Las hermanas de la luna

A la mañana siguiente, May y yo nos dirigimos a las oficinas de la naviera Dollar Steamship Line, con la esperanza de cambiar nuestros pasajes —de Shanghai a Hong Kong, de Hong Kong a San Francisco y de San Francisco a Los Ángeles— por cuatro pasajes a Hong Kong. La calle Nanjing y las aledañas al hipódromo siguen cerradas para permitir que los trabajadores retiren los cadáveres destrozados y los miembros mutilados, pero ésa no es la mayor preocupación de la ciudad. Siguen llegando miles y miles de refugiados que huyen del avance de los japoneses. Muchos padres desesperados han dejado morir a sus hijos pequeños en las calles, y la Asociación de Beneficencia ha creado una patrulla especial para cargar en camiones los cadáveres abandonados y llevarlos al campo para que los incineren.

Pero pese a toda la gente que quiere entrar en la ciudad, hay miles que intentan salir. Muchos de mis compatriotas vuelven en tren a sus pueblos natales del interior. Los amigos que hemos hecho en los cafés —escritores, pintores e intelectuales— toman decisiones que determinarán su futuro: ir a Chungking, donde Chiang Kai-shek ha establecido su capital de guerra, o a Yunnan, para unirse a los comunistas. Las familias más adineradas —tanto chinas como extranjeras— se marchan en vapores de bandera internacional que pasan, desafiantes, ante los buques de guerra japoneses anclados frente al Bund.

Esperamos horas en una larga cola. A las cinco de la tarde sólo hemos avanzado unos tres metros. Volvemos a casa sin haber resuelto nada. Estoy agotada; May parece angustiada y sin fuerzas. Baba ha pasado todo el día visitando a sus amigos, con la esperanza de que le presten dinero para nuestra huida; pero, en estos tiempos de repentina incertidumbre, ¿quién puede permitirse el lujo de ser generoso con un infortunado? Al trío de matones no le sorprende que hayamos avanzado tan poco, pero no se alegran de nuestro fracaso. Hasta ellos parecen turbados por el caos que nos rodea.

Esa noche, la casa tiembla con las explosiones de Chapei y Hongkew. Las nubes de ceniza que salen de esos barrios se mezclan con el humo de las hogueras donde queman a los críos abandonados y con el de las enormes piras donde los japoneses incineran a sus propios muertos.

Por la mañana, me levanto con sigilo para no despertar a mi hermana. Ayer, May me acompañó sin quejarse. Pero varias veces, cuando ella creía que no la miraba, la vi frotándose las sienes. Anoche se tomó una aspirina y la vomitó enseguida. Debe de tener conmoción cerebral. Espero que sea leve, pero ¿cómo estar segura? Como mínimo, después de todo lo que ha pasado estos dos últimos días, May necesita dormir, porque hoy será otro día duro. El funeral de Tommy Hu es a las diez.

Bajo y encuentro a mama en el salón. Me indica que me acerque.

—Toma un poco de dinero. —Una extraña frialdad tiñe su voz—. Ve a comprar unos pastelillos de sésamo y unos palitos de masa —me encarga. No hemos comido tanto para desayunar desde la mañana que cambió nuestra vida—. Tenemos que alimentarnos. El funeral…

Cojo el dinero y salgo a la calle. Oigo el estruendo de los cañones navales que bombardean nuestras posiciones costeras, los incesantes disparos de ametralladora y fusilería, las bombas que caen sobre Chapei y las encarnizadas batallas que se libran en los barrios de la periferia. Las acres cenizas de las piras funerarias de anoche cubren la ciudad, y hay que volver a lavar la ropa colgada en los tendederos, barrer la entrada de las casas y lavar los coches. El olor me produce arcadas. Hay mucha gente en la calle; quizá estemos en guerra, pero todos tenemos cosas que hacer. Camino hasta la esquina, pero en lugar de comprar los encargos de mama, me subo a una carretilla para que me lleve al apartamento de Z.G. Ya sé que me comporté como una cría aquel día, pero eso fue sólo un momento contra años de amistad. Estoy convencida de que él nos tiene cierto cariño. Seguro que nos ayudará a encontrar la manera de recomponer nuestras vidas.

Llamo a su puerta. Como no contesta nadie, bajo y busco a la casera en el patio central.

—Se ha marchado —me dice la mujer—. Pero ¿qué más te da? Las chicas bonitas estáis perdidas. ¿Crees que podremos repeler a los micos eternamente? Cuando ellos hayan tomado el país, nadie necesitará ni querrá vuestros lindos calendarios. —Su rencor va en aumento—. Pero quizá esos micos os quieran para otras cosas. ¿Es eso lo que deseas para tu hermana y para ti?

—Sólo dígame dónde está —pido, cansada.

—Se ha marchado para unirse a los comunistas —me espeta, y cada sílaba es como una bala.

—No puedo creer que se haya ido sin despedirse —replico sin convicción.

La mujer ríe a carcajadas.

—¡Qué estúpida eres! Se ha marchado sin pagar el alquiler. Ha dejado aquí sus pinturas y pinceles. Se ha marchado sin llevarse nada.

Me muerdo el labio inferior para no llorar. Ahora tengo que concentrarme en mi propia supervivencia.

Como no quiero gastarme el dinero que tengo, vuelvo a casa en otra carretilla, apretujada con otros tres pasajeros. Mientras avanzamos dando tumbos, pienso en quién podría ayudarnos. ¿Los hombres con quienes vamos a bailar? ¿Betsy? ¿Alguno de los otros pintores para los que posamos? Pero todo el mundo tiene sus propios problemas.

Cuando llego, encuentro la casa vacía. He pasado tanto tiempo fuera que me he perdido el funeral de Tommy.

May y mama regresan un par de horas más tarde. Ambas van vestidas de blanco, el color del luto. May tiene los ojos hinchados como melocotones pasados de tanto llorar, y mama parece vieja y cansada, pero no me preguntan dónde he estado ni por qué no he ido al funeral. Baba no está con ellas. Se habrá quedado con los otros padres en el banquete ceremonial.

—¿Cómo ha ido? —les pregunto.

May se encoge de hombros, así que no insisto. Se apoya en la jamba de la puerta, se cruza de brazos y se queda mirándose los pies.

—Tenemos que volver a la naviera —dice.

No quiero salir otra vez. Estoy muy afectada por lo de Z.G. Me gustaría contarle que nuestro amigo se ha marchado, pero ¿de qué serviría? Esta situación me desespera. Quiero que alguien me rescate. Y si no puede ser, quiero meterme en la cama, esconderme bajo las sábanas y llorar hasta que no me queden lágrimas. Pero soy la hermana mayor de May. Debo ser valiente y dominar mis emociones. Debo ayudar a combatir nuestra desgracia. Respiro hondo y me levanto.

—Vamos. Estoy lista.

Volvemos a las oficinas de la Dollar Steamship Line. Hoy la cola avanza más deprisa, y cuando llegamos al mostrador entendemos por qué: el empleado ya no soluciona nada. Le enseñamos nuestros billetes, pero el agotamiento le ha robado la capacidad para expresarse y la paciencia.

—¿Qué esperáis que haga con esto? —nos espeta casi gritando.

—¿Podemos cambiar estos billetes por cuatro a Hong Kong? —pregunto, convencida de que lo considerará un acuerdo ventajoso para la empresa.

En lugar de contestarme, hace señas a las personas que tenemos detrás:

—¡El siguiente!

No me muevo.

—¿Podemos tomar otro barco? —insisto.

El empleado golpea la reja que nos separa.

—¡Estúpida! —Por lo visto, hoy todo el mundo piensa lo mismo de mí. Entonces agarra la reja y la sacude—. ¡No quedan billetes! ¡Se han acabado! ¡El siguiente! ¡El siguiente!

Su frustración y su histerismo me recuerdan a los de la casera de Z.G. May estira un brazo para tocar los dedos del empleado. En Shanghai está muy mal visto que dos personas de sexo opuesto se toquen, y más si no se conocen. Su gesto deja perplejo al hombre, que enmudece. O quizá de pronto lo tranquiliza que una chica bonita le hable con voz melosa.

—Sé que puede ayudarnos. —May ladea la cabeza y deja que una leve sonrisa transforme su expresión, que pasa de la desesperación a la serenidad.

El efecto es inmediato.

—Déjame ver esos billetes. —Los examina atentamente y consulta un par de cuadernos—. Lo siento, pero con esto no podréis salir de Shanghai —dice por fin. Saca un bloc, rellena un formulario y luego se lo da a May junto con nuestros billetes—. Si conseguís llegar a Hong Kong, id a nuestras oficinas de allí y entregad esto. Podréis cambiar vuestros billetes por nuevos pasajes para San Francisco. —Tras una pausa, repite—: Si es que conseguís llegar a Hong Kong.

Le damos las gracias, pero no nos ha ayudado nada. Nosotras no queremos ir a San Francisco. Queremos ir al sur para huir del Clan Verde.

Nos encaminamos hacia casa, sintiéndonos derrotadas. El ruido del tráfico, el olor a gases de tubo de escape y el pestazo a perfume nunca me habían resultado tan opresivos. Nunca las irremediables ansias de dinero, la flagrante transparencia de la conducta criminal y la disolución del espíritu me habían parecido tan vanas y desesperadas.

Encontramos a mama sentada en los escalones de la entrada, donde antes comían con orgullo nuestros criados.

—¿Han vuelto ya? —pregunto.

No hace falta que especifique a quiénes me refiero. Las únicas personas a las que de verdad tememos son los matones del Clan Verde. Mama asiente con la cabeza. Tardamos un momento en asimilar esa respuesta. Lo que dice mama a continuación me produce un escalofrío:

—Y vuestro padre todavía no ha regresado.

Nos sentamos una a cada lado de mama. Esperamos, escudriñando ambos extremos de la calle, con la esperanza de ver aparecer a baba por la esquina. En vano. Cae la noche y se intensifican los bombardeos. Los incendios de Chapei iluminan la ciudad. Los reflectores recorren el cielo. Pase lo que pase, la Colonia Internacional y la Concesión Francesa, como territorios extranjeros, estarán a salvo.

—¿Ha dicho si pensaba ir a algún sitio después del funeral? —pregunta May con una vocecilla de niña pequeña.

Mama niega con la cabeza.

—Quizá esté buscando trabajo. O apostando. O con una mujer.

Por mi mente pasan otras posibilidades y, cuando miro a May por encima de la cabeza de mama, veo que ella las comparte. ¿Y si baba se ha marchado, dejando que su mujer y sus hijas lidien con las consecuencias de su comportamiento? ¿Y si el Clan Verde ha decidido matarlo antes del plazo acordado, como advertencia para el resto de la familia? ¿Y si lo ha alcanzado el fuego antiaéreo o la metralla?

Hacia las dos de la madrugada, mama se da una palmada en los muslos y dice:

—Tenemos que dormir un poco. Si vuestro padre no vuelve… —Se le quiebra la voz y respira hondo—. Si no vuelve a casa, seguiremos adelante con mi plan. Su familia nos acogerá. Ahora les pertenecemos.

—Pero ¿cómo vamos a llegar hasta allí? No podemos cambiar los pasajes.

Ella plantea precipitadamente una idea con la desesperación pintada en el rostro:

—Podríamos ir a Woosong. Está a pocos kilómetros de aquí. Si no queda más remedio, yo puedo ir andando. Allí hay un muelle de la petrolera Standard Oil. Con vuestros certificados de matrimonio, quizá nos dejen ir a otra ciudad en una de sus lanchas. Desde allí podríamos llegar al sur.

—No creo que funcione —contesto—. ¿Por qué querría ayudarnos la petrolera?

—Pues podríamos buscar un barco que nos lleve por el Yangtsé…

—¿Y los micos? —pregunta May—. Hay muchos en el río. Hasta los lo fan se marchan del interior y vienen aquí.

—Podríamos ir al norte, a Tientsin, y buscar pasaje en un barco —insiste mama, pero esta vez levanta una mano para que no hablemos—. Lo sé: los micos ya están allí. Entonces podríamos ir al este, pero ¿cuánto tardarán en invadir esas regiones? —Hace una pausa para pensar. Es como si yo viera a través de su cráneo, dentro de su cerebro, mientras anticipa los peligros que implican las diferentes formas de salir de Shanghai. Al final se inclina y, en voz baja pero firme, dice—: Vayamos al sudoeste, al Gran Canal. Una vez allí, conseguiremos un barco… un sampán, cualquier cosa, para continuar hasta Hangchow. Allí buscaremos un barco de pesca que nos lleve a Hong Kong o Cantón. —Me mira a mí y luego a May—. ¿Estáis de acuerdo?

Me da vueltas la cabeza. No tengo ni idea de qué es lo mejor.

—Gracias, mama —susurra May—. Gracias por cuidar tan bien de nosotras.

Entramos en casa. La luz de la luna se cuela por las ventanas. Hasta que nos damos las buenas noches a mama no se le quiebra la voz, pero entonces se mete en su habitación y cierra la puerta.

May me mira en la oscuridad.

—¿Qué vamos a hacer?

Creo que la pregunta es: «¿Qué va a ser de nosotras?», pero no la formulo. Soy la jie jie de May y mi obligación es ocultarle mis temores.

A la mañana siguiente, recogemos con prisas lo que consideramos práctico y útil: artículos de aseo, un kilo y medio de arroz por persona, una olla y utensilios para comer, sábanas, vestidos y zapatos. En el último momento, mama me llama a su habitación. De la cómoda saca unos papeles, entre ellos el manual y los certificados de matrimonio. Nuestros álbumes de fotografías están encima del tocador. Pesan demasiado para llevárnoslos, así que supongo que mama cogerá algunas fotos de recuerdo. Retira una de la cartulina negra: detrás hay un billete doblado. Repite la operación varias veces hasta que reúne un pequeño fajo de billetes. Se guarda el dinero en el bolsillo, me pide que la ayude a apartar la cómoda de la pared y coge una bolsita que pende de un clavo.

—Esto es lo que queda de mi dote.

—¿Cómo has podido tenerlo escondido? —pregunto, indignada—. ¿Por qué no pagaste al Clan Verde con este dinero?

—No habría bastado.

—Pero quizá habría ayudado.

—Mi madre siempre decía: «Guárdate algo para ti» —replica—. Sabía que quizá tendría que utilizarlo algún día. Y ese día ha llegado.

Sale de la habitación. Yo me quedo mirando las fotografías: May de bebé, las dos vestidas de fiesta, la boda de mama y baba. Recuerdos felices, recuerdos absurdos, danzan ante mí. Se me empañan los ojos y parpadeo para contener las lágrimas. Cojo un par de fotografías, las guardo en mi bolsa y bajo. Mama y May están esperando en la entrada.

—Búscanos una carretilla, Pearl —me ordena mama.

Como es mi madre y no tenemos alternativa, la obedezco; no importa que se trate de una mujer con los pies vendados que jamás ha tenido ningún plan más allá de sus estrategias en el mahjong.

Me quedo en la esquina esperando a que aparezca una carretilla grande y en buen estado y cuyo conductor parezca fuerte. Los carretilleros están por debajo de los conductores de rickshaw y sólo un poco por encima de los orinaleros. Se los considera miembros de la clase de los culis: lo bastante pobres para hacer cualquier cosa con tal de ganar un poco de dinero o recibir unos cuencos de arroz. Después de varios intentos, encuentro a uno dispuesto a negociar en serio. Está tan delgado que su vientre parece juntarse con su columna vertebral.

—¿A quién se le ocurre intentar salir de Shanghai ahora? —pregunta, y con razón—. No quiero que me maten los micos.

No le explico que el Clan Verde nos persigue.

—Vamos a nuestro pueblo natal —le digo—, en la provincia de Kwangtung.

—¡No puedo llevaros tan lejos!

—Claro que no. Sólo queremos ir hasta el Gran Canal…

Accedo a pagarle el doble de lo que gana en un día.

Volvemos a casa. El carretillero sube nuestro equipaje a la carretilla. Ponemos las bolsas que contienen nuestros vestidos en la parte de atrás para que mama tenga algo en que apoyarse.

—Antes de marcharnos —dice ella— quiero daros esto, niñas. —Nos cuelga del cuello sendas bolsitas atadas a un cordón de cuero—. Se las compré a un adivino. Contienen tres monedas, tres semillas de sésamo y tres habichuelas. Me aseguró que os protegerían de los malos espíritus, de la enfermedad y las máquinas voladoras de los bandidos enanos.

Mi madre es una mujer impresionable, crédula y anticuada. ¿Cuánto pagaría por esa tontería? ¿Cincuenta peniques por cada una? ¿Más?

Monta en la carretilla y mueve el trasero para ponerse cómoda. Lleva nuestros documentos en la mano —los pasajes, los certificados de matrimonio y el manual—, envueltos en un pedazo de seda y atados con cinta de seda. Miramos la casa por última vez. Ni el cocinero ni nuestros huéspedes han salido a despedirnos y desearnos suerte.

—¿Estás segura de que debemos irnos? —pregunta May, angustiada—. ¿Y baba? ¿Y si vuelve? ¿Y si está herido?

—Tu padre tiene el corazón de una hiena y los pulmones de una pitón —contesta mama—. ¿Crees que él se quedaría aquí esperándonos? ¿Crees que iría a buscarnos? Entonces, ¿por qué no está aquí?

No concibo que sea tan cruel. Aunque baba nos haya mentido y haya puesto en una situación desesperada, es su marido y nuestro padre. Pero mama tiene razón: si está vivo, dudo mucho que esté pensando en nosotras. Y nosotras tampoco podemos pensar en él si queremos sobrevivir.

El muchacho agarra las varas de la carretilla, mama se sujeta a los lados y nos ponemos en marcha. De momento, May y yo vamos a pie, una a cada lado. Tenemos un largo camino por delante y no queremos que el chico se canse demasiado pronto. Como dicen aquí, ninguna carga es ligera si hay que llevarla lejos.

Cruzamos el puente del Jardín. Hombres y mujeres ataviados con prendas de algodón acolchadas acarrean cuanto poseen: jaulas de pájaros, muñecas, sacos de arroz, relojes, láminas enrolladas. Caminamos por el Bund y miro al otro lado del Whangpoo. Los barcos extranjeros brillan al sol, y de sus chimeneas salen nubes negras. Junto con su escolta, el Idzumo reposa en el agua: sólido, gris e intacto, pues el fuego chino no lo ha alcanzado. Los juncos y sampanes se mecen en las estelas. Por todas partes, incluso ahora que estamos en guerra, los culis van de un lado a otro transportando sus pesadas cargas.

Torcemos a la derecha por la calle Nanjing, donde han eliminado con arena y desinfectante la sangre y el hedor a muerte. La calle Nanjing desemboca en Bubbling Well. La calle, protegida del sol por los árboles, está llena de gente, lo que dificulta llegar hasta la estación del Oeste, donde vemos los vagones abarrotados en cuatro niveles: el suelo, los asientos, las literas y los techos. Nuestro carretillero sigue adelante. Antes de lo que imaginábamos, el cemento y el granito dejan paso a los campos de arroz y algodón. Mama saca algo de comida, y se asegura de ofrecerle al chico una ración generosa. Paramos varias veces para hacer nuestras necesidades detrás de un matorral o un árbol. Caminamos bajo un calor intenso. De vez en cuando miro hacia atrás y veo salir humo de Chapei y Hongkew, y me pregunto cuándo se consumirán los fuegos.

Nos salen ampollas en los talones y los dedos de los pies, pero no se nos ha ocurrido coger vendas ni medicinas. Cuando las sombras empiezan a alargarse, el carretillero —sin pedir nuestra opinión— toma un sendero de tierra que conduce a una granja con tejado de paja. Un caballo atado mordisquea alubias de un cubo y unas gallinas picotean el suelo frente a una puerta abierta. Mientras el conductor deja las varas de la carretilla en el suelo y sacude los brazos, una aldeana sale de la casa.

—Vengo con tres mujeres —dice el carretillero en el basto dialecto del campo—. Necesitamos comida y un sitio para dormir.

La campesina no habla, pero nos indica con señas que entremos. Vierte agua caliente en una tina y nos señala los pies a May y a mí. Nos quitamos los zapatos y metemos los pies en el agua. La mujer regresa con un tarro de cerámica que contiene una cataplasma casera, hedionda, y nos la aplica en las ampollas reventadas. A continuación ayuda a mi madre a sentarse en un taburete en un rincón de la habitación, vierte más agua caliente en un barreño y se queda de pie para taparla. Aun así, veo cómo mama se agacha y empieza a quitarse las vendas. Miro hacia otro lado. Para mi madre no hay nada más íntimo y privado que el cuidado de sus pies de loto. Yo nunca se los he visto, ni quiero.

Una vez que mama se ha lavado los pies y se los ha vendado con vendas limpias, la aldeana empieza a preparar la cena. Le damos un poco de nuestro arroz, que ella vierte en una olla con agua hirviendo, y empieza a removerlo sin parar hasta convertirlo en jook.

Miro alrededor por primera vez. La casa está muy sucia, tanto que me produce pavor comer o beber en un lugar así. Por lo visto, la mujer se da cuenta. Pone unos cuencos y unas cucharas de latón encima de la mesa, junto con una olla de agua caliente. Nos hace señas.

—¿Qué quiere que hagamos? —pregunta May.

Ni mama ni yo lo sabemos, pero el carretillero coge la olla, vierte agua en los cuencos, sumerge nuestras cucharas en el agua caliente, remueve el líquido y luego lo arroja al suelo de tierra apisonada, que lo absorbe. A continuación, la mujer nos sirve el jook, al que añade unas hojas de zanahoria salteadas. Éstas tienen un sabor amargo y me dejan un regusto ácido en la garganta. La aldeana vuelve al cabo de un momento con un poco de pescado salado que pone en el cuenco de May. Luego se coloca detrás de mi hermana y le masajea los hombros.

De pronto siento rabia. Esta mujer —pobre, sin educación, una perfecta desconocida— le ha dado el cuenco más grande de jook al carretillero, le ha proporcionado intimidad a mama, y ahora se preocupa por May. ¿Qué tendré yo, que hasta los desconocidos se percatan de que no valgo nada?

Después de la cena, el chico sale para dormir junto a su carretilla, mientras nosotras nos tumbamos sobre unas esteras de paja tendidas en el suelo. Estoy agotada, pero mama parece muy animada. El mal genio que la caracteriza desaparece cuando se pone a hablarnos de su infancia y de la casa donde creció.

—Cuando yo era niña, en verano, mi madre, mis tías, mis hermanas y todas mis primas dormíamos fuera, en unas esteras como éstas —recuerda; habla en voz baja para no molestar a nuestra anfitriona, que descansa en una plataforma elevada junto a la cocina—. Vosotras no conocéis a mis hermanas, pero nos parecíamos mucho a vosotras dos. —Ríe con melancolía—. Nos queríamos mucho y nos gustaba discutir. Pero esas noches de verano, cuando estábamos fuera bajo las estrellas, no peleábamos. Escuchábamos las historias que nos contaba mi madre.

Oímos el canto de las cigarras. A lo lejos se oye el estallido de las bombas que caen sobre nuestra ciudad. Las explosiones hacen retumbar el suelo y el temblor se extiende por nuestros cuerpos. May empieza a gimotear, y mama dice:

—Creo que todavía no sois demasiado mayores para que os cuente una…

—¡Sí, mama, por favor! —exclama May—. Cuéntanos la historia de las hermanas de la luna.

Mama le da unas cariñosas palmaditas.

—Érase una vez —empieza, con una voz que me transporta a la infancia— dos hermanas que vivían en la luna. Eran unas niñas maravillosas —narra, y yo espero; sé exactamente qué va a decir a continuación—. Eran hermosas como May: delgadas como el bambú, gráciles como las ramas de un sauce sacudidas por la brisa, y con el rostro ovalado como las semillas de melón. Y eran listas y diligentes como Pearl: bordaban sus zapatos de loto con puntadas diminutas. Las dos hermanas pasaban la noche bordando con sus setenta agujas. Su fama fue creciendo y al poco tiempo todo el mundo iba a contemplarlas.

Sé de memoria el destino que les espera a las hermanas de la historia, pero tengo la impresión de que esta noche mama quiere modificar ligeramente su relato.

—Las dos hermanas conocían las normas de la conducta virginal —continúa—. Ningún hombre debía verlas. Ningún hombre debía mirarlas. Las niñas estaban cada vez más tristes. A la mayor se le ocurrió una idea: «Le cambiaremos el sitio a nuestro hermano.» La pequeña no estaba muy convencida, porque era un poco vanidosa, pero su deber era seguir las instrucciones de su jie jie. Se pusieron sus vestidos rojos más bonitos, con bordados de dragones y flores exuberantes, y fueron a ver a su hermano, que vivía en el sol. Le pidieron que les cambiara el sitio.

A May siempre le ha gustado esta parte, así que aporta su granito de arena:

—«En la tierra hay más gente despierta de día que de noche», se burló su hermano. «Nunca os habrán contemplado tantos ojos.»

—Las hermanas lloriquearon, como hacías tú, May, cuando querías conseguir algo de tu padre —prosigue mama.

Tumbada en el suelo de tierra de una casucha, escucho a mi madre, que intenta consolarnos contándonos cuentos infantiles, y mi corazón se llena de pensamientos amargos. ¿Cómo puede mama hablar tan despreocupadamente de baba? Aunque él se porte mal… mejor dicho, se portaba, ¿no debería estar apenada? Y, peor aún, ¿cómo puede escoger este momento para recordarme que mi padre quería más a May que a mí? Aunque yo llorara, baba nunca cedía ante mis lágrimas. Sacudo la cabeza para expulsar los desagradables pensamientos sobre mi padre que me asaltan, cuando debería estar preocupándome por él, y me digo que estoy demasiado cansada y asustada para pensar con serenidad. Pero me duele, incluso en este momento de penurias, saber que no me quieren tanto como a mi hermana.

—El hermano adoraba a sus hermanas, y al final accedió a cambiarles el sitio —dice mama—. Ellas recogieron sus agujas de bordar y se marcharon a su nuevo hogar. En la tierra, la gente miraba la luna y veía a un hombre. «¿Dónde están las hermanas?», preguntaban. «¿Adónde han ido?» Ahora, cuando alguien mira al sol, las hermanas usan sus setenta agujas de bordar para clavárselas a los que osan mirar demasiado rato. Los que se niegan a desviar la mirada se quedan ciegos.

May espira lentamente. La conozco muy bien. Dentro de poco se quedará dormida. Nuestra anfitriona gruñe en la plataforma del rincón. ¿Acaso tampoco le ha gustado la historia? Tengo todo el cuerpo dolorido, y ahora me duele también el corazón. Cierro los ojos para que no se me desborden las lágrimas.