Hermanas de sangre

Un par de semanas más tarde, despierto de una de mis pesadillas en mitad de la noche. Normalmente, May está a mi lado, reconfortándome. Pero hoy no está. Me doy la vuelta esperando verla en la cama de al lado, pero tampoco yace allí. Me quedo quieta y aguzo el oído. No oigo a nadie llorando, susurrando conjuros protectores ni caminando por el dormitorio, y deduzco que debe de ser muy tarde. ¿Dónde está May?

Últimamente le cuesta dormir tanto como a mí. «A tu hijo le encanta darme patadas en cuanto me tumbo, y ya no me cabe en el vientre. Necesito ir al servicio continuamente», me confió hace una semana, con tanta ternura —como si orinar fuera un don precioso— que no pude evitar sentir amor por ella y por el niño que lleva en su seno. Con todo, nos hemos prometido que no iremos solas al lavabo. Cojo mi ropa y mi falso bebé. Pese a lo tarde que es, no puedo arriesgarme a que me vean sin mi disfraz de embarazada. Me abrocho la chaqueta sobre la falsa barriga y me levanto.

May no está en los lavabos, así que voy a las duchas. Cuando entro, me da un vuelco el corazón. La estancia no se parece en nada a la de mis sueños, pero allí, en el suelo, está tumbada mi hermana, desnuda de cintura para abajo, pálida de dolor y con las partes íntimas expuestas, abultadas, aterradoras.

Extiende un brazo hacia mí.

—Pearl…

Corro a su lado resbalando por las baldosas mojadas.

—Tu hijo está a punto de nacer —anuncia.

—¡Quedamos en que me despertarías!

—No pensaba que pudiera ocurrir tan deprisa.

Muchas veces —por la noche, o cuando conseguíamos separarnos un poco de las otras retenidas durante los paseos semanales por los jardines con las misioneras— hemos hablado de lo que necesitaríamos cuando llegara el momento. Hemos hecho muchos planes y repasado muchos detalles. Ahora reviso mentalmente lo que han contestado las mujeres a nuestras preguntas: sientes dolores hasta que empiezas a notar como si fueras a expulsar un melón en lugar de una ventosidad; vas a un rincón, te pones en cuclillas y sale el niño; lo limpias, lo envuelves y te reúnes con tu marido en los campos de arroz, con tu bebé atado al cuerpo con un largo trozo de tela. Todo eso no se parece en nada a cómo se hacía en Shanghai, desde luego; allí, meses antes del parto las mujeres dejaban de asistir a fiestas, ir a comprar y bailar, y llegado el momento, ingresaban en un hospital occidental, donde las dormían. Cuando despertaban de la anestesia, les entregaban a sus hijos. Luego, durante las dos o tres semanas siguientes, permanecían en el hospital, recibiendo visitas y dejándose admirar por haber traído al mundo al hijo varón de la familia. Por último se marchaban a casa, donde celebraban la fiesta del primer mes del niño, para presentarlo al mundo y recibir las alabanzas de la familia, los vecinos y los amigos. Aquí no podemos hacerlo como en Shanghai, pero, como ha observado May en muchas ocasiones estas últimas semanas: «Las mujeres del campo siempre han traído al mundo a sus hijos ellas solas. Si ellas pueden, yo también. Y nosotras hemos pasado muchas penalidades. Últimamente no he comido mucho, y lo que comía lo vomitaba. El bebé no puede ser muy grande. Saldrá fácilmente.»

Hablamos de dónde podría dar a luz y decidimos que las duchas son el sitio donde más temen entrar las otras mujeres. Aun así, a veces algunas se duchan durante el día. «No dejaré que el niño nazca de día», me prometió mi hermana.

Lo pienso, y supongo que seguramente se ha puesto de parto esta mañana; ha pasado todo el día descansando en su litera, con las piernas encogidas y cruzadas para impedir que el niño saliera.

—¿Cuándo empezaron los dolores? ¿Cada cuánto los tienes? —le pregunto, recordando que ésas son las pistas para saber cuánto tardará en nacer.

—Empezaron esta mañana. No eran muy fuertes, y sabía que tenía que esperar. De pronto noté como si tuviera que ir al baño, y una vez aquí, rompí aguas.

Por eso tengo los pies y las rodillas mojados.

May tiene una contracción y me agarra la mano. Cierra los ojos y la cara se le pone colorada mientras intenta soportar el dolor. Me aprieta la mano y me hinca las uñas en la palma, tan fuerte que soy yo quien quiere gritar. Cuando pasa la contracción, May respira y su mano se relaja en la mía. Una hora más tarde, veo asomar la cabeza del bebé.

—¿Podrás ponerte en cuclillas? —pregunto.

May gimotea. Me coloco detrás de ella y la arrastro hasta una pared para que pueda apoyarse. Luego me sitúo entre sus piernas. Entrelazo las manos delante de mí y cierro los ojos para hacer acopio de todo mi valor. Abro los ojos; miro a May, cuyo rostro está transido de dolor, y procuro sonar convencida cuando le repito lo que ella misma me ha dicho tantas veces en las últimas semanas:

—Podemos hacerlo, May. Sé que podemos.

Cuando sale el bebé, descubrimos que no es el hijo del que siempre hemos hablado. Es una niña, mojada y cubierta de mucosidad: mi hija. Es diminuta, más pequeña aún de lo que esperábamos. No llora; sólo emite unos ruiditos débiles, como la lastimera llamada de un pajarillo.

—Déjame verla.

Parpadeo y miro a mi hermana. Tiene el cabello empapado de sudor, pero en su rostro no queda ni rastro de dolor. Le doy el bebé y me levanto.

—Vuelvo enseguida —digo, pero May no me escucha.

Abraza a la pequeña para protegerla del frío y le limpia la cara con la manga. Me quedo mirándolas un momento. No van a tener más tiempo para estar juntas antes de que yo me la quede.

Voy al dormitorio procurando no hacer ruido. Recojo uno de los trajes que hemos confeccionado, un carrete de hilo, unas tijeritas que nos dieron las misioneras para trabajar en nuestras labores, algunos artículos de higiene y dos toallas que compramos en la tienda. Cojo la tetera de encima del radiador y vuelvo rápidamente a las duchas. Cuando llego, May ya ha expulsado la placenta. Ato un trozo de hilo al cordón umbilical y lo corto. Luego empapo una toalla limpia con agua caliente de la tetera y se la doy para que lave al bebé. Con la otra toalla limpio a May. La niña es muy pequeña, y el desgarro de los tejidos de mi hermana no es nada comparado con lo que me hicieron a mí los japoneses. Confío en que la herida se le cure sin necesidad de puntos, pero la verdad es que no puedo hacer otra cosa. ¿Cómo iba a coserle las partes íntimas si apenas sé coser un dobladillo?

Mientras ella viste al bebé, yo limpio el suelo y envuelvo la placenta con las toallas. Una vez que el lugar queda limpio, tiro a la basura todo lo ensuciado.

Fuera, el cielo se tiñe de rosa. No nos queda mucho tiempo.

—No creo que pueda levantarme sola —dice May desde el suelo.

Las pálidas piernas le tiemblan de frío y del esfuerzo que ha hecho. Se separa de la pared, y la ayudo a levantarse. La sangre le resbala por las piernas y mancha el suelo.

—No te preocupes, Pearl. No te preocupes. Toma. Cógela.

Me da a la niña. He olvidado traer la manta que tejió May, y la pequeña, que de repente se siente desarropada, agita torpemente los bracitos. Yo no la he llevado en mi vientre todos estos meses, pero nada más cogerla la quiero como si fuera mía. Casi no le presto atención a May mientras se pone una compresa y un cinturón y se sube las bragas y los pantalones.

—Ya estoy lista —anuncia.

Echamos un vistazo a las duchas. No importa que se sepa que una mujer ha parido aquí. Lo que importa es que nadie sospeche que haya podido suceder algo fuera de lo normal, porque no puedo dejar que me examinen los médicos del centro.

Estoy sentada en la litera con mi hija en brazos, y May acurrucada a mi lado —dormitando con la cabeza apoyada en mi hombro—, cuando las demás se levantan. Tardan un rato en fijarse en nosotras.

Aiya! ¡Mirad quién ha llegado esta noche! —grita Lee-shee, emocionada.

Las mujeres y sus hijos pequeños se apiñan alrededor, empujándose entre sí para ver mejor.

—¡Ha nacido tu hijo!

—Es una niña —las corrige May. Tiene una voz tan soñolienta y tan débil que por un instante temo que eso nos delate.

—Una gota de felicidad —dice Lee-shee compasiva, la frase tradicional para expresar la decepción que supone el nacimiento de una niña. Luego sonríe y añade—: Pero mirad, aquí somos casi todas mujeres, salvo estos pequeños que todavía necesitan a sus madres. Debemos considerar ésta una feliz ocasión.

—La felicidad no durará mucho tiempo si la dejamos vestida así —interviene otra mujer con aprensión.

Miro a la niña. La ropa que lleva es la primera que May y yo hemos hecho con nuestras propias manos. El gorrito está torcido, y los botones no están bien alineados; pero por lo visto ése no es el problema. Hay que proteger a la niña de los malos elementos. Las mujeres se marchan y regresan con unas monedas que representan el amor de «cien amigos de la familia». Alguien le ata a la niña una cinta roja en el negro cabello para darle suerte. Luego, una tras otra, le cosen pequeños amuletos en el gorrito y la ropa; representan los animales del zodíaco y la protegerán de los malos espíritus, los malos presagios y las enfermedades.

Hacen una colecta, y una retenida se encarga de llevarle el dinero a uno de los cocineros chinos y pedirle que prepare un cuenco de sopa de parturienta, a base de pies de cerdo adobados, jengibre, cacahuetes y cualquier bebida fuerte. (Lo mejor es el vino de Shaohsing pero, si no hay más remedio, puede echarle whisky.) Las parturientas se quedan sin energía y tienen un exceso de yin frío. Los ingredientes de esa sopa se consideran calientes y productores de yang. Me explican que ayudarán a que mi útero se reduzca, a que mi cuerpo se libere de la sangre estancada y a producir leche.

De pronto, una de las mujeres se acerca y empieza a desabrocharme la chaqueta.

—Tienes que amamantar a la niña. Nosotras te enseñaremos cómo hacerlo.

Le aparto suavemente la mano.

—Ahora estamos en América —replico—, y mi hija es una ciudadana americana. Lo haré como las americanas. —«Y las shangaianas modernas», pienso. Recuerdo todas las veces que May y yo posamos para marcas de leche infantil en polvo—. La alimentaré con biberón.

Como siempre, traduzco este diálogo del sze yup al dialecto wu para que May lo entienda.

—Dile que los biberones y la leche en polvo están en un paquete debajo de la cama —dice mi hermana—. Dile que no quiero dejarte sola, pero que si alguna de ellas pudiera ayudarnos, se lo agradeceríamos.

Mientras una de nuestras compañeras coge un biberón, mezcla un poco de leche en polvo —que compramos en la tienda— con agua de la tetera y lo pone a enfriar en el alféizar de la ventana, Lee-shee y las demás debaten sobre el nombre de la recién nacida.

—Confucio decía que, si el nombre no es el adecuado, el lenguaje y las personas no coinciden con la realidad —explica Lee-shee—. Tiene que ser su abuelo, o alguien muy distinguido, quien escoja su nombre. —Frunce los labios, mira alrededor y comenta con aire teatral—: Pero yo no veo por aquí a nadie así. Quizá sea mejor. Has tenido una hija. ¡Qué decepción! Supongo que no querrás llamarla «pulga», «esa perra» o «recogedor», como me puso mi padre.

La elección del nombre es importante, aunque no les corresponde a las mujeres. Ahora que tenemos la oportunidad de dar nombre a una niña, vemos que es más difícil de lo que parece. No podemos ponerle el de mi madre, ni utilizar el apellido de la familia como nombre de pila para honrar a mi padre, porque esas opciones se consideran tabú. Tampoco podemos llamarla como una heroína o como una diosa, porque eso es presuntuoso y una falta de respeto.

—A mí me gusta Jade, porque transmite fuerza y belleza —propone una joven.

—Los nombres de flores son bonitos. Orquídea, Lirio, Azucena…

—Sí, pero son muy corrientes, y demasiado frágiles —objeta Lee-shee—. Mira dónde ha nacido esta niña. ¿No deberíamos llamarla algo así como Mei Gwok?

Mei Gwok significa «País Hermoso», y es el nombre de Estados Unidos en cantonés; pero no suena ni bonito ni melodioso.

—Hay que tener cuidado con los nombres generacionales de dos caracteres —aporta otra mujer. Eso me interesa, porque May y yo compartimos el nombre generacional Long, que significa «Dragón»—. Podrías utilizar como base «Virtud», y luego llamar a cada niña Virtud Dulzura, Virtud Humildad, Virtud Sabiduría…

—¡Qué complicación! —exclama Lee-shee—. Yo llamé a mis hijas Hija Primera, Hija Segunda e Hija Tercera. Mis hijos se llaman Hijo Primero, Hijo Segundo e Hijo Tercero. Sus primos se llaman Primo Séptimo, Octavo, Noveno, Décimo, etcétera. Si les asignas un número, todo el mundo recuerda cuál es el lugar de cada niño en la familia.

Lo que no dice es: «¿Por qué molestarse en pensar un nombre cuando tantos niños mueren?» No sé si May nos escucha o si entiende todo lo que decimos, pero cuando habla, las otras callan.

—Para esta niña sólo hay un nombre —dice en inglés—. Debe llamarse Joy, «Alegría». Ahora estamos en América. No la obliguemos a cargar con el pasado.

Cuando May mueve la cabeza y me mira, advierto que todo este rato ha estado contemplando a la niña. Aunque soy yo quien tiene a Joy en brazos, mi hermana se las ha ingeniado para estar físicamente más cerca de ella que yo. Se incorpora, se lleva una mano al cuello y se quita la bolsita con las tres monedas, las tres semillas de sésamo y las tres habichuelas que le dio mama para protegerla. Yo toco mi bolsita, que todavía llevo colgada del cuello. No puedo decir que me haya protegido mucho, pero todavía la llevo, así como el brazalete de jade, como recordatorios de mi madre. May le pasa a Joy el cordón de cuero por la cabeza y esconde la bolsita dentro de su ropa.

—Para que estés protegida vayas donde vayas —susurra.

Las mujeres lloran al oír tan hermosas palabras y elogian a May por ser tan buena tía.

Cuando vienen las misioneras, me resisto a que me lleven al hospital del centro.

—En China no lo hacemos así —argumento—. Pero les agradecería mucho que le enviaran un telegrama a mi marido.

El mensaje es breve y conciso: MAY Y PEARL LLEGADO ANGEL ISLAND. ENVIAD DINERO VIAJE. HA NACIDO BEBÉ. PREPARAD FIESTA PRIMER MES.

Esa noche, las mujeres vuelven de la cena con la sopa de parturienta. Pese a las objeciones de las que forman un corro a nuestro alrededor, comparto la sopa con mi hermana, alegando que ella ha trabajado tanto como yo. Ellas chasquean la lengua y niegan con la cabeza, pero es que May necesita la sopa mucho más que yo.

El comisario Plumb se queda perplejo cuando me presento a la siguiente entrevista con uno de mis vestidos de seda más bonitos y mi sombrero de plumas —en cuyo forro llevo escondido el manual que May y yo hemos memorizado—, hablando un inglés perfecto y con un bebé adornado con amuletos. Contesto todas las preguntas correctamente y sin vacilar, a sabiendas de que, en otra sala, May está haciendo exactamente lo mismo. Pero lo que hagamos es irrelevante, igual que la cuestión de ser, a la vez, la mujer de un comerciante legalmente domiciliado y de un ciudadano americano. ¿Qué van a hacer los funcionarios con este bebé? Aunque Angel Island pertenece a Estados Unidos, a nadie se le reconoce la ciudadanía ni el estado civil hasta que sale de la isla. Para los funcionarios es más fácil soltarnos que afrontar los problemas burocráticos que plantea Joy.

Al final del interrogatorio, el comisario dicta su sinopsis habitual, pero al llegar a la conclusión no parece muy satisfecho:

—La solución de este caso se ha retrasado más de cuatro meses. Aunque es evidente que esta mujer ha pasado muy poco tiempo con su marido, que afirma ser ciudadano americano, ahora ha dado a luz en nuestro centro. Tras arduas deliberaciones, estamos de acuerdo en los puntos fundamentales. Por tanto, propongo que Louie Chin-shee sea admitida en Estados Unidos como esposa de un ciudadano americano.

—Estoy de acuerdo —dice el señor White.

—Yo también estoy de acuerdo —dice el taquígrafo, y es la primera y única vez que lo oigo hablar.

A las cuatro de esa misma tarde, entra el guardia y pronuncia dos nombres: Louie Chin-shee y Louie Chin-shee, nuestros anticuados nombres de casadas.

Sai gaai —añade—, buena suerte.

Nos entregan los certificados de identidad. A mí me dan también el certificado de nacimiento de Joy, donde leo que la niña «es demasiado pequeña para medirla»; en realidad, eso sólo significa que no se han molestado en examinarla. Confío en que esas palabras sirvan para borrar cualquier sospecha sobre las fechas y el tamaño de Joy cuando el venerable Louie y Sam la vean.

Las otras retenidas nos ayudan a recoger nuestras cosas. Lee-shee llora cuando nos despedimos. May y yo vemos cómo el guardia cierra con llave la puerta del dormitorio detrás de nosotras, y luego lo seguimos fuera del edificio y por el sendero que conduce hasta el muelle, donde recogemos el resto de nuestro equipaje y embarcamos en el ferry que nos llevará a San Francisco.