Sombras en las paredes

Una noche antes de desembarcar, cojo el manual que me dio Sam y lo hojeo. Me entero de que el venerable Louie nació en América y de que Sam, uno de sus cinco hijos varones, nació en China en 1913, el año del Buey, durante una de las visitas de sus padres a Wah Hong, su pueblo natal. Por ser hijo de ciudadano americano, Sam se convierte automáticamente en americano. («Tenía que ser Buey», pienso con desdén. Mama afirmaba que los nacidos bajo ese signo tienen poca imaginación y se pasan la vida llevando las cargas de los demás.) Sam regresó a Los Ángeles con sus padres, pero en 1920 el venerable Louie y su esposa decidieron volver a China y dejar a su hijo, que sólo tenía siete años, en Wah Hong con sus abuelos paternos. (Esto no concuerda con lo que me han hecho creer. Tenía entendido que Sam había venido a China con su padre y su hermano a buscar esposa, pero resulta que ya estaba aquí desde mucho antes. Supongo que eso explica por qué me habló en dialecto sze yup y no en inglés en las tres ocasiones que nos vimos, pero ¿por qué no nos lo dijeron los Louie?) Ahora Sam ha regresado a América por primera vez desde hace diecisiete años. Vern nació en Los Ángeles en 1923, el año del Cerdo, y ha vivido siempre en América. Los otros hermanos nacieron en 1907, 1908 y 1911, todos en Wah Hong, y todos viven ahora en Los Ángeles. Me esfuerzo en memorizar los detalles —fechas de nacimiento, direcciones de Wah Hong y Los Ángeles y cosas así—, le menciono a May lo que considero importante y olvido el resto.

A la mañana siguiente, 15 de noviembre, nos levantamos temprano y nos ponemos nuestra mejor ropa occidental.

—Somos huéspedes de este país —digo—. Debemos aparentar que somos de aquí.

May me da la razón y se pone un vestido que le confeccionó madame Garnet hace un año. ¿Cómo puede ser que la seda y los botones hayan llegado hasta aquí sin mancharse ni estropearse, mientras que yo…? Tengo que dejar de pensar así.

Recogemos nuestras cosas y le damos las dos bolsas al mozo. Luego salimos a la cubierta y encontramos un hueco en la barandilla, pero, con la lluvia que cae, no vemos gran cosa. Pasamos por debajo del puente Golden Gate, que está cubierto de nubes. A la derecha, la ciudad desciende hasta la orilla: húmeda, gris e insignificante comparada con el Bund de Shanghai. Debajo, en la cubierta de tercera clase, una multitud de culis, conductores de rickshaw y campesinos se empujan formando una masa agitada; el olor de su ropa sucia y mojada asciende hasta nosotras.

El barco atraca en un muelle. Los grupos familiares de primera y segunda clase —riendo, empujándose, contentos de haber llegado— muestran sus documentos y recorren una pasarela cubierta. Cuando nos llega el turno, enseñamos nuestros documentos. El inspector los examina, frunce la frente y le hace señas a un miembro de la tripulación.

—Estas dos tienen que ir al centro de inmigración de Angel Island —dice.

Seguimos al tripulante por los pasillos del barco y bajamos una escalera que conduce a una zona fría y húmeda. Siento alivio cuando volvemos a salir, hasta que descubro que estamos con los pasajeros de tercera clase. Como es lógico, en esta cubierta no hay paraguas ni toldos. Un viento frío nos lanza la lluvia a la cara y nos empapa la ropa.

Alrededor, la gente lee frenéticamente sus manuales. Entonces el hombre que hay a nuestro lado arranca una hoja del suyo, se la mete en la boca, la mastica un poco y se la traga. Oigo a alguien comentar que anoche tiró su libro al mar, y otro alardea de que tiró el suyo a la letrina:

—¡Le deseo suerte al que quiera buscarlo!

La ansiedad me retuerce el estómago. ¿Debía deshacerme del manual? Sam no me dijo nada de eso. Aunque ahora tampoco podría cogerlo, porque está dentro de mi sombrero, con nuestro equipaje. Respiro hondo y procuro tranquilizarme. No tenemos nada que temer. Estamos lejos de China, lejos de la guerra, en la tierra de la libertad y todo eso.

Nos abrimos paso hasta la barandilla entre los apestosos jornaleros. ¿No podían haberse lavado antes de desembarcar? ¿Qué impresión causarán a nuestros anfitriones? May está pensando en cosas muy diferentes. Observa a los pasajeros que salen en fila de las cubiertas de primera y segunda clase, buscando al joven con quien tantos ratos ha pasado durante la travesía. Al verlo, me coge del brazo, emocionada.

—¡Allí está! ¡Ése es Spencer! —Lo llama—: ¡Spencer! ¡Spencer! ¡Aquí! ¿Puedes ayudarnos?

Agita la mano y lo llama varias veces más, pero él no gira la cabeza para buscarla con la mirada junto a la barandilla de tercera clase. El rostro de May se tensa cuando él les da una propina a los mozos y luego se dirige con un grupo de pasajeros blancos a un edificio que hay a la derecha.

De la bodega del barco sacan grandes bultos envueltos en redes y los depositan en el muelle. Después, la mayor parte de la carga pasa directamente a la aduana. Al poco rato vemos cómo esos cajones y cajas salen de la aduana para ser cargados en camiones. Las mercancías han pagado los impuestos y prosiguen su camino hacia nuevos destinos, pero nosotras seguimos esperando bajo la lluvia.

Unos tripulantes ponen otra pasarela —sin toldo— en la cubierta inferior, donde estamos nosotras. Un lo fan con impermeable asegura la pasarela y se sube a una caja.

—¡Cojan todo lo que hayan traído! —grita en inglés—. ¡Tiraremos todo lo que dejen en el barco!

A nuestro alrededor, la gente murmura, confundida.

—¿Qué dice?

—Cállate. No oigo.

—¡Rápido! —ordena el hombre del impermeable—. ¡Vamos, vamos!

—¿Lo entiendes? —me pregunta un individuo empapado y tembloroso que está a mi lado—. ¿Qué quiere que hagamos?

—Que cojamos nuestras cosas y bajemos del barco.

Empezamos a hacer lo que nos han ordenado. El hombre del impermeable, con los brazos en jarras y los puños cerrados, grita:

—¡Y no se separen!

Desembarcamos; todos se empujan, como si bajar los primeros fuera lo más importante del mundo. Cuando pisamos tierra firme, no nos guían al edificio de la derecha, donde han entrado los otros pasajeros, sino a la izquierda, por el muelle, hasta una pequeña pasarela por la que subimos a un pequeño barco; y todo eso, sin darnos ninguna explicación. Una vez a bordo, veo que, aunque entre nosotros hay algunos blancos e incluso un puñado de japoneses, casi todos somos chinos.

Sueltan amarras y el barco se hace a la mar.

—¿Adónde nos llevan? —pregunta May.

¿Cómo puede estar tan desconectada de lo que ocurre alrededor? ¿Por qué no presta atención? ¿Por qué no se ha leído el manual? ¿Por qué no acepta lo que nos ha pasado? El estudiante de Princeton, como se llame, entendía perfectamente la situación en que se encuentra May, pero ella se niega a hacerlo.

—Nos llevan al centro de inmigración de Angel Island —contesto.

—Ah. Vale.

La lluvia arrecia y el viento se vuelve más frío. El barco cabecea sobre las olas. Mucha gente vomita. May saca la cabeza por la barandilla y respira a bocanadas. Dejamos atrás una isla que hay en medio de la bahía, y por unos instantes parece que vamos a pasar de nuevo bajo el Golden Gate, hacia mar abierto, de regreso a China. May gime y procura fijar la vista en el horizonte. Entonces el barco vira hacia estribor, rodea otra isla, entra en una pequeña ensenada y atraca en un embarcadero, al final de un largo muelle. En la ladera de la colina se apiñan unos edificios blancos de madera. Enfrente, cuatro palmeras pequeñas y gruesas tiemblan al viento, y la bandera de Estados Unidos, empapada, azota ruidosamente su mástil. Un letrero enorme reza: «Prohibido fumar.» Una vez más, todos empujan para ser los primeros en desembarcar.

—¡Los blancos sin documentos en regla, primero! —grita el individuo del impermeable; quizá crea que subiendo la voz va a lograr que quienes no saben inglés lo entiendan de repente, pero la mayoría de los chinos ignoran qué está diciendo.

Separan a los pasajeros blancos y los hacen pasar delante, mientras un par de guardias muy fornidos apartan a los chinos que han cometido el error de colocarse en la cabeza de la cola. Pero esos lo fan tampoco entienden muy bien lo que dice el hombre del impermeable. Ahora veo que son rusos blancos. Son aún más pobres que los shanghaianos más miserables, ¡y sin embargo reciben un tratamiento especial! Los bajan del barco y los escoltan hasta el edificio. Lo que sucede a continuación resulta aún más asombroso. Agrupan a los japoneses y coreanos y los acompañan educadamente hasta otra puerta del edificio.

—Ahora les toca a ustedes —dice el hombre del impermeable—. Cuando bajen del barco, formen dos filas. Los hombres a la izquierda. Las mujeres y los niños menores de doce años, a la derecha.

Hay mucha confusión y mucho maltrato por parte de los guardias pero, una vez que se han formado las dos filas, nos guían bajo la intensa lluvia, por el muelle, hasta el edificio de Administración. Cuando ordenan entrar a los hombres por una puerta y a las mujeres y los niños por otra —separando a los maridos de sus mujeres y a los padres de sus familias—, se oyen gritos de consternación, miedo e inquietud. Los guardias no muestran ninguna compasión. Nos tratan peor que a la carga del barco.

La separación de europeos (es decir, blancos), asiáticos (es decir, cualquiera procedente del Pacífico que no sea chino) y chinos continúa cuando nos conducen por una empinada ladera hasta unas instalaciones médicas ubicadas en uno de los edificios de madera. Una mujer blanca ataviada con uniforme blanco y almidonada cofia blanca entrelaza las manos y empieza hablar en inglés, en voz muy alta, como si quisiera compensar el hecho de que nadie, excepto May y yo, entiende lo que dice.

—Muchas de ustedes pretenden entrar en nuestro país con enfermedades parasitarias peligrosas —asegura—. Eso no puede ser. Los médicos y yo vamos a comprobar si tienen tracoma, anquilostomiasis, opistorquiasis o filariasis.

Las mujeres se echan a llorar. Ignoran qué quiere esa desconocida de atuendo blanco, el color de la muerte. Traen a una china vestida con un cheongsam largo y blanco (¡también!) para que actúe de intérprete. Hasta ahora he permanecido relativamente tranquila, pero, cuando me entero de lo que pretenden hacernos, empiezo a temblar. Nos van a examinar, como quien examina el arroz antes de cocinarlo. Cuando nos ordenan que nos desnudemos, un murmullo de inquietud se extiende por el recinto. No hace mucho, yo me habría burlado de la mojigatería de las otras mujeres, porque nosotras no somos como la mayoría de nuestras compatriotas. Nosotras hemos sido chicas bonitas; hemos mostrado nuestro cuerpo, para bien o para mal. En cambio, la mayoría de las chinas son muy recatadas: nunca se desnudan en público, y raramente en privado, ante sus esposos o incluso ante sus hijas.

Pero el relajamiento que yo tenía en el pasado ha desaparecido para siempre. No soporto que me desnuden. No soporto que me toquen. Me aferro a May, que me tranquiliza. Incluso cuando la enfermera intenta separarnos, May sigue junto a mí. Cuando se acerca el médico, me muerdo el labio para no gritar. Miro más allá de su hombro, por la ventana. Temo que si cierro los ojos volveré a encontrarme en aquella cabaña con aquellos hombres, oyendo los gritos de mama, sintiendo que… Mantengo los ojos muy abiertos. Todo es blanco y limpio; o al menos más limpio que mis recuerdos de la cabaña. Finjo no notar el frío de los instrumentos del médico ni la blanca suavidad de sus manos sobre mi piel; contemplo la bahía. Ahora estamos de espaldas a San Francisco, y lo único que veo es una extensión de agua gris que se funde con una cortina de lluvia, también gris. Ahí fuera tiene que haber tierra, pero no sé a qué distancia. Cuando el doctor termina conmigo, vuelvo a respirar.

El médico examina a todas, una a una; y después esperamos —temblando de frío y miedo— hasta haber entregado una muestra de deposición. Primero nos han separado de las otras razas, luego han separado a los hombres de las mujeres, y ahora nos separan a las mujeres: un grupo se dirige al dormitorio; otro se queda en el hospital para recibir tratamiento para la anquilostomiasis, que se puede curar; y luego está el de las que tienen opistorquiasis, a las que embarcan inmediatamente para devolverlas a China: éstas son las que más lloran.

May y yo estamos en el grupo que va al dormitorio de las mujeres, situado en el primer piso del edificio de Administración. Una vez dentro, cierran la puerta con llave. Hay varias filas de literas —de tres pisos, con dos camas en cada uno— unidas entre sí por barras de hierro fijadas al techo y el suelo. Las literas consisten en un somier de tela metálica, sin colchón. El espacio entre los somieres de cada litera es de apenas medio metro; a primera vista, no se puede estirar el brazo sin golpear la cama de arriba. Sólo en las camas superiores hay espacio suficiente para sentarse, pero esa zona está llena de ropa tendida por las mujeres que han llegado antes, colgada de cuerdas atadas de una litera a otra. En el suelo, debajo de las camas inferiores, hay cuencos y tazas.

May recorre el pasillo central y consigue las dos camas superiores de una litera, cerca del radiador. Sube y se tumba para dormir. Nadie nos trae el equipaje. Sólo disponemos de la ropa que llevamos y nuestros bolsos.

A la mañana siguiente, nos arreglamos lo mejor que podemos. Los guardias dicen que van a llevarnos a una entrevista con la Comisión Examinadora, pero las mujeres del dormitorio lo llaman interrogatorio. Esa palabra resulta amenazadora. Una mujer sugiere que bebamos agua fría para aplacar nuestros temores, pero yo no siento miedo. No tenemos nada que ocultar, y esto sólo es un trámite.

Junto con unas cuantas mujeres más, nos conducen a una habitación que parece una jaula. Nos sentamos en bancos y nos miramos con aire pensativo. Hay una expresión china que describe muy bien ese momento: «tragar hiel.» Me digo que, pase lo que pase en esta entrevista, no será tan desagradable como el examen médico, ni como todo lo que nos ha sucedido desde el momento en que baba anunció que había concertado nuestros matrimonios.

—Diles lo que te he enseñado que hay que decir, y todo saldrá bien —le susurro a May mientras esperamos en la jaula—. Entonces podremos marcharnos de aquí.

Mi hermana asiente en silencio. El guardia la llama por su nombre; la observo entrar en una sala y veo cómo se cierra la puerta. Poco después, el mismo guardia me conduce a otra sala. Compongo una sonrisa falsa, me aliso el vestido y camino hacia la puerta con cierta apariencia de seguridad. En la habitación, sin ventanas, hay dos hombres blancos —uno casi calvo y el otro con bigote; ambos con gafas— sentados a una mesa. No me devuelven la sonrisa. En una mesita dispuesta a un lado, otro hombre blanco se entretiene limpiando las teclas de su máquina de escribir. Un chino ataviado con traje occidental de mala hechura examina una carpeta, me mira y vuelve a mirar la carpeta.

—Veo que naciste en Yin Bo —me dice en sze yup, y le pasa la carpeta al hombre calvo—. Me alegro de poder hablar contigo en el dialecto de los Cuatro Distritos.

Antes de que pueda decirle que sé inglés, el calvo ordena:

—Dígale que se siente.

El intérprete me señala una silla.

—Me llamo Louie Fon —continúa en sze yup—. Tu marido y yo llevamos el mismo nombre y provenimos del mismo distrito. —Se sienta a mi izquierda—. Este hombre calvo que tienes delante es el comisario Plumb. El otro es el señor White. El que escribe es el señor Hemstreet. No tienes que preocuparte por él…

—Prosiga —lo interrumpe entonces el comisario Plumb—. Pregúntele…

Al principio todo va bien. Sé la fecha y el año de mi nacimiento en el calendario occidental y en el lunar. Me preguntan el nombre del pueblo donde nací. Luego el nombre del pueblo donde nació Sam y la fecha de nuestra boda. Recito la dirección de Sam y su familia en Los Ángeles. Y entonces…

—¿Cuántos árboles hay delante de la vivienda de tu presunto esposo?

Como no contesto de inmediato, cuatro pares de ojos me miran fijamente: curiosos, aburridos, triunfantes, maliciosos.

—Delante de la casa hay cinco árboles —digo, recordando lo que ponía en el manual—. En el lado derecho de la casa no hay árboles. En el lado izquierdo hay un ginkgo.

—¿Y cuántas habitaciones tiene la casa de tu familia paterna?

Memoricé las respuestas del manual de Sam, pero no imaginé que pudieran preguntarme algo sobre mí. Pienso cuál sería la respuesta correcta. ¿Debo contar los cuartos de baño o no? ¿Debo decir cuántas habitaciones había antes de que las dividiéramos para alojar huéspedes?

—Seis habitaciones principales…

Antes de que pueda explicarme, me preguntan cuántos invitados hubo en mi presunta boda.

—Siete.

—¿Comieron algo?

—Comimos arroz y ocho platos. No hubo banquete; cenamos en el restaurante del hotel.

—¿Cómo estaba puesta la mesa?

—Al estilo occidental, pero con palillos chinos.

—¿Ofreciste nueces de areca a los invitados? ¿Les serviste el té?

Me gustaría aclarar que no soy una campesina, y que por lo tanto jamás se me habría ocurrido ofrecer nueces de areca a los comensales. Les habría servido el té si hubiera tenido la boda que siempre soñé, pero aquella noche no fue una ocasión muy festiva. Recuerdo el desdén con que el venerable Louie descartó la proposición de mi padre de que May y yo realizáramos el ritual.

—Fue una boda civilizada —contesto—. Muy occidental…

—¿Adoraste a tus antepasados como parte de la ceremonia?

—Por supuesto que no. Soy cristiana.

—¿Tienes algún documento que acredite tu presunto matrimonio?

—Sí, está en mi equipaje.

—¿Te espera tu marido?

Esa pregunta me pilla desprevenida. El venerable Louie y sus hijos saben que no subimos al barco con ellos. Me consta que informaron al Clan Verde de nuestro incumplimiento, pero ¿se lo contaron a los inspectores de Angel Island? ¿Y siguen esperando que May y yo aparezcamos?

—Mi hermana y yo nos retrasamos por culpa de los japoneses —explico—. Nuestros maridos están impacientes por vernos llegar.

El intérprete traduce mis palabras, y los dos inspectores hablan entre sí, sin saber que entiendo todo lo que dicen.

—Parece sincera —comenta el señor White—. Pero, según el expediente, está casada con un comerciante legalmente domiciliado y con un ciudadano americano. No puede estar casada con ambos.

—Podría tratarse de un error. En ambos casos deberíamos dejarla entrar. —El comisario Plumb esboza una mueca—. Pero no ha demostrado ninguno de esos dos estados civiles. Y mírele la cara. ¿A usted le parece la mujer de un comerciante? Tiene la piel demasiado oscura. Yo diría que ha trabajado en arrozales toda su vida.

Ya está. La misma crítica de siempre. Miro hacia abajo, por temor a que vean el rubor que empieza a subirme por el cuello. Pienso en la niña de la embarcación en que viajamos hasta Hong Kong, y en cómo la descubrió aquel pirata. Ahora estos hombres están haciendo lo mismo conmigo. ¿De verdad parezco una campesina?

—Pero fíjese en cómo va vestida. Tampoco parece la mujer de un jornalero —observa el señor White.

El comisario Plumb tamborilea con los dedos en la mesa.

—La dejaré pasar, pero quiero ver el certificado de matrimonio que acredita que está casada con un comerciante legal, o algo que demuestre la ciudadanía de su marido. —Mira al intérprete—. ¿Qué día tienen asignado las mujeres para ir al muelle a recoger cosas de su equipaje?

—El martes, señor.

—Muy bien. La retendremos hasta la semana que viene. Dígale que la próxima vez debe traer su certificado de matrimonio. —Le hace una seña al taquígrafo y empieza a dictarle un resumen, que termina con esta frase—: Aplazamos el caso para su posterior investigación.

May y yo pasamos cinco días con la misma ropa. Por la noche, lavamos nuestra ropa interior y la ponemos a secar con la de las demás mujeres que cuelga sobre nuestra cabeza. Todavía nos queda un poco de dinero para comprar pasta de dientes y otros artículos de aseo en una pequeña tienda que abre a la hora de las comidas. Cuando llega el martes, nos ponemos en la cola con otras mujeres que quieren recoger cosas de su equipaje, y unas misioneras blancas nos acompañan a un almacén que hay al final del muelle. May y yo cogemos los certificados de matrimonio, y luego compruebo si el manual sigue allí escondido. Sí, sigue allí. Nadie se ha molestado en mirar en el interior de mi sombrero de plumas. Lo escondo bien, dentro del forro. Después cojo ropa interior limpia y una muda.

Todas las mañanas me visto en la cama debajo de la manta, para que las otras no me vean desnuda. Luego espero a que me llamen a la sala de entrevistas, pero nadie viene por nosotras. Si a las nueve no nos han llamado, ya sabemos que ese día no va a pasar nada. Al llegar la tarde, el nerviosismo vuelve a reinar en la habitación. A las cuatro en punto, el guardia entra y dice: «Sai gaai», una deformación en dialecto cantonés de la expresión hou sai gaai, que significa «buena suerte». A continuación, lee el nombre de las personas autorizadas a subir al barco para completar el último tramo de su viaje a América. En una ocasión se acerca a una mujer y se frota los ojos como si llorara. Luego ríe y le dice que la devuelven a China. Nunca conoceremos el motivo de su deportación.

Pasan los días y, poco a poco, permiten continuar hasta San Francisco a todas las que llegaron a Angel Island el mismo día que nosotras. Vienen otras mujeres, que también se someten al interrogatorio y se marchan. Sin embargo, a nosotras no nos llaman. Cada noche, después de otra asquerosa cena a base de pies de cerdo o pescado estofado con tofu, me quito el vestido debajo de la manta, lo cuelgo en la cuerda de tender que hay sobre mi litera y procuro dormir, sabiendo que permaneceré encerrada en esta habitación hasta la mañana siguiente.

No obstante, la sensación de estar atrapadas se extiende mucho más allá de esta habitación. En otro momento, en otro sitio y con más dinero, May y yo quizá habríamos podido huir de nuestro destino. Pero aquí no tenemos alternativa ni libertad. Hemos perdido toda nuestra vida anterior. No conocemos a nadie en Estados Unidos, aparte de nuestros maridos y nuestro suegro. Baba nos dijo que, si íbamos a Los Ángeles, viviríamos en casas bonitas, tendríamos sirvientes y nos codearíamos con estrellas de cine, así que quizá éste sea el camino que deberíamos haber tomado desde el principio. Podríamos considerarnos afortunadas por habernos casado con tan buenos pretendientes. Las mujeres —tanto las que han tenido un matrimonio concertado como las que no, tanto en el pasado como ahora mismo, en 1937— siempre se han casado por dinero y por lo que éste conlleva. Sin embargo, yo tengo un plan secreto. Cuando May y yo lleguemos a Los Ángeles, guardaremos parte del dinero que nos den nuestros maridos para ropa y zapatos, embellecernos y llevar la casa, y lo utilizaremos para escapar. Tumbada en el somier de tela metálica de mi litera, oigo el débil y lastimero sonido de la sirena de niebla, y a las otras mujeres, que lloran, roncan o hablan en susurros; y planeo cómo, algún día, May y yo huiremos de Los Ángeles y nos iremos a Nueva York o París, ciudades que, según me han contado, pueden compararse a Shanghai en esplendor, cultura y riqueza.

Dos martes más tarde, cuando nos dejan ir otra vez a coger cosas del equipaje, May toma las prendas de campesina que compró en Hangchow. Nos las ponemos por la tarde y por la noche, porque aquí hace demasiado frío, está todo demasiado sucio y no estamos cómodas con nuestros vestidos buenos, que sólo llevamos por la mañana por si nos llaman para concluir las vistas. Sin embargo, hacia mediados de semana, May empieza a ponerse la ropa de campesina todo el día.

—¿Y si nos llaman para la entrevista? —pregunto. Estamos sentadas en nuestras literas, rodeadas de ropa tendida—. ¿Crees que esto es diferente de Shanghai? La ropa es importante. Las que van bien vestidas salen antes que las que parecen… —No termino la frase.

—¿Campesinas?

Se cruza de brazos y hunde los hombros. No parece la misma. Ya llevamos un mes aquí, y es como si la hubiera abandonado todo el coraje que demostró al sacarme de aquella cabaña. Está pálida. No le interesa demasiado lavarse el cabello, que, como el mío, ha crecido hasta formar una melena desgreñada.

—Debes esforzarte, May. No nos quedaremos mucho tiempo aquí. Date una ducha y ponte un vestido. Te sentirás mejor.

—¿Por qué? Dime por qué. No puedo comer esa comida asquerosa que nos dan, así que casi nunca voy al lavabo. No hago nada, así que no sudo. Pero aunque sudara, ¿por qué iba a ducharme en un sitio donde puede verme todo el mundo? Es tan humillante que me gustaría ponerme un saco en la cabeza. Además —añade con énfasis—, no veo que tú vayas mucho al lavabo ni a las duchas.

Tiene razón. La tristeza y la desesperación se apoderan de quienes permanecen demasiado tiempo en este sitio. El viento frío, los días neblinosos y las sombras nos deprimen y asustan. En solamente un mes, he visto cómo muchas mujeres —algunas de las cuales ya se han marchado— se negaban a ducharse durante toda su estancia, y no únicamente porque no sudaran. Muchas se han suicidado en las duchas, ahorcándose, o introduciéndose afilados palillos por las orejas hasta el cerebro. Nadie quiere ir a las duchas, y no sólo porque a nadie le guste desnudarse delante de otras personas, sino por temor a los fantasmas de las muertas, que, como no han tenido ritos funerarios adecuados, se niegan a abandonar el desagradable lugar donde murieron.

Decidimos que, a partir de ahora, May irá conmigo a los lavabos y las duchas comunes cuando estén vacíos, y luego se quedará vigilando fuera para que no entren otras mujeres. Yo haré lo mismo con ella, aunque no me explico por qué se ha vuelto tan pudorosa.

Al final el guardia nos llama para la entrevista. Me cepillo el cabello, bebo unos sorbos de agua para tranquilizarme y me calzo los zapatos de tacón. Miro a May; parece una mendiga que hubieran materializado aquí mediante magia desde un callejón de Shanghai. Esperamos en la jaula hasta que nos llega el turno. Éste es el último paso; después nos llevarán a San Francisco. Sonrío a May para animarla —ella no me devuelve la sonrisa— y sigo al guardia hasta la sala. Reconozco al comisario Plumb, al señor White y al taquígrafo, pero hay un intérprete nuevo.

—Me llamo Lan On Tai —se presenta—. A partir de ahora habrá un intérprete diferente en cada sesión. No quieren que nos hagamos amigos. Te hablaré en sze yup. ¿Me entiendes, Louie Chin-shee?

Según la tradición china, se llama a las mujeres por su apellido, añadiendo la palabra shee. Esta práctica se remonta a hace más de tres mil años, hasta la dinastía Chou, y todavía es común entre los campesinos, pero ¡yo soy de Shanghai!

—Te llamas así, ¿no? —pregunta el intérprete. Como no contesto enseguida, mira a los hombres blancos; luego vuelve a mirarme y añade—: No debería decírtelo, pero tu caso presenta problemas. Será mejor que aceptes lo que dice tu expediente. No trates de cambiar tu historia ahora.

—Pero yo nunca he dicho que me llamara…

—¡Siéntese! —ordena el comisario Plumb. Aunque en la sesión anterior fingí no saber inglés y ahora, después de la advertencia del intérprete, sé que debo seguir fingiendo ignorancia, obedezco con la esperanza de que el comisario crea que su orden me ha asustado—. En nuestra anterior entrevista, usted afirmó que tuvo una boda civilizada, y que por eso no adoró a sus antepasados como parte de la ceremonia. Tengo aquí el expediente de su marido, y él afirma que sí adoraron a sus antepasados.

Espero a que el intérprete lo traduzca, y entonces contesto:

—Ya se lo dije: soy cristiana. No adoro a mis antepasados. Quizá mi marido adorara a los suyos a solas.

—¿Cuánto tiempo pasaron juntos?

—Una noche. —Hasta yo me doy cuenta de lo mal que suena eso.

—¿Espera que nos creamos que estuvo casada un solo día y que ahora su marido ha enviado a buscarla?

—Nuestra boda estaba concertada.

—¿La concertó una casamentera?

Procuro deducir cómo contestaría Sam a esta pregunta.

—Sí, una casamentera.

El intérprete asiente con disimulo para darme a entender que he respondido correctamente.

—Usted nos dijo que no había servido nueces de areca ni té, pero su hermana afirma que sí —prosigue el comisario Plumb, y da unos golpecitos en otra carpeta, que al parecer contiene los papeles de May.

Lo miro mientras espero a que el intérprete termine la traducción, preguntándome si me estará tendiendo una trampa. ¿Por qué iba a decir May eso? Dudo que lo haya dicho.

—Ni mi hermana ni yo les ofrecimos nueces de areca.

No es la respuesta que ellos esperaban. Lan On Tai me mira con una mezcla de lástima y fastidio.

—Dice usted que fue una boda civilizada —continúa el comisario Plumb—, pero su hermana dice que ninguna de las dos llevaba velo.

Me debato entre enfadarme conmigo misma y con May por no haber sido más aplicadas y haber preparado mejor nuestra historia, y me pregunto qué importancia tiene todo esto.

—Fue una boda civilizada —replico—, pero ninguna de las dos llevaba velo.

—¿Se quitó el velo durante el banquete?

—Ya le he dicho que no llevaba velo.

—¿Por qué afirma que sólo hubo siete personas en el banquete, cuando su marido, su suegro y su hermana aseguran que había muchas mesas ocupadas en la sala?

Empiezo a marearme. ¿Qué está pasando?

—Éramos un grupo pequeño y sólo ocupábamos una mesa del restaurante del hotel, donde había otros huéspedes cenando.

—Dice usted que en su hogar paterno hay seis habitaciones, pero su hermana dice que hay muchas más, y su marido afirmó que la casa es enorme. —El comisario Plumb enrojece cuando añade—: ¿Nos está mintiendo?

—Las habitaciones se pueden contar de diferentes maneras, y mi marido…

—Volvamos a su boda. ¿El banquete se celebró en la planta baja o en el piso superior?

Y cosas por el estilo: ¿Cogí un tren después de la boda? ¿Fui en barco? ¿Las casas del barrio donde vivía con mis padres están construidas en hileras? ¿Cuántas casas había entre la nuestra y la calle principal? ¿Cómo puedo decir que me casé según la tradición antigua o según la moderna si hubo una casamentera y no llevaba velo? ¿Por qué mi presunta hermana y yo no hablamos el mismo dialecto?

El interrogatorio dura ocho horas, sin descanso para comer ni para ir al lavabo. Al final, el comisario Plumb está colorado y cansado. Mientras le dicta el resumen al taquígrafo, me hierve la sangre de frustración. Casi todas sus frases empiezan así: «La presunta hermana de la candidata declara…» Comprendo que mis respuestas puedan interpretarse de forma diferente que las dadas por Sam o el venerable Louie, pero ¿cómo es posible que las respuestas de May sean tan distintas de las mías?

El intérprete no expresa ni pizca de emoción cuando traduce la conclusión del comisario Plumb:

—Existen numerosas contradicciones que no deberían existir, sobre todo relativas al hogar que la candidata compartía con su presunta hermana. Mientras que la candidata responde adecuadamente a las preguntas relativas al pueblo natal de su presunto marido, su presunta hermana no parece tener conocimiento alguno sobre su marido, la familia de éste ni su domicilio, ya sea en Los Ángeles o en China. Por lo tanto, la opinión unánime de los miembros de la comisión es que esta candidata, así como su presunta hermana, deberán ser reexaminadas hasta que logren resolverse las contradicciones. —Entonces el intérprete me mira y añade—: ¿Has entendido todo lo que te han preguntado?

—Sí —contesto, furiosa con estos detestables hombres y su interminable interrogatorio, conmigo misma por no ser más lista y sobre todo con May. Su dejadez ha provocado que nos retengan aún más tiempo en esta horrible isla.

Cuando salgo, mi hermana no está en la jaula. Tengo que sentarme allí y esperar a que acabe otra mujer cuyo interrogatorio tampoco está yendo bien. Una hora más tarde, la mujer abandona la sala de entrevistas; el guardia la coge del brazo, abre la puerta de la jaula y me hace señas, pero no volvemos al dormitorio del primer piso del edificio de Administración, sino que nos dirigimos a otro edificio. Al final del vestíbulo hay una puerta con una ventanilla cubierta con malla metálica; sobre el dintel se lee: «Celda 1.» En esta isla, y en nuestro dormitorio cerrado con llave, quizá tengamos la sensación de estar en la cárcel, pero ésta sí es la puerta de una celda de verdad. La mujer llora e intenta soltarse, pero el guardia es más fuerte que ella. Abre la puerta, mete a la mujer en la oscura celda de un empujón y la encierra con llave.

Ahora me he quedado sola con un blanco muy corpulento. No tengo escapatoria. Empiezo a temblar incontroladamente. Y entonces sucede algo muy extraño: la sonrisa de desdén del guardia se transforma en una expresión semejante a la compasión.

—Lamento que hayas tenido que ver esto —dice—. Es que esta noche andamos escasos de personal. —Niega con la cabeza—. No entiendes ni una palabra de lo que digo, ¿verdad? —Señala la puerta por la que hemos entrado—. Tenemos que ir por allí, para devolverte al dormitorio —continúa, pronunciando con esmero; sus labios se estiran y me recuerdan a las retorcidas facciones de las estatuas de demonios de los templos—. ¿Me entiendes?

Más tarde, cuando recorro el dormitorio hasta mi litera, mis emociones son un torbellino de ira, miedo y frustración. Las miradas de las otras mujeres me siguen mientras taconeo por el suelo de linóleo. Algunas llevamos un mes conviviendo en esa habitación de dimensiones reducidas. Sabemos reconocer el estado de ánimo de las demás, y sabemos cuándo retirarnos u ofrecer consuelo. Ahora siento que las mujeres se alejan de mí, como las ondas concéntricas cuando lanzas una piedra a una charca.

May está sentada en el borde de su cama, con las piernas colgando. Ladea la cabeza como hace desde que era una cría cuando sabe que van a regañarla.

—¿Por qué has tardado tanto? Llevo horas esperándote.

—¿Qué has hecho, May? Dime, ¿qué has hecho?

—Te has perdido la comida. Pero te he traído un poco de arroz.

Abre una mano y me muestra una bola deforme de arroz. Le doy un manotazo y la tiro al suelo. Las otras mujeres miran hacia otro lado.

—¿Por qué les has mentido? —le espeto—. ¿Por qué?

Ella balancea las piernas como una niña pequeña cuyos pies no llegan al suelo. Me quedo mirándola, respirando afanosamente por la nariz. Nunca había estado tan enfadada con ella. Ahora no se trata de unos zapatos embarrados, ni de una blusa que me devuelve manchada.

—No entendía lo que decían. Yo no entiendo la cantinela del sze yup. Sólo entiendo la canción del norte de Shanghai.

—¿Y eso es culpa mía? —replico furiosa, aunque comprendo que tengo parte de responsabilidad en lo sucedido.

May no entiende el dialecto de nuestros antepasados. ¿Cómo no lo tuve en cuenta? Sin embargo, el Dragón que hay en mí está realmente colérico.

—Hemos pasado muchos suplicios, pero en el barco no te molestaste siquiera en mirar el manual —añado.

Mi hermana se encoge de hombros y la ira me embarga.

—¿Quieres que nos devuelvan a China? ¿Quieres eso?

May no contesta, pero las lágrimas empiezan a acumularse en sus ojos.

—¿Es eso lo que quieres? —insisto.

Las lágrimas, predecibles, se desbordan y gotean en su holgada chaqueta, dejando en la tela unas manchas azules que se extienden poco a poco. Pero si May es predecible, yo también lo soy.

Le sacudo las piernas. La hermana mayor, que siempre tiene razón, pregunta:

—¿Qué te pasa?

May murmura algo.

—¿Qué?

Deja de balancear las piernas y mantiene la cabeza gacha, pero yo la miro desde abajo, así que no tiene forma de esquivarme. Vuelve a murmurar.

—Habla más alto para que pueda oírte —digo con aspereza, impaciente.

Ladea la cabeza, me mira a los ojos y, en voz muy baja para que sólo yo la oiga, susurra:

—Estoy embarazada.