A la mañana siguiente, la campesina hierve agua para que nos lavemos la cara y las manos. Prepara té y nos ofrece a cada uno otro cuenco de jook. Vuelve a untarnos los pies con su medicina casera. Nos da unas vendas viejas pero limpias. Luego nos acompaña afuera y ayuda a mi madre a subir a la carretilla. Mama quiere pagarle, pero ella rechaza el dinero, y se siente tan insultada que hasta se niega a volver a mirarnos.
Caminamos toda la mañana. Hay una densa neblina suspendida sobre los campos. De las aldeas por las que pasamos nos llega el olor del arroz cocido en fuegos de paja. El sombrero verde de May y el mío con plumas —los que salvamos del registro del venerable Louie— van guardados con el resto del equipaje, así que a medida que avanza el día se nos reseca y quema la piel. Al final, May y yo subimos a la carretilla. El conductor no protesta, no amenaza con abandonarnos, no pide más dinero. Sigue dando un paso tras otro con estoicismo.
A última hora de la tarde, igual que el día anterior, el carretillero se desvía por un sendero hacia una granja que parece aún más pobre que la primera. Una mujer selecciona semillas con un bebé atado a la espalda. Un par de niños de aspecto enfermizo realizan otras tareas con extrema lasitud. El marido nos mira de arriba abajo y calcula cuánto puede cobrarnos. Al ver los pies de mi madre, sonríe mostrando una boca desdentada. Pagamos más de lo que deberíamos por unas croquetas secas hechas con harina de maíz.
Mama y May se duermen antes que yo. Me quedo mirando el techo. Oigo una rata que corretea junto a las paredes de la habitación y se detiene de vez en cuando para mordisquear algo. Desde que nací he comido, me he vestido, he dormido y me he desplazado de un sitio a otro como una privilegiada. Ahora pienso lo fácil que sería que May, mi madre, yo y mucha gente como nosotras —mimada y privilegiada— muriéramos ahí fuera, en el camino. No sabemos qué significa subsistir con casi nada. No sabemos qué hay que hacer para sobrevivir día a día. Pero la familia que vive aquí y la mujer que nos acogió anoche sí lo saben. Cuando no tienes mucho, tener menos no es muy grave.
A la mañana pasamos por una aldea que ha ardido por completo. En la carretera vemos a los que intentaron huir en vano: hombres asesinados con bayoneta o a balazos, críos abandonados y mujeres con sólo una túnica, las piernas al descubierto, ensangrentadas y abiertas en extraños ángulos. Poco después del mediodía encontramos los cadáveres de unos soldados chinos pudriéndose al sol. Uno de ellos está hecho un ovillo; tiene el dorso de la mano en la boca, como si en sus últimos momentos se hubiera mordido para soportar el dolor.
¿Cuánto hemos avanzado? No lo sé. ¿Veinte kilómetros diarios? ¿Cuánto camino nos queda? Ninguno de nosotros lo sabe. Pero debemos proseguir y confiar en no tropezamos con los japoneses antes de llegar al Gran Canal.
Por la noche, el carretillero repite la pauta de tomar un sendero de tierra que conduce a una cabaña, sólo que esta vez no hay nadie en la casa, como si sus propietarios acabaran de marcharse. Pero todas sus pertenencias siguen allí, incluidos patos y gallinas. El chico hurga en los estantes hasta que da con un tarro de nabos en conserva. Nosotras, inútiles e indefensas, lo observamos mientras él prepara el arroz. ¿Cómo es posible que después de tres días juntos todavía no sepamos cómo se llama? Es mayor que May y que yo, pero más joven que mi madre. Sin embargo lo llamamos «chico», y él responde con el respeto que exige su baja posición. Después de comer, mira alrededor hasta que encuentra incienso para ahuyentar los mosquitos, y lo enciende. Luego sale para dormir junto a la carretilla. Nosotras entramos en la otra habitación, donde hay una cama hecha con dos caballetes y tres tablas de madera. Sobre las tablas hay unas esteras, y a los pies de la cama, un edredón con relleno de algodón. Hace demasiado calor para dormir bajo el edredón, pero lo extendemos sobre las esteras para estar más cómodas.
A altas horas de la noche vienen los japoneses. Oímos el ruido de sus botas, sus voces ásperas y guturales, y los gritos del carretillero pidiendo clemencia. No sabemos si lo hace a propósito o no, pero su sufrimiento y su muerte nos proporcionan tiempo para escondernos. Sin embargo, estamos en una cabaña de dos habitaciones. ¿Dónde ocultarnos? Mama nos dice que retiremos las tablas de los caballetes y las apoyemos contra la pared.
—Meteos detrás —nos ordena. May y yo nos miramos. ¿Qué idea se le habrá ocurrido?—. ¡Haced lo que os digo! —susurra—. ¡Rápido!
Mi hermana y yo obedecemos, y luego mama desliza un brazo dentro para darnos la bolsa donde guarda el dinero de su dote y nuestros documentos, todo envuelto con la tela de seda.
—Coged esto.
—Mama…
—¡Chist!
Me coge una mano y me cierra los dedos alrededor del paquete. La oímos arrastrar un caballete por el suelo. Las tablas nos empujan contra la pared y nos obligan a girar la cabeza. Mama nos ha dejado muy poco espacio. Pero no es un buen escondite. Tarde o temprano, los soldados nos encontrarán.
—Quedaos aquí —susurra mama—. No salgáis, pase lo que pase. —Me coge una muñeca y me la sacude. Para que May no la entienda, me dice en dialecto sze yup—: Hablo en serio, Pearl. Quedaos aquí. No dejes que tu hermana se mueva.
La oímos salir y cerrar la puerta. A mi lado, May respira entrecortadamente. Cada vez que exhala, su aliento húmedo y caliente me da en la cara. El corazón me late fuertemente.
Desde nuestro escondrijo, oímos cómo la puerta de la cabaña se abre de una patada, pisadas de botas, fuertes voces militares, y, al poco, a mama suplicando y negociando con los soldados. Luego se abre la puerta del cuarto donde estamos nosotras. La luz de un farol ilumina los extremos de nuestro escondite. Mama suelta un estridente grito; la puerta se cierra y la luz desaparece.
—¡Mama! —gimotea May.
—Tienes que estar callada —le susurro.
Oímos gruñidos y risas, pero no volvemos a oír a nuestra madre. ¿La habrán matado? Si es así, ahora los soldados entrarán aquí. Debo hacer algo para darle una oportunidad a mi hermana. Suelto las cosas que mama me ha puesto en la mano y me deslizo hacia la izquierda.
—¡No!
—¡Cállate!
En el poco espacio que tenemos, May me sujeta el brazo.
—No salgas ahí, Pearl —suplica—. No me dejes sola.
Doy un tirón con el brazo y ella me suelta. Sin hacer ruido, salgo despacio de detrás de las tablas. Voy hacia la puerta sin vacilar, la abro, accedo a la habitación principal y cierro detrás de mí.
Mama está en el suelo, con un hombre encima. Me impresiona la delgadez de sus pantorrillas, producto de toda una vida caminando —o mejor dicho, no caminando— con los pies vendados. Hay casi una docena de soldados con uniforme amarillo, botas de cuero y fusil colgado del hombro; están de pie, mirando y esperando su turno.
Al verme, mama deja escapar un gemido.
—Me has prometido que no te moverías. —Su débil voz denota dolor y tristeza—. Mi obligación era salvaros.
El bandido enano que está encima de ella le da una bofetada. Unas fuertes manos me agarran y me zarandean. ¿Quién me tendrá primero? ¿El más fuerte? De pronto, el soldado que está sobre mi madre deja de hacer lo que está haciendo, se sube los pantalones y aparta a los otros para cogerme.
—Les he dicho que estaba sola —murmura mama, desesperada. Intenta levantarse, pero sólo consigue ponerse de rodillas.
Pese a la gravedad del momento, conservo la calma, no sé cómo.
—No te entienden —digo con frialdad, sin inmutarme, como si no tuviera miedo.
—Quería protegeros —solloza mi madre.
Alguien me empuja. Un par de soldados van hacia mama y la golpean en la cabeza y los hombros. Nos gritan. Quizá no quieran que hablemos, pero no estoy segura. No entiendo su idioma. Al final, uno se dirige a nosotras en inglés:
—¿Qué dice la vieja? ¿A quién más escondéis?
Veo la lujuria en sus ojos. Hay muchos hombres y sólo dos mujeres, y una de ellas es mayor.
—Mi madre está enfadada porque no me he quedado escondida —respondo en inglés—. Soy su única hija.
No necesito fingir que lloro. Empiezo a sollozar, temiendo lo que va a pasar a continuación.
Hay momentos en que me alejo volando, en que abandono mi cuerpo, la habitación, la tierra, y vuelo por el cielo nocturno en busca de personas y lugares que quiero. Pienso en Z.G. ¿Interpretaría él lo que he hecho como un acto supremo de amor filial? Pienso en Betsy.
Incluso pienso en mi alumno japonés. ¿Estará cerca el capitán Yamasaki? ¿Sabrá lo que me está pasando? ¿Deseará que descubran a May? ¿Estará pensando que la quería como esposa pero que ahora podría tenerla como trofeo de guerra?
Mi madre está destrozada, pero ni su sangre ni sus gritos detienen a los soldados. Le quitan las vendas de los pies y las lanzan al aire, donde ondulan como cintas de acróbata. Los pies de mama tienen un color cadavérico: blanco azulado, con manchas verdes y moradas bajo la carne aplastada. Los hombres los estiran y pellizcan. Luego se los pisan para devolverles su forma original. Los gritos de mi madre no son como los del vendado de los pies ni como los del parto. Son los gritos profundos y angustiados de un animal que experimenta un dolor inimaginable.
Cierro los ojos y procuro no pensar en lo que están haciendo los soldados, pero mis dientes se mueren por morder al hombre que tengo encima. Me parece ver los cadáveres de las mujeres que hemos encontrado en la carretera esta mañana; no quiero ver mis piernas formando esos ángulos tan antinaturales e inhumanos. Noto un desgarro muy distinto al de mi noche de bodas, mucho peor, mucho más doloroso, como si me estuvieran abriendo las entrañas. La atmósfera se vuelve densa y pegajosa, y hay un sofocante olor a sangre, a incienso para mosquitos y a los pies de mama.
En varias ocasiones abro los ojos —cuando mi madre chilla más fuerte— y veo lo que le están haciendo. «¡Mama, mama, mama!», quiero gritar, pero me contengo. No voy a darles a estos micos el placer de oírme aullar de terror. Estiro un brazo y le cojo una mano a mama. ¿Cómo describir la mirada que intercambiamos? Somos una madre y una hija a las que están violando repetidamente, quizá hasta la muerte. En sus ojos diviso mi nacimiento, las interminables penalidades del amor materno, una ausencia total de esperanza; y en algún lugar muy profundo, más allá de esos ojos vidriosos, una fiereza que jamás había visto.
No paro de rezar en silencio para que May permanezca escondida, para que no haga el menor ruido, para que no esté tentada de asomarse, para que no cometa ninguna estupidez; porque si hay algo que no soportaría es que ella estuviese en esta habitación con estos… hombres. Al cabo de poco rato dejo de oír a mama. Ya no sé dónde estoy ni qué me está pasando. Lo único que siento es dolor.
La puerta de la cabaña se abre con un chirrido, y oigo más botas sobre el suelo de tierra apisonada. Lo que está ocurriendo es horrible, pero éste es el peor momento, porque comprendo que todavía no ha terminado. Pero me equivoco. Una voz —enfadada, autoritaria y áspera— grita a los soldados, que se levantan precipitadamente. Se abrochan los pantalones, se alisan el pelo y se secan la boca con el dorso de la mano. Luego se ponen en posición de firmes y saludan. Me quedo tan quieta como puedo, con la esperanza de que me den por muerta. La nueva voz grita unas órdenes. ¿O es una reprimenda? Los soldados se ponen bravucones.
Noto el frío borde de una bayoneta o un sable contra la mejilla. No me muevo. Me golpea una bota. No quiero reaccionar («Hazte la muerta, hazte la muerta, y quizá no empiecen otra vez»), pero mi cuerpo se enrosca como una oruga herida. Esta vez no oigo risas, sólo un silencio terrible. Espero la punzada de la bayoneta.
Siento una corriente de aire, y luego la suave caricia de una tela sobre mi cuerpo desnudo. El bronco soldado —ahora comprendo que está a mi lado, gritando órdenes, y oigo cómo los otros salen de la casa arrastrando las botas— se agacha, me remete la tela bajo la cadera y se marcha.
Un profundo y largo silencio se apodera de la habitación. Luego oigo que mama se mueve y gime. Todavía tengo miedo, pero susurro:
—No te muevas. Podrían volver.
Quizá sólo me parece que lo susurro, porque mama no presta atención a mi advertencia. La oigo acercarse, y luego noto sus dedos sobre mi mejilla. Mama, a la que siempre he considerado físicamente débil, me sube a su regazo y se apoya contra la pared de adobe de la cabaña.
—Tu padre te puso Perla de Dragón —dice mientras me acaricia el cabello— porque naciste en el año del Dragón y al Dragón le gusta jugar con una perla. Pero a mí me gustaba ese nombre por otro motivo. Las perlas nacen cuando un grano de arena se aloja en una ostra. Yo era muy joven cuando mi padre concertó mi matrimonio: solamente tenía catorce años. Mi deber era tener relaciones esposo-esposa, y lo cumplí; sin embargo, la esencia que tu padre ponía dentro de mí era tan desagradable como la arena. Pero mira qué pasó: nació mi Perla.
Canturrea un rato y me quedo adormilada. Me duele todo el cuerpo. ¿Dónde está May?
—El día que naciste hubo un tifón —continúa de pronto en sze yup, la lengua de mi infancia, la lengua que nos permite hablar sin que May nos entienda—. Dicen que a un Dragón nacido durante una tormenta lo aguarda un destino especialmente tempestuoso. Tú siempre crees tener la razón, y eso te lleva a hacer cosas que no deberías…
—Mama…
—Escúchame, te lo ruego… y luego procura olvidarlo… todo. —Se inclina y me susurra al oído—: Eres un Dragón, y el Dragón es el único signo capaz de domeñar a la muerte. Sólo un Dragón puede llevar los cuernos del destino, el deber y el poder. Tu hermana sólo es una Oveja. Tú siempre has sido mejor madre para ella que yo —confiesa. Intento moverme, pero ella me lo impide—. Ahora no discutas conmigo. No tenemos tiempo para eso.
Tiene una voz preciosa. Jamás había sentido su amor materno con tanta intensidad. Mi cuerpo se relaja en sus brazos, y poco a poco se sumerge en la oscuridad.
—Debes cuidar de tu hermana. Prométemelo, Pearl. Prométemelo ahora mismo.
Se lo prometo. Y luego, tras lo que parecen días, semanas o incluso meses, la oscuridad se apodera de todo.