—¡No tiene gracia! —exclama May con una risita.
—No es ninguna broma —contesta baba—. He concertado vuestros matrimonios.
Me cuesta asimilar sus palabras.
—¿Qué pasa? —pregunto—. ¿Está enferma mama?
—Ya os lo he dicho, Pearl. Tenéis que escucharme y hacer lo que yo diga. Soy vuestro padre. Las cosas funcionan así.
Me gustaría poder expresar lo absurdo que suena.
—¡No pienso casarme! —exclama May, indignada.
—Ya no vivimos en la época feudal —intento razonar—. No es como cuando os casasteis mama y tú.
—Tu madre y yo nos casamos en el segundo año de la República —refunfuña él, aunque ésa no es la cuestión.
—Pero fue un matrimonio concertado —replico—. ¿Ha venido una casamentera a preguntarte sobre nuestras habilidades para tejer, coser o bordar? —Mi voz refleja lo ridículo de la situación—. ¿Has comprado para mi dote un inodoro decorado con dibujos de dragones y aves fénix que simbolicen mi perfecta unión? ¿Vas a darle a May un inodoro lleno de huevos rojos que transmita a sus suegros el mensaje de que tendrá muchos hijos varones?
—Podéis decir lo que queráis —espeta baba con indiferencia—. Os casaréis.
—¡No, no pienso casarme! —repite May. Sabe llorar a voluntad, y ahora empieza a derramar lágrimas—. No puedes obligarme.
Baba no le hace caso, y entonces comprendo que va en serio. Él me mira, y es como si me viera por primera vez.
—No me digáis que creíais que ibais a casaros por amor. —Su voz tiene un extraño deje, cruel y triunfante—. Nadie se casa por amor. Yo tampoco me casé por amor.
Noto un brusco respingo, me doy la vuelta y veo a mi madre, todavía en pijama, plantada en el umbral. Entra en la habitación, balanceándose sobre sus pies vendados, y se sienta en una silla labrada de madera de peral. Junta las manos y agacha la cabeza. Tras un momento, empiezan a caer lágrimas sobre sus manos. Nadie dice nada.
Me siento tan erguida como puedo para mirar a mi padre desde arriba, consciente de que eso le molesta. Luego le doy la mano a May. Juntas somos fuertes, y tenemos nuestras inversiones.
—Con todo el respeto, y hablo por las dos, debo pediros el dinero que habéis ahorrado para nosotras.
Mi padre esboza una mueca.
—Ya somos bastante mayores para vivir solas —continúo—. May y yo buscaremos un piso. Nos ganaremos la vida. Queremos decidir nuestro propio futuro.
Mientras hablo, May asiente con la cabeza y le sonríe a baba, pero no está tan encantadora como de costumbre. Tiene la cara hinchada y surcada de manchas rojas.
—No quiero que os vayáis a vivir solas —tercia mi madre cuando reúne el valor suficiente para hablar.
—No importa, no podéis hacerlo —interviene baba—. No hay dinero, ni vuestro ni mío.
Vuelve a producirse un silencio. Mi hermana y mi madre dejan que sea yo quien pregunte:
—¿Qué has hecho?
Llevado por la desesperación, baba nos culpa a nosotras de sus problemas.
—Vuestra madre se pasa la vida yendo de visita y jugando con sus amigas. Y vosotras no paráis de gastar. Ninguna ve lo que está pasando delante de sus narices.
Tiene razón. Anoche, sin ir más lejos, me pregunté por qué nuestra casa tenía un aspecto tan dejado. Me pregunté qué había pasado con la lámpara, con los apliques de las paredes, con el ventilador y con…
—¿Dónde están nuestros sirvientes? ¿Dónde están Pansy, Ah Pong y…?
—Los he despedido. Se han marchado todos, excepto el jardinero y el cocinero.
Claro, a ellos no podía echarlos. El jardín no tardaría en marchitarse, y los vecinos sabrían que estaba pasando algo. Y necesitamos al cocinero, pues mama sólo sabe supervisar y May y yo no sabemos cocinar ni el plato más sencillo. Eso no nos preocupa. Nunca se nos ha ocurrido que necesitáramos esa habilidad. Pero ¿y el criado de baba, las dos doncellas y el ayudante del cocinero? ¿Cómo ha podido baba hacer daño a tantas personas?
—¿Lo has perdido jugando? ¡Pues recupéralo! —exijo—. Siempre lo recuperas.
Mi padre tiene fama de hombre importante, pero yo siempre lo he considerado inútil e inofensivo. Él me mira de una manera… Es como si lo viese desnudo.
—¿Es muy grave? —Estoy furiosa, ¿cómo no estarlo? Pero siento lástima por mi padre y, aún más importante, por mi madre. ¿Qué va a ser de ellos? ¿Qué va a ser de todos nosotros?
Él agacha la cabeza.
—La casa, el negocio de rickshaws, vuestras inversiones, los pocos ahorros que tenía… Lo he perdido todo. —Tras una larga pausa, levanta la cabeza y me mira. Sus ojos denotan impotencia, sufrimiento y súplica.
—No hay finales felices —declara mama. Es como si todas sus agoreras predicciones se hubieran cumplido por fin—. No podéis luchar contra el destino.
Baba no le presta atención; apela a mi sentido del amor filial y a mi deber de hija mayor.
—¿Quieres que tu madre tenga que mendigar en la calle? ¿Y qué me dices de vosotras? Sois chicas bonitas, y por tanto ya estáis cerca de convertiros en mujeres con tres agujeros. Lo único que queda por decidir es si os mantendrá un solo hombre o si caeréis tan bajo como las prostitutas que recorren Blood Alley en busca de marinos extranjeros. ¿Qué futuro preferís?
Tengo educación, pero ¿qué habilidades poseo? Le enseño inglés a un capitán japonés tres días a la semana. May y yo posamos para pintores, pero nuestros beneficios ni siquiera llegan para cubrir el coste de nuestros vestidos, sombreros, guantes y zapatos. No quiero ver a ninguno de nosotros convertido en mendigo. Y, desde luego, no quiero que May y yo tengamos que prostituirnos. Pase lo que pase, debo proteger a mi hermana.
—¿Quiénes son los novios? —pregunto—. ¿Podemos conocerlos antes de casarnos?
May abre mucho los ojos.
—Eso va contra la tradición —responde baba.
—No me casaré con nadie sin haberlo visto antes —insisto.
—Ni lo soñéis. —May pronuncia esas palabras, pero su tono delata que se ha rendido.
Quizá en muchos aspectos nos comportemos como muchachas modernas, pero no podemos huir de lo que somos: obedientes hijas chinas.
—Son hombres de la Montaña Dorada —explica baba—. Dos hermanos americanos. Han venido a China a buscar esposa. En realidad es una buena noticia. La familia de su padre proviene del mismo distrito que la nuestra. Estamos emparentados. No tendréis que viajar a Los Ángeles con ellos. Los chinos americanos no tienen inconveniente en dejar a sus esposas aquí, para que cuiden de sus padres y sus antepasados; así, ellos pueden volver a América con sus rubias amantes lo fan. Consideradlo simplemente un acuerdo que salvará a nuestra familia. Pero si decidís marcharos con vuestros maridos, tendréis una casa bonita, sirvientes que limpiarán y lavarán por vosotras, y niñeras que cuidarán a vuestros hijos. Viviréis en Haolaiwu. En Hollywood. Sé que os gustan las películas. Te gustará, May. Estoy seguro. ¡Haolaiwu! ¡Imagínate!
—Pero ¡no los conocemos de nada! —grita ella.
—Pero conocéis a su padre —replica baba con calma—. Conocéis al venerable Louie.
May esboza una mueca de repugnancia. Sí, claro que lo conocemos. Nunca me ha gustado la anticuada costumbre de mama de emplear tratamientos pero, para May y para mí, el enjuto chino extranjero de expresión severa siempre ha sido el venerable Louie. Como dice baba, vive en Los Ángeles, pero viene a Shanghai todos los años para supervisar los negocios que mantiene aquí. Posee una empresa donde fabrican muebles de ratán y otra de porcelana barata para la exportación. Pero no me importa lo rico que sea el venerable Louie. Nunca me ha gustado cómo nos mira: parece un gato relamiéndose. Por mí no me importa —puedo soportarlo—, pero May sólo tenía dieciséis años la última vez que él vino a la ciudad. No debió comérsela con la mirada como hizo, teniendo la edad que tenía —sesenta y tantos, como mínimo—; pero baba no dijo nada, y se limitó a pedirle a May que les sirviera más té.
Entonces me doy cuenta.
—¿Es el venerable Louie quien te ha hecho perderlo todo?
—No exactamente…
—Entonces, ¿quién ha sido?
—Es difícil saberlo. —Baba tamborilea en la mesa y desvía la mirada—. He perdido un poco aquí, un poco allá…
—Sin duda, porque si no, no habrías perdido también mi dinero y el de May. Esto debió de empezar hace meses, quizá incluso años.
—Pearl… —Mama procura impedir que siga hablando, pero mi rabia se desborda.
—Tus pérdidas deben de haber sido enormes para poner en peligro todo esto. —Extiendo un brazo para abarcar la habitación, los muebles, la casa, todo cuanto él construyó para nosotras—. ¿A cuánto asciende exactamente tu deuda y cómo vas a saldarla?
May deja de llorar. Mi madre permanece callada.
—Le debo dinero al venerable Louie —reconoce por fin baba, a su pesar—. Permitirá que vuestra madre y yo sigamos viviendo aquí si May se casa con su hijo menor y tú con el mayor. Tendremos un techo y algo para comer hasta que yo consiga trabajo. Vosotras, hijas nuestras, sois nuestro único capital.
May se tapa la boca con el dorso de la mano, se levanta y sale de la habitación.
—Dile a tu hermana que concertaré una cita para esta tarde —añade mi padre—. Y podéis dar gracias de que haya acordado vuestros matrimonios con dos hermanos. Así siempre estaréis juntas. Y ahora, sube a tu habitación. Tu madre y yo tenemos mucho de que hablar.
Al otro lado de la ventana, los vendedores de desayunos se han retirado y un torrente de mercachifles ha ocupado su lugar. Sus voces nos cantan, hechizándonos, tentándonos:
—¡Pu, pu, pu, raíz de junco para dar brillo a los ojos! ¡Dádsela a vuestros hijos y no tendrán sarpullidos en todo el verano!
—¡Hou, hou, hou, deja que te afeite la cara, que te corte el pelo, que te corte las uñas!
—¡A-hu-a, a-hu-a, sal a vender tus trastos viejos! ¡Cambio botellas extranjeras y cristal roto por cerillas!
Un par de horas más tarde, a mediodía, llego a la zona de Hongkew conocida como Little Tokyo para dar clase a mi alumno. ¿Por qué no lo he cancelado? Cuando el mundo se derrumba, lo cancelas todo, ¿no? Pero May y yo necesitamos el dinero.
Aturdida, subo en ascensor hasta el apartamento del capitán Yamasaki. Formó parte del equipo olímpico japonés en 1932 y le gusta revivir sus glorias en Los Ángeles. No es mala persona, pero está obsesionado con May. Mi hermana cometió el error de salir con él varias veces, y el capitán me pregunta por ella antes de cada clase.
—¿Dónde está tu hermana? —me pregunta en inglés cuando termino de revisar sus deberes.
—Está enferma —miento—. Está durmiendo.
—Lo lamento. Todos los días te pregunto cuándo volverá a salir conmigo. Todos los días me contestas que no lo sabes.
—Todos los días no. Sólo nos vemos tres veces por semana.
—Por favor, ayúdame a casarme con May. Te daré…
Me entrega una hoja de papel donde ha anotado las condiciones de la boda. Veo que ha empleado su diccionario japonés-inglés, pero, francamente, es demasiado para mí. Miro el reloj. Todavía me quedan quince minutos. Doblo la hoja y la guardo en el bolso.
—Lo corregiré y se lo devolveré en nuestra próxima clase.
—¡Dáselo para May!
—Dáselo a May —lo corrijo—. Lo haré, pero tenga en cuenta que ella es demasiado joven para casarse. Mi padre no lo permitirá. —Con qué facilidad salen las mentiras de mi boca.
—Debería. Debe. Son tiempos de amistad, cooperación y prosperidad. Las razas asiáticas deberían unirse contra Occidente. Los chinos y los japoneses somos hermanos.
Eso no es cierto. Nosotros los llamamos «bandidos enanos» y «micos». Pero el capitán siempre insiste en ese tema, y ya domina los eslóganes en inglés y en chino.
Me mira con resentimiento.
—No vas a dárselo, ¿verdad? —inquiere, y como no contesto lo bastante deprisa, frunce el entrecejo—. No me fío de las jóvenes chinas. Siempre mienten.
No es la primera vez que me lo dice, y su afirmación me molesta tanto como las otras veces.
—No le miento —protesto, pese a que lo he hecho varias veces desde que hemos empezado esta clase.
—Las jóvenes chinas nunca cumplen la promesa. Sus corazones miente.
—Sus promesas. Mienten —vuelvo a corregir. Necesito desviar la conversación hacia otro tema. Hoy se me ocurre fácilmente—: ¿Le gustó Los Ángeles?
—Sí, mucho. Pronto volveré a América.
—¿Para participar en otro campeonato de natación?
—No.
—¿Para estudiar?
—No; voy a ir como… —empieza, pero recurre al chino para utilizar una palabra que conoce muy bien en nuestra lengua—: conquistador.
—¿En serio? ¿Cómo es eso?
—Vamos a marchar hasta Washington —contesta volviendo al inglés—. Las jóvenes yanquis nos lavarán la ropa.
Se echa a reír. Yo también. Seguimos así un rato.
En cuanto pasa la hora de clase, cojo mi dinero, escaso, y me voy a casa. May duerme. Me tumbo a su lado, pongo una mano en su cadera y cierro los ojos. Me gustaría quedarme dormida, pero mi pensamiento me sacude con imágenes y emociones. Me creía muy moderna. Creía que podía tomar mis propias decisiones. Creía que no me parecía en nada a mi madre. Sin embargo, la afición de baba al juego ha dado al traste con todo eso. Van a venderme —a canjearme, como han hecho con tantas jóvenes antes que conmigo— para ayudar a mi familia. Me siento tan atrapada e impotente que casi no puedo respirar.
Intento convencerme de que la situación no es tan grave como parece. Mi padre afirma que no estaremos obligadas a irnos con esos desconocidos a la otra punta del mundo. Si lo preferimos, firmaremos los papeles, nuestros «maridos» se marcharán y la vida seguirá como siempre, con una única gran diferencia: tendremos que dejar la casa paterna y ganarnos la vida. Esperaré a que mi marido salga del país, alegaré abandono y conseguiré el divorcio. Y entonces me casaré con Z.G. (Tendrá que ser una boda más sencilla que la que había imaginado, quizá sólo una fiesta en alguna cafetería, con nuestros amigos pintores y algunas modelos de calendario.) Me buscaré un trabajo serio, de día. May vivirá con nosotros hasta que se case. Nos cuidaremos la una a la otra. Saldremos adelante.
Me incorporo y me froto las sienes. Tengo unos sueños estúpidos. Quizá lleve demasiado tiempo viviendo en Shanghai.
Sacudo suavemente a mi hermana por el hombro.
—Despierta, May.
Abre los ojos, y por un instante veo todo el encanto y toda la ingenuidad que guarda en su interior desde que era una cría. Luego se acuerda de lo que ha pasado y su rostro se ensombrece.
—Tenemos que vestirnos —le digo—. Casi ha llegado la hora de conocer a nuestros maridos.
¿Qué nos ponemos? Los hijos de Louie son chinos, de modo que quizá debamos vestir cheongsams tradicionales. Aunque también son americanos, así que tal vez sea mejor llevar algo que les demuestre que nosotras también estamos occidentalizadas. No queremos complacerlos, pero tampoco estropear el trato. Optamos por unos vestidos de rayón con estampado de flores. Finalmente nos miramos, nos encogemos de hombros como admitiendo lo inútil que nos parece todo esto, y salimos de casa.
Llamamos a un conductor de rickshaw para que nos lleve al lugar que mi padre ha acordado para la cita: la puerta del jardín Yu Yuan, en el centro de la ciudad vieja. El hombre —calvo y con cicatrices de tiña— nos lleva bajo el calor entre la multitud; atravesamos el canal Soochow por el puente del Jardín y recorremos el Bund, la ribera del río Whangpoo. Pasamos al lado de diplomáticos, colegialas con uniforme almidonado, prostitutas, caballeros y sus damas, y miembros del famoso Clan Verde, vestidos de negro. Ayer, esta mezcla resultaba emocionante. Hoy me parece una atmósfera sórdida y opresiva.
El río Whangpoo se desliza a nuestra izquierda como una serpiente indolente; su mugrienta piel se levanta, late y resbala. En Shanghai no se puede huir del río; todas las calles de la ciudad que van hacia el este acaban en él. Por el Whangpoo navegan buques de guerra de Gran Bretaña, Francia, Japón, Italia y Estados Unidos. Los sampanes —en los que cuelgan cuerdas, ropa y redes— se apiñan como insectos sobre el cuerpo de un animal muerto. Se disputan el derecho de paso entre los transatlánticos y las balsas de bambú. Los culis, desnudos hasta la cintura y sudorosos, llenan los muelles, donde descargan opio y tabaco de los barcos mercantes, arroz y grano de los juncos que vienen de río arriba, y salsa de soja, cestos de pollos y enormes fardos de esteras de ratán enrolladas de las gabarras fluviales.
A nuestra derecha se alzan espléndidos edificios de seis plantas, palacios extranjeros de riqueza, avidez y avaricia. Dejamos atrás el hotel Cathay con su tejado en forma de pirámide, la Aduana con su gran torre del reloj, y el Banco de Hong Kong y Shanghai con sus majestuosos leones de bronce, que incitan a los transeúntes a frotarles las garras, un gesto que garantiza suerte a los hombres e hijos varones. Llegamos a la Concesión Francesa, pagamos el trayecto y continuamos a pie por el Quai de France. Unas manzanas más allá, nos alejamos del río y entramos en la ciudad vieja.
Nos encontramos en un escenario feo y desalentador; es como irrumpir en el pasado, y eso es precisamente lo que baba quiere que hagamos casándonos con esos hombres. Sin embargo, hemos venido, obedientes como perros, estúpidas como búfalos de agua. Me tapo la nariz con un pañuelo perfumado con lavanda para aislarme del olor a muerte, aguas negras, aceite de cocina rancio y carne cruda para la venta que se pudre con el calor.
Normalmente no presto atención a las vistas desagradables de mi ciudad natal, pero hoy mis ojos se sienten atraídos por ellas. Hay mendigos tuertos con las extremidades quemadas y reducidas a muñones; sus propios padres los han mutilado para que inspiren más lástima. Algunos exhiben llagas putrefactas y horrendos tumores que inflan con bombas de bicicleta hasta que alcanzan un tamaño repugnante. Recorremos callejones donde cuelgan vendas para los pies, pañales y pantalones hechos jirones. En la ciudad vieja, las mujeres que lavan esas prendas son demasiado perezosas para escurrirlas, y el agua que cae nos moja como si fuera lluvia. Cada paso que damos nos recuerda dónde podríamos acabar si renunciamos a casarnos.
Encontramos a los hijos de Louie en la puerta del jardín Yu Yuan. Nos dirigimos a ellos en inglés, pero no parecen interesados en contestarnos en ese idioma. Su padre es de los Cuatro Distritos de Cantón, de modo que hablan sze yup; como May no conoce ese dialecto, yo le traduzco lo que decimos. Como muchos de nosotros, ellos han adoptado nombres occidentales. El mayor se señala el pecho y dice:
—Sam. —Luego apunta a su hermano y añade—: Él se llama Vernon, pero nuestros padres lo llaman Vern.
Amo a Z.G., así que, por muy perfecto que sea Sam Louie, nunca me gustará. Y el novio de May, Vern, sólo tiene catorce años. Ni siquiera ha empezado a madurar; todavía es un niño. A baba se le olvidó mencionar este detalle.
Nos miramos unos a otros, y a ninguno parece gustarle mucho lo que ve. Desviamos los ojos hacia el suelo, hacia el cielo, hacia cualquier sitio. Se me ocurre que quizá ellos tampoco quieran casarse con nosotras. Si ése es el caso, todos podemos plantearnos esto como una transacción comercial. Firmaremos los papeles y volveremos a nuestra vida de siempre, sin corazones destrozados ni sufrimiento. Pero eso no significa que la situación no resulte violenta.
—¿Por qué no damos un paseo? —propongo.
Nadie me contesta, pero cuando echo a andar todos me siguen. Arrastrando los pies, recorremos los senderos laberínticos y pasamos junto a estanques, composiciones rocosas y grutas. La brisa caliente mece los sauces, y ese movimiento proporciona una ilusión de frescor. Los pabellones de madera labrada y laca dorada evocan el pasado. Todo está diseñado para crear una atmósfera de equilibrio y unidad, pero el jardín lleva toda la mañana achicharrándose al sol de julio, y por la tarde la atmósfera está cargada y resulta sofocante.
El pequeño Vern corre hacia una de las elevaciones rocosas y trepa por la escarpada pared. May me mira, y en silencio me pregunta: «¿Y ahora qué?» No tengo respuesta, y Sam tampoco ofrece ninguna. May se da la vuelta, desciende por la pendiente hasta el pie de las rocas y empieza a llamar con voz queda al chico, intentando convencerlo de que baje. No creo que Vern entienda lo que le está diciendo, porque se queda arriba; parece un pirata oteando el mar. Sam y yo seguimos caminando hasta la Roca de Jade Exquisito.
—Ya había venido aquí otras veces —murmura él con timidez—. ¿Conoces la historia de cómo llegó la roca hasta este jardín?
No le contesto que suelo evitar la ciudad vieja. Procuro ser educada y digo:
—Vamos a sentarnos y me la cuentas.
Encontramos un banco; nos sentamos y nos quedamos mirando la roca, que para mí es como otra cualquiera.
—Durante la dinastía Sung del Norte, el emperador Hui Tsung estaba sediento de curiosidades. Mandaba enviados a las provincias del sur para que buscaran las mejores del país. Los enviados encontraron esta roca y la cargaron en un barco. Pero nunca llegó al palacio. Una tormenta (o quizá un tifón, o quizá los dioses del río enfurecidos) hundió el barco en el Whangpoo.
Sam tiene una voz agradable: no suena demasiado fuerte, autoritaria ni superior. Mientras habla, yo le miro los pies. Sam ha estirado las piernas delante de sí, descansando el peso en los talones de sus zapatos nuevos de piel. Reúno valor para dirigir la vista hacia su cara. Es bastante atractivo; de hecho, me atrevería a decir que es guapo. Delgado, tiene la cara alargada como una semilla de arroz, y eso exagera la prominencia de sus pómulos. Tiene la piel más oscura de lo que me gusta, pero eso es comprensible, pues vive en Hollywood. He leído que a las estrellas de cine les gusta tomar el sol hasta que su piel se vuelve marrón. Su pelo no es completamente negro; el sol le arranca destellos rojizos. Aquí dicen que esa tonalidad de cabello revela una alimentación deficiente. Quizá en América la comida sea tan nutritiva y abundante que también provoca ese cambio. Va elegantemente vestido. Hasta yo sé reconocer que el traje que lleva se lo han confeccionado hace poco. Y trabaja en el negocio de su padre. Si no estuviera enamorada de Z.G., me parecería un buen pretendiente.
—La familia Pan sacó la roca del río y la trajo aquí —continúa—. Como verás, satisface todos los requisitos que debe cumplir una buena roca: parece porosa como una esponja, tiene una forma bonita y te induce a pensar en su historia milenaria —concluye, y se queda callado.
A lo lejos, May bordea la formación rocosa con los brazos en jarras; el enfado que irradia se extiende por el jardín. Llama a Vern por última vez, y luego se da la vuelta para ver dónde estoy. Alza las manos, derrotada, y viene hacia nosotros.
Sam, que sigue a mi lado, dice:
—Me gustas. ¿Yo te gusto?
Asiento con la cabeza; considero que es la mejor respuesta.
—Bueno. Le diré a mi padre que seremos felices juntos.
Nos despedimos con la mano de Sam y Vern, y busco un rickshaw. May sube al vehículo, pero yo no.
—Vete a casa —le digo—. Tengo que hacer una cosa. Nos veremos más tarde.
—Es que necesito hablar contigo. —Aferra los reposabrazos del rickshaw con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos—. Vern no me ha dicho ni una sola palabra.
—Porque no hablas sze yup.
—No se trata sólo de eso. Parece un crío. Es un crío.
—No importa, May.
—No puedes decir eso. A ti te ha tocado el más guapo.
Intento explicarle que esto no es más que un negocio, pero no quiere escucharme. Enojada, da un fuerte pisotón, y el conductor tiene que sujetar con fuerza el rickshaw para equilibrarlo.
—¡No quiero casarme con él! Si no hay más remedio, deja que me case con Sam.
Suspiro con impaciencia. Estos ataques de celos y testarudez son muy propios de May, pero resultan tan inofensivos como la lluvia de una tarde de verano. Mis padres y yo sabemos que la mejor forma de manejarlos es permitírselos y esperar a que remitan.
—Ya hablaremos de eso más tarde. Nos veremos en casa.
Le hago una seña al conductor, que echa a trotar descalzo por la calzada adoquinada. Espero hasta que doblan la esquina y luego me dirijo hacia la antigua Puerta del Oeste, donde encuentro otro rickshaw. Le doy al conductor la dirección de Z.G., en la Concesión Francesa.
Cuando llego al edificio, subo corriendo la escalera y llamo a la puerta. Él me abre con una camiseta sin mangas y unos pantalones holgados, sujetos con una corbata a modo de cinturón. De sus labios cuelga un cigarrillo. Se lo cuento todo: que mi familia se ha arruinado, que May y yo tenemos que casarnos con dos chinos extranjeros y que estoy enamorada de él.
Por el camino, he pensado en las diferentes formas en que él podría reaccionar. He pensado que podría decir algo como: «No creo en el matrimonio, pero te amo, y quiero que vivas aquí conmigo.» He pensado que podría mostrarse valeroso: «Nos casaremos. Todo se arreglará.» He pensado que podría preguntarme por May e invitarla a vivir con nosotros. «La quiero como a una hermana», diría. Hasta he pensado que podría enfurecerse, salir corriendo en busca de baba y darle la paliza que se merece. Al final, dice la única cosa que no había previsto:
—Tienes que casarte. Parece un buen partido, y tu obligación es obedecer a tu padre. Cuando seas una niña, obedece a tu padre; cuando seas una esposa, obedece a tu esposo; cuando seas una viuda, obedece a tu hijo. Todos sabemos que así es como debe ser.
—¡Yo no creo en nada de eso! Y creía que tú tampoco. Esa forma de pensar es propia de mi madre, no de ti. —Estoy dolida, pero sobre todo furiosa—. ¿Cómo puedes decirme algo así? Nos queremos. A la mujer que se ama no se le dicen esas cosas.
Z.G. no responde, pero su rostro logra expresar hastío y enfado por tener que tratar con una joven tan infantil.
Como estoy herida e indignada, y como soy demasiado joven para comportarme como es debido, me marcho precipitadamente. Bajo la escalera pisando fuerte, llorando, y me pongo en ridículo ante la casera de Z.G. actuando como una joven tan mimada como mi hermana May. No tiene ningún sentido, pero muchas mujeres —y también hombres— tienen arrebatos y se comportan de forma irreflexiva. Pienso… No sé qué pienso. Que Z.G. bajará corriendo detrás de mí. Que me abrazará, como en las películas. Que esta noche me raptará de la casa de mis padres y nos fugaremos. Que, en el peor de los casos, me casaré con Sam y luego tendré una relación que durará el resto de mi vida con la persona que amo, como hacen muchas mujeres de Shanghai hoy en día. Ése no sería un mal final, ¿verdad?
Cuando le cuento a May lo que ha pasado con Z.G., ella palidece, compadecida.
—No sabía que sintieras eso por él. —Habla con una voz tan débil y reconfortante que apenas la oigo.
Me abraza mientras lloro. Cuando paro de llorar, noto un temblor que proviene de lo más hondo de mi hermana. Estamos muy unidas. Pase lo que pase, juntas sobreviviremos.
Llevo mucho tiempo soñando con mi boda con Z.G., pero mi boda con Sam no se parece en nada a lo que había imaginado. No hay encaje de Chantilly, ni velo de ocho metros, ni fragantes cascadas de flores para la ceremonia occidental. Para el banquete chino, May y yo no nos ponemos vestidos rojos bordados y tocados de ave fénix que tiemblan al caminar. No hay una gran reunión familiar, no se intercambian cotilleos ni chistes; no hay niños correteando, riendo y chillando. A las dos de la tarde vamos al juzgado, donde nos esperan Sam, Vern y su padre. El venerable Louie es tal como lo recordaba: enjuto y de expresión adusta. Entrelaza las manos a la espalda y mira cómo las dos parejas firmamos los papeles: casados, 24 de julio de 1937. A las cuatro vamos al consulado americano a rellenar unos formularios para obtener nuestros visados. May y yo marcamos las casillas que indican que nunca hemos estado en la cárcel, en una casa de beneficencia ni en un manicomio; que no somos alcohólicas, anarquistas, mendigas profesionales, prostitutas, idiotas, imbéciles, débiles mentales, epilépticas, tuberculosas, analfabetas, ni padecemos inferioridad psicopática (signifique eso lo que signifique). En cuanto firmamos los impresos, el venerable Louie los dobla y se los guarda en el bolsillo de la chaqueta. A las seis, nos reunimos con baba y mama en un hotel anodino para chinos y extranjeros en mala racha, y luego cenamos en el comedor principal: los cuatro recién casados, nuestros padres y el venerable Louie. Baba se esfuerza en animar la conversación, pero ¿qué podemos decir? Hay una orquesta, pero nadie baila. Los platos vienen y van, pero hasta el arroz se me atraganta. Baba nos dice a May y a mí que sirvamos el té, como marca la tradición, pero el venerable Louie rechaza el ofrecimiento con un ademán.
Finalmente llega la hora de retirarnos a nuestras respectivas cámaras nupciales. Mi padre me susurra al oído:
—Ya sabes qué tienes que hacer. Una vez hecho, todo esto habrá terminado.
Sam y yo vamos a nuestra habitación. Él parece más tenso que yo. Se sienta en el borde de la cama, encorvado, y se mira las manos. He dedicado muchas horas a imaginar mi boda con Z.G., y también a imaginar nuestra noche de bodas y lo romántica que sería. Ahora pienso en mi madre, y por fin comprendo por qué siempre ha dado tan poco valor a las relaciones esposo-esposa. «Haces lo que tienes que hacer, y luego te olvidas», le he oído decir muchas veces.
No espero a que Sam se acerque, me abrace o me ablande con besos en el cuello. Me planto en medio de la habitación, me desabrocho el alamar del cuello, paso al alamar del pecho, y luego suelto el de la axila. Sam levanta la cabeza y me mira mientras yo desato los treinta alamares que recorren todo mi costado derecho. Dejo que el vestido resbale por mis hombros. Me balanceo un poco, insegura; pese a que hace una noche calurosa, siento frío. Mi coraje me ha traído hasta aquí, pero no sé qué hacer ahora. Él se levanta. Me muerdo el labio.
Todo resulta muy incómodo. Me da la impresión de que Sam no se atreve a tocarme, pero ambos hacemos lo que se espera de nosotros. Una punzada de dolor, y todo ha terminado. Mi marido se queda un momento encima de mí, apoyado en los codos, y me mira a los ojos. Yo no le devuelvo la mirada: observo la banda trenzada que sujeta la cortina. Estaba tan deseosa de terminar con esto que no he echado las cortinas. ¿Me convierte eso en una descarada o una desesperada?
Se separa de mí y se tumba de lado. Yo no me muevo. No quiero hablar, pero tampoco puedo dormir. Quizá esta noche y este momento pierdan toda importancia tras una vida entera de noches con mi verdadero esposo, quienquiera que sea. Pero ¿y May?
Me levanto cuando la habitación todavía está a oscuras, me doy un baño y me visto. Luego me siento en una silla, junto a la ventana, y contemplo dormir a Sam. Él despierta, sobresaltado, justo antes del amanecer. Mira alrededor como si no supiera dónde se halla. Entonces me ve y parpadea. Imagino lo que siente: un bochorno enorme por estar en esta habitación, y una especie de pánico al constatar que está desnudo, que yo estoy sentada a escasa distancia de él y que tiene que levantarse y vestirse. Desvío la mirada, como hice anoche. Sam se desliza hacia mi lado de la cama, sale de entre las sábanas y se dirige rápidamente al cuarto de baño. La puerta se cierra y oigo correr el agua del grifo.
Cuando llegamos al comedor, encontramos a Vern y May sentados a la mesa con el venerable Louie. El cutis de May ha adquirido el color del alabastro: blanco y con un tinte verdoso bajo la superficie. Vern estruja el mantel entre los puños; no levanta la cabeza cuando Sam y yo nos sentamos, y caigo en la cuenta de que todavía no lo he oído hablar.
—Ya he pedido —dice el venerable Louie, y se dirige al camarero—: Asegúrese de que nos lo traigan todo a la vez.
Bebemos el té a pequeños sorbos. Nadie hace comentarios sobre el paisaje, sobre la decoración del hotel ni sobre lo que estos chinos americanos van a visitar hoy.
El venerable Louie chasquea los dedos. El camarero vuelve a nuestra mesa. Mi suegro —qué extraña resulta esa palabra— le hace una seña para que se incline y le susurra algo al oído. El camarero se endereza, frunce los labios y sale del comedor. Regresa unos minutos más tarde con dos sirvientas, cada una de las cuales lleva una tela doblada.
El venerable Louie le hace señas a una de ellas para que se acerque, y le coge el fardo. Empieza a desplegar la tela y comprendo, horrorizada, que se trata de la sábana bajera de mi cama o la de May. Los clientes que se encuentran en el comedor muestran diferentes grados de interés. La mayoría de los extranjeros no parecen entender qué está pasando, aunque hay una pareja que sí, y se muestra consternada. Los chinos, en cambio —tanto los clientes como el personal del hotel—, parecen divertidos y curiosos.
Los dedos del venerable Louie se detienen en cuanto llegan a una mancha de sangre.
—¿A qué habitación corresponde esta sábana? —le pregunta a la criada.
—A la trescientos siete —contesta la muchacha.
El venerable Louie mira a sus hijos e inquiere:
—¿Quién ocupaba esa habitación?
—Yo —contesta Sam.
Su padre suelta la sábana. Entonces coge la de May, e inicia de nuevo su desagradable examen. May despega los labios y respira lentamente por la boca. La sábana sigue moviéndose. La gente que nos rodea nos mira con atención. Bajo la mesa, noto que una mano se posa en mi rodilla. Es la mano de Sam. Cuando el venerable Louie llega al final de la sábana sin encontrar ninguna mancha de sangre, May se inclina hacia delante y vomita encima de la mesa.
Eso pone fin al desayuno. Nos piden un coche, y unos minutos más tarde, May, el venerable Louie y yo nos dirigimos a la casa de mis padres. Cuando llegamos, no hay charla superficial, no se sirve té, no hay palabras de felicitación, sino sólo recriminaciones. Cuando el venerable Louie empieza a hablarle a baba, abrazo a May por la cintura.
—Habíamos hecho un trato. —Utiliza un tono áspero que no deja lugar a la discusión—. Una de tus hijas te ha fallado. —Levanta una mano para impedir que mi padre ofrezca una excusa—. Te lo perdonaré. La muchacha es muy joven, y mi hijo…
Siento un profundo alivio al comprender que el venerable Louie da por sentado que anoche mi hermana y Vern no hicieron lo que se suponía que tenían que hacer, y no que lo hicieron y que mi hermana no era virgen. El resultado de esa segunda posibilidad es tan horripilante que ni siquiera me atrevo a contemplarlo: un examen médico. Si el médico encontrara a May intacta, no estaríamos peor que ahora. En el caso contrario, la obligarían a confesar, se anularía el matrimonio alegando que ella ya había tenido relaciones con otro hombre, mi padre volvería a tener problemas de dinero, quizá peores, y nuestro futuro estaría de nuevo en el aire, por no mencionar que la reputación de May quedaría mancillada para siempre —incluso en estos tiempos modernos— y la posibilidad de que se casara con el hijo de una buena familia —como Tommy Hu— desaparecería.
—Nada de eso importa —le dice Louie a mi padre, pero tengo la impresión de que responde a mis pensamientos—. Lo que importa es que están casados. Como ya sabes, mis hijos y yo tenemos asuntos que atender en Hong Kong. Nos vamos mañana, pero estoy preocupado. ¿Qué garantía tengo de que tus hijas se reunirán con nosotros? Nuestro barco zarpa hacia San Francisco el diez de agosto. Sólo faltan diecisiete días.
Se me hace un nudo en el estómago. ¡Baba ha vuelto a mentirnos! May se separa de mí y corre escaleras arriba, pero yo no la sigo. Me quedo mirando a mi padre, con la esperanza de que diga algo. Pero no dice nada. Se retuerce las manos y adopta una actitud tan servil como la de un conductor de rickshaw.
—Me llevo sus ropas —decide el venerable Louie.
No espera que baba discuta, ni que yo ponga objeciones. Cuando empieza a subir la escalera, mi padre y yo lo seguimos. El venerable Louie abre una puerta tras otra hasta encontrar la habitación donde está May llorando sobre la cama. Al vernos, mi hermana se mete en el cuarto de baño y cierra de un portazo. La oímos vomitar otra vez. El anciano abre el armario, agarra un montón de vestidos y los lanza sobre la cama.
—No puede llevárselos —protesto—. Los necesitamos para posar.
—Los necesitaréis en vuestro nuevo hogar —me corrige—. A los maridos les gusta ver bien arregladas a sus esposas.
Es frío pero poco sistemático, despiadado pero ignorante. Deja nuestra ropa occidental en el armario o la tira al suelo, seguramente porque desconoce cuál es la moda en Shanghai este año. No coge el chal de armiño porque es blanco, el color de la muerte, pero sí una estola de zorro que May y yo compramos de segunda mano hace unos años.
—Pruébatelos —me ordena, tendiéndome un montón de sombreros que ha cogido del estante superior del armario, y yo obedezco—. Ya basta. Puedes quedarte con el verde y esa cosa con plumas. El resto me lo llevo. —Mira con desdén a mi padre—. Enviaré a buscar todo esto más tarde. Espero que ni tú ni tus hijas toquéis nada. ¿Me has entendido?
Baba asiente con la cabeza. El venerable Louie se vuelve hacia mí y me mira de arriba abajo.
—Tu hermana está enferma. Sé buena y ayúdala —dice, y se marcha.
Llamo a la puerta del cuarto de baño. May abre un poco, y entro. Está tumbada en el suelo, con la mejilla contra las baldosas. Me siento a su lado.
—¿Te encuentras bien?
—Creo que me ha sentado mal el cangrejo de la cena. No es temporada de cangrejo, y no debí comerlo.
Me apoyo en la pared y me froto los ojos. ¿Cómo es posible que dos chicas bonitas hayan caído tan bajo en tan poco tiempo? Dejo las manos en el suelo y me quedo mirando el dibujo de azulejos amarillos, negros y azul turquesa que trepa por la pared.
Más tarde, unos culis vienen a llevarse nuestra ropa en cajones de madera. Los suben a un camión bajo la mirada de nuestros vecinos. En medio de todo eso, llega Sam. En lugar de dirigirse a mi padre, viene directamente hacia mí.
—Tenéis que coger un barco el siete de agosto para reuniros con nosotros en Hong Kong —me dice—. Mi padre ha comprado billetes para que viajemos juntos a San Francisco tres días más tarde. Éstos son vuestros documentos de inmigración. Mi padre dice que todo está en orden y que no tendremos problemas para entrar, pero quiere que también estudiéis este manual, por si acaso. —Lo que me entrega no es un libro, sino unas hojas dobladas y cosidas a mano—. Aquí están las respuestas que debéis dar a los inspectores si surge algún problema al bajar del barco. —Hace una pausa y frunce el entrecejo. Seguramente está pensando lo mismo que yo: ¿por qué debemos estudiar ese manual si todo está en orden?—. No te preocupes —agrega en tono confidencial, como si yo necesitara que me tranquilizara y su voz fuera a reconfortarme—. En cuanto hayamos pasado por inmigración, cogeremos otro barco que nos llevará a Los Ángeles.
Miro los papeles.
—Lo siento —añade Sam, y casi lo creo—. Lo siento mucho, por todo.
Se da la vuelta para marcharse, y mi padre —que de pronto recuerda que es el anfitrión— le pregunta:
—¿Quieres que te busque un rickshaw?
Sam me mira y contesta:
—No, no. Me parece que iré a pie.
Lo miro hasta que dobla la esquina, y entonces entro en casa y tiro a la basura los papeles que me ha dado. El venerable Louie, sus hijos y baba se equivocan mucho si creen que esto va a llegar muy lejos. Pronto los Louie estarán a bordo de un barco que los llevará a miles de kilómetros de aquí. Ya no podrán engañarnos ni obligarnos a hacer nada que no queramos hacer. Todos hemos pagado un precio por las apuestas de mi padre. Él ha perdido su negocio. Yo he perdido la virginidad. May y yo hemos perdido nuestra ropa y quizá, como consecuencia, nuestro sustento. Nos han hecho daño pero, según el estándar de Shanghai, todavía no somos pobres ni desgraciados.