Una cigarra en un árbol

Una vez superado este episodio tan terrible y agotador, May y yo volvemos a nuestra habitación, orientada hacia el este. Gracias a ello, normalmente resulta más fresca en verano, pero hace tanto calor y tanta humedad que vamos prácticamente desnudas, con sólo una fina combinación de seda rosa. No lloramos. No recogemos la ropa que el venerable Louie ha tirado al suelo ni el revoltijo que ha dejado en nuestro armario. Tomamos la comida que el cocinero deposita en una bandeja frente a nuestra puerta, pero no hacemos nada más. Estamos demasiado conmocionadas para expresar con palabras lo que ha ocurrido. Si pronunciamos esas palabras, tendremos que afrontar el cambio que se ha producido en nuestra vida y pensar qué hacer; pero mi mente es un torbellino de confusión, desesperación y rabia, y siento como si una niebla gris llenara mi cráneo. Nos tumbamos en la cama y procuramos… ni siquiera sé cuál es la palabra adecuada… ¿recuperarnos?

Por el hecho de ser hermanas compartimos una intimidad singular. May es la única persona que me apoyará pase lo que pase. Nunca me pregunto si somos buenas amigas o no. Lo somos, y punto. En este momento de adversidad —como suele suceder entre hermanas—, desaparecen los celos y la cuestión de cuál es más querida. Tenemos que confiar la una en la otra.

Le pregunto qué pasó con Vernon, y ella contesta:

—No pude.

Y rompe a llorar. Así pues, no vuelvo a preguntarle nada sobre la noche de bodas, y ella tampoco me pregunta nada. Me digo que no importa, que lo hemos hecho para salvar a nuestra familia. Pero, por mucho que me repita que no tiene importancia, no dejo de pensar que he perdido un momento precioso. En realidad, estoy más dolida por lo ocurrido con Z.G. que porque mi familia haya perdido su estatus o por haber tenido que acostarme con un desconocido. Quiero recuperar mi inocencia, mi ingenuidad, mi felicidad, mi risa.

—¿Recuerdas cuando vimos Oda a la constancia? —pregunto, con la esperanza de que May recuerde la época en que éramos lo bastante jóvenes para creernos invencibles.

—Creíamos que nosotras podíamos representar mejor esa ópera —contesta desde su cama.

—Como tú eras más joven y pequeña, tenías que interpretar a la niña hermosa. Siempre interpretabas a la princesa. Yo siempre tenía que ser el estudiante, el príncipe, el emperador y el bandido.

—Sí, pero míralo así: tú interpretabas cuatro papeles. Yo solamente uno.

Sonrío. ¿Cuántas veces hemos mantenido esta misma discusión sobre las obras que montábamos para mama y baba en el salón principal cuando éramos pequeñas? Nuestros padres aplaudían y reían. Comían semillas de melón y bebían té. Nos elogiaban, pero nunca accedieron a enviarnos a la escuela de ópera ni a la academia de acrobacia, porque éramos tremendas, con nuestras voces chillonas, nuestras torpes caídas y nuestros escenarios y trajes improvisados. Para nosotras, lo importante era que habíamos pasado horas preparándonos y ensayando en nuestra habitación; le pedíamos pañuelos a mama para utilizarlos como velos, o suplicábamos al cocinero que nos hiciera una espada de papel y almidón con la que yo combatiría a los demonios fantasmales que nos causaban problemas.

Recuerdo noches de invierno en que hacía tanto frío que May se metía en mi cama y nos abrazábamos para entrar en calor. Recuerdo cómo dormía ella: con el pulgar apoyado en la barbilla, las yemas de los dedos índice y corazón sobre el borde de las cejas, justo por encima de la nariz, el dedo anular suavemente apoyado en un párpado y el meñique delicadamente suspendido en el aire. Recuerdo que por la mañana la encontraba pegada a mi espalda, rodeándome con un brazo para no separarse de mí. Recuerdo exactamente el aspecto de su mano: muy pequeña, blanca, suave, y sus dedos finos como cebollinos.

Recuerdo el primer verano que fui al campamento de Kuling. Mama y baba tuvieron que llevar a May a verme, porque estaba muy triste. Yo tenía diez años, y May sólo siete. Nadie me avisó de su visita; pero cuando May me vio, echó a correr, se detuvo frente a mí y se quedó mirándome de hito en hito. Las otras niñas se burlaron de mí. ¿Por qué le hacía caso a aquella cría? Yo fui lo bastante lista para no decirles la verdad: que también echaba de menos a mi hermana y sentía que me faltaba algo cuando estábamos separadas. Después de aquello, baba siempre nos envió juntas al campamento.

May y yo reímos evocando esos momentos, y eso nos alivia. Nos recuerdan la fuerza que hallamos la una en la otra, cómo nos ayudamos, las veces que nos hemos encontrado solas contra todos los demás, cómo nos divertimos. Si podemos reír, ¿no se arreglará todo?

—¿Recuerdas cuando, de pequeñas, nos probamos los zapatos de mama? —pregunta May.

Nunca olvidaré ese día. Aprovechando que mama había ido de visita, nos colamos en su habitación y sacamos del armario varios pares de sus diminutos zapatos. A mí no me cabían, y fui descartándolos mientras trataba de embutir los pies en un par tras otro. May consiguió calzarse unas zapatillas y caminar de puntillas hasta la ventana, imitando la forma de andar de mama. Estábamos riendo y jugando cuando de pronto llegó ella. Se puso furiosa. Nosotras sabíamos que nos habíamos portado mal, pero nos costó muchísimo contener la risa mientras nuestra madre se tambaleaba por la habitación intentando atraparnos para tirarnos de las orejas. Con nuestros pies intactos y nuestra camaradería, logramos escapar; recorrimos el pasillo y salimos al jardín, donde caímos al suelo retorciéndonos de risa. Nuestra travesura se había convertido en un triunfo.

Siempre conseguíamos engañar a mama y salir huyendo, pero el cocinero y los otros sirvientes tenían muy poca paciencia con nuestras travesuras, y no vacilaban a la hora de castigarnos.

—¿Te acuerdas de cuando el cocinero nos enseñó a preparar chiao-tzu, Pearl? —Está enfrente de mí en su cama, con las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en los puños y los codos apuntalados en las rodillas—. Pensó que no estaría mal que aprendiéramos a cocinar. Dijo: «¿Cómo vais a casaros si no sabéis preparar albóndigas para vuestros esposos?» Él no sabía lo inútiles que éramos.

—Nos dio delantales para que nos los pusiéramos, pero no sirvieron de mucho.

—¡Claro que sirvieron! ¡Cuando comenzaste a lanzarme harina! —recuerda May.

Lo que había empezado como una lección se convirtió en un juego, y éste en una batalla campal de harina. El cocinero, que vive con nosotros desde que llegamos a Shanghai, sabía distinguir entre dos hermanas que trabajan juntas, dos hermanas que juegan y dos hermanas que se pelean, y no le gustó nada lo que vio.

—Estaba tan enfadado que no nos permitió entrar en la cocina hasta varios meses después —ríe May.

—Yo insistía en que sólo quería embadurnarte la cara con harina.

—Y se acabaron las golosinas, los tentempiés y los platos especiales. —May todavía ríe al recordarlo—. A veces el cocinero se ponía muy serio. Decía que las hermanas que se pelean no valen nada.

Mama y baba llaman a nuestra puerta y nos piden que salgamos, pero contestamos que preferimos quedarnos un rato más en la habitación. Quizá sea una actitud grosera e infantil, pero siempre reaccionamos así cuando hay un conflicto familiar: nos refugiamos y levantamos una barricada entre nosotras y lo que nos haya herido o disgustado. Juntas, nos sentimos más fuertes; unidas, creamos una fuerza con la que no se puede discutir ni razonar, hasta que los demás ceden a nuestros deseos. Pero esta calamidad no es comparable a querer visitar a tu hermana en el campamento ni a protegernos mutuamente de un padre, una madre, un sirviente o un maestro enfadados.

May se levanta y va a buscar unas revistas; nos ponemos a mirar los vestidos y leer los cotilleos. Nos cepillamos el cabello la una a la otra. Revisamos el armario y los cajones e intentamos determinar cuántos conjuntos nuevos podemos componer a partir de las prendas que nos quedan. El venerable Louie se ha llevado casi todos nuestros trajes chinos, y ha dejado un surtido de vestidos, blusas, faldas y pantalones de estilo occidental. En Shanghai, donde las apariencias lo son casi todo, es imperativo que parezcamos elegantes y modernas, no sosas y obsoletas. Si nuestra ropa parece vieja, no sólo no nos contratarán los pintores, sino que los tranvías no pararán para que subamos, los porteros de los hoteles y clubs quizá no nos dejen entrar, y los acomodadores de los cines mirarán con lupa nuestra entrada. Eso no sólo les sucede a las mujeres, sino también a los hombres; ellos, aunque pertenezcan a la clase media, son capaces de dormir en alojamientos atestados de chinches con tal de poder comprarse unos pantalones más bonitos, que todas las noches ponen debajo de la almohada para tenerlos bien planchados al día siguiente.

¿Acaso da la impresión de que pasamos semanas encerradas? No; nuestro retiro apenas duró dos días. Como somos jóvenes, nos curamos deprisa. Además, somos curiosas. Oímos ruidos al otro lado de la puerta, pero hicimos caso omiso durante horas. Hemos intentado no prestar atención a los martillazos y golpes que hacían temblar la casa. Oímos voces desconocidas, pero fingimos que eran los sirvientes. Cuando por fin abrimos la puerta, la casa había cambiado. Baba ha vendido casi todos los muebles al prestamista del barrio. El jardinero se ha marchado, pero el cocinero se ha quedado porque no tiene adónde ir y necesita techo y comida. Han dividido la casa y levantado tabiques para hacer habitaciones de huéspedes: un policía, su mujer y sus dos hijas se han instalado en la parte trasera; un estudiante vive en el pabellón del segundo piso; un zapatero remendón ha ocupado el hueco de debajo de la escalera; y dos bailarinas se alojan en el desván. Los alquileres ayudarán, pero no bastarán para mantenernos a todos.

En cierto modo, nuestras vidas vuelven a la normalidad, como pensábamos que sucedería. Mama sigue dando órdenes a todo el mundo, incluidos nuestros huéspedes, así que May y yo no tenemos que sacar el orinal, hacer las camas o barrer. Sin embargo, somos muy conscientes de lo bajo que hemos caído. En lugar de leche de soja, pastelillos de sésamo y palitos de masa fritos para desayunar, el cocinero prepara p’ao fan, sobras de arroz que flotan en agua hervida, con verduras en vinagre para darle un poco de sabor. La campaña de austeridad del cocinero también se refleja en los platos que sirve en la comida y la cena. Antes éramos una familia wu hun pu ch’ih fan, en cuyas comidas siempre hay carne. Ahora seguimos una dieta de culi, a base de judías germinadas, pescado salado, calabaza y verduras; todo acompañado de abundante arroz.

Baba sale cada mañana a buscar trabajo, pero nosotras no lo animamos ni le preguntamos nada cuando regresa por la noche. Como nos ha fallado, se ha vuelto insignificante. Si lo ninguneamos —degradándolo con nuestro desinterés y nuestra indolencia—, su desgracia no nos afectará. Así es como manejamos la ira y el dolor que sentimos.

May y yo también buscamos trabajo, pero no es fácil que te contraten. Necesitas kuang hsi, contactos. Para conseguir una recomendación, has de conocer a las personas adecuadas: un pariente, o alguien a quien lleves años halagando. Además, debes hacerle un regalo sustancioso —una pata de cerdo, un juego de dormitorio o el equivalente a dos meses de sueldo— a la persona que hará la presentación, y otro a la persona que te contratará, aunque sólo sea para hacer cajas de cerillas o redecillas para el pelo en una fábrica. Ahora no tenemos dinero para eso, y la gente lo sabe. En Shanghai, la vida fluye como un río incesante y sereno para los ricos y los afortunados. Para quienes tienen mala suerte, el olor de la desesperación es tan fuerte como el de un cadáver en descomposición.

Nuestros amigos escritores nos llevan a restaurantes rusos y nos invitan a cuencos de borscht y vodka barato. Los playboys —paisanos de buena familia que estudian en América y van de vacaciones a París— nos llevan al Paramount, el club nocturno más grande de la ciudad, donde nos divertimos, bebemos ginebra y escuchamos jazz. Vamos a oscuros cafés con Betsy y sus amigos americanos. Los chicos son atractivos y beben como esponjas. A veces May desaparece varias horas. No le pregunto adónde va ni con quién. Es lo mejor que puedo hacer.

No podemos evitar la sensación de que resbalamos, tropezamos, nos caemos.

May sigue posando para Z.G., pero a mí me resulta violento volver a su estudio después de la escena que le monté. Están terminando el anuncio de cigarrillos My Dear; May debe trabajar el doble, pues posa en su posición original y luego ocupa la mía detrás de la butaca. Ella me lo cuenta, y me anima a colaborar en otro calendario que le han encargado a Z.G. Yo poso para otros pintores, pero la mayoría sólo me hacen una fotografía y trabajan a partir de ella. Gano dinero, pero no mucho. Ahora, en lugar de conseguir nuevos alumnos, he perdido al único que tenía. Cuando le dije al capitán Yamasaki que May nunca aceptaría su proposición de matrimonio, me despidió. Pero sé que eso sólo fue una excusa. Por toda la ciudad, los japoneses se comportan de forma extraña. Los que viven en Little Tokyo hacen las maletas y abandonan sus apartamentos. Mujeres, niños y otros civiles regresan a Japón. Cuando veo que muchos de nuestros vecinos se marchan de Hongkew, cruzan el canal Soochow y se instalan temporalmente en la Colonia Internacional, lo atribuyo al carácter supersticioso de mis compatriotas, que, sobre todo los pobres, temen lo conocido y lo desconocido, lo de este mundo y lo de otros, a los vivos y los muertos.

Tengo la impresión de que todo ha cambiado. La ciudad que siempre he amado no presta atención a la muerte, la desesperación, el desastre o la pobreza. Donde antes veía luces de neón y glamour, ahora sólo veo gris: pizarra gris, piedra gris, el río gris. El Whangpoo, que antes ofrecía un aspecto festivo con sus buques de guerra de diferentes naciones, cada una con su llamativa bandera, ahora parece asfixiado con la llegada de más de una docena de imponentes barcos japoneses. Donde antes veía anchas avenidas y la luz de la luna, ahora veo montones de basura, roedores correteando y escarbando a su antojo, y a Carapicada Huang y sus matones del Clan Verde apaleando a deudores y prostitutas. El majestuoso Shanghai está construido sobre cieno. Nada permanece donde debería. Los ataúdes enterrados sin pesas de plomo van a la deriva. Los bancos ordenan revisar los cimientos de sus edificios a diario, para asegurarse de que las toneladas de plata y oro que contienen no los hayan inclinado. May y yo nos hemos deslizado de un Shanghai cosmopolita y seguro a un lugar tan inseguro como las arenas movedizas.

Ahora, lo que ganamos nos pertenece, pero ahorrar es difícil. Después de darle dinero al cocinero para que compre comida, no nos queda prácticamente nada. Estoy tan preocupada que no puedo dormir. Si las cosas siguen así, pronto subsistiremos a base de sopa de huesos. Si no puedo ahorrar nada, tendré que volver a trabajar para Z.G.

—Ya lo he superado —le digo a May—. No sé qué veía en él. Está demasiado flaco, y no me gustan sus gafas. Dudo mucho que algún día me case por amor. Eso es de burgueses; todo el mundo lo dice.

No me creo ni una palabra de lo que digo, pero May, que me conoce muy bien, responde:

—Me alegro de que te sientas mejor. De verdad. Estoy segura de que algún día el amor verdadero te encontrará.

Pero el amor verdadero ya me ha encontrado. En el fondo sigo sufriendo por Z.G. y pensando en él, aunque oculte mis sentimientos. Nos vestimos, y pagamos unos peniques para que nos lleven en carretilla hasta el apartamento del pintor. Por el camino, mientras el carretillero recoge a unos y deja a otros, no paro de pensar en que cuando vea a Z.G. en sus habitaciones, donde tuve tantos sueños infantiles, me moriré de vergüenza. Pero cuando llegamos, él se comporta como si no hubiera pasado nada.

—Estoy acabando una cometa nueva, Pearl. Es una bandada de oropéndolas. Ven a verla.

Me quedo a su lado, y me resulta extraño estar tan cerca de él. Z.G. me habla de la cometa, que es exquisita. Los ojos de cada oropéndola están diseñados para que el viento los haga girar. En cada segmento del cuerpo ha enganchado unas alas articuladas, y en las puntas de las alas, pequeñas plumas que temblarán en el aire.

—Es preciosa —digo.

—Cuando esté terminada, iremos los tres a hacerla volar —anuncia Z.G.

No es una invitación, sino que lo afirma. Pienso que, si a él no le importa que yo hiciera el ridículo, no puedo dejar que a mí me importe. Debo ser fuerte para contener mis sentimientos más profundos, que amenazan con abrumarme.

—Me encantaría —respondo—. A May y a mí nos encantaría.

Ella y Z.G. sonríen; es evidente que se sienten aliviados.

—Muy bien —dice el pintor frotándose las manos—. Y ahora, a trabajar.

May se cambia detrás de un biombo. Sale con unos pantalones cortos rojos y una corta camiseta amarilla atada en la nuca. Él le pone un pañuelo en la cabeza y se lo anuda bajo la barbilla. Yo me pongo un bañador rojo con estampado de mariposas; tiene una faldita y un cinturón que ciñe la cintura. Z.G. me anuda un lazo rojo y blanco en el pelo. May se monta en una bicicleta, con un pie en un pedal y el otro en el suelo. Poso una mano sobre la suya, en el manillar; con la otra, sujeto la bicicleta por detrás del asiento. Mi hermana me mira por encima del hombro, y yo la miro a ella. En cuanto Z.G. dice «Perfecto. No os mováis», ya no siento la tentación de mirarlo. Me concentro en May, sonrío y finjo que no hay nada que me haga tan feliz como empujar la bicicleta de mi hermana por una colina cubierta de hierba con vistas al mar, para anunciar el insecticida Earth contra moscas y mosquitos.

Z.G. comprende que cuesta mantener esa postura, y al poco rato nos deja descansar. Se pone a trabajar en el fondo, pintando un velero que navega por el mar, y luego pregunta:

—May, ¿le enseñamos a Pearl en qué hemos estado trabajando?

Mientras ella se cambia detrás del biombo, él guarda la bicicleta, enrolla el telón de fondo y arrastra un diván hasta el centro de la habitación. May regresa con una bata ligera, que deja caer al suelo cuando llega al diván. No sé qué me sorprende más: el hecho de que se quede desnuda o que parezca sentirse perfectamente cómoda. Se tumba sobre un costado, con un codo doblado y la cabeza apoyada en la mano. Z.G. le coloca una pieza de seda diáfana que le cubre parcialmente las caderas y los pechos, pero es tan fina que se le transparentan los pezones. El pintor desaparece un momento y vuelve con unas peonías rosa. Corta los tallos y distribuye las flores cuidadosamente alrededor de May. Luego destapa el cuadro, que hasta ese momento estaba cubierto con una tela en un caballete.

Está casi terminado, y es precioso. La suave textura de los pétalos de las peonías es un reflejo de la piel de May. Z.G. ha empleado una técnica llamada cabi dancai, que consiste en aplicar acuarelas sobre una capa de carboncillo, para conseguir un delicado tono sonrosado en las mejillas, los brazos y los muslos. En el cuadro, da la impresión de que mi hermana acaba de salir de un baño caliente. Nuestra nueva dieta, con más arroz y menos carne, y la palidez producida por los sucesos de los últimos días le dan un aire de languidez y lasitud. Z.G. ya ha aplicado esmalte negro en los ojos, que parecen seguir al espectador, invitándolo y seduciéndolo. ¿Qué vende May? ¿Loción Watson para la fiebre miliar, pomada Jazz para el cabello, cigarrillos Two Baby? No lo sé, pero tras mirar primero a mi hermana y luego el cuadro, veo que Z.G. ha conseguido el efecto hua chin i tsai —un cuadro terminado con emociones que perduran— que sólo los grandes maestros del pasado alcanzaban con sus obras.

Estoy conmocionada, muy conmocionada. He tenido relaciones esposo-esposa con Sam, pero esto refleja algo mucho más íntimo. Sin embargo, constituye una muestra de lo bajo que hemos caído May y yo. Supongo que esto no es más que una parte inevitable de nuestro viaje. Cuando empezamos a posar para pintores, nos invitaban a cruzar las piernas y sujetar ramos de flores en el regazo. Esa pose era una referencia tácita a las cortesanas de la época feudal, que llevaban ramilletes de flores entre las piernas. Más adelante nos pidieron que entrelazáramos las manos detrás de la cabeza y expusiéramos las axilas, una pose utilizada desde los inicios de la fotografía para representar el encanto y la sensualidad de las Flores Famosas de Shanghai. Un pintor nos plasmó persiguiendo mariposas a la sombra de unos sauces; todo el mundo sabe que las mariposas simbolizan a los amantes, mientras que «la sombra de los sauces» es un eufemismo que designa esa parte vellosa de la anatomía femenina. Pero este nuevo retrato va mucho más allá que cualquiera de aquéllos y, por supuesto, que aquel en que bailábamos un tango y que tanto disgustó a mama. Éste es un cuadro hermoso; May debe de haber posado desnuda durante horas ante la mirada de Z.G.

Pero no sólo estoy conmocionada. También estoy decepcionada porque May haya permitido que Z.G. la convenza para dejarse pintar así. Estoy enfadada con él por aprovecharse de la vulnerabilidad de mi hermana, y abatida por ver que May y yo tenemos que aceptarlo. Muchas mujeres empiezan así y acaban en la calle comerciando con su cuerpo. Aunque, por otra parte, así es la vida para las mujeres en general. Experimentas un lapsus de conciencia, olvidas el peligro de degradarte y lo que estás dispuesta a aceptar, y enseguida te hallas en el fondo. Te has convertido en una mujer con tres agujeros, la clase más baja de prostituta, como esas que viven en los burdeles flotantes del canal Soochow, donde ofrecen sus servicios a chinos tan pobres que no les importa contraer alguna enfermedad repugnante a cambio de unas monedas.

Pese a lo descorazonada y asqueada que estoy, al día siguiente vuelvo al apartamento de Z.G., y también en días posteriores. Necesitamos el dinero. Y tardo muy poco en quedarme casi desnuda. Dicen que hay que ser fuerte, inteligente y afortunado para soportar los momentos difíciles, la guerra, las catástrofes naturales o la tortura física. Pero yo opino que el maltrato emocional —la ansiedad, el miedo, la culpabilidad y la degradación— es mucho peor y más difícil de sobrellevar. Es la primera vez que May y yo experimentamos algo así, y eso socava nuestra energía. A mí me resulta casi imposible dormir; May, en cambio, se retira en cuanto puede a las profundidades del sueño. Se queda en la cama hasta mediodía. Duerme la siesta. A veces, hasta se queda dormida mientras Z.G. pinta. Entonces él le deja abandonar la pose para dormitar un rato en el sofá. Mientras Z.G. me pinta a mí, yo miro a May, que descansa con una mano tapándole parcialmente la cara, pensativa incluso dormida.

Somos como dos langostas que van muriendo lentamente en una olla de agua hirviendo. Posamos para Z.G., asistimos a fiestas y bebemos frappés de absenta. Vamos a los clubs con Betsy y dejamos que nos paguen las copas. Vamos al cine. Vamos a ver escaparates. No entendemos qué nos está pasando, sencillamente.

Se acerca la fecha en que supuestamente debemos partir a Hong Kong para reunirnos con nuestros maridos, pero no tenemos ninguna intención de subir a ese barco. No podríamos embarcar aunque quisiéramos, porque yo tiré los billetes, pero eso no lo saben nuestros padres. Simulamos hacer las maletas para que ellos no sospechen nada. Escuchamos sus consejos para viajar. La noche anterior a nuestra partida, baba y mama nos llevan a cenar fuera y nos dicen cuánto nos echarán de menos. May y yo despertamos pronto a la mañana siguiente, nos vestimos y salimos antes de que se levante nadie. Cuando volvemos a casa por la noche —mucho después de que el barco haya zarpado—, mama llora de alegría al ver que seguimos aquí, y baba nos grita por no haber cumplido con nuestro deber.

—¡No entendéis lo que habéis hecho! —exclama—. Vamos a tener problemas.

—Te preocupas demasiado —replica May con voz dulce—. El venerable Louie y sus hijos se han marchado de Shanghai, y dentro de unos días se marcharán de China para siempre. Ahora ya no pueden hacernos nada.

La ira deforma las facciones de baba. Por un instante pienso que va a pegar a May, pero luego aprieta los puños, se dirige al salón y da un portazo. Mi hermana me mira y se encoge de hombros. Entonces nos volvemos hacia mama, que nos lleva a la cocina y ordena al cocinero que nos prepare té y nos dé un par de esas deliciosas galletas de mantequilla inglesas que tiene guardadas en una lata.

Once días más tarde, llueve por la mañana y el calor y la humedad son más soportables que de costumbre. Z.G., en un arranque de despilfarro, contrata un taxi y nos lleva a la pagoda Lunghua, en las afueras de la ciudad, para remontar su cometa. No es el sitio más bonito del mundo. Hay una pista de aterrizaje, un campo de ejecución y un campamento de soldados chinos. Caminamos con dificultad hasta que Z.G. encuentra un lugar adecuado. Unos soldados —llevan zapatillas de tenis gastadas y rotas, y uniformes con desgarrones e insignias prendidas con alfileres en los hombros— dejan a un cachorro con el que están jugando y vienen a ayudarnos.

Cada oropéndola está atada mediante un hilo y un gancho al hilo principal. May coge la oropéndola guía y la levanta. Con ayuda de los soldados, yo engancho otra al hilo principal. Las oropéndolas van despegando una a una, hasta que, al poco rato, las doce de la bandada zumban, descienden en picado y revolotean por el aire. Parecen libres allí arriba. La brisa agita el cabello de May, que contempla el cielo haciéndose visera con una mano. La luz reluce en las gafas de Z.G., quien sonríe. Me indica que me acerque y me cede el control de la cometa. Las oropéndolas están hechas de papel y madera de balsa, pero el viento tira con fuerza; Z.G. se coloca detrás de mí y pone sus manos sobre las mías para ayudarme a sujetar el carrete. Sus muslos se pegan a los míos, y mi espalda a su torso. Disfruto con la sensación de estar tan cerca, convencida de que sabe lo que aún siento por él. A pesar de que Z.G. está allí para sujetarme, el tirón de la cometa es tan fuerte que temo salir volando con las oropéndolas más allá de las nubes.

Mama solía contarnos un cuento sobre una cigarra posada en la rama de un árbol. La cigarra canta y bebe rocío, sin reparar en la mantis religiosa que tiene detrás. La mantis arquea una pata delantera para golpear a la cigarra, pero no ve que detrás tiene a una oropéndola. El pájaro estira el cuello para atrapar a la mantis, a la que pretende zamparse, pero no sabe que un niño ha salido al jardín con una red. Tres animales —la cigarra, la mantis y la oropéndola— codician una presa sin saber que los amenaza otro peligro, mayor e ineludible.

Esa misma tarde, los soldados chinos y japoneses intercambian los primeros disparos.