llegar desde el puerto. Nos están esperando todos en el restaurante.
—¿Ahora?
—¡Ahora!
—¿Podemos cambiarnos?
El venerable Louie frunce el entrecejo.
—No hay tiempo para eso. No necesitáis nada. Ahora ya no sois especiales. Aquí no tenéis que venderos.
Si fuera más valiente, le preguntaría por qué es tan grosero y mezquino, pero ni siquiera hace diez minutos que hemos entrado en esta casa.
—Necesitará un nombre —comenta el venerable Louie señalando a la niña.
—Se llama Joy —digo.
Él suelta un bufido.
—No sirve. Es mejor Chao-di, o Pan-di.
Un rubor de rabia asciende por mi cuello. Esto es exactamente lo que nos advirtieron las mujeres de Angel Island. Noto la mano de Sam en la parte baja de mi espalda, pero ese gesto de consuelo me provoca un estremecimiento, y me aparto de él.
May nota que pasa algo raro y me pregunta en dialecto wu:
—¿Qué dice?
—Pretende que llamemos a Joy «Petición de un hermano» o «Esperanza de un hermano».
May entorna los ojos.
—No permitiré que habléis un idioma secreto en mi casa —declara el venerable Louie—. Necesito entender todo lo que decís.
—May no habla sze yup —explico, furiosa por lo que él propone para Joy, cuyos estridentes berridos atraviesan el silencio de desaprobación que la rodea.
—Sólo sze yup —insiste mi suegro, y golpea la mesa para enfatizar su decisión—. Si os oigo hablar en otro idioma, aunque sea inglés, tendréis que poner una moneda de diez centavos en un tarro. ¿Entendido?
No es alto ni fornido, pero está plantado con los pies separados, como desafiándonos. May y yo somos nuevas aquí; Yen-yen ha ido retirándose hacia una pared, como si quisiera volverse invisible; Sam apenas ha dicho una palabra desde que hemos bajado del tranvía; y Vernon está a un lado, nervioso, trasladando el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
—Vestid a Pan-di —ordena el venerable Louie—. Peinaos. Y quiero que os pongáis esto.
Mete una mano en uno de los hondos bolsillos de su túnica de mandarín y saca cuatro brazaletes nupciales de oro.
Me coge una mano y me coloca un brazalete de oro macizo, de ocho centímetros de ancho, alrededor de la muñeca. A continuación, me pone otro en la otra muñeca, apartando bruscamente el brazalete de jade de mi madre. Mientras le pone los brazaletes nupciales a May, examino los míos. Son muy bonitos, tradicionales y muy caros. Por fin veo la prueba material de la supuesta riqueza de los Louie. Si May y yo encontramos una casa de empeños, podremos utilizar el dinero para…
—No te quedes ahí plantada —me espeta el venerable Louie—. Haz algo para que esa cría deje de llorar. Tenemos que irnos. —Nos mira con desagrado y añade—: Acabemos con esto cuanto antes.
Quince minutos más tarde, tras doblar la esquina, cruzar Los Angeles Street y subir una escalera, entramos en el restaurante Soochow, donde han preparado un banquete nupcial y una fiesta del primer mes. En una mesa, junto a la entrada, han puesto bandejas de huevos duros teñidos de rojo que representan la fertilidad y la felicidad. De las paredes cuelgan pareados nupciales. En todas las mesas hay finas rodajas de jengibre dulce que simbolizan el continuado calentamiento de mi yin tras los esfuerzos del parto. El banquete, pese a no ser tan espléndido como el que imaginaba en mis sueños románticos en el estudio de Z.G., es la mejor comida que veo desde hace meses —un surtido de platos fríos con medusa, pollo con salsa de soja y riñones en rodajas, sopa de nido de pájaro, un pescado asado entero, pollo pequinés, fideos, gambas y nueces—; pero May y yo todavía no podemos comer.
Yen-yen, que tiene a su nieta en brazos, nos lleva de mesa en mesa para hacer las presentaciones. Casi todos los invitados pertenecen a la familia Louie, y todos hablan sze yup.
—Éste es tío Wilburt. Éste es tío Charley. Y éste es tío Edfred —le dice a Joy.
Esos hombres que visten trajes casi idénticos confeccionados con tela barata son los hermanos de Sam y Vernon. ¿Son ésos los nombres que les pusieron al nacer? Imposible. Son los que adoptaron para parecer más americanos; May, Tommy, Z.G. y yo también adoptamos nombres occidentales para parecer más sofisticados en Shanghai.
Como ya llevamos tiempo casadas, en lugar de gastarnos las típicas bromas sobre la fortaleza de nuestros esposos en la cámara nupcial o sobre el hecho de que estemos a punto de ser desvirgadas, se centran en Joy.
—¡Eres muy rápida haciendo niños, Pearl! —comenta tío Wilburt en un inglés con acento muy marcado. Gracias al manual, sé que tiene treinta y un años, pero parece mucho mayor—. ¡Esta niña ha nacido muy pronto!
—¡Joy está muy grande para su edad! —añade Edfred, que tiene veintisiete años pero parece mucho más joven. Lo ha envalentonado el mao tai que está bebiendo—. Sabemos contar, Pearl.
—¡La próxima vez, Sam te hará un niño! —tercia Charley. Tiene treinta años, pero no es fácil adivinarlo, porque sus ojos están enrojecidos, hinchados y llorosos a causa de la alergia que padece—. ¡A ver si lo haces igual de bien y el niño nace pronto!
—¡Los hombres Louie sois todos iguales! —los reprende Yen-yen—. Creéis que sabéis contar, ¿no? Pues contad los días que han pasado mis nueras huyendo de los micos. ¿Creéis que aquí habéis pasado penalidades? ¡Bah! ¡Es un milagro que esta niña haya nacido! ¡Es un milagro que esté viva!
May y yo servimos el té a los invitados y recibimos regalos de boda en forma de lai see —sobres rojos con caracteres dorados, que contienen un dinero que nos pertenece sólo a nosotras— y más joyas de oro: pendientes, broches, anillos y suficientes brazaletes para cubrirnos los brazos hasta los codos. Estoy impaciente por quedarme a solas con mi hermana; entonces podremos contar nuestro primer dinero para la huida, y planearemos cómo vender las joyas.
Como es lógico, oímos algunos comentarios sobre que Joy sea una niña, pero la mayoría de los invitados están encantados de ver un recién nacido, aunque no sea varón. Entonces me percato de que son casi todos hombres; sólo hay unas pocas mujeres y casi ningún niño. Nuestra experiencia en Angel Island empieza a adquirir sentido. Si el gobierno americano hace todo lo posible para que los hombres chinos no entren en el país, a las mujeres les cuesta aún más entrar. Y en muchos estados, los chinos tienen prohibido casarse con blancas. El resultado es el deseado por Estados Unidos: como hay muy pocas chinas en suelo americano, no pueden nacer muchos niños, y el país se libra de tener que aceptar a indeseados ciudadanos de origen chino.
Vamos de mesa en mesa; todos quieren coger a Joy en brazos, y algunos hasta lloran mientras le examinan los dedos de manos y pies. No puedo evitar sentirme orgullosa de mi nueva condición de madre. Me siento feliz; no loca de felicidad, pero sí felizmente aliviada. Hemos sobrevivido. Hemos llegado a Los Ángeles. Aunque el venerable Louie se haya mostrado decepcionado por Joy —a la que no pienso llamar Pan-di jamás—, al menos se ha molestado en organizar esta celebración y nos han dado la bienvenida. Miro a May con la esperanza de que ella sienta lo mismo que yo. Pero mi hermana —que cumple debidamente sus deberes de recién casada— parece pensativa y retraída. Se me encoge el corazón. Qué cruel es todo esto para ella; pero no fue su debilidad lo que le permitió recorrer kilómetros empujando una carretilla y cuidar de mí hasta que me recuperé. Mi hermanita tiene fuerzas para seguir adelante.
Recuerdo que en Angel Island, antes de nacer la niña, hablábamos de la importancia de la sopa de parturienta y de si pedirle a alguien que engatusara a los cocineros para que nos la prepararan.
—La necesitaré para cortar la hemorragia —dijo May con sentido práctico, aun sabiendo que también haría que le subiera la leche.
Así que ella y yo compartimos la sopa. Cuando Joy ya tenía tres días, May fue a las duchas y tardaba en volver. Dejé a la pequeña con Lee-shee y fui a buscarla. Me preocupaba lo que pudiese hacer estando sola. La encontré llorando en la ducha, no de pena, sino del dolor que tenía en los pechos.
—Esto es peor que los dolores del parto —me confió entre sollozos.
Sí, su útero se había encogido, e incluso desnuda apenas se notaba que había dado a luz, pero tenía los pechos hinchados y duros como piedras por la acumulación de leche que no hallaba salida. El agua caliente la alivió un poco, y empezó a salirle leche que se mezcló con el agua antes de escurrirse por el desagüe.
Se podría pensar que cometí una imprudencia al dejar que May se tomara una sopa que haría que le subiera la leche. Pero no sabíamos nada de bebés. No sabíamos nada de la subida de la leche, ni de lo dolorosa que podía resultar. Unos días más tarde, cuando May descubrió que, cada vez que Joy lloraba, empezaba a salirle leche, se trasladó a una litera del fondo del dormitorio.
—La niña llora demasiado —les explicó a las demás—. ¿Cómo voy a ayudar a mi hermana por la noche si no duermo un poco durante el día?
Ahora miro cómo May sirve el té en una mesa de hombres solos y cómo recoge los sobres rojos y se los guarda en los bolsillos. Los hombres cumplen con su deber bromeando y burlándose de ella, y ella cumple con el suyo esbozando una sonrisa.
—¡Ahora te toca a ti, May! —grita Wilburt cuando volvemos a la mesa de los tíos.
Charley la mira de arriba abajo, y luego dice:
—Eres pequeña, pero tienes buenas caderas.
—Si le das al viejo el nieto que desea, te convertirás en su favorita —asegura Edfred.
Yen-yen ríe con ellos, pero, antes de que pasemos a la siguiente mesa, me pone a Joy en brazos. Luego coge a May de la mano y empieza a andar, hablando en sze yup.
—No les hagas caso. Están solos, lejos de sus esposas. ¡Algunos ni siquiera tienen esposa! Tú has venido aquí con tu hermana. La has ayudado a traernos esta niña. Eres muy valiente. —Yen-yen se detiene en el pasillo y espera a que yo termine de traducir. Cuando acabo, le coge las manos a May—. Puedes librarte de un problema, pero eso te lleva a otra dificultad. ¿Me entiendes?
Cuando volvemos al apartamento, ya es tarde. Todos estamos cansados, pero el venerable Louie todavía no ha terminado con nosotras.
—Entregadme vuestras joyas —nos ordena.
Su petición me asombra. El oro de la boda pertenece sólo a la novia. Es el tesoro secreto al que puede recurrir para comprarse algún capricho sin exponerse a las críticas de su marido, o que puede utilizar en caso de emergencia, como hizo nuestra madre cuando baba lo perdió todo. Antes de que yo pueda protestar, May dice:
—Estas joyas son nuestras. Lo sabe todo el mundo.
—Me parece que te equivocas —se impone el venerable Louie—. Soy vuestro suegro. Aquí mando yo. —Podría decir que no confía en nosotras, y tendría razón. Podría acusarnos de querer utilizar ese oro para buscar una forma de huir de aquí, y tendría razón. Pero añade—: ¿Acaso crees que tu hermana y tú, pese a lo listas y espabiladas que os creéis con vuestras costumbres de Shanghai, sabríais adónde ir esta noche con esa cría? ¿Sabríais adónde ir mañana? La sangre de vuestro padre os ha arruinado a ambas. Por eso pude compraros a un precio tan bajo, pero eso no significa que esté dispuesto a perder mis bienes tan fácilmente.
May me mira. Yo soy la hermana mayor y se supone que sé qué hay que hacer, pero estoy completamente desconcertada. Nadie nos ha preguntado por qué no nos reunimos con los Louie en Hong Kong el día acordado, qué nos ha pasado, cómo hemos sobrevivido ni cómo hemos llegado a América. Lo único que les importa al venerable Louie y a Yen-yen son el bebé y los brazaletes; Vernon vive encerrado en su propio mundo, y Sam parece extrañamente desvinculado de su familia. Nadie parece preocupado por nosotras, y sin embargo tenemos la impresión de estar atrapadas en las redes de un pescador. Podemos sacudirnos un poco y seguir respirando, pero no veo escapatoria. Al menos, no todavía.
Le entregamos las joyas, y él no nos pide el dinero de los lai see. Quizá sepa que eso sería demasiado. Pero no tengo ninguna sensación de triunfo, y May tampoco. Mi hermana está plantada en medio de la habitación, y parece vencida, triste y muy sola.
Por turnos, vamos todos al lavabo, al final del pasillo. El venerable Louie y Yen-yen son los primeros en acostarse. May se queda mirando a Vern, que juguetea con su cabello. Cuando Vern sale de la habitación, May lo sigue.
—¿Hay un sitio para la niña? —le pregunto a Sam.
—Yen-yen ha preparado algo. Espero.
Lo sigo por el oscuro pasillo. La habitación de Sam no tiene ventanas. Del centro del techo cuelga una bombilla. La cama y la cómoda ocupan casi todo el espacio. El cajón inferior de la cómoda está abierto, y dentro hay una manta mullida, donde dormirá Joy. La deposito en su improvisada cuna y miro alrededor. No hay armario, pero en un rincón cuelga una tela que ofrece cierta intimidad.
—¿Y mi ropa? —pregunto—. La que tu padre se llevó cuando nos casamos.
Sam mira al suelo.
—Está en China City. Mañana te llevaré allí y quizá mi padre te deje coger algunas cosas.
No sé qué es China City. No sé qué significa eso de que quizá mi suegro me deje coger mi ropa, porque de pronto mi mente está ocupada en otra cosa: tengo que meterme en la cama con mi marido. No sé cómo ha pasado, pero May y yo no hemos previsto este detalle en nuestros planes. Ahora me encuentro en el dormitorio, tan paralizada como lo debe de estar mi hermana.
Pese al poco espacio que hay en la habitación, Sam no para de hacer cosas. Abre un tarro de una sustancia de olor acre, se arrodilla y la vierte en cuatro recipientes metálicos que hay junto a las patas de la cama. Cuando termina, se sienta en cuclillas, cierra el tarro y dice:
—Uso queroseno para ahuyentar las chinches.
¡Chinches!
Se quita la camisa y el cinturón y los cuelga de un gancho que hay detrás de la cortina. Se deja caer en el borde de la cama y se queda mirando el suelo. Tras un rato que se me antoja eterno, dice:
—Siento lo de hoy. —Hace una pausa y agrega—: Siento todo esto.
Recuerdo lo atrevida que fui en nuestra noche de bodas. Aquel día me porté como una guerrera de la antigüedad, audaz y temeraria, pero a esa guerrera la derrotaron en una cabaña, en algún lugar entre Shanghai y el Gran Canal.
—Todavía no me he recuperado del parto —consigo articular.
Sam me mira con sus tristes y oscuros ojos. Al final dice:
—Supongo que prefieres el lado de la cama que queda más cerca de nuestra Joy.
En cuanto se mete entre las sábanas, tiro del cordón para apagar la luz, me quito los zapatos y me tumbo encima de la manta. Agradezco que Sam no intente tocarme. Cuando se queda dormido, meto las manos en los bolsillos y acaricio mis lai see.
¿Cuál es la primera impresión que te queda de un sitio nuevo? ¿Es la primera comida? ¿El primer cucurucho de helado que tomas? ¿La primera persona que conoces? ¿La primera noche que pasas en tu nuevo hogar? ¿La primera promesa rota? ¿La primera vez que comprendes que nadie te valora por algo que no sea tu capacidad para traer al mundo hijos varones? ¿Saber que tus vecinos son tan pobres que sólo han puesto un dólar en tu lai see, como si eso bastara para proporcionarle a una mujer un tesoro secreto que tendrá que durarle toda una vida? ¿Ver que tu suegro, un hombre nacido en este país, ha pasado toda la vida tan aislado en los barrios chinos que habla un inglés deplorable? ¿El momento en que comprendes que todo lo que creías acerca de la clase, la posición, la prosperidad y la fortuna de tu familia política es tan falso como lo que creías acerca de la posición social y la riqueza de tu familia de sangre?
Lo que más pesa en mí son los sentimientos de pérdida, inseguridad, desazón, y una nostalgia del pasado que no puedo aliviar con nada. Y eso no se debe sólo a que May y yo nos hallemos en un lugar extraño. Parece como si en Chinatown todo el mundo fuera un refugiado. Aquí nadie es un habitante de la Montaña Dorada, inimaginablemente rico. Ni siquiera el venerable Louie. En Angel Island memoricé sus empresas y el valor de sus mercancías; pero aquí no significan nada, aquí todos son pobres. La gente se quedó sin empleo durante la Gran Depresión. Los afortunados que tenían una familia enviaron a sus parientes a China, porque era más fácil mantenerlos allí que alimentarlos y darles un techo aquí. Cuando nos atacaron los japoneses, esos parientes regresaron a Estados Unidos. Pero aquí nadie está ganando dinero, y las condiciones son más inestables y duras que nunca, o eso dicen.
Cinco años atrás, en 1933, derribaron la mayor parte de Chinatown para hacer sitio a una nueva estación de ferrocarril; la están construyendo en el enorme solar que vimos cuando Sam nos trajo hasta aquí en el tranvía. A los habitantes del barrio les concedieron veinticuatro horas para desalojar sus viviendas —mucho menos de lo que May y yo tuvimos para abandonar Shanghai—, pero ¿adónde podían ir? Según la ley, los chinos no pueden tener propiedades, y la mayoría de los caseros no quieren inquilinos chinos, de forma que la gente se apretuja en los pocos edificios que quedan del Chinatown original, donde vivimos nosotros, o en el Chinatown de City Market, que abastece a cultivadores y vendedores, y del que nos separan muchas manzanas y toda una cultura. Todos, incluida yo, añoramos a nuestras familias de China. Sin embargo, cuando cuelgo en la pared de mi dormitorio las fotografías que hemos logrado traer con nosotras, Yen-yen me grita:
—¡Estúpida! ¿Acaso quieres que tengamos problemas? ¿Y si vienen los inspectores de inmigración? ¿Cómo vas a explicarles quiénes son ésos?
—Son mis padres —replico—. Y ésas somos May y yo de pequeñas. No es ningún secreto.
—Todo es un secreto. ¿Ves alguna fotografía en esta casa? Quita eso de ahí y escóndelo antes de que lo tire a la basura.
Eso sucede la primera mañana, y pronto descubro que, aunque me encuentro en un país joven, en muchos aspectos es como si hubiera dado un gigantesco paso atrás en el tiempo.
La palabra cantonesa fu yen, «esposa», está compuesta por dos elementos. El primero significa «mujer», y el otro, «escoba». En Shanghai, May y yo teníamos sirvientes. Ahora yo soy la sirvienta. ¿Por qué sólo yo? No lo sé. Quizá porque tengo un bebé, quizá porque May no entiende a Yen-yen cuando ésta le dice en sze yup lo que ha de hacer, o quizá porque May no vive con el temor a que nos descubran, nos repudien —a ella por tener un hijo que no es de su marido, y a mí por no poder engendrar hijos— y nos echen a la calle. Así que todas las mañanas, cuando Vern se va a sus clases de noveno grado en el instituto Central Junior, y May, Sam y mi suegro se van a China City, yo me quedo en el apartamento y lavo —sobre una tabla— sábanas, ropa interior sucia, los pañales de Joy y la ropa sudada de los tíos, además de la de los solteros que periódicamente se hospedan en nuestra casa. Vacío la escupidera y otros recipientes para las cáscaras de pepitas de sandía que mordisquean mis parientes políticos. Friego el suelo y limpio las ventanas.
Mientras Yen-yen me enseña a preparar sopa, hirviendo un cogollo de lechuga y vertiendo salsa de soja sobre él, o a coger un cuenco de arroz, cubrirlo de manteca y rociarlo con salsa de soja para disimular el mal sabor, mi hermana sigue explorando los alrededores. Mientras yo pelo nueces que Yen-yen vende a los restaurantes o limpio la bañera donde mi suegro se baña todos los días, mi hermana conoce a gente. Mientras mi suegra me enseña a ser esposa y madre —funciones que ella desempeña con una frustrante combinación de ineptitud, buen humor y exagerada protección—, mi hermana se entera de dónde está todo.
Sam me dijo que me llevaría a China City —una atracción turística que están construyendo a dos manzanas de aquí—, pero todavía no he ido. En cambio, May va andando hasta allí todos los días y ayuda a preparar la Gran Inauguración. Me cuenta que dentro de poco trabajaré en el restaurante, la tienda de antigüedades, la tienda de curiosidades o dondequiera que nuestro suegro le haya dicho esa tarde; yo escucho con cierto recelo, sabiendo que no puedo elegir dónde quiero trabajar, pero agradeceré no seguir trabajando a destajo con Yen-yen: atando cebolletas en manojos, separando fresas por tamaño y calidad, pelando esas malditas nueces hasta que se me quedan los dedos manchados y agrietados, o —y esto es francamente repugnante— cultivando judías germinadas en la bañera entre baño y baño del viejo. Yo me quedo en casa con mi suegra y con Joy; mi hermana vuelve todos los días y nos habla de personas con nombres ridículos, como Peanut («cacahuete») o Dolly. En China City, May revisa nuestras cajas de ropa. Acordamos que, si íbamos a América, nos vestiríamos como americanas, pero ella insiste en traer sólo cheongsams. Escoge los más bonitos para ella, y pienso que quizá sea lo correcto. Yen-yen me dice:
—Ahora eres madre. Tu hermana todavía debe lograr que mi hijo engendre a mi nieto.
May me cuenta sus aventuras; tiene las mejillas sonrosadas de estar a la intemperie e irradia felicidad. Yo soy la hermana mayor y aun así siento envidia, la enfermedad de los ojos rojos. Siempre he sido la primera en descubrir cosas nuevas, pero ahora es May quien habla de las tiendas, los almacenes y las cosas divertidas que están planeando en China City. Me cuenta que la están construyendo con antiguos decorados de películas, y los describe con tanto detalle que, cuando por fin los vea, los reconoceré todos y sabré la historia de cada uno. Pero no puedo mentir. Me fastidia que May participe en los preparativos, mientras que yo tengo que quedarme con mi suegra y la niña en el mugriento apartamento, donde el polvo suspendido en el aire me produce ahogos. Me digo que todo esto sólo es pasajero, como Angel Island, y que pronto —no sé cómo— escaparemos de aquí.
Entretanto, el venerable Louie sigue ninguneándome: es su castigo por haber traído al mundo a una niña. Sam está muy alicaído y se pasea por el apartamento con gesto huraño, porque sigo negándome a tener relaciones esposo-esposa. Cada vez que se me acerca, cruzo los brazos y me sujeto los codos. Él se marcha avergonzado, como si lo hubiera humillado. Casi nunca me habla, y cuando lo hace es en el dialecto wu de las calles, como si yo no estuviera a su altura. Yen-yen reacciona a mi evidente infelicidad y frustración con una lección sobre el matrimonio:
—Tienes que acostumbrarte.
A principios de mayo, cuando ya llevamos dos semanas aquí, mi hermana pide permiso a Yen-yen para sacarnos a Joy y a mí a dar un paseo, y lo consigue.
—Al otro lado de La Plaza está Olvera Street, donde los mexicanos tienen tiendas para los turistas —me explica May señalando en esa dirección—. Más allá está China City. Desde allí, si subes por Broadway y tuerces hacia el norte, tendrás la impresión de haber entrado en una postal de Italia. Hay salamis colgados en las ventanas, y… ¡ay, Pearl, todo es tan raro y pintoresco como las calles de los rusos blancos de la Concesión Francesa! —Hace una pausa y ríe para sí—. Casi me olvido: aquí también hay una Concesión Francesa. La llaman French Town y está en Hill Street, a sólo una manzana de Broadway. Hay un hospital francés, cafeterías y… Pero eso no importa ahora. Vamos a dar un paseo por Broadway. Si vas por Broadway hacia el sur, llegas a unos cines y unos grandes almacenes americanos. Si vas hacia el norte y atraviesas Little Italy, llegas a otro Chinatown que están construyendo. Lo llaman el Nuevo Chinatown. Puedo llevarte allí cuando quieras.
Pero en este momento no me apetece.
—Esto no es como Shanghai, donde, pese a estar separados por razas, dinero y poder, nos veíamos todos los días —me aclara May a la semana siguiente, cuando nos lleva otra vez a dar una vuelta por el barrio—. Allí íbamos juntos por la calle, aunque no frecuentáramos los mismos clubs nocturnos. Aquí todos están separados de los demás: japoneses, mexicanos, italianos, negros y chinos. Los blancos están en todas partes, pero el resto estamos al fondo. Todos quieren ser un poco mejores que sus vecinos, aunque la diferencia sólo sea una cáscara de grano de arroz. ¿Recuerdas lo importante que era en Shanghai saber inglés y cómo la gente se enorgullecía de su acento británico o americano? Aquí, lo que te distingue es cómo hablas el chino, y dónde y con quién lo aprendiste. ¿Te lo enseñaron en una de las misiones de Chinatown? ¿Lo aprendiste en China? Pasa lo mismo que entre los hablantes de sze yup y los hablantes de sam yup. No se hablan entre sí. No hacen negocios entre sí. Por si fuera poco, los chinos nacidos en América menosprecian a la gente como nosotras y nos llaman «recién llegados» y «atrasados». Nosotros los menospreciamos porque sabemos que la cultura americana no es tan rica como la china. La gente también se agrupa por familias. Si eres un Louie, debes comprar en los establecimientos de los Louie, aunque te cobren cinco centavos más. Todos saben que los lo fan no los ayudarán, pero un Mock, un Wong o un SooHoo tampoco ayudará a un Louie.
May me enseña la gasolinera, aunque no conocemos a nadie que tenga automóvil. Pasamos delante de Jerry’s Joint, un bar con comida y ambiente chinos, pero cuyo propietario no es chino. Todos los edificios que no albergan negocios son viviendas de algún tipo: pequeños apartamentos como el nuestro para familias, pensiones baratas para trabajadores chinos solteros como los tíos, y habitaciones cedidas por las misiones, donde los verdaderamente necesitados pueden dormir, comer y ganarse un par de dólares al mes a cambio de mantener limpio el lugar.
Tras un mes haciendo excursiones como ésa, alrededor del bloque, May me lleva a La Plaza.
—Antes, esto era el centro de la colonia española original. ¿Había españoles en Shanghai? —me pregunta casi alegremente—. No recuerdo a ninguno.
No tengo ocasión de contestar, porque está empeñada en enseñarme Olvera Street, que se halla justo enfrente de Sanchez Alley, al otro lado de La Plaza. Yo no tengo ningún interés especial en ir, pero como May lleva días quejándose e insistiendo, cruzo el recinto con ella y entro en un pasaje peatonal; está lleno de tenderetes de contrachapado pintados de colores llamativos donde se exponen camisas de algodón bordadas, pesados ceniceros de cerámica y pirulís. Los vendedores, ataviados con ropa de encaje, fabrican velas, soplan vidrio o confeccionan sandalias, mientras otros cantan y tocan instrumentos.
—¿Tú crees que en México la gente vive así? —pregunta May.
No sé si esto se parece a México pero, comparado con nuestro lúgubre apartamento, aquí reina una atmósfera festiva y vibrante.
—No tengo ni idea. Quizá sí.
—Pues si esto te parece bonito y divertido, espera a ver China City.
Seguimos bajando por la calle, y al poco rato May se para de golpe.
—Mira, allí está Christine Sterling. —Señala a una mujer blanca, mayor pero elegantemente vestida, sentada en el porche de una casa que parece hecha de barro—. Ella creó Olvera Street. Y también está detrás de China City. Todos dicen que tiene un gran corazón. Dicen que quiere ayudar a que los mexicanos y los chinos tengan sus propios negocios en estos tiempos difíciles. Ella llegó a Los Ángeles sin nada, como nosotras, y dentro de poco ya tendrá dos atracciones turísticas.
Llegamos al final de la manzana. Un grupo de coches americanos pasa lentamente por la calzada, tocando la bocina. Frente a Macy Street, veo el muro que rodea China City.
—Si quieres te llevo —propone May—. Lo único que hay que hacer es cruzar la calle.
Niego con la cabeza.
—Quizá otro día.
Volvemos a pasar por Olvera Street. May sonríe y saluda con la mano a los tenderos, que no le devuelven el saludo.
Mientras mi hermana trabaja con el venerable Louie y Sam prepara las cosas en China City, Yen-yen y yo nos encargamos del apartamento, nos ocupamos de Vernon cuando vuelve de la escuela y nos turnamos para coger a Joy durante las largas tardes, cuando la niña llora desconsoladamente, quién sabe por qué. Pero aunque pudiera salir a hacer visitas, ¿a quién iría a ver? Aquí sólo hay una mujer o una niña por cada diez hombres. A las muchachas de mi edad y la de May les prohíben salir con chicos, y de todas formas, los chinos que viven aquí no quieren casarse con ellas.
—Las nacidas aquí están demasiado americanizadas —nos explica tío Edfred un domingo, cuando viene a cenar—. Cuando sea rico, volveré a mi pueblo natal a por una esposa tradicional.
Algunos hombres, como tío Wilburt, tienen una esposa en China a la que no ven durante años.
—Hace una eternidad que no tengo relaciones esposo-esposa con mi mujer. Ir a China para eso sale demasiado caro. Estoy ahorrando para volver a China para siempre.
Con ese planteamiento, la mayoría de las muchachas chinas de aquí se quedan solteras. Entre semana van a la escuela americana y luego a la escuela de chino en una misión. Los fines de semana trabajan en los negocios familiares y reciben clases de cultura china en las misiones. Nosotras no encajamos con esas chicas, y somos demasiado jóvenes para encajar con las esposas y madres, que nos parecen atrasadas. Aunque hayan nacido aquí, la mayoría —como Yen-yen— no terminaron sus estudios elementales. Viven aisladas, vigiladas y sobreprotegidas.
Una noche de finales de mayo, treinta y nueve días después de nuestra llegada a Los Ángeles y unos días antes de la inauguración de China City, Sam llega a casa y me dice:
—Si quieres, puedes salir con tu hermana. Yo le daré el biberón a Joy.
No me convence la idea de dejarla con él, pero en las últimas semanas Joy reacciona bien a la torpeza con que Sam la coge, a cómo le susurra al oído y las cosquillas que le hace en la barriga. Como veo a la niña tranquila —y como sé que Sam prefiere que me marche para no tener que conversar conmigo—, me decido a salir con May. Vamos andando a La Plaza y nos sentamos en un banco; allí escuchamos la música mexicana que llega de Olvera Street y vemos unos niños jugando con una pelota hecha con una bolsa de papel rellena de periódicos arrugados y atada con una cuerda.
May ya no se empeña en mostrarme cosas ni en que cruce determinadas calles. Por fin podemos sentarnos y ser nosotras mismas durante unos minutos. En el apartamento no tenemos intimidad, porque todos pueden oírnos y vernos. Aquí, donde no hay oídos pendientes de nosotras, podemos hablar con libertad y confiarnos nuestros secretos. Recordamos a mama, baba, Tommy, Betsy, Z.G. e incluso a nuestros antiguos sirvientes. Hablamos de la comida que añoramos y de los olores y los sonidos de Shanghai, que tan lejanos nos parecen ahora. Al final dejamos de hablar de las personas y los lugares perdidos para concentrarnos en el presente. Sé cuándo Yen-yen y el venerable Louie mantienen relaciones esposo-esposa porque oigo crujir su colchón. También sé que Vern y May todavía no han tenido esa clase de relaciones.
—Tú tampoco las has tenido con Sam —replica ella—. Debes hacerlo. Estás casada con él. Tenéis un bebé.
—¿Y por qué debo hacerlo cuando tú todavía no lo has hecho con Vern?
May esboza una mueca.
—¿Cómo quieres que lo haga? A Vern le pasa algo.
En Shanghai pensé que May se mostraba injusta, pero después de convivir con Vern —y he pasado mucho más tiempo con él que May—, he de admitir que mi hermana tiene razón. Y no se trata sólo de que Vern no haya madurado aún.
—No creo que sea retrasado mental —digo para animarla.
Ella descarta esa idea con un ademán de impaciencia.
—No es eso. Yo creo que está… dañado. —Recorre con la mirada el toldo de ramas que tenemos encima, como si allí fuera a encontrar la respuesta—. Habla, pero no mucho. A veces tengo la impresión de que no entiende lo que pasa alrededor. Otras veces se obsesiona por completo, como con esos aviones y barcos en miniatura que el viejo le compra para que los monte.
—Al menos se ocupan de él. ¿Te acuerdas de aquel niño que vimos en el barco, en el Gran Canal? Su familia lo tenía en una jaula.
Pero ella sigue hablando sin prestarme atención:
—Tratan a Vern como si fuera especial. Yen-yen le plancha la ropa y se la deja preparada en su habitación. Lo llama «niño-esposo».
—En eso se parece a mama. Nos llama a todos por el título o por el rango que ocupamos en la familia. ¡Hasta llama a su esposo venerable Louie!
Me sienta bien reír. Mama y baba lo llamaban así en señal de respeto; nosotras, porque no nos caía bien; y Yen-yen porque es así como lo ve.
—Yen-yen no tiene los pies vendados, pero es mucho más atrasada que mama —continúo—. Cree en fantasmas, espíritus, pociones, el zodíaco, en qué alimentos hay que comer y todas esas bobadas.
May suelta un bufido de fastidio.
—¿Te acuerdas de cuando cometí el error de decir que me había resfriado, y ella me preparó un té de jengibre y cebolletas secas para despejarme el pecho y me hizo respirar vapor de vinagre para aliviarme la congestión? ¡Fue asqueroso!
—Sí, pero funcionó.
—Ya —admite May—, pero ahora quiere que vaya al herborista y le pida algo que me haga más fértil y más atractiva para el niño-esposo. Según ella, la Oveja y el Cerdo son de los signos más compatibles.
—Mama siempre decía que el Cerdo tiene un corazón puro y es muy sincero y sencillo.
—Vern es sencillo, desde luego. —May se estremece—. Mira, lo he intentado. Quiero decir que… —Titubea—. Duermo en la misma cama que él. Muchos lo considerarían afortunado por tenerme allí. Pero él no hace nada, pese a que tiene todo lo que necesita ahí abajo.
Deja la frase en el aire para que yo lo entienda. Ambas nos encontramos viviendo en un horrible limbo, matando el tiempo; pero cada vez que pienso que lo estoy pasando mal, recuerdo a mi hermana, que está en la habitación de al lado.
—Y luego, cuando voy a la cocina por la mañana —continúa—, Yen-yen me pregunta: «¿Dónde está tu hijo? Necesito un nieto.» La semana pasada, cuando volví de China City, me llevó a un rincón y me dijo: «Veo que has vuelto a recibir la visita de la hermanita roja. Mañana comerás riñones de gorrión y piel de mandarina seca para fortalecer tu chi. El herborista dice que eso ayudará a que tu útero acoja la esencia vital de mi hijo.»
Su imitación de la voz chillona y aguda de Yen-yen me hace sonreír, pero May no lo encuentra gracioso.
—¿Por qué no te dan a ti riñones de gorrión y piel de mandarina? ¿Por qué no te envían al herborista? —inquiere.
Ignoro por qué el venerable Louie y su esposa nos tratan de forma diferente a Sam y a mí. Es cierto que Yen-yen tiene un título para todo el mundo, pero nunca la he oído llamarle nada a Sam: ni por un título, ni por su nombre americano, ni siquiera por su nombre chino. Y con la excepción del día que llegamos, mi suegro casi nunca habla conmigo ni con Sam.
—Sam y su padre no se llevan bien —comento—. ¿Te has fijado?
—Discuten mucho. El venerable Louie llama a Sam toh gee y chok gin. No sé qué significa, pero seguro que no son cumplidos.
—Significa «vago» y «necio». —No paso mucho tiempo con Sam, así que le pregunto a May—: ¿Crees que lo es?
—A mí no me lo parece. El viejo está empeñado en que Sam se encargue de los paseos en rickshaw cuando abran China City. Quiere que Sam conduzca los rickshaws. Y él se niega.
—No me extraña. ¿Quién iba a querer conducir rickshaws? —digo con un estremecimiento.
—Ya. Ni aquí ni en ningún otro sitio. Aunque sólo sea una atracción para turistas.
No me importaría seguir hablando de Sam, pero May vuelve a hablar de su marido.
—Lo normal sería que lo trataran como a los otros chicos de aquí y que trabajara con su padre cuando vuelve de la escuela. Podría ayudarnos a Sam y a mí a abrir cajas y poner los artículos en los estantes para cuando inauguren China City, pero el viejo insiste en que Vern se vaya directamente al apartamento a hacer los deberes. Creo que lo único que hace Vern es encerrarse en su habitación y trabajar en sus aviones en miniatura. Y por lo que he podido ver, no lo hace muy bien.
—Ya lo sé. Yo lo veo más que tú. Todos los días. —No sé si May detecta la amargura de mi voz, pero yo sí, y me apresuro a disimular—. Ya sabemos que un hijo varón es algo muy valioso. Quizá lo estén preparando para que se encargue del negocio cuando llegue el momento.
—Pero ¡si es el pequeño! ¿Cómo van a dejar que se encargue del negocio familiar? Eso no estaría bien. Además, Vern tendrá que aprender a hacer algo. Parece que quieren que sea un niño pequeño toda la vida.
—Quizá no quieran que se marche. Quizá no quieran que nadie se marche. Son muy atrasados. Vivimos todos juntos, el negocio es estrictamente familiar, tienen el dinero escondido y protegido, no nos dan nada para gastar…
Es verdad. May y yo no recibimos ninguna asignación para gastos domésticos, y, como es lógico, no podemos decir que necesitamos dinero para escapar de aquí y empezar desde cero.
—Parecen un puñado de campesinos —dice May con amargura—. Y mira cómo cocina Yen-yen —añade—. ¿Qué clase de mujer china es?
—Nosotras tampoco sabemos cocinar.
—Pero ¡es que no nos educaron para saber cocinar! Íbamos a tener sirvientes que se encargarían de eso.
Nos quedamos un rato calladas, pensando en lo que May acaba de exponer, pero ¿qué sentido tiene soñar con el pasado? May mira hacia Sanchez Alley. La mayoría de los niños han regresado a sus casas.
—Será mejor que volvamos antes de que el venerable Louie nos deje en la calle.
Regresamos al apartamento cogidas del brazo. Estoy más animada. May y yo no sólo somos hermanas, sino también cuñadas. Durante miles de años, las cuñadas se han quejado de las dificultades de la vida en casa de sus maridos, donde viven bajo el puño de hierro de sus suegros y bajo los pulgares encallecidos de sus suegras. May y yo somos muy afortunadas: nos tenemos la una a la otra.