Flores blancas de ciruelo

Al día siguiente, 14 de agosto, nos despierta un ruido inusual en la calle. Retiramos la cortina y vemos pasar una riada de gente por delante de casa. ¿Sentimos curiosidad? En absoluto, porque nuestro pensamiento está ocupado en cómo sacarle el máximo partido al dólar que tenemos para ir de compras. No es ninguna frivolidad. Como chicas bonitas, necesitamos conjuntos a la moda. Hemos hecho todo lo posible para mezclar y combinar las prendas occidentales que no se llevó el venerable Louie, pero necesitamos ponernos al día. No pensamos en la moda del otoño venidero, porque los pintores para los que trabajamos ya están pintando calendarios y anuncios para la próxima primavera. ¿Qué cambios introducirán los diseñadores occidentales en la ropa del año que viene? ¿Añadirán un botón a los puños, acortarán las faldas, bajarán el escote, estrecharán la cintura? Decidimos ir a la calle Nanjing a mirar los escaparates para adivinar las nuevas tendencias. Luego pasaremos por el departamento de mercería de los altísimos almacenes Wing On y compraremos cintas, encaje y otros adornos para arreglar nuestros trajes.

May se pone un vestido con estampado de flores blancas de ciruelo sobre un fondo azul verdoso. Yo escojo unos holgados pantalones blancos de lino, y una camiseta azul marino de manga corta. Pasamos el resto de la mañana revisando lo que queda en nuestro armario. A May le encanta arreglarse; tarda horas en elegir el pañuelo más adecuado para el cuello o el bolso que mejor combina con sus zapatos, así que va diciéndome qué necesitamos y yo lo anoto.

Por la tarde, nos ponemos sombrero y cogemos sombrillas para protegernos del sol de agosto. Como ya he dicho, el mes de agosto es terriblemente cálido y húmedo en Shanghai; el cielo suele estar blanco y la atmósfera es asfixiante. Hoy hace calor, pero el cielo está despejado. De no ser por la cantidad de gente que hay en las calles, incluso diría que hace un día agradable. La gente lleva cestos, gallinas, ropa, comida y tablillas funerarias. A las abuelas y madres con pies de loto las ayudan a caminar sus hijos o esposos. Los jóvenes llevan pértigas sobre los hombros, al estilo culi; en las banastas que cuelgan de ambos extremos van sus hermanos pequeños. Los ancianos, los enfermos y los lisiados van en carros y carretillas. Los que pueden permitírselo han pagado a culis para que carguen con sus maletas, baúles y cajas; pero la mayoría es gente pobre, campesinos. May y yo montamos en un rickshaw para no mezclarnos con ellos.

—¿Quién es toda esta gente? —pregunta mi hermana.

Tengo que pensarlo. Estoy muy desconectada de lo que sucede a mi alrededor.

—Son refugiados —contesto, y reflexiono sobre esa palabra, que jamás había pronunciado en voz alta.

May arruga la frente.

Si da la impresión de que esta turbulencia ha aparecido de la noche a la mañana, es porque a nosotras nos lo parece. May no presta mucha atención a lo que pasa en el mundo, pero yo estoy más al día que ella. En 1931, cuando yo tenía quince años, los bandidos enanos invadieron Manchuria, en el norte, e instauraron un gobierno títere. Cuatro meses más tarde, a principios del nuevo año, entraron en el distrito de Chapei cruzando el canal Soochow, justo al lado de Hongkew, donde vivimos nosotras. Al principio creímos que eran fuegos artificiales. Baba me llevó al final de la calle Norte de Sichuan, y desde allí vimos de qué se trataba. Fue espantoso ver cómo explotaban las bombas, y peor aún ver a los habitantes de Shanghai con traje de noche, bebiendo licor de petacas, comiendo sándwiches, fumando cigarrillos y riendo ante aquel espectáculo. Sin la ayuda de los extranjeros, que se habían enriquecido a costa de nuestra ciudad, el ejército chino repelió el ataque. Japón rechazó el alto el fuego durante once semanas. Después se reconstruyó Chapei y nos olvidamos del incidente.

El mes pasado dispararon contra el puente de Marco Polo, en la capital. Ése fue el inicio oficial de la guerra, pero nadie pensó que los bandidos enanos pudieran llegar tan al sur en tan poco tiempo. «Que tomen Hopei, Shantung, Shansi y un poco de Honan», pensábamos. Los micos necesitarían tiempo para digerir todo ese territorio. No se plantearían avanzar hacia el sur, hasta el delta del Yangtsé, hasta haber tomado el control y sofocado los levantamientos. Los desgraciados que vivieran bajo el dominio extranjero se convertirían en wang k’uo nu, esclavos de la tierra perdida. May y yo no sospechamos que el caudal de refugiados que está cruzando el puente del Jardín con nosotras tiene más de quince kilómetros de largo. Hay muchas cosas que no sabemos.

En gran medida, vemos el mundo como llevan los campesinos viéndolo miles de años. Ellos siempre han dicho que las montañas son altas y que el emperador está lejos, lo cual significa que las intrigas de palacio y las amenazas imperiales no tienen ningún impacto en sus vidas. Siempre se han comportado como si pudieran hacer lo que quisieran sin temor a las represalias ni las consecuencias. En Shanghai también damos por hecho que lo que pasa en otras partes de China nunca nos afectará. Al fin y al cabo, el resto del país es grande y atrasado, y nosotros vivimos en un puerto franco gobernado por extranjeros, de modo que técnicamente ni siquiera formamos parte de China. Además, estamos convencidos de que, aunque los japoneses lleguen a Shanghai, nuestro ejército los rechazará como ocurrió hace cinco años. Pero el generalísimo Chiang Kai-shek tiene otras ideas. Él quiere que los enfrentamientos con los japoneses lleguen hasta el delta, donde podrá suscitar el orgullo nacional y la resistencia, y al mismo tiempo consolidar los sentimientos contra los comunistas, que llevan tiempo hablando de guerra civil.

Como es lógico, no nos imaginamos nada de eso mientras cruzamos el puente del Jardín y entramos en la Colonia Internacional. Los refugiados sueltan sus fardos, se tumban en las aceras, se sientan en los escalones de los grandes bancos e invaden los muelles. Los visitantes forman grupos y contemplan cómo nuestros aviones intentan lanzar bombas al buque insignia japonés, el Idzumo, y a los destructores, dragaminas y lanchas que lo rodean. Los empresarios y comerciantes extranjeros que van por la calle esquivan los obstáculos que encuentran en su camino y no prestan atención a lo que está ocurriendo en el aire, como si estas cosas pasaran todos los días. El ambiente es a la vez desesperado, festivo e indiferente. Ante todo, los bombardeos son un entretenimiento, porque la Colonia Internacional, al ser un puerto británico, no está amenazada por los japoneses.

El conductor de nuestra carretilla se detiene en la esquina de la calle Nanjing. Pagamos el precio previamente acordado y nos unimos a la multitud. Cada avión que pasa por encima de nuestras cabezas levanta gritos de ánimo y aplausos, pero como ninguna bomba acierta en el blanco y todas caen, inofensivamente, en el río Whangpoo, los vítores se convierten en abucheos. En realidad todo parece un juego divertido que, al final, se vuelve aburrido.

May y yo echamos a andar por la calle Nanjing, esquivando a los refugiados, mientras observamos a los shanghaianos y los extranjeros afincados aquí para ver qué ropa llevan. Delante del hotel Cathay nos encontramos con Tommy Hu. Lleva un traje de dril blanco y va tocado con un sombrero de paja. Tommy parece alegrarse mucho de ver a May, y ella enseguida se pone a coquetear. No puedo sino preguntarme si habrán preparado este encuentro.

Cruzo la calle y dejo a May y Tommy con las cabezas juntas y las manos rozándose suavemente. Estoy justo frente al hotel Palace cuando oigo un fuerte ra-ta-ta-ta detrás de mí. No sé qué es, pero me agacho instintivamente. Alrededor, algunas personas se echan al suelo o corren hacia los portales. Miro atrás, hacia el Bund, y veo un avión plateado que vuela bajo. Es de los nuestros. Los barcos japoneses disparan fuego antiaéreo. Al principio parece que los bandidos enanos han errado el tiro, y unas cuantas personas lanzan vítores. Luego vemos que el avión despide una espiral de humo.

Tocado por el fuego enemigo, vira hacia la calle Nanjing. El piloto debe de saber que va a estrellarse, porque de pronto suelta las dos bombas que lleva bajo las alas. Parece que tardan mucho en caer. Oigo un silbido, y luego noto una fuerte sacudida, acompañada por una explosión tremenda, cuando la primera bomba impacta delante del hotel Cathay. Se me ponen los ojos en blanco, me quedo sorda y mis pulmones dejan de funcionar, como si la explosión hubiera desarbolado mi cuerpo. Un segundo más tarde, otra bomba atraviesa el tejado del hotel Palace y explota. Los escombros —cristal, papel, trozos de carne y miembros humanos— se precipitan sobre mí.

Dicen que lo peor de una bomba son los segundos de parálisis y silencio posteriores a la sacudida inicial. Es como si el tiempo se detuviera; creo que ésa es una expresión que se utiliza en todas las culturas. Así es como yo lo experimento: me quedo paralizada. Se forma una nube de humo y polvo. Oigo el tintineo del cristal que cae desde las ventanas del hotel. Alguien gime. Alguien grita. Y luego el pánico se apodera de la calle, pues otra bomba desciende sobre nosotros. Un par de minutos más tarde, oímos y sentimos el impacto de dos bombas más. Después me entero de que han caído en el cruce de la avenida Edouard VII y la calle Tíbet, cerca del hipódromo, donde se han congregado muchos refugiados para recibir arroz y té gratis. En total, las cuatro bombas hieren, mutilan o matan a miles de personas.

Antes que nada pienso en May. Tengo que encontrarla. Paso por encima de un par de cadáveres destrozados, la ropa hecha jirones y ensangrentada. No sé si son refugiados, shanghaianos o forasteros. Veo brazos y piernas esparcidos por la calle. Una estampida de clientes y personal del hotel sale a empujones por las puertas del Palace y llega a la calle. La mayoría grita, muchos sangran. La gente pisotea a los heridos y los muertos. Me mezclo con la atolondrada multitud; necesito llegar al sitio donde he dejado a May y Tommy. No veo nada. Me froto los ojos, tratando en vano de librarlos del polvo y el terror. Encuentro lo que queda de Tommy. Su sombrero ha desaparecido, así como su cabeza, pero todavía reconozco su traje. May no está con él, afortunadamente, pero ¿dónde está?

Vuelvo hacia el Palace, creyendo que, con las prisas, no la he visto. La calle Nanjing está sembrada de muertos y moribundos. Unos hombres gravemente heridos caminan dando tumbos, como borrachos, por el centro de la calle. Veo varios coches en llamas, y otros con las ventanillas rotas. Dentro de los coches hay más cadáveres y heridos. La metralla ha agujereado automóviles, rickshaws, tranvías, carretillas y a sus ocupantes. Los edificios, las vallas publicitarias y las cercas están salpicados de carne humana. La acera está resbaladiza, cubierta de sangre y vísceras. Los trozos de cristal brillan como diamantes. El hedor hace que me escuezan los ojos y me provoca arcadas.

—¡May! —llamo, y doy unos pasos.

Sigo gritando su nombre, tratando de oír su respuesta entre el pánico que se arremolina alrededor. Me paro a examinar a todos los heridos y cadáveres que encuentro. Con tantos muertos, ¿cómo habrá podido sobrevivir mi hermana, tan delicada y vulnerable?

Y entonces, en medio de esa carnicería, veo un trozo de azul verdoso con estampado de flores de ciruelo. Corro hacia allí y encuentro a May, medio enterrada bajo trozos de yeso y otros escombros. Está inconsciente, o muerta.

—¡May! ¡May!

No se mueve. Me atenaza el miedo. Me arrodillo junto a ella. No veo ninguna herida, pero tiene el vestido manchado con la sangre de una mujer malherida que yace a su lado. Sacudo el yeso del vestido de May y me inclino sobre su cara, pálida como la cera.

—May —susurro—. Despierta. Vamos, May, despierta.

Mi hermana se estremece. Sigo insistiendo. Ella parpadea y abre los ojos; gime y vuelve a cerrarlos.

La acribillo a preguntas:

—¿Estás herida? ¿Te duele algo? ¿Puedes moverte?

Cuando por fin me contesta con otra pregunta, todo mi cuerpo se relaja.

—¿Qué ha pasado?

—Ha explotado una bomba. No te encontraba. ¿Estás bien?

May mueve un hombro y luego el otro. Hace una mueca, pero no parece muy dolorida.

—Ayúdame a levantarme.

Le pongo una mano en la nuca y la ayudo a sentarse. Cuando la suelto, veo que tengo la mano manchada de sangre.

Alrededor gimen los heridos. Algunos gritan pidiendo ayuda. Algunos dan sus últimas boqueadas. Otros aúllan, horrorizados, al ver despedazados a sus seres queridos. Pero yo he paseado muchas veces por esta calle, y detecto un silencio subyacente que te hiela la sangre, como si los muertos absorbieran el sonido hacia su oscuro vacío.

Abrazo a May y la pongo en pie. Ella se tambalea, y temo que vuelva a perder el conocimiento. La sujeto por la cintura y damos unos pasos. Pero ¿adónde vamos? Todavía no han llegado las ambulancias. Ni siquiera las oímos a lo lejos, pero de las calles vecinas empieza a llegar gente ilesa y con la ropa asombrosamente limpia. Corren de un cadáver a otro, de un herido a otro.

—¿Y Tommy? —pregunta May. Yo niego con la cabeza y ella dice—: Llévame con él.

No me parece buena idea, pero May insiste. Cuando llegamos junto al cadáver de Tommy, a mi hermana se le doblan las rodillas. Nos sentamos en el bordillo. May tiene el pelo blanco, cubierto de polvo de yeso. Parece un fantasma. Seguramente yo tengo el mismo aspecto.

—Necesito asegurarme de que no estás herida —le digo, en parte para distraer su atención del cadáver—. Déjame ver.

Se da la vuelta. Tiene el cabello enmarañado y apelmazado, con sangre seca, lo cual interpreto como una buena señal. Le separo los rizos con cuidado hasta que encuentro un corte en la parte posterior de la cabeza. No soy médico, pero no parece que necesite puntos. Sin embargo, May ha perdido el conocimiento, y quiero que alguien me diga si puedo llevármela a casa. Esperamos y esperamos, pero cuando llegan las ambulancias, nadie nos ayuda. Hay demasiados heridos que requieren atención inmediata. Cuando empieza a anochecer, decido que es mejor irnos a casa, pero May no quiere abandonar a Tommy.

—Lo conocemos de toda la vida. ¿Qué dirá mama si lo dejamos aquí? Y su madre… —Tiembla pero no llora. Está demasiado conmocionada para llorar.

Llegan unos camiones de mudanzas para llevarse los cadáveres; entonces notamos la sacudida de otras bombas y oímos el tableteo de ametralladoras a lo lejos. Nadie se hace ilusiones sobre lo que eso significa. Nos están atacando los bandidos enanos. No van a bombardear la Colonia Internacional ni ninguna de las concesiones extranjeras, pero estarán disparando sobre Chapei, Hongkew, la ciudad vieja y los barrios chinos de la periferia. La gente grita y llora, pero May y yo dominamos el miedo y nos quedamos junto al cadáver de Tommy hasta que lo ponen en una camilla y lo suben a un camión.

—Quiero irme a casa —dice May cuando el camión se aleja—. Mama y baba estarán preocupados. Y no quiero seguir en la calle cuando el generalísimo ordene salir al resto de nuestros aviones.

May tiene razón. Nuestras fuerzas aéreas ya han demostrado su ineptitud, y si los aviones vuelven a despegar, esta noche no estaremos seguros en la calle. Así que nos vamos andando a casa. Ambas estamos manchadas de sangre y cubiertas de polvo blanco. Al vernos, los transeúntes se apartan como si arrastráramos la muerte. Mama se impresionará mucho cuando nos vea, pero anhelo su preocupación y sus lágrimas, seguidas del inevitable enfado por habernos expuesto a semejante peligro.

Entramos en casa y nos dirigimos al salón. Las cortinas verde oscuro, de estilo occidental y ribeteadas con pequeñas borlas de terciopelo, están echadas. El bombardeo ha cortado el suministro eléctrico, y la habitación está bañada por la suave, cálida y reconfortante luz de las velas. Con el caos de hoy, me he olvidado de nuestros huéspedes; pero ellos no se han olvidado de nosotras. El zapatero remendón está sentado en cuclillas junto a mi padre. El estudiante está plantado junto a la butaca de mama, procurando mantener una expresión tranquilizadora. Las dos bailarinas están con la espalda pegada a la pared, y se retuercen los dedos, nerviosas. La mujer y las dos hijas del policía están sentadas en la escalera.

Al vernos, mama se tapa la cara y rompe a llorar. Baba cruza la habitación, abraza a May y la lleva a su butaca. Los demás se apiñan alrededor de mi hermana y la tocan —la cara, los muslos, los brazos— para ver si está herida. Todos hablan a la vez.

—¿Estás herida?

—¿Qué ha pasado?

—Dicen que ha sido un avión enemigo. ¡Esos micos son peores que abortos de tortuga!

Mientras toda la atención se centra en May, la esposa y las hijas del policía vienen hacia mí. Veo el horror reflejado en los ojos de la mujer. La hermana mayor tira de la manga de mi blusa.

—Nuestro baba todavía no ha vuelto a casa. —Su voz denota esperanza y coraje—. Dinos que lo has visto.

Niego con la cabeza. La niña le da la mano a su hermana y, cabizbaja, vuelve a la escalera. La madre cierra los ojos, asustada y preocupada.

Ahora que May y yo nos hallamos a salvo, asimilo por fin lo que ha pasado. Mi hermana está bien y hemos conseguido llegar a casa. Desaparecen el miedo y el nerviosismo que me sostenían. Me siento vacía, débil y mareada. Los demás deben de haberlo notado, porque de pronto unas manos me guían hacia una butaca. Me dejo caer en los cojines. Alguien me acerca una taza a los labios y bebo un poco de té tibio.

May se levanta y enumera con orgullo lo que ella considera mis logros:

—Pearl no ha llorado. No se ha rendido. Me ha buscado hasta encontrarme. Se ha ocupado de mí. Me ha traído a casa. Ha…

Algo o alguien golpea la puerta principal. Baba aprieta los puños, como si supiera lo que se avecina. Ya no tenemos lacayo que abra la puerta, pero nadie se mueve. Estamos asustados. ¿Serán refugiados suplicando ayuda? ¿Habrán entrado ya los bandidos enanos en la ciudad? ¿Habrán empezado los saqueos? ¿O será que algunos listos han pensado que pueden enriquecerse mientras dure la guerra pidiendo dinero a cambio de protección? May va hacia la puerta meneando ligeramente las caderas, abre y, despacio, da unos pasos atrás, con las manos delante del cuerpo, como en gesto de rendición.

Los tres individuos que entran no llevan uniforme militar, y sin embargo es fácil reconocer que son peligrosos. Llevan zapatos de piel puntiagudos, para hacer más daño cuando dan patadas. Sus camisas son de algodón negro, para disimular mejor las manchas de sangre. Llevan sombreros de fieltro muy calados para ensombrecer sus facciones. Uno empuña una pistola; otro blande una especie de garrote. El tercero lleva la amenaza en su propio cuerpo, de poca estatura pero fornido. He vivido casi siempre en Shanghai y sé identificar —y esquivar— a un miembro del Clan Verde en la calle o en un club, pero jamás imaginé que vería a uno —y menos a tres— en nuestra casa. Nunca había visto que una habitación se vaciara tan deprisa. Nuestros huéspedes —desde las hijas del policía hasta el estudiante y las bailarinas— se dispersan como hojas secas.

Los tres matones pasan ante May sin prestarle atención y entran con toda tranquilidad en el salón. Pese al calor que hace, me estremezco.

—¿El señor Chin? —pregunta el hombre bajo y fornido, plantándose delante de mi padre.

Baba —jamás lo olvidaré— traga saliva varias veces, como un pez que boquea sobre un adoquín caliente.

—¿Tiene la garganta obstruida o qué?

El tono burlón del intruso me obliga a desviar la mirada de la cara de mi padre, pero lo que veo es aún peor: sus pantalones se oscurecen; se ha orinado encima. El hombre bajo y fornido, que al parecer es el cabecilla, escupe en el suelo, asqueado.

—No ha saldado su deuda con Carapicada Huang. No puede pedirle dinero prestado durante años para que su familia lleve una vida de lujo y luego no devolvérselo. No puede jugar en sus establecimientos y no pagar cuando pierde.

La noticia no podría ser peor. Carapicada Huang controla la ciudad hasta tal punto que dicen que si a alguien le roban un reloj, sus esbirros se encargarán de que le sea devuelto a su propietario en menos de veinticuatro horas. A cambio de un pago, por supuesto. Suele matar a quienes lo engañan. Tenemos suerte de haber recibido esta visita.

—Carapicada Huang le ofreció un buen trato para que saldara su deuda con él —continúa el matón—. Era complicado, pero se mostró generoso. Usted tenía una deuda y él debía decidir qué hacer. —Hace una pausa y mira fijamente a mi padre. Luego nos señala con indiferencia, y aun así resulta amenazador—: ¿Piensa explicárselo usted o prefiere que lo explique yo?

Esperamos a que baba hable. Como no abre la boca, el matón nos mira y dice:

—Había una deuda pendiente. Por otra parte, un comerciante de América acudió a nosotros para comprar rickshaws para su negocio y esposas para sus hijos. Y Carapicada Huang organizó un trato a tres bandas que beneficiaba a todos.

No sé qué estarán pensando mama y May, pero yo todavía confío en que baba diga o haga algo para que este espantoso hombre y sus compinches se marchen. ¿Acaso no es ésa su obligación como hombre, como padre y como marido?

El gángster se inclina sobre baba con aire amenazador.

—Nuestro jefe le ordenó que satisficiera las necesidades del señor Louie entregándole sus rickshaws y sus hijas. Usted no tendría que pagar ningún dinero y podría seguir viviendo con su esposa en esta casa. El señor Louie saldaría su deuda con nosotros en dólares americanos. Así, cada uno lograba lo que quería, y todos seguían con vida.

Estoy furiosa con mi padre por no habernos contado la verdad, pero eso es insignificante comparado con el terror que siento, porque ahora no es sólo baba quien no ha hecho lo que debía. May y yo formábamos parte del trato. Nosotras también hemos contrariado a Carapicada Huang. Y el matón no tarda en abordar ese detalle.

—No cabe duda de que nuestro jefe ha sacado un buen provecho, pero todavía hay un problema, señor Chin. Sus hijas no subieron al barco. ¿Qué clase de mensaje recibirán otros deudores de Carapicada Huang si él le permite salirse con la suya? —Pasea la mirada por la habitación. Nos señala a mí y a May—. Éstas son sus hijas, ¿verdad? —No espera a que baba conteste—. Tenían que encontrarse con sus maridos en Hong Kong. ¿Por qué no se reunieron con ellos, señor Chin?

—Yo…

Ya es triste saber que tu padre es un hombre débil, pero descubrir que es patético resulta terrible.

Sin pensarlo, salto:

—Él no tiene la culpa.

El matón me dirige su cruel mirada. Se acerca a mi butaca, se sienta en cuclillas delante de mí, me pone las manos en las rodillas y aprieta con fuerza.

—¿Qué quieres decir con eso, pequeña?

Contengo la respiración, petrificada.

May cruza la habitación y se pone a mi lado. Empieza a hablar, dando a sus frases una entonación interrogativa:

—Nosotras no sabíamos que nuestro padre le debía dinero al Clan Verde. Creíamos que sólo tenía deudas con un chino extranjero. Creíamos que el venerable Louie no era una persona importante, sino sólo un visitante.

—Que un hombre despreciable tenga unas hijas buenas es un desperdicio —declara el gángster. Se levanta y se sitúa en medio de la habitación. Sus secuaces lo flanquean. Se dirige de nuevo a baba—: Le permitieron quedarse en esta casa con la condición de que enviara a sus hijas a su nuevo hogar. Como no ha cumplido su parte del trato, ésta ya no es su casa. Debe marcharse de aquí. Y debe saldar su deuda. ¿Quiere que me lleve a sus hijas ahora? Les encontraremos alguna buena utilidad.

Temiendo lo que pueda decir baba, salto:

—No es demasiado tarde para que nos marchemos a América. Hay otros barcos.

—A Carapicada Huang no le gustan los mentirosos. Ya habéis sido falsos, y seguramente ahora también estáis mintiendo.

—Prometemos que haremos lo que nos ordene —murmura May.

Como una cobra, el gángster estira los brazos, la agarra por el pelo y tira de ella. Acerca la cara de mi hermana a la suya. Sonríe y dice:

—Tu familia está arruinada. Deberíais estar viviendo en la calle. Por favor, te lo preguntaré otra vez: ¿no preferís venir con nosotros ahora? Nos gustan las chicas bonitas.

—Tengo sus billetes —dice una débil voz—. Me encargaré de que embarquen y cumplan el trato que ustedes organizaron para que mi esposo saldara sus deudas.

Al principio nadie sabe quién habla. Todos miramos alrededor, y me fijo en mi madre, que no ha dicho ni una sola palabra desde que estos hombres entraran en casa. Veo en ella una dureza que no le conocía. Quizá a todos nos pase lo mismo con nuestras madres. Parecen personas normales y corrientes, hasta que un día se convierten en personas extraordinarias.

—Tengo los billetes —repite.

Estoy segura de que miente. Yo misma los tiré, junto con los documentos de inmigración y el manual que me dio Sam.

—¿De qué sirven esos billetes ahora? Sus hijas perdieron el barco.

—Los cambiaremos, y las niñas se irán con sus esposos. —Mama retuerce un pañuelo entre las manos—. Yo me encargaré de todo. Y luego mi marido y yo nos marcharemos de esta casa. Dígaselo a Carapicada Huang. Si no le gusta la idea, que venga aquí y lo discuta conmigo. Una mujer…

Alguien amartilla una pistola; ese espeluznante sonido hace que mi madre enmudezca. El cabecilla levanta una mano para advertir a sus hombres que se preparen. El silencio pende sobre la habitación como una mortaja. Fuera suenan sirenas de ambulancia y disparos de metralleta.

Entonces el matón suelta una risita.

—Señora Chin, ya sabe qué pasará si descubrimos que nos ha mentido.

Como mis padres no responden, May encuentra el valor para preguntar:

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Hasta mañana —contesta el matón. Y suelta una carcajada, pues se da cuenta de que es casi imposible que cumplamos sus exigencias—. Pero no va a ser fácil salir de la ciudad. Si el desastre de hoy tiene alguna consecuencia positiva es que se marcharán muchos demonios extranjeros. Ellos tendrán prioridad para embarcarse.

Sus hombres empiezan a avanzar hacia nosotras. Ya está. Vamos a convertirnos en propiedad del Clan Verde. May me da la mano. Y entonces se produce el milagro: el gángster nos plantea una nueva oferta.

—Os doy tres días. Para entonces debéis estar camino de América, aunque sea nadando. Volveremos mañana, y todos los días, para asegurarnos de que cumplís vuestra promesa.

Tras proferir su amenaza y marcar un plazo, los tres hombres se marchan, no sin antes tirar al suelo un par de lámparas y destrozar con el garrote los pocos jarrones y adornos que todavía no hemos llevado a la casa de empeños.

En cuanto se van, May se deja caer al suelo. Nadie hace ademán de ayudarla.

—Nos has mentido —le digo a baba—. Nos has mentido sobre el venerable Louie y sobre el motivo de nuestras bodas.

—No quería que os preocuparais por el Clan Verde —replica él con voz débil.

Su respuesta me enfurece y me exaspera.

—¿Que no querías que nos preocupáramos?

Él se estremece, pero luego intenta desviar mi ira con otra pregunta:

—¿Qué más da eso ahora?

Se produce un largo silencio mientras todos lo pensamos. No sé qué piensan mama y May, pero a mí no se me ocurren muchas cosas que pudiéramos haber hecho de haber sabido la verdad. Sigo creyendo que May y yo no habríamos subido a aquel barco, pero algo habríamos hecho: huir, escondernos en la misión, suplicar ayuda a Z.G…

—Llevo demasiado tiempo soportando esta carga. —Baba mira a mi madre y, lastimoso, le pregunta—: ¿Qué vamos a hacer?

Ella lo mira con profundo desprecio.

—Vamos a hacer todo lo posible para salvar la vida —responde, y enrolla el pañuelo en su brazalete de jade.

—¿Vas a enviarnos a Los Ángeles? —pregunta May con voz temblorosa.

—No puede —intervengo—. Yo tiré los billetes.

—Y yo los rescaté de la basura —anuncia mama.

Me siento en el suelo, al lado de May. No puedo creer que mama esté dispuesta a mandarnos a América para solucionar los problemas de mi padre, que también son los suyos. Pero ¿acaso no son ésas las cosas que los padres chinos llevan miles de años haciendo con sus hijas, esos seres inútiles? Abandonarlas, venderlas, utilizarlas.

Al ver la traición y el temor reflejados en nuestra cara, mama se apresura a añadir:

—Venderemos vuestros pasajes a América y compraremos pasajes a Hong Kong para los cuatro. Tenemos tres días para encontrar un barco. Hong Kong es una colonia inglesa, así que no hay peligro de que los japoneses la ataquen. Si decidimos que es seguro volver a la China continental, iremos a Cantón en ferry o en tren. Luego iremos a Yin Bo, el pueblo natal de vuestro padre. —Su brazalete de jade golpea la mesita produciendo un fuerte clonc—. Allí estaremos a salvo del Clan Verde.