Despierto una vez y noto cómo me limpian la cara con un trapo húmedo. Abro los ojos y veo a May, pálida, hermosa y tímida como un espíritu, el cielo más allá de su cabeza. ¿Estamos muertas? Vuelvo a cerrar los ojos y siento que me tambaleo y doy bandazos.
Luego noto que estoy en un barco. Esta vez me esfuerzo por permanecer despierta. Miro hacia la izquierda y veo unas redes. Miro hacia la derecha y veo tierra firme. El barco avanza a envites constantes. Como no hay olas, deduzco que no estamos en el mar. Levanto la cabeza y veo una jaula junto a mis pies. Dentro, un niño de unos seis años —¿retrasado mental, loco, enfermo?— se retuerce sin cesar. Cierro los ojos y dejo que el ritmo acompasado del barco me adormezca.
No sé cuántos días dura el viaje. Percibo imágenes y sonidos fugaces: la luna y las estrellas, el incesante croar de las ranas, el lastimero sonido de un pi-pa, el ruido de un remo al chocar contra el agua, una madre que llama a su hijo, disparos de fusil. En las angustiadas oquedades de mi pensamiento, una voz pregunta: «¿Es cierto que los hombres ahogados flotan boca abajo pero las mujeres miran al cielo?» No sé quién ha hecho la pregunta, ni si alguien la ha hecho, pero preferiría quedarme mirando hacia abajo y contemplar una eternidad de líquida negrura.
Levanto un brazo para protegerme del sol y noto que algo pesado se desliza hacia mi codo. Es el brazalete de jade de mi madre; entonces sé que ella está muerta. La fiebre prende fuego a mis entrañas y el frío me hace temblar espasmódicamente. Unas manos me levantan con cuidado. Estoy en un hospital. Unas tenues voces pronuncian palabras como «morfina», «laceraciones», «infección», «vagina» y «operación». Cuando oigo la voz de mi hermana, me siento a salvo. Cuando no la oigo, me desespero.
Al final dejo de vagar entre los moribundos. May dormita en una silla junto a la cama del hospital. Lleva las manos tan vendadas que parece que tiene dos patas enormes y blancas sobre el regazo. Un médico que hay a mi lado se lleva el índice a los labios. Señala a May con la cabeza y susurra:
—Déjala dormir. Lo necesita.
Cuando se inclina sobre mí, intento apartarme, pero tengo las muñecas atadas a las barandillas de la cama.
—La fiebre te hacía delirar y te resistías mucho —me explica con amabilidad—. Ahora ya no corres peligro. —Me pone una mano en el brazo. Es chino, pero hombre de todos modos. Reprimo el impulso de gritar. Él me mira a los ojos, examinándolos, y sonríe—. Ya no tienes fiebre. Sobrevivirás.
En los días posteriores, me entero de que May me subió a la carretilla y la empujó ella sola hasta el Gran Canal. Por el camino, tiró o vendió muchas de las cosas que llevábamos. Ahora nuestras únicas posesiones son tres conjuntos para cada una, nuestros documentos y lo que queda de la dote de mama. Ya en el Gran Canal, utilizó parte del dinero de mama para que un pescador y su familia nos condujeran en su sampán hasta Hangchow. Cuando llegamos al hospital, yo estaba casi muerta. Mientras me llevaban al quirófano para operarme, otros médicos se ocuparon de las manos de May, que estaban cubiertas de ampollas y en carne viva de empujar la carretilla. Pagó nuestro tratamiento vendiendo unas joyas de boda de mama en una casa de empeños.
A ella se le curan poco a poco las manos, pero a mí tienen que operarme dos veces más. Un día, los médicos vienen a verme y, abatidos, me dicen que no creen que pueda tener hijos. May llora, pero yo no. Si para ser madre he de mantener relaciones esposo-esposa, prefiero morir. «Nunca más —me digo—. No volveré a hacer eso nunca más.»
Después de casi seis semanas en el hospital, los médicos acceden a darme el alta. Nada más recibir la noticia, May se marcha a organizar nuestro viaje a Hong Kong. El día que ella debe recogerme, voy a vestirme al cuarto de baño. He adelgazado mucho. La persona que me mira desde el espejo —alta, desgarbada y flaca— no aparenta más de doce años, pero tiene las mejillas descarnadas y unas marcadas ojeras. Me ha crecido mucho el pelo, que cuelga lacio y apagado. Tantos días bajo el sol sin sombrilla ni sombrero me han dejado la piel roja y curtida. ¡Cómo se enfadaría baba si me viera así! Tengo los brazos tan delgados que mis dedos parecen exageradamente largos, como garras. El vestido de estilo occidental que me pongo cuelga sobre mí como una cortina.
Cuando salgo del cuarto de baño, encuentro a May sentada en la cama, esperándome. Me echa un vistazo y me dice que me quite el vestido.
—Mientras tú te recuperabas, han pasado muchas cosas —explica—. Los micos son como las hormigas en busca de almíbar. Están en todas partes. —Vacila un momento. No ha querido hablar de lo que pasó aquella noche en la cabaña, y yo se lo agradezco, pero ese episodio está presente en todas nuestras palabras y miradas—. Tenemos que pasar inadvertidas —continúa con fingido entusiasmo—. Debemos parecernos a nuestras paisanas.
Ha vendido uno de los brazaletes de mama y comprado dos mudas de ropa de estilo tradicional: pantalón negro de lino, holgada chaqueta azul y pañuelo para la cabeza. Me da uno de los conjuntos de campesina. Nunca me ha importado desnudarme delante de May. Es mi hermana, pero no creo que a partir de ahora soporte que me vea desnuda. Cojo la ropa y me la llevo al cuarto de baño.
—Y tengo otra idea —dice ella al otro lado de la puerta, cerrada con pestillo—. No puedo decir que se me haya ocurrido a mí, y no sé si funcionará. Se lo oí decir a un par de misioneras. Cuando salgas te lo explico.
Esta vez, cuando me miro en el espejo, me dan ganas de reír. En los dos últimos meses he pasado de chica bonita a campesina patética, pero cuando salgo del cuarto de baño May no hace ningún comentario sobre mi aspecto, y se limita a llevarme hasta la cama. Coge un tarro de crema limpiadora y una lata de cacao en polvo y los deja en la mesilla de noche. Toma la cuchara de mi bandeja del desayuno —arrugando el ceño al ver que, una vez más, no he comido casi nada— y saca dos cucharadas de crema limpiadora que pone en la bandeja.
—Echa un poco de cacao en polvo encima, Pearl —indica, y yo la miro sin comprender—. Confía en mí —sonríe. Hago lo que me dice, y ella empieza a remover la mezcla—. Vamos a ponernos esto en las manos y la cara para parecer más oscuras, más rústicas.
Es una idea brillante, pero yo ya tengo la piel oscura, y eso no me ha librado del desenfreno de los soldados. Sin embargo, al salir del hospital llevo puesto el mejunje de May.
Mientras yo estaba ingresada, May encontró a un pescador que ha descubierto una nueva forma de ganar una fortuna, mucho mejor que buscar peces bajo el agua: transportar refugiados de Hangchow a Hong Kong. Al subir a su barco, nos apiñamos con unos doce pasajeros más en una bodega pequeña y muy oscura destinada a almacenar el pescado. La única luz es la que se cuela entre los listones de la cubierta. El olor a pescado que impregna la bodega es agobiante, pero nos hacemos a la mar bamboleándonos en la estela de un tifón. La gente no tarda en marearse, May más que nadie.
El segundo día de travesía oímos unos gritos. Una mujer que está a mi lado rompe a llorar.
—Son los japoneses —se lamenta—. Nos matarán a todos.
Si ella tiene razón, no pienso darles la oportunidad de volver a violarme. Antes de eso, me tiraré por la borda. Las pisadas de los soldados en la cubierta resuenan en la bodega. Las madres abrazan a sus hijos y los aprietan contra el pecho para sofocar cualquier sonido. Enfrente de mí, un crío agita desesperadamente un brazo e intenta respirar.
May se pone a hurgar en nuestras bolsas. Saca el dinero que nos queda y lo divide en tres montones. Uno lo dobla y lo mete entre los listones de madera del techo. Me da unos cuantos billetes y, siguiendo su ejemplo, los escondo debajo de mi pañuelo. May me quita precipitadamente el brazalete de mama y los pendientes y los mete en la bolsita de la dote. Esconde la bolsita en una grieta entre el casco y la plataforma en que estamos sentadas. Por último, rebusca en nuestra bolsa de viaje y saca la mezcla de crema limpiadora y cacao. Nos damos otra capa en la cara y las manos.
Se abre la trampilla y entra un haz de luz.
—¡Subid aquí! —nos ordena una voz en chino.
Obedecemos. El aire, fresco y salado, me da en la cara. El mar resuena bajo mis pies. Estoy tan asustada que no puedo mirar hacia arriba.
—No te preocupes —me susurra May—. Son chinos.
Pero no se trata de inspectores navales, pescadores ni otros refugiados trasladados de un barco a otro. Son piratas. En tierra firme, nuestros paisanos se están aprovechando de la guerra y saquean las zonas que todavía no han sido atacadas. ¿Por qué iba a ser diferente en el mar? Los demás pasajeros están aterrados. No comprenden que el robo de dinero y objetos de valor es sólo un mal menor.
Los piratas registran a los hombres y se apoderan de todas las joyas y el dinero que encuentran. Descontento, el jefe pirata ordena a los hombres que se desnuden. Al principio ellos vacilan, pero cuando el pirata sacude su fusil, obedecen. Aparecen más joyas y dinero escondidos entre las nalgas, cosidos en los dobladillos y el forro de la ropa, o dentro de los zapatos.
No sabría explicar cómo me siento. La última vez que vi a un hombre desnudo… Pero éstos son paisanos míos: tienen frío, están asustados e intentan taparse las partes íntimas. No quiero mirarlos, pero los miro. Me siento confusa, resentida, y en cierto modo triunfante al ver cómo los piratas humillan a esos hombres y revelan su debilidad.
Luego ordenan a las mujeres que les entreguemos todo lo que hayamos escondido. Después de ver lo que les ha pasado a los hombres, obedecemos sin rechistar. Meto una mano debajo de mi pañuelo, sin lamentarlo, y saco los billetes. Los piratas reúnen el botín, pero no son tontos.
—¡Tú!
Doy un brinco, pero no es a mí a quien se dirige.
—¿Qué escondes?
—Trabajo en una granja —contesta con voz temblorosa una niña que está a mi derecha.
—¿Eres campesina? ¡Nadie lo diría, viendo tu cara, tus manos y tus pies!
Es cierto. La niña viste ropa de campesina, pero tiene el rostro pálido, las manos bien cuidadas, y lleva zapatos de chico con cordones. El pirata la ayuda a desvestirse, hasta que se queda con sólo una compresa sujeta con un cinturón. Entonces queda claro que la niña miente. Las campesinas no pueden permitirse compresas occidentales; utilizan un áspero papel vegetal, como todas las mujeres pobres.
¿Por qué será que, en situaciones como ésta, nos resistimos a mirar hacia otro lado? No lo sé, pero vuelvo a mirar, en parte por miedo a lo que pueda sucedemos a May y a mí, y en parte por curiosidad. El pirata coge la compresa y la rasga con su cuchillo. Dentro sólo encuentra quince dólares de Hong Kong.
Indignado con tan miserable botín, lanza la compresa por la borda. Mira a las mujeres una a una, decide que no merecemos la pena y ordena a un par de sus hombres que registren la bodega. Vuelven al cabo de unos minutos, profieren algunas amenazas, saltan a su barco y se marchan. Los pasajeros se apresuran a regresar a la apestosa bodega para comprobar qué se han llevado los piratas. Yo permanezco en cubierta. Al poco rato oigo gritos de consternación.
Un hombre sube a toda prisa la escalera, cruza la cubierta precipitadamente y se lanza por la borda. Ni los pescadores ni yo podemos hacer nada por evitarlo. El hombre cabecea entre las olas durante un minuto y luego desaparece.
Desde que desperté en el hospital, he querido morirme todos los días, pero al ver cómo ese hombre se hunde en el agua, siento que algo surge dentro de mí. Un Dragón no se rinde. Un Dragón combate el destino. No se trata de un sentimiento enérgico y brioso, sino como si alguien soplara en las brasas y descubriera un leve fulgor anaranjado. Tengo que aferrarme a la vida, por arruinada y destrozada que esté. La voz de mama me llega flotando, recitándome uno de sus refranes favoritos: «No hay más catástrofe que la muerte; no se puede ser más pobre que un mendigo.» Quiero —necesito— hacer algo más valeroso y digno que morirme.
Voy hasta la trampilla y bajo a la bodega. El pescador echa el cerrojo a la trampilla. Hay una luz sepulcral, pero encuentro a May y me siento a su lado. Sin decir nada, ella me muestra la bolsita de la dote de mama, y luego mira hacia arriba. Sigo su mirada. El poco dinero que nos queda sigue a salvo en la grieta.
Pocos días después de llegar a Hong Kong, leemos que los alrededores de Shanghai han sido atacados. Las noticias son desoladoras. Chapei ha sido bombardeada y ha ardido hasta los cimientos. Hongkew, donde vivíamos, no ha salido mejor parada. La Concesión Francesa y la Colonia Internacional, en su calidad de territorios extranjeros, continúan a salvo. En la ciudad ya no cabe ni un alfiler, y aun así siguen llegando refugiados. Según el periódico, el cuarto de millón de residentes extranjeros está desconcertado por el medio millón de refugiados que viven en las calles y los cines, salas de baile e hipódromos convertidos en centros de acogida. Las concesiones extranjeras, que se encuentran rodeadas por los bandidos enanos, reciben ahora el nombre de Isla Solitaria. El terror no se ha limitado a Shanghai. Todos los días nos llegan noticias de mujeres secuestradas, violadas o asesinadas por toda China. Cantón, que no está muy lejos de Hong Kong, sufre intensos ataques aéreos. Mama quería que fuéramos al pueblo natal de baba, pero ¿qué encontraremos cuando lleguemos allí? ¿Se habrá incendiado el pueblo? ¿Quedará alguien con vida? ¿Todavía significará algo el nombre de nuestro padre en Yin Bo?
Vivimos en un hotel de los muelles de Hong Kong, sucio, polvoriento y lleno de piojos. Las mosquiteras están sucias y rasgadas. Aquí, las cosas que en Shanghai fingíamos no ver son demasiado patentes: familias enteras sentadas en cuclillas en las esquinas con todos sus bienes expuestos sobre una manta, con la esperanza de que alguien les compre algo. Aun así, los británicos se comportan como si los micos nunca fueran a entrar en la colonia. «Nosotros no participamos en esta guerra —dicen con su seco acento—. Los japoneses no se atreverán a atacarnos.» Nos queda tan poco dinero que sólo podemos comer salvado de arroz, típica comida de cerdos. El salvado te irrita la garganta cuando lo ingieres y te destroza los intestinos cuando lo expulsas. No tenemos ninguna habilidad, y nadie necesita chicas bonitas, porque carece de sentido hacer publicidad con ellas cuando el mundo se está viniendo abajo.
Un día vemos a Carapicada Huang: sale de una limusina y sube los escalones del hotel Península. No cabe duda de que es él. Volvemos a nuestro hotel y nos encerramos en la habitación. Nos preguntamos qué hace en Hong Kong. ¿Habrá llegado huyendo de la guerra? ¿Habrá trasladado aquí al Clan Verde? Lo ignoramos, y no tenemos forma de averiguarlo. Pero sí sabemos que su poder llega muy lejos. Si ha venido aquí, al sur, nos encontrará.
No nos queda opción, así que vamos a las oficinas de la Dollar Steamship Line, cambiamos nuestros billetes y conseguimos dos pasajes en segunda clase especial a bordo del President Coolidge para el viaje de veinte días a San Francisco. No nos planteamos qué pasará cuando lleguemos allí, si encontraremos a nuestros maridos. Sólo intentamos alejarnos de la red del Clan Verde y de los japoneses.
En el barco vuelvo a tener fiebre. Me quedo en el camarote y duermo casi todo el viaje. May sufre mareos y pasa la mayor parte del tiempo fuera, en la cubierta de segunda clase. Me habla de un joven que va a Princeton a estudiar.
—Viaja en primera clase, pero viene a verme a nuestra cubierta. Paseamos y hablamos —me cuenta—. Estoy colada por él.
Es la primera vez que oigo esa expresión, y me resulta extraña. Ese chico debe de estar muy occidentalizado. No me sorprende que a May le guste.
Algunas veces mi hermana no vuelve al camarote hasta bien entrada la noche. En ocasiones trepa hasta la litera de arriba y se duerme enseguida, pero en otras se acuesta en mi cama y me abraza. Acompasa su respiración a la mía hasta caer dormida. Entonces permanezco despierta, sin moverme por miedo a despertarla, y me preocupo. May parece muy enamorada de ese chico, y me pregunto si estará teniendo relaciones sexuales con él. Pero ¿cómo puede ser, con lo mareada que está todo el tiempo? ¿Cómo puede ser, con o sin mareo? Y luego mis pensamientos descienden en espiral hacia sitios aún más oscuros.
Hay muchos chinos que quieren viajar a América. Algunos harían cualquier cosa con tal de conseguirlo, pero América nunca ha sido mi sueño. Para mí sólo es una necesidad, otro paso después de numerosos errores, tragedias, muertes y decisiones insensatas. May y yo sólo nos tenemos la una a la otra. Después de todo lo que hemos pasado, el lazo que nos une es tan fuerte que ni el más afilado cuchillo podría cortarlo. Lo único que podemos hacer es seguir por el camino que hemos tomado, nos lleve a donde nos lleve.