May se da la vuelta y hunde la cara en la almohada para ahogar sus sollozos. Miro alrededor y tengo la impresión de que las otras mujeres hacen caso omiso de nosotras o lo fingen. Los chinos somos así.
Me quito los zapatos y subo a la litera de arriba.
—Creía que no habías tenido relaciones esposo-esposa con Vernon —susurro.
—No las tuve —consigue articular—. No pude.
Entra un guardia para anunciar la hora de la cena; las mujeres se apresuran en salir las primeras. Pese a lo mala que es la comida, la cena es más importante que una discusión entre dos hermanas. Si el menú de esta noche incluye algo comestible, quieren ser las primeras en llegar. Pasados unos minutos, nos encontramos solas y ya no tenemos que hablar en susurros.
—¿Fue ese chico al que conociste en el barco? —Ni siquiera recuerdo su nombre.
—No; fue antes.
¿Antes? Antes de embarcar estuvimos en el hospital de Hangchow, y luego en el hotel de Hong Kong. No me explico cómo pudo pasar algo en ese tiempo, a menos que ocurriera mientras yo estaba enferma, o antes, cuando estaba inconsciente. ¿Fue con uno de los médicos que me atendió? ¿La violaron cuando tratábamos de llegar al Gran Canal? A mí me avergonzaba hablar de mi desgracia. ¿Ha guardado May un secreto similar todo este tiempo? Planteo la pregunta desde otro ángulo, más práctico:
—¿Cuánto tiempo hace?
Ella se incorpora, se frota los ojos con las manos y se queda mirándome con gesto de pena, vergüenza y súplica. Recoge las piernas y se sienta sobre los talones, de modo que nuestras rodillas se tocan; entonces se desabrocha poco a poco los alamares de la chaqueta de campesina y se alisa la camisa para revelar su vientre. El embarazo está bastante avanzado, lo que explica por qué se ha escondido bajo ropa holgada prácticamente desde que llegamos a Angel Island.
—¿Fue Tommy? —pregunto, deseando acertar.
Mama siempre quiso que May se casara con Tommy. Ahora que él y mama han muerto, ¿no sería esto un regalo? Pero May contesta «Sólo era un amigo» y no sé qué pensar. En Shanghai, mi hermana salía con muchos jóvenes, sobre todo los últimos días, cuando habríamos hecho cualquier cosa para olvidar la gravedad de nuestra situación. Pero ignoro sus nombres, y no quiero interrogarla con preguntas como: «¿Fue aquel joven que conociste una noche en el Venus Club?», o «¿Fue aquel americano que Betsy traía a veces?» ¿Acaso ese enfoque no sería tan ridículo y estúpido como el que yo he tenido que soportar hoy? Pero no puedo evitarlo:
—¿Fue el estudiante que vino a vivir al pabellón del primer piso? —No lo recuerdo muy bien; sólo sé que era delgado, que vestía de gris y era muy reservado. ¿Qué estudiaba? No lo sé, pero no he olvidado que estaba junto a la butaca de mama el día del bombardeo. ¿Adoptaría esa actitud porque estaba enamorado de May, como tantos otros jóvenes?
—Entonces ya estaba embarazada —confiesa.
Se me ocurre un pensamiento muy desagradable.
—Dime que no fue el capitán Yamasaki. —No sé cómo reaccionaré si May va a tener un hijo medio japonés.
Mi hermana niega con la cabeza, para mi alivio.
—No lo conoces —dice con voz temblorosa—. Yo apenas lo conocía. Sólo fue algo que pasó. No se me ocurrió pensar que pudiera quedarme embarazada. Si hubiera tenido más tiempo, le habría pedido a un herborista algo para expulsar al bebé. Pero no tuve tiempo. ¡Ay, Pearl! ¡Toda la culpa es mía! —Me coge las manos y rompe a llorar otra vez.
—No te preocupes. Todo irá bien —digo para reconfortarla, aunque sé que es una promesa falsa.
—¿Cómo va a ir bien? ¿No has pensado lo que esto implica?
La verdad es que no lo he pensado. No he tenido meses para reflexionar sobre la situación de May. Apenas dos minutos.
—No podremos ir directamente a Los Ángeles. —Hace una pausa y me mira fijamente—. Porque debemos ir allí, ¿no?
—No veo alternativa. Pero, incluso sin tener esto en cuenta —digo señalando su vientre—, no sabemos si nos aceptarán cuando lleguemos.
—Claro que nos aceptarán. ¡Nos compraron! Pero ahora está el problema del bebé. Al principio pensé que podría deshacerme de él. Aunque no tuve relaciones esposo-esposa con Vernon, él no iba a decir nada. Pero el venerable Louie examinó nuestras sábanas…
—¿Entonces ya lo sabías?
—Tú estabas delante cuando vomité en el restaurante. Estaba muerta de miedo. Pensé que alguien lo relacionaría. Pensé que tú atarías cabos.
Por fin, me doy cuenta de que muchas personas entendieron lo que yo no supe ver. La campesina en cuya casa pernoctamos la primera noche, después de salir de Shanghai, le prestó especial atención a May. El médico de Hangchow se mostró muy atento con ella e insistió en que necesitaba dormir. Soy la jie jie de May y siempre hemos estado muy unidas, pero la preocupación por mis propios problemas —perder a Z.G., dejar mi hogar, ser violada, estar al borde de la muerte, llegar aquí— me ha impedido reparar en que lleva meses vomitando. No me he fijado en si la hermanita roja la visitaba. Y ni siquiera recuerdo la última vez que la vi desnuda. La he abandonado cuando más me necesitaba.
—Lo siento mucho…
—¡Pearl! ¡No me escuchas! ¿Cómo vamos a ir ahora a Los Ángeles? Ese chico no es el padre, y el venerable Louie lo sabe.
Todo está ocurriendo demasiado deprisa, y hoy ha sido un día largo y difícil. No he comido nada desde el cuenco de jook del desayuno, y tampoco voy a cenar. Estoy tan cansada que no advierto que May está pensando en otra cosa. Al fin y al cabo, si me ha confesado que está embarazada es sólo porque me he enfadado con ella por…
—Has mentido en la segunda entrevista a propósito —comprendo de pronto—. Ya les mentiste en la primera.
—Porque el bebé tiene que nacer aquí, en Angel Island.
Se supone que soy la hermana inteligente, pero me cuesta entenderla.
—Ya habías decidido mentir cuando el barco llegó a San Francisco —digo al fin—. Por eso no estudiaste el manual. No querías dar las respuestas correctas. Querías que nos retuvieran aquí.
—No es exactamente así. Confiaba en que Spencer me ayudaría. Nos ayudaría. En el barco me hizo promesas. Dijo que se encargaría de todo para que no tuviéramos que ir a Los Ángeles. Me mintió. —Se encoge de hombros—. ¿Te sorprende, después de lo que nos hizo baba? Mi otra opción era venir aquí. ¿No lo ves? Si el bebé nace en Angel Island, ellos nunca sabrán que es mío.
—¿Ellos?
—Los Louie —espeta, impaciente—. Debes quedarte con él. Te lo daré. Tú tuviste relaciones esposo-esposa con Sam. Las fechas casi coinciden.
Le suelto las manos y me aparto de ella.
—Pero ¿qué dices?
—Los médicos dijeron que seguramente no podrás tener hijos. Esto podría salvarme a mí y ayudarte a ti.
Yo no quiero un hijo; no ahora, y quizá nunca. Tampoco quiero estar casada por un acuerdo o para saldar las deudas de mi padre. Tiene que haber otra solución.
—Si no lo quieres, entrégaselo a las misioneras —propongo—. Ellas se lo quedarán. Tienen una sociedad de ayuda a los niños chinos de la que están muy orgullosas. Lo mantendrán alejado de las mujeres enfermas.
—¡Pearl! ¡Estamos hablando de mi hijo! ¿Qué otros lazos tenemos con mama y baba? Somos hermanas, las últimas de la familia. Mi hijo podría ser el principio de una nueva familia aquí, en América.
Estamos dando por sentado que el bebé es un niño, por supuesto. Como todos los chinos, no podemos imaginar un hijo que no sea varón; los varones aportan felicidad a la familia y garantizan que los antepasados estén bien alimentados en el más allá. Pero el plan de May no puede funcionar.
—No estoy embarazada y no puedo tener el bebé por ti —digo, señalando lo que es obvio.
Una vez más, May me demuestra que lo ha pensado todo con detalle.
—Tendrás que ponerte la ropa de campesina que te compré. Lo tapa todo. Esas mujeres rústicas no quieren que nadie vea su cuerpo, para no atraer a los hombres y para que no se note que están embarazadas. Tú no has notado lo hinchado que tenía el vientre, ¿verdad? Más adelante, si es necesario, puedes ponerte un almohadón bajo la chaqueta. ¿Quién va a mirarte? ¿A quién le importará? Pero debemos prolongar nuestra estancia aquí como sea.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos cuatro meses.
No sé qué hacer ni qué decir. May es mi hermana, mi única pariente viva, que yo sepa; y le prometí a mama que cuidaría de ella. Así que, sin pensarlo más, tomo una decisión que afectará al resto de mi vida, y también a la de May.
—De acuerdo. Lo haré.
Estoy tan abrumada por todo lo ocurrido hoy que no se me ocurre preguntarle cómo piensa tener el niño sin que se enteren las autoridades.
Las duras consecuencias de haber decidido abandonar China y venir aquí nos golpean con fuerza durante las semanas siguientes. Los optimistas —y los estúpidos— llaman a Angel Island «la Ellis Island del Oeste». Quienes quieren mantener a los chinos alejados de América la llaman «la Guardiana de la Puerta del Oeste». Los chinos la denominamos «la Isla de los Inmortales». El tiempo transcurre tan lentamente que se diría que estamos en el más allá. Los días son largos y se rigen por una rutina tan predecible y aburrida como la de nuestro tránsito intestinal. Todo está regulado. No podemos decidir cuándo ni qué comemos, cuándo se encienden o se apagan las luces, cuándo nos acostamos o nos levantamos. En la cárcel una pierde todos sus privilegios.
May empieza a engordar, y nos trasladamos a unas literas más bajas para que no tenga que trepar a las de arriba. Todas las mañanas nos levantamos y vestimos. Los guardias nos escoltan hasta el comedor, una estancia sorprendentemente pequeña, teniendo en cuenta que hay días en que se sirven comidas para más de trescientas personas. En el comedor se practica la segregación, como en el resto de las dependencias de Angel Island. Los europeos, asiáticos y chinos tienen sus propios cocineros, su propia comida y sus propios horarios. Nos dan media hora para desayunar y tenemos que desalojar el comedor antes de que lleguen los otros retenidos. Nos sentamos a unas largas mesas de madera y tomamos un cuenco de jook; luego los guardias nos conducen al dormitorio y nos encierran. Algunas mujeres preparan té calentando agua en un cazo que ponen encima de un radiador. Otras comen lo que les envían sus familiares de San Francisco: fideos, encurtidos y albóndigas. La mayoría vuelven a acostarse, y sólo despiertan cuando las misioneras vienen a hablarnos de su único Dios y a enseñarnos a coser y tejer; una de ellas, ya mayor, se compadece de mí.
—Déjame enviarle un telegrama a tu marido —me propone—. Cuando sepa que estás aquí, y embarazada, vendrá y lo arreglará todo. No querrás que tu hijo nazca en un sitio así, ¿verdad? Tendrá que ser en un hospital.
Pero yo no quiero esa clase de ayuda, al menos de momento.
A la hora de comer vamos al comedor, donde nos sirven arroz frío con judías germinadas excesivamente hervidas, jook con tajadas finas de cerdo o sopa de tapioca con galletas saladas. La cena consiste en un plato fuerte: tofu seco con cerdo, patatas y ternera, judías blancas y pies de cerdo o lenguado con verdura. A veces nos dan un arroz rojo casi incomestible. Todo parece y sabe como si ya lo hubieran masticado e ingerido una vez. Algunas mujeres ponen trozos de su carne en mi cuenco. «Para tu hijo», dicen. Y yo he de encontrar la forma de trasladar esos regalos al plato de May.
—¿Por qué no vienen a veros vuestros maridos? —nos pregunta una mujer una noche, durante la cena. Su nombre de pila significa «recogedor», y siempre utiliza su nombre de casada, Lee-shee. Lleva más tiempo retenida que nosotras—. Ellos podrían contratar a un abogado. Podrían explicárselo todo a los inspectores. Podríais salir de aquí mañana mismo.
No le contestamos que nuestros maridos no saben que estamos aquí y que no pueden saberlo hasta que nazca el niño, pero a veces he de admitir que sería un consuelo verlos, pese a que son prácticamente unos desconocidos.
—Ellos viven muy lejos —explica May a Lee-shee y a otras mujeres que nos compadecen—. Para mi hermana es muy duro, sobre todo en su situación.
Las tardes transcurren lentamente. Mientras las demás escriben a sus familias —los retenidos pueden enviar y recibir tantas cartas como quieran, aunque tienen que pasar por las manos de los censores—, May y yo hablamos. O miramos por una ventana —todas cubiertas con malla metálica para impedir fugas— y soñamos con nuestro hogar perdido. O cosemos y tejemos, algo que mama nunca nos enseñó. Cosemos pañales y camisitas. Aprendemos a tejer jerséis, gorras y peúcos de bebé.
—Tu hijo será un Tigre y estará influenciado por el elemento Tierra, que este año tiene mucha fuerza —me dice, durante su estancia de tres días en Angel Island, una mujer que vuelve de un viaje a su pueblo natal—. Tu hijo Tigre te traerá felicidad y preocupación al mismo tiempo. Será adorable e inteligente, curioso e inquisitivo, cariñoso y atlético. ¡Harás mucho ejercicio sólo persiguiéndolo!
May suele permanecer callada cuando las mujeres nos dan consejos, pero esta vez no puede contenerse:
—¿Será verdaderamente feliz? ¿Tendrá una vida feliz?
—¿Felicidad? ¿Aquí, en la tierra de la Bandera Floreada? No sé si se puede ser feliz en este país, pero el Tigre tiene atributos que podrían ayudar al hijo de tu hermana. Si lo quieren y lo disciplinan por igual, el Tigre responderá con cariño y comprensión. Pero a un Tigre nunca puedes mentirle, porque entonces salta, se revuelve y hace cosas peligrosas.
—Pero ¿acaso eso no son virtudes?
—Tu hermana es Dragón. El Dragón y el Tigre siempre luchan por el poder. Confiemos en que sea varón, ¿qué madre no confía en eso?, porque así sus posiciones estarán más claras. Toda madre debe obedecer a su hijo, aunque ella sea Dragón. Si tu hermana fuera Oveja, sí me preocuparía. El Tigre suele proteger a la madre Oveja, pero sólo son compatibles en épocas de bonanza. Si no, el Tigre abandona a la Oveja o la destroza.
May y yo nos miramos. En vida de mama no creíamos en esas cosas. ¿Por qué íbamos a empezar a creer ahora?
Procuro ser sociable con las retenidas que hablan el dialecto sze yup, y mi vocabulario mejora a medida que voy recordando palabras de mi infancia. Pero, en el fondo, ¿qué sentido tiene conversar con estas desconocidas? Nunca se quedan aquí el tiempo suficiente para que nos hagamos amigas, May no puede participar en las conversaciones porque no las entiende, y ambas pensamos que lo mejor es mostrarnos reservadas. Seguimos yendo solas a los lavabos comunes y las duchas y, cuando nos preguntan, decimos que no queremos exponer a mi hijo a los espíritus que rondan por esas zonas. Es una explicación absurda, por supuesto. No estoy más protegida de los fantasmas cuando voy sólo con mi hermana que cuando voy con todo un grupo de mujeres, pero ellas lo aceptan y piensan que tengo las típicas preocupaciones de una futura madre.
Nuestra única distracción son las excursiones quincenales fuera del edificio de Administración. Los martes nos dejan retirar cosas de nuestras bolsas, que permanecen en el muelle; y aunque ya no cogemos nada, resulta agradable salir un rato al aire libre. Los viernes, las misioneras nos llevan de paseo por los jardines. Angel Island tiene mucho encanto. Vemos ciervos y mapaches. Aprendemos los nombres de los árboles: eucalipto, roble de California y pino de Torrey. Pasamos al lado de los barracones de los hombres, que están segregados por razas no sólo en las dependencias, sino también en el patio de ejercicios. Todo el Centro de Inmigración está rodeado por una valla con alambre de espino en lo alto que lo separa del resto de la isla, pero el patio de ejercicios de los hombres tiene una alambrada doble para que nadie intente escapar. Aunque ¿adónde podrían ir? Angel Island está diseñada como Alcatraz, la isla que vimos desde el barco cuando veníamos hacia aquí. Ambas son cárceles de alta seguridad. A quienes son lo bastante insensatos o temerarios para nadar hacia la libertad suelen encontrarlos días más tarde en alguna orilla, lejos de aquí. La diferencia entre nosotros y los reclusos de la isla vecina es que nosotros no hemos cometido ningún delito. Sólo que, en opinión de los lo fan, sí somos delincuentes.
En la escuela de catequesis metodista de Shanghai, nuestras maestras hablaban del único Dios y del pecado, de las virtudes del Cielo y los horrores del Infierno, pero no eran del todo sinceras sobre la opinión que sus compatriotas tenían de nosotros. Ahora sabemos, gracias a las retenidas y los interrogadores, que América no nos quiere. No sólo no podemos convertirnos en ciudadanos nacionalizados, sino que en 1882 el gobierno aprobó una ley que prohibía la inmigración de ciudadanos chinos, excepto los pertenecientes a cuatro clases eximidas: sacerdotes, diplomáticos, estudiantes y comerciantes. Si perteneces a alguna de esas clases, o eres un ciudadano americano de origen chino, necesitas un Certificado de Identidad para desembarcar. Y siempre debes llevar encima ese documento. ¿Somos los chinos los únicos que reciben ese tratamiento? No me sorprendería.
—No puedes hacerte pasar por sacerdote, diplomático ni estudiante —nos explica Lee-shee mientras tomamos nuestra primera cena de Navidad en este país—. En cambio, no es muy difícil hacerse pasar por comerciante.
—Claro —coincide Dong-shee, otra mujer casada que llegó una semana más tarde que May y yo. Fue ella quien nos dijo que si dormimos sobre somieres en lugar de sobre colchones es porque los lo fan no creen que encontremos cómodas las camas—. No quieren a campesinos como nosotros. Y tampoco quieren culis, conductores de rickshaw ni orinaleros.
Y yo me pregunto qué país los querría. Esa gente es necesaria, pero ¿los queríamos nosotros en Shanghai? (¿Veis como a veces todavía no comprendo qué lugar ocupo en el mundo?)
—Mi marido compró parte de una tienda —alardea orgullosa Lee-shee—. Pagó quinientos dólares para convertirse en socio. No es socio de verdad, y tampoco desembolsó ese dinero. ¿Quién tiene tanto dinero? Pero prometió al propietario que trabajaría hasta haber saldado su deuda. Ahora mi marido puede decir que es comerciante.
—¿Y por eso nos interrogan? —pregunto—. ¿Buscan a falsos comerciantes? No entiendo por qué se toman tantas molestias.
—En realidad, lo que buscan son hijos de papel.
Al ver mi cara de incomprensión, se echan a reír. May levanta la cabeza del cuenco.
—¿Es un chiste? —me pregunta.
Niego con la cabeza. May suspira y sigue removiendo los pies de cerdo de su cuenco. Al otro lado de la mesa, las dos mujeres intercambian miradas de complicidad.
—Ya veo que no entiendes nada —observa Lee-shee—. ¿Por eso tu hermana y tú lleváis tanto tiempo aquí? ¿No os explicaron vuestros maridos lo que debíais hacer?
—Teníamos que venir con ellos y con nuestro suegro. Pero nos separamos porque los micos…
Ellas asienten con la cabeza, comprensivas.
—También puedes entrar en América si eres hijo de un ciudadano americano —continúa Dong-shee. Apenas ha probado la comida, y la salsa, con mucho almidón, se espesa en su cuenco—. Mi marido es un hijo de papel. ¿Los vuestros también lo son?
—Perdona, pero no sé qué significa eso.
—Mi marido compró un documento para convertirse en hijo de un americano. Ahora puede traerme a mí como esposa de papel.
—¿Qué significa que compró un documento?
—¿Nunca habéis oído hablar de los hijos de papel y las plazas de hijo de papel? —inquiere, y yo niego con la cabeza; Dong-shee pone los codos encima de la mesa y se inclina hacia delante—. Imagínate que un chino nacido en América viaja a China para casarse. Cuando regresa a América, les dice a las autoridades que su mujer ha tenido un bebé.
Escucho atentamente por si detecto algún fallo, y me parece encontrarlo.
—Pero ¿ha tenido el hijo de verdad?
—No. Pero él lo declara así, y ni los funcionarios de la embajada en China ni los de aquí, en Angel Island, van a desplazarse a un pueblo remoto para comprobar si dice la verdad. De modo que a ese hombre, que es ciudadano de Estados Unidos, le entregan un documento que acredita que tiene un hijo, que también es ciudadano porque él lo es. Pero recuerda: ese niño no ha nacido. Sólo existe en el papel. Y ahora el hombre tiene una plaza de hijo de papel que puede vender. Espera diez o veinte años. Luego le vende el documento, la plaza, a un joven de China, quien adopta su nuevo apellido y viene a América. No es su verdadero hijo, sino un hijo de papel. Los funcionarios de inmigración de Angel Island intentarán por todos los medios sonsacarle la verdad. Si lo descubren, lo devolverán a China.
—¿Y si no lo descubren?
—Entonces se trasladará a su nuevo hogar y vivirá como hijo de papel, con una ciudadanía falsa, un apellido falso y una historia familiar falsa. Tendrá que vivir con esas mentiras mientras permanezca en este país.
—¿A quién puede interesarle hacer eso? —pregunto, escéptica, porque procedemos de un país donde los apellidos son muy importantes y a veces se remontan a más de doce generaciones. La idea de que alguien esté dispuesto a cambiar su apellido para venir aquí no parece verosímil.
—En China hay montones de jóvenes que querrían comprar ese documento para pasar por el hijo de otra familia si con eso pueden venir a América, la Montaña Dorada, la Tierra de la Bandera Floreada —contesta Dong-shee—. Créeme, ese joven padecerá muchas humillaciones y trabajará muy duro, pero ganará dinero, lo ahorrará y algún día volverá a su pueblo natal convertido en un hombre rico.
—Parece fácil…
—¡Qué dices! ¡Mira a tu alrededor! ¡No es nada fácil! —replica Lee-shee—. Los interrogatorios son tremendos, y los lo fan cambian las normas constantemente.
—¿Y hay hijas de papel? —pregunto—. ¿También vienen mujeres mediante ese sistema?
—¿Qué familia malgastaría una oportunidad tan preciosa con una hija? Nosotras tenemos suerte si podemos aprovechar la falsa ciudadanía de nuestros maridos para entrar en el país como esposas de papel.
Las dos ríen hasta que se les saltan las lágrimas. ¿Cómo es posible que estas campesinas analfabetas sepan más que nosotras sobre estas cosas y tengan más claro qué hay que hacer para burlar las leyes? Porque ellas pertenecen a la clase de los emigrantes, mientras que May y yo no deberíamos estar aquí. Suspiro. A veces me gustaría que nos deportaran, pero ¿cómo podríamos volver? Los japoneses han invadido China, May está embarazada y no tenemos familia ni dinero.
Entonces, como es habitual, nos ponemos a hablar de la comida que echamos de menos: el pato asado, la fruta fresca y la salsa de judías negras fermentadas, que no admiten comparación con la porquería recocida que nos sirven aquí.
Tal como planeó May, me pongo la ropa holgada que usé para huir de China. La mayoría de las mujeres no pasan suficiente tiempo aquí para percatarse de que tanto May como yo estamos engordando día a día. O quizá sí se dan cuenta, pero se muestran reservadas respecto a algo tan íntimo, como habría hecho nuestra propia madre.
Nosotras crecimos en una ciudad cosmopolita. Creíamos estar muy enteradas de todo, pero en muchos aspectos éramos unas ignorantes. Mama, como era habitual en esa época, siempre se mostró reticente a hablar de cualquier cosa relacionada con el cuerpo. Ni siquiera nos advirtió de la visita de la hermanita roja, y la primera vez que tuve la menstruación me aterroricé pensando que iba a morir desangrada. Ni siquiera entonces me lo explicó mama, y se limitó a enviarme a las dependencias de los sirvientes para que Pansy y las otras me enseñaran qué debía hacer y cómo podía quedarse embarazada una mujer. Más adelante, cuando la hermanita roja visitó a May, le conté lo que sabía, pero seguimos sin conocer gran cosa sobre el embarazo y el parto. Por suerte, ahora convivimos con mujeres muy bien informadas que me dan toda clase de consejos, aunque de quien más me fío es de Lee-shee.
—Si tienes los pezones pequeños como las semillas de loto —me advierte—, tu hijo prosperará. Pero si los tienes del tamaño de dátiles, tu hijo se hundirá en la pobreza.
Me dice que para fortalecer mi yin debo tomar peras cocidas en almíbar, pero en el comedor nunca nos dan peras. Cuando May empieza a tener dolores abdominales, le digo a Lee-shee que padezco esos dolores, y ella me explica que es una dolencia típica de las mujeres cuyo chi se paraliza alrededor del útero.
—El mejor remedio es comer cinco rodajas de daikon espolvoreadas con azúcar, tres veces al día —me recomienda.
Pero no sé cómo conseguir rábanos japoneses frescos, de modo que May sigue sufriendo. Decido vender la última joya que queda en la bolsa de mama a una mujer de un pueblo cercano a Cantón. De ahora en adelante, cuando May necesite algo, podré comprarlo en la tienda o sobornar a uno de los guardias o cocineros para que me lo consiga. Más adelante, cuando May sufre indigestión, me quejo como si la padeciera yo. Las mujeres discuten sobre el mejor remedio, y me sugieren que chupe clavos de olor. Los consigo fácilmente, pero Lee-shee no se queda satisfecha.
—Pearl debe de tener débil el estómago o el bazo. Eso indica deficiencias del elemento Tierra —les comenta a las demás—. ¿Alguien tiene mandarinas o jengibre para prepararle un té?
Compro esos artículos sin mucha dificultad, y le proporcionan alivio a May; eso me alegra, y alegra también a las otras porque han podido ayudar a una mujer embarazada.
Nuestros interrogatorios son cada vez más espaciados. Es una práctica común para aquellos cuyo caso presenta problemas. Los inspectores creen que las largas horas en el dormitorio nos debilitarán, nos intimidarán y nos harán olvidar las historias que hemos memorizado, y que así cometeremos errores. Al fin y al cabo, si sólo te interrogan una vez al mes durante ocho horas seguidas, ¿cómo vas a recordar con exactitud lo que dijiste hace uno, dos, seis u ocho meses, si se ajusta a lo que decía el manual que destruiste, o lo que tus familiares y conocidos, que ya no se encuentran en la isla, dijeron sobre ti en sus vistas?
Los matrimonios permanecen separados durante su estancia en el Centro de Inmigración. De esa forma no pueden consolarse mutuamente ni, aún más importante, compartir información sobre sus interrogatorios. El día de su boda, ¿se paró la silla de manos delante de la verja o de la puerta principal? ¿Estaba nublado o lloviznaba cuando enterraron a su tercera hija? ¿Quién puede recordar esas cosas cuando las preguntas y sus respuestas pueden interpretarse de diferente manera? Al fin y al cabo, en un pueblo de doscientos habitantes, ¿acaso no son lo mismo la verja y la puerta principal? ¿Cómo iba a importarles el tiempo que hiciera cuando enterraban a una hija? Por lo visto, a los interrogadores sí les importa, y una familia cuyas respuestas a una pregunta no concuerden puede permanecer retenida días, semanas o incluso meses.
Pero May y yo somos hermanas, y podemos comparar nuestras versiones antes de las entrevistas. Las preguntas que me hacen son cada vez más difíciles, porque ahora utilizan los expedientes de Sam, Vernon, sus hermanos, el venerable Louie, su esposa, sus socios y gente del barrio: otros comerciantes, el policía de ronda y el chico de los recados de nuestro suegro. ¿Cuántas gallinas y cuántos patos tiene la familia de mi marido en su pueblo natal? ¿Dónde se guarda el cajón del arroz en nuestra casa de Los Ángeles y en la casa de la familia Louie en Wah Hong?
Si tardamos en responder, los inspectores se impacientan y nos urgen: «¡Deprisa! ¡Conteste!» Esa táctica funciona con otros detenidos, que se asustan y cometen errores cruciales, pero nosotras la utilizamos para aparentar que estamos aturdidas y somos estúpidas. El comisario Plumb está cada vez más enfadado conmigo, y a veces se queda una hora mirándome en silencio, buscando intimidarme y obligarme a cometer un error; pero yo me entretengo por un motivo muy especial, y sus intentos sólo consiguen que esté más tranquila y concentrada.
May y yo utilizamos la complejidad, la simplicidad o la idiotez de esas preguntas para prolongar nuestra estancia en Angel Island. Cuando nos preguntan si en China teníamos un perro, May contesta que sí y yo que no. En la entrevista de dos semanas más tarde, los inspectores nos plantean esa discrepancia. May persevera en su afirmación de que teníamos un perro, mientras que yo explico que teníamos uno, pero que nuestro padre lo mató y nos lo comimos el último día que estuvimos en China. En la siguiente entrevista, los inspectores anuncian que ambas tenemos razón: la familia Chin tenía un perro, pero se lo comió antes de nuestra partida. La verdad es que nunca tuvimos ningún perro, y nuestro cocinero jamás sirvió perro, ni el nuestro ni ningún otro. May y yo nos pasamos horas riendo por nuestros pequeños triunfos.
—¿Dónde colocaban la lámpara de queroseno en su casa? —me pregunta un día el comisario Plumb.
En Shanghai teníamos electricidad, pero le contesto que la poníamos en el lado izquierdo de la mesa. May afirma que la colocábamos en el derecho.
Me atrevería a afirmar que los inspectores no son muy inteligentes. No se percatan de que May está embarazada, ni del almohadón y la ropa que llevo yo debajo de la chaqueta de campesina. Después del Año Nuevo chino, empiezo a entrar y salir de la sala de interrogatorios anadeando como un pato, y a exagerar mis esfuerzos al sentarme y levantarme. Como es lógico, eso provoca una nueva ronda de preguntas. ¿Estoy segura de que me quedé embarazada la única noche que pasé con mi marido? ¿Estoy segura de la fecha? ¿El niño no podría ser de otro? ¿Ejercía de prostituta en mi país de origen? ¿Es el padre de mi hijo quien yo afirmo que es?
El comisario Plumb abre el expediente de Sam y me muestra una fotografía de un niño de siete años.
—¿Es éste su marido?
Examino la foto. Es un niño pequeño. Podría ser Sam cuando volvió a China con sus padres, en 1920, pero también podría no serlo.
—Sí, es él.
El taquígrafo sigue escribiendo, nuestros expedientes siguen ampliándose y por el camino me entero de muchas cosas sobre mi suegro, Sam, Vernon y los negocios de la familia Louie.
—Aquí dice que su suegro nació en San Francisco en mil ochocientos setenta y uno —observa el comisario Plumb mientras hojea la carpeta del venerable Louie—. Así pues, ahora debe de tener sesenta y siete años. Su padre era comerciante. ¿Son correctos estos datos?
En el manual había mucha información sobre el venerable Louie, pero no se mencionaba el año de su nacimiento. Me arriesgo y respondo:
—Sí.
—Aquí dice que se casó en mil novecientos cuatro en San Francisco, con una mujer que no tenía los pies vendados.
—Todavía no conozco a mi suegra, pero me han dicho que no tiene los pies vendados.
—En mil novecientos siete el matrimonio viajó a China, donde nació su primer hijo. Lo dejaron en la casa familiar y tardaron once años en traerlo aquí.
Entonces el señor White se inclina hacia Plumb y le susurra al oído. Ambos se ponen a hojear la documentación. White señala algo escrito en una hoja. El comisario asiente con la cabeza y dice:
—Su presunta suegra tiene cinco hijos varones. ¿Por qué sólo varones? ¿Por qué nacieron todos en China? ¿No lo encuentra sospechoso?
—El hijo menor nació en Los Ángeles —lo corrijo.
El comisario Plumb arruga el entrecejo.
—¿Por qué cree que sus suegros dejaron a cuatro de sus hijos en China antes de traerlos aquí?
Yo también me lo he preguntado muchas veces, pero recito lo que memoricé:
—Los hermanos de mi marido se criaron en Wah Hong porque salía más barato que criarlos en Los Ángeles. A mi marido lo enviaron a China para que conociera a sus abuelos, aprendiera la lengua y las tradiciones de su país e hiciera ofrendas a los antepasados de la familia Louie de parte de su padre.
—¿Conoce a sus cuñados?
—Sólo al que se llama Vernon. Al resto no.
—Si sus suegros vivían juntos en Los Ángeles, ¿por qué tardaron otros once años en tener a su último hijo?
No sé la respuesta, pero me doy unas palmaditas en la barriga y respondo:
—Algunas mujeres no toman las hierbas que hay que tomar, no comen los alimentos que hay que comer o no siguen las normas para que su chi acepte a los hijos de sus maridos.
Mi respuesta de pueblerina atrasada satisface a mis interrogadores, pero una semana más tarde, Plumb y White se dedican a analizar la ocupación de mi suegro, para asegurarse de que no pertenece a la clase prohibida de los jornaleros. En los últimos veinte años, el venerable Louie ha abierto varios negocios en Los Ángeles. Actualmente sólo tiene una tienda.
—¿Cómo se llama su tienda y qué se vende en ella? —me pregunta el comisario.
Recito la respuesta con diligencia:
—Se llama Golden Lantern. Venden artículos chinos y japoneses, como muebles, sedas, alfombras, zapatillas y porcelana, y su stock está valorado en cincuenta mil dólares. —Pronunciar esa cifra es como chupar caña de azúcar.
—¿Cincuenta mil dólares? —se extraña Plumb, tan impresionado como yo—. Eso es mucho dinero.
White y él vuelven a juntar las cabezas, esta vez para comentar la gravedad de la crisis económica de su país. Finjo que no escucho. Revisan el expediente del venerable Louie, y les oigo decir que éste planea trasladar la tienda original y abrir dos negocios más: una empresa de paseos turísticos y un restaurante. Me froto la falsa barriga y aparento desinterés cuando el señor White explica la situación de la familia Louie:
—Nuestros colegas de Los Ángeles visitan a los Louie cada seis meses. Nunca han encontrado ninguna conexión entre su suegro y alguna lavandería, lotería, casa de huéspedes, barbería, sala de billar o de juegos, ni con ninguna otra actividad censurable. Tampoco lo han visto realizar trabajos manuales. Dicho de otro modo, aparenta ser un comerciante bien situado en la comunidad.
Lo que descubro en el siguiente interrogatorio, mientras el señor White lee en voz alta fragmentos de las transcripciones de Sam y su padre, que otro intérprete encargado de cubrir la vista traduce al sze yup, me deja perpleja. El venerable Louie informó a los inspectores de que su negocio había perdido dos mil dólares anuales entre 1930 y 1933. En Shanghai, eso era una suma astronómica. Lo perdido en un solo año habría bastado para salvar a mi familia: el negocio de mi padre, la casa, y mis ahorros y los de May. Aun así, el venerable Louie consiguió volver a China a comprar esposas para sus hijos.
—La familia debe de tener una fortuna oculta —especula May esa noche.
Sin embargo, todo parece muy embrollado y deliberadamente confuso y desconcertante. ¿Y si el venerable Louie, cuyo expediente sólo es un poco más extenso que el mío pese a que él ha pasado por este centro en numerosas ocasiones, es tan mentiroso como nosotras?
Un día, el comisario Plumb pierde la paciencia, golpea la mesa con el puño y me pregunta:
—¿Cómo puede seguir afirmando que es la esposa de un comerciante legalmente domiciliado y la esposa de un ciudadano americano? Eso son dos cosas diferentes, y sólo se necesita una.
Yo me he hecho esa misma pregunta muchas veces estos últimos meses, y todavía no sé la respuesta.