Chicas bonitas

—Con esas mejillas tan coloradas, nuestra hija parece una campesina del sur de China —protesta mi padre, ignorando deliberadamente la sopa que tiene delante—. ¿No puedes hacer nada para remediarlo?

Mama se queda mirándolo, pero ¿qué va a decir? Yo tengo un rostro bonito —hay quienes lo consideran adorable—, pero no tan luminoso como las perlas que me dan nombre. Me ruborizo con facilidad. Además, mis mejillas capturan el sol. Cuando cumplí cinco años, mi madre empezó a frotarme la cara y los brazos con cremas a base de perlas, y a poner perlas molidas en las gachas de arroz del desayuno, que llamamos jook, con la esperanza de que esa esencia blanca impregnara mi piel. Pero no ha funcionado. Ahora me arden las mejillas, y eso es exactamente lo que odia mi padre. Me encojo en la silla. Siempre me encojo en presencia de baba, pero aún más cuando él aparta la vista de mi hermana y me mira. Soy más alta que mi padre, y eso no lo soporta. Vivimos en Shanghai, donde el coche más alto, el muro más alto o el edificio más alto transmiten el mensaje claro e inequívoco de que su propietario es una persona de gran importancia. Y yo no soy una persona importante.

—Pearl se cree muy lista —continúa baba. Lleva un traje de estilo occidental, de buen corte. En su cabello sólo se aprecian algunos mechones canosos. Últimamente se lo ve nervioso, pero hoy está más malhumorado de lo habitual. Quizá no haya ganado su caballo favorito, o los dados no hayan caído del lado que quería—. Pero es todo menos lista.

Otra crítica típica de mi padre, extraída de Confucio, que escribió: «Una mujer culta es una mujer indigna.» La gente dice que soy un ratón de biblioteca, y eso, en 1937, no se considera un cumplido precisamente. Pero mi inteligencia no me ayuda a protegerme de las palabras de baba.

La mayoría de las familias comen en una mesa redonda, formando un todo unido, sin cantos afilados entre ellos. Nosotros tenemos una mesa cuadrada de teca, y siempre ocupamos el mismo sitio: mi padre junto a mi hermana May, en un lado de la mesa, y mi madre enfrente de ella, para que los dos puedan compartirla por igual. Todas las comidas, día tras día, año tras año, son un recordatorio de que yo no soy la hija favorita y nunca lo seré.

Mientras mi padre sigue enumerando mis defectos, lo aparto de mi pensamiento y finjo interesarme por nuestro comedor. Normalmente, en la pared contigua a la cocina hay colgados cuatro pergaminos que representan las cuatro estaciones. Esta noche los han retirado y en la pared han quedado unas tenues siluetas. Esos pergaminos no son lo único que falta. Antes teníamos un ventilador de techo, pero el año pasado a baba se le ocurrió que sería más distinguido que los sirvientes nos abanicaran mientras comíamos. Esta noche no están los sirvientes, y en la habitación hace un calor sofocante. Siempre iluminan la estancia una araña art déco y unos apliques a juego, de cristal grabado amarillo y rosa; pero hoy tampoco están. No le doy mucha importancia; deduzco que han quitado los pergaminos para evitar que los bordes de seda se doblen con la humedad, que baba les ha dado la noche libre a los criados para que celebren una boda o un cumpleaños con sus familias, y que han bajado temporalmente las lámparas para limpiarlas.

El cocinero —que no tiene esposa ni hijos— retira nuestros cuencos de sopa y sirve los platos de gambas con castañas de agua, cerdo estofado con salsa de soja, guarnición de verduras y brotes de bambú, anguila cocida al vapor, verduras Ocho Tesoros, y arroz, pero el calor me quita el apetito. Preferiría unos sorbos de zumo helado de ciruelas amargas, una sopa fría de judías verdes dulces con menta, o un caldo de almendras dulces.

Cuando mama dice: «Hoy el reparador de cestos me ha cobrado más de la cuenta», me relajo. Si las críticas que me dedica mi padre son predecibles, también es predecible que mi madre recite sus tribulaciones cotidianas. Está muy elegante, como siempre. Lleva un moño pulcramente recogido en la nuca con alfileres de ámbar. Su vestido, un cheongsam de seda azul oscuro con mangas tres cuartos, está expertamente confeccionado para adaptarse a su edad y categoría. En la muñeca luce un brazalete de jade tallado, de una sola pieza; el ruidito que produce al golpear contra la mesa resulta familiar y reconfortante. Mama lleva los pies vendados, y sigue otras muchas costumbres igualmente anticuadas. Nos pregunta qué hemos soñado e interpreta la presencia en nuestros sueños de agua, zapatos o dientes como buenos o malos augurios. Cree en la astrología, y a May y a mí nos recrimina o nos elogia por algo atribuyéndolo a que nacimos en el año de la Oveja y el del Dragón, respectivamente.

Mama tiene suerte. Su matrimonio concertado con baba parece relativamente apacible. Por la mañana lee sutras budistas; a la hora de comer coge un rickshaw y va a visitar a sus amigas, esposas de posición social similar a la suya; con ellas juega al mahjong hasta tarde y se queja del tiempo, la indolencia de los sirvientes y la ineficacia de sus últimos remedios para el hipo, la gota o las hemorroides. No tiene ningún motivo de inquietud, y sin embargo, su callada amargura y su persistente preocupación impregnan todas las historias que nos cuenta. «No hay finales felices», suele decir. Pero es hermosa, y sus andares de pies de loto son tan delicados como la oscilación de los tallos de bambú verdes agitados por la brisa primaveral.

—A esa criada perezosa de la casa de al lado se le ha caído el orinal de la familia Tso y ha puesto toda la calle perdida —dice—. ¡Y el cocinero! —Emite un débil silbido de desaprobación—. Nos ha servido unas gambas tan pasadas que el olor me ha quitado el apetito.

Nosotras no le llevamos la contraria, pero el olor que nos asfixia no proviene de los excrementos derramados ni de las gambas pasadas, sino de mama. Como hoy los sirvientes no han aireado la habitación, el olor a sangre y pus que rezuman los vendajes que mantienen la forma de los diminutos pies de mi madre se me pega a la garganta.

Ella todavía está enumerando sus quejas cuando baba la interrumpe:

—Esta noche no podéis salir, niñas. Quiero hablar con vosotras.

Se dirige a May, que lo mira y compone esa adorable sonrisa suya. No somos malas hijas, pero tenemos planes para esta noche, y quedarnos para que baba nos sermonee sobre la cantidad de agua que derrochamos al bañarnos o porque no comemos hasta el último grano de arroz de nuestros cuencos no entra en esos planes. Generalmente, baba reacciona ante el encanto de May devolviéndole la sonrisa y olvidando sus preocupaciones, pero ahora parpadea varias veces y luego me mira. Una vez más, me encojo en la silla. En ocasiones, pienso que ésta es mi única expresión sincera de amor filial: encogerme ante mi padre. Me considero una chica moderna de Shanghai. No quiero creer en esa doctrina de obediencia, obediencia y obediencia que les enseñaban a las niñas en el pasado. Pero la verdad es que May —por mucho que la adoren— y yo somos sólo chicas. Nadie perpetuará el apellido familiar, y nadie venerará como antepasados a nuestros padres cuando llegue el momento. Mi hermana y yo somos las últimas de la estirpe Chin. Cuando éramos pequeñas, nuestro nulo valor se traducía en que nuestros padres se interesaran muy poco por controlarnos. No merecíamos su preocupación ni su esfuerzo. Más tarde sucedió algo extraño: se enamoraron —loca, perdidamente— de su hija menor. Eso nos permitió conservar cierta libertad, de modo que los caprichos de niña consentida de mi hermana suelen pasarse por alto, al igual que nuestra indiferencia, a veces flagrante, hacia el respeto y el deber. Lo que otros podrían considerar irrespetuoso y poco filial, nosotras lo consideramos moderno y liberal.

—No vales ni una moneda de cobre —me dice baba en tono severo—. No sé cómo voy a…

—Deja de chinchar a Pearl, ba. Deberías considerarte afortunado por tener una hija como ella. Yo me considero aún más afortunada por tenerla como hermana.

Todos miramos a May. Ella es así. Cuando habla, no puedes evitar escucharla. Cuando está en la habitación, no puedes evitar mirarla. Todo el mundo la quiere: nuestros padres, los conductores de rickshaw que trabajan para baba, las misioneras de la escuela, los pintores, los revolucionarios y los extranjeros que hemos conocido estos últimos años.

—¿No vas a preguntarme qué he hecho hoy? —añade May, y su pregunta es ligera y alegre como las alas de un pájaro.

Esas palabras logran que yo desaparezca de la visión de mis padres. Aunque soy la hermana mayor, en muchos aspectos May cuida de mí.

—He ido al Metropole a ver una película, y después a la avenida Joffre a comprarme unos zapatos —cuenta May—. Como estaba cerca de la tienda de madame Garnet, en el hotel Cathay, he ido a recoger mi vestido nuevo. —En su voz aparece un deje de reproche—: Me ha dicho que no me lo entregará hasta que vayas a verla.

—Las muchachas de tu edad no necesitan un vestido nuevo cada semana —observa mama con ternura—. En ese sentido podrías parecerte más a tu hermana. Los Dragones no necesitan volantes, encajes ni lazos. Pearl es muy práctica para esas cosas.

Baba puede permitírselo —replica May.

Él tensa las mandíbulas. ¿Es por lo que ha dicho May o se dispone a criticarme de nuevo? Abre la boca para decir algo, pero mi hermana lo interrumpe:

—Estamos en el séptimo mes y ya hace un calor insoportable. ¿Cuándo vas a enviarnos a Kuling, baba? No querrás que mama y yo nos pongamos enfermas, ¿verdad? La ciudad se vuelve insufrible en verano, y en esta época del año se está mucho mejor en las montañas.

May, con mucho tacto, me ha dejado al margen. De hecho, prefiero que sea así. Pero, en realidad, toda su cháchara es un truco para distraer a nuestros padres. Mi hermana me mira de soslayo, mueve la cabeza de un modo casi imperceptible y se pone rápidamente en pie.

—Vamos a arreglarnos, Pearl.

Retiro mi silla, contenta de librarme de la desaprobación paterna.

—¡No! —Baba golpea la mesa con un puño.

Los platos tiemblan. Mama da un respingo. Yo me quedo inmóvil. Los vecinos de nuestra calle admiran a mi padre por su visión para los negocios. Él ha vivido el sueño de todos los nativos de Shanghai y de los extranjeros llegados de todos los rincones del planeta en busca de fortuna. Empezó sin nada, y poco a poco alcanzó una buena posición social. Antes de que yo naciera, dirigía un negocio de rickshaws en Cantón; no era el propietario, sino un subcontratista que alquilaba rickshaws a setenta centavos el día y luego se los alquilaba a noventa centavos a un subcontratista menor, quien, a su vez, se los alquilaba a los conductores de rickshaw a un dólar por día. Cuando hubo ganado suficiente dinero, nos trajo a vivir a Shanghai y montó su propia empresa de rickshaws. «Aquí hay más oportunidades», le gusta decir, como seguramente dicen todos los habitantes de esta ciudad. Baba nunca nos ha contado cómo se hizo tan rico ni cómo consiguió esas oportunidades, y yo no tengo valor para preguntárselo. Todo el mundo está de acuerdo, incluso dentro de las familias, en que es mejor no preguntar sobre el pasado, porque en Shanghai todo el mundo ha venido huyendo de algo o tiene algo que esconder.

A May no le importan esas cosas. La miro y sé perfectamente qué le gustaría decir: «No quiero oírte decir que no te gusta nuestro peinado. No quiero oír que no deseas que enseñemos los brazos ni las piernas. No, a nosotras no nos interesa conseguir “un empleo fijo de jornada completa”. Quizá seas mi padre, pero, pese a todo el ruido que haces, eres un hombre débil y no quiero escucharte.» En lugar de eso, ladea la cabeza y lo mira de una forma desarmante. May aprendió ese truco cuando era muy pequeña, y ha ido perfeccionándolo con los años. Su soltura y naturalidad conmueven a cualquiera. Sus labios esbozan una sonrisa. Le da unas palmaditas a baba en el hombro, y él se fija en sus uñas, que, como las mías, están pintadas de rojo a base de aplicarles varias capas de jugo de balsamina. Tocarse —incluso entre miembros de la familia— no es del todo tabú, pero desde luego no se considera correcto. Los miembros de una familia educada no se dan besos, abrazos ni palmaditas cariñosas. De modo que May sabe muy bien qué efecto ejerce al tocar a nuestro padre. Aprovechando la distracción y la repulsión de baba, May se da la vuelta y yo corro tras ella. Ya hemos dado unos pasos cuando baba nos grita:

—¡No os vayáis, por favor!

Pero May se limita a reír, como de costumbre:

—Esta noche trabajamos. No nos esperéis levantados.

La sigo escaleras arriba, y las voces de nuestros padres nos acompañan componiendo una canción discordante. Mama marca la melodía:

—Compadeceré a vuestros esposos: «Necesito unos zapatos», «Quiero comprarme un vestido», «¿Me comprarás entradas para la ópera?».

Baba, con su voz grave, interpreta el bajo:

—Volved aquí. Volved, por favor. Tengo que contaros una cosa.

May no les presta atención; yo intento imitarla, admirando cómo cierra los oídos a las palabras y la insistencia de nuestros padres. En eso, como en tantas otras cosas, somos polos opuestos.

Cuando hay dos hermanos —o los que sean y del sexo que sea—, siempre se establecen comparaciones. May y yo nacimos en Yin Bo, una aldea situada a menos de medio día a pie de Cantón. Sólo nos llevamos tres años, pero somos muy diferentes. Ella es graciosa; a mí me critican por ser demasiado seria. Ella es menuda y tiene una exuberancia adorable; yo soy alta y delgada. A May, que sólo ha terminado la enseñanza secundaria, no le interesa leer otra cosa que las columnas de cotilleos; yo me gradué en la universidad hace cinco semanas.

Mi primera lengua fue el sze yup, el dialecto que se habla en los Cuatro Distritos de la provincia de Kwangtung, donde se encuentra nuestro pueblo natal. He tenido maestros americanos y británicos desde los cinco años, así que mi inglés roza la perfección. Considero que hablo cuatro idiomas con fluidez: inglés británico, inglés americano, dialecto sze yup (uno de los muchos dialectos cantoneses) y dialecto wu (una versión del mandarín que sólo se habla en Shanghai). Vivo en una ciudad cosmopolita, así que empleo los términos ingleses de lugares y ciudades chinos como Cantón, Chungking y Yunnan; utilizo el cheongsam cantonés en lugar del ch’ipao mandarín para referirme a la ropa china; alterno los modismos británicos y americanos; para aludir a los extranjeros, utilizo indistintamente el mandarín fan gwaytze —diablos extranjeros— y el cantonés lo fan —fantasmas blancos—; y para hablar de May utilizo la palabra cantonesa moy moy —hermana pequeña— en lugar de la mandarina mei mei. Mi hermana no tiene facilidad para los idiomas. Vinimos a Shanghai cuando ella era un bebé y nunca aprendió sze yup, salvo algunas palabras para designar ciertos platos e ingredientes. May sólo sabe inglés y el dialecto wu. Dejando aparte las peculiaridades de los dialectos, el mandarín y el cantonés tienen en común más o menos lo mismo que el inglés y el alemán: están relacionados, pero son ininteligibles para quien no los habla. Por eso, a veces mis padres y yo nos aprovechamos de la ignorancia de May y recurrimos al sze yup para burlarnos de ella o engañarla.

Mama está convencida de que May y yo no podríamos cambiar nuestra forma de ser aunque quisiéramos. Se supone que May está tan satisfecha y contenta consigo misma como la Oveja en cuyo año nació. Según mama, la Oveja es el signo más femenino. Es moderna, artística y compasiva. La Oveja necesita a alguien que cuide de ella, para estar siempre segura de que tendrá comida, cobijo y ropa. Al mismo tiempo, colma de cariño a quienes la rodean. La suerte le sonríe por su carácter apacible y su buen corazón, pero —según mama, un pero muy importante— a veces la Oveja sólo piensa en ella y su propia comodidad.

Yo tengo el ansia de esfuerzo del Dragón, un ansia que nunca se sacia por completo. «Puedes llegar a donde quieras batiendo tus enormes alas», suele decirme mama. Sin embargo, el Dragón, que es el más poderoso de los signos, también tiene sus inconvenientes. «El Dragón es leal, exigente, responsable, un domador de destinos —dice mama—, pero tú, mi Pearl, siempre tendrás el obstáculo de los vapores que salen por tu boca.»

¿Tengo celos de mi hermana? ¿Cómo voy a tenerlos si hasta yo la adoro? Compartimos el nombre generacional Long, que significa «Dragón». Yo me llamo Perla de Dragón; y May, Dragón Hermoso. Ella ha adoptado la grafía occidental de su nombre, pero en mandarín, mei significa «hermoso», y May es hermosa. Mi deber de hermana mayor consiste en protegerla, asegurarme de que sigue el camino correcto y mimarla por su valiosa existencia. Aunque a veces me enfado con ella (por ejemplo, el día que se puso mis zapatos de tacón favoritos —unos italianos de seda rosa— sin pedirme permiso y la lluvia los estropeó), el caso es que mi hermana me quiere. Yo soy su jie jie, su hermana mayor. En la jerarquía de la familia china, siempre estaré por encima de May, aunque mi familia no me quiera tanto como a ella.

Cuando llego a nuestra habitación, May ya se ha quitado el vestido y lo ha dejado tirado en el suelo. Cierro la puerta y nos relajamos en nuestro mundo de chicas bonitas. Dormimos en dos camas idénticas de cuatro columnas y dosel azul con glicinas bordadas. En la mayoría de los dormitorios de Shanghai hay un cartel o un calendario donde aparece una chica bonita, pero nosotras tenemos varios. Trabajamos de modelos para pintores que retratan jóvenes guapas, así que hemos escogido nuestras imágenes favoritas para colgarlas en las paredes: May, sentada en un sofá con una chaqueta de seda verde lima, sujeta una boquilla de marfil con un cigarrillo Hatamen; yo, envuelta en armiño, con las rodillas recogidas bajo la barbilla, miro fijamente al espectador desde una columnata, ante un lago paradisíaco, anunciando las pastillas rosa del Dr. William para el cutis pálido (¿quién mejor para anunciar esas pastillas que una joven con el cutis naturalmente rosado?); y las dos, apoyadas en un elegante tocador, cada una con un rollizo bebé varón en brazos —el símbolo de la riqueza y la prosperidad—, anunciando leche infantil en polvo, para demostrar que somos madres modernas que aprovechan los mejores inventos modernos para sus modernos vástagos.

Cruzo la habitación y me coloco con May frente al armario. Ahora es cuando de verdad empieza nuestra jornada. Esta noche vamos a posar para Z.G. Li, el mejor de los pintores especializados en calendarios, carteles y anuncios de chicas bonitas. La mayoría de las familias se escandalizarían si sus hijas posaran para pintores y pasaran toda la noche fuera de casa, y al principio nuestros padres también se escandalizaron. Pero, cuando empezamos a ganar dinero, dejó de importarles. Baba cogía nuestros ingresos y los invertía, diciendo que cuando nos enamoráramos y decidiéramos casarnos nos iríamos a casa de nuestros maridos con nuestro propio dinero.

Escogemos unos cheongsams complementarios que denotan armonía y estilo, y que al mismo tiempo nos dan un aire de frescura y relajación acorde con la promesa de felicidad para quienes utilicen el producto que vamos a vender, sea cual sea. Yo me decanto por un cheongsam de seda color albaricoque con ribetes rojos. Es tan ceñido que la modista tuvo que alargar mucho la abertura lateral para que pudiera andar. Los alamares, del mismo ribete rojo, cierran el vestido en el cuello, sobre el pecho, bajo la axila y a lo largo del costado derecho. May se pone un cheongsam de seda amarillo pálido con un discreto estampado de flores blancas con centro rojo. Su ribete y sus alamares son del mismo rojo intenso que los míos. El rígido cuello mandarín es tan alto que le roza las orejas; las mangas, cortas, acentúan la delgadez de sus brazos. May se perfila las cejas dándoles forma de hojas de sauce joven —largas, finas y elegantes—; yo me aplico polvos de arroz en la cara para disimular mis rosáceas mejillas. Luego nos calzamos zapatos de tacón rojos y nos pintamos los labios de rojo, a juego.

Hace poco nos cortamos la melena y nos hicimos la permanente. May me hace la raya al medio y me recoge los rizos detrás de las orejas, donde se acumulan formando una especie de ramillete de peonías de pétalos negros. Luego yo la peino a ella, y dejo que sus rizos le enmarquen la cara. Para completar nuestro atuendo, nos ponemos pendientes de lágrima de cristal rosado, anillos de jade y brazaletes de oro. Nos miramos en el espejo. Las múltiples imágenes de las dos que decoran las paredes se unen a nuestro reflejo. Nos quedamos así un momento, asimilando lo guapas que estamos. Tenemos veintiún y dieciocho años. Somos jóvenes, somos hermosas y vivimos en el París de Asia.

Bajamos taconeando por la escalera, decimos adiós con prisas y salimos a la noche de Shanghai. Nuestra casa está en el barrio de Hongkew, al otro lado del canal Soochow. No vivimos dentro de los límites oficiales de la Colonia Internacional, pero sí lo bastante cerca para creer que estamos protegidos de posibles invasores extranjeros. No somos tremendamente ricos, pero ¿acaso la riqueza no es siempre una cuestión de comparación? Según los estándares británicos, americanos o japoneses, vamos tirando; sin embargo, según los estándares chinos, tenemos una fortuna, aunque algunos de nuestros compatriotas de la ciudad son más ricos que muchos extranjeros. Somos kaoteng huajen —chinos superiores— y practicamos la religión de ch’ung yang. Adoramos todo lo foráneo, desde la occidentalización de nuestros nombres hasta nuestra afición a las películas, el beicon y el queso. Como miembros de la bu-er-ch’iao-ya —la clase burguesa—, nuestra familia es lo bastante próspera para que los siete empleados domésticos coman por turnos en los escalones del portal, de modo que los conductores de rickshaw y los mendigos que pasan por delante sepan que quienes trabajan para los Chin pueden comer todos los días y tienen un techo bajo el que cobijarse.

Vamos andando hasta la esquina y regateamos con los conductores de rickshaw, descalzos y sin camisa, hasta que conseguimos un buen precio. Montamos.

—Llévanos a la Concesión Francesa —pide May.

Al ponerse en marcha, los músculos del chico se contraen por el esfuerzo. Al poco alcanza un trote cómodo, y el impulso del rickshaw relaja la tensión de sus hombros y su espalda. El chico tira como una bestia de carga, pero lo único que yo siento es libertad. De día, utilizo una sombrilla cuando voy de compras, de visita o a clase de inglés. Pero de noche no tengo que preocuparme por mi piel. Voy con la espalda erguida y respiro hondo. Miro a May. Está tan relajada que, en un gesto de imprudencia, deja que la brisa agite su cheongsam y se lo abra hasta más arriba de las rodillas. Es muy coqueta, y en ninguna otra ciudad como en Shanghai podría exhibir sus habilidades, su risa, su hermosa piel y su agradable conversación.

Pasamos un puente sobre el canal Soochow y luego torcemos a la derecha, alejándonos del río Whangpoo y su tufo a petróleo, algas, carbón y aguas residuales. Me encanta Shanghai. No es como otras ciudades de China. En lugar de tejados con aleros ahorquillados y tejas vidriadas, nosotros tenemos mo t’ien talou —grandes edificios mágicos— que llegan hasta el cielo. En lugar de puertas de luna, mamparas de los espíritus, ventanas con intrincadas celosías y columnas rojas lacadas, nosotros tenemos edificios neoclásicos de granito decorados con obra de hierro art déco, dibujos geométricos y cristales grabados. En lugar de bosquecillos de bambú como adorno en riachuelos o sauces con las ramas sumergidas en los estanques, nosotros tenemos villas europeas con fachadas limpias, elegantes balcones, hileras de cipreses y césped bien cortado y bordeado de pulcros arriates de flores. En la ciudad vieja todavía hay templos y jardines, pero el resto de Shanghai se arrodilla ante los dioses del comercio, la riqueza, la industria y el pecado. En la ciudad hay almacenes donde se cargan y descargan mercancías, hipódromos y canódromos, innumerables cines, y clubs donde bailar, beber y practicar sexo. En Shanghai habitan millonarios y mendigos, gángsters y jugadores, patriotas y revolucionarios, artistas y caudillos, y la familia Chin.

El conductor del rickshaw nos lleva por callejones estrechos por donde sólo pueden pasar peatones, rickshaws y carretillas con bancos acoplados para transportar clientes; luego llega a Bubbling Well Road. Entra al trote en el elegante bulevar; no le dan ningún miedo los Chevrolet, los Daimler y los Isotta-Franchini que pasan a su lado a toda velocidad. En un semáforo, unos niños mendigos se meten entre los coches, rodean nuestro rickshaw y nos tiran de la ropa. En todas las manzanas huele a muerte y descomposición, a jengibre y pato asado, a perfume francés e incienso. Las voces estridentes de los lugareños, el constante clic-clic-clic de los ábacos y el traqueteo de los rickshaws que recorren las calles conforman el sonido de fondo que me indica que estoy en casa.

El conductor se detiene en el límite entre la Colonia Internacional y la Concesión Francesa. Le pagamos, cruzamos la calle, rodeamos a un bebé muerto que han dejado en la acera, buscamos a otro conductor de rickshaw con licencia para entrar en la Concesión Francesa y le damos la dirección de Z.G., en una bocacalle de la avenida Lafayette.

Este conductor está aún más sucio y sudado que el anterior. La camisa, hecha jirones, apenas le cubre la masa de protuberancias óseas en que se ha convertido su cuerpo. Titubea un momento antes de adentrarse en la avenida Joffre; la calle lleva un nombre francés, pero es el centro vital de los rusos blancos. Por todas partes hay letreros en cirílico. Aspiramos el aroma a pan y dulces recién hechos que sale de las panaderías rusas. En los clubs ya se oye música y baile. A medida que nos acercamos al apartamento de Z.G., el ambiente del barrio va cambiando de nuevo. Pasamos por delante del callejón de la Felicidad, donde hay más de ciento cincuenta burdeles. De esta calle salen muchas de las Flores Famosas de Shanghai —las prostitutas más renombradas de la ciudad— que cada año son elegidas para aparecer en las portadas de las revistas.

El conductor se detiene; nos apeamos y le pagamos. Mientras subimos por la desvencijada escalera hasta el tercer piso del edificio de apartamentos de Z.G., me arreglo los rizos alrededor de las orejas con las puntas de los dedos, me froto los labios uno contra otro para corregir el carmín y me coloco bien el cheongsam para que la seda, cortada al bies, caiga perfectamente sobre mis caderas. Cuando Z.G. nos abre la puerta, vuelve a sorprenderme lo atractivo que es: delgado, con una tupida mata de rebelde cabello negro, gafas grandes y redondas, de montura metálica; y un porte y una mirada intensos que evocan noches largas, temperamento artístico y fervor político. Yo soy alta, pero él aún más. Ésa es una de las cosas que me encantan de él.

—Estáis perfectas con esos vestidos —dice, entusiasmado—. ¡Pasad! ¡Pasad!

Nunca sabemos qué nos tiene preparado para la sesión. Últimamente están de moda las jóvenes a punto de zambullirse en una piscina, jugando al minigolf o tensando un arco para lanzar una flecha hacia el cielo. Las mujeres sanas y en buena forma son un ideal. ¿Quién mejor para criar a los hijos de China? La respuesta: una mujer que sepa jugar al tenis, conducir un coche, que fume cigarrillos y que, sin embargo, siga pareciendo lo más accesible, sofisticada y conquistable posible. ¿Nos pedirá Z.G. que simulemos estar a punto de pasar la tarde bailando y tomando té? ¿O compondrá una escena completamente ficticia y nos pedirá que luzcamos unos trajes alquilados? ¿Tendrá que interpretar May a Mulan, la gran guerrera, devuelta a la vida para anunciar el vino Parrot? ¿Me maquillará como a Du Liniang, la doncella de El pabellón de las peonías, para ensalzar las virtudes del jabón?

Nos conduce hasta el escenario que ha preparado: un acogedor rincón con una butaca muy mullida, un biombo chino intrincadamente tallado y tiesto de cerámica decorado con una cenefa de nudos interconectados, del que salen unas ramitas de ciruelo en flor que aportan una a de naturaleza.

—Hoy vamos a vender cigarrillos My Dear —anuncia—. Tú siéntate en la butaca, May —indica, y cuando ella lo hace, él se retira unos pasos y la mira con fijeza.

Me encanta Z.G. por la galantería y la sensibilidad que demuestra con mi hermana. Al fin y al cabo, May es muy joven, y lo que nosotras hacemos no es precisamente algo que haga la mayoría de las muchachas bien educadas.

—Más relajada —le pide—, como si hubieras pasado la noche fuera y quisieras confiarle un secreto a tu amiga.

Después de colocar a May, me pide que me acerque. Me sujeta por las caderas y gira mi cuerpo hasta que quedo sentada en el borde del respaldo de la butaca de May.

—Me encanta vuestra esbeltez y la longitud de vuestras extremidades —dice, mientras me mueve el brazo hacia delante para que apoye el peso del cuerpo sobre la mano y quede suspendida sobre May. Me extiende los dedos, separando el meñique del resto. Su mano reposa un momento sobre la mía; luego vuelve a retirarse para contemplar su composición. Satisfecho, nos da unos cigarrillos—. Ahora, Pearl, inclínate hacia May como si acabaras de encender tu cigarrillo con el suyo.

Lo hago. Él se adelanta por última vez para apartar un rizo de la mejilla de May y ladearle la cabeza, sujetándola por la barbilla, hasta que la luz ilumina correctamente sus pómulos. Tal vez Z.G. prefiera pintarme y tocarme a mí —algo que siento como prohibido—, pero es el rostro de May el que vende de todo, desde cerillas hasta carburadores.

Se sitúa detrás del caballete. No le gusta que hablemos ni que nos movamos mientras pinta, pero nos entretiene poniendo música en el fonógrafo y charlando.

—¿Para qué estamos aquí, Pearl?, ¿para ganar dinero o para divertirnos? —No espera a que le conteste. No quiere una respuesta—. ¿Para empañar o para bruñir nuestra reputación? Yo digo que ni para lo uno ni para lo otro. Lo que hacemos es otra cosa. Shanghai es el centro de la belleza y la modernidad. Un chino adinerado puede comprar cualquier cosa que vea en uno de nuestros calendarios. Los que tienen menos dinero pueden aspirar a poseer esas cosas. ¿Y los pobres? Los pobres sólo pueden soñar.

—Lu Hsün piensa de otro modo —dice May.

Suspiro con impaciencia. Todo el mundo admira a Lu Hsün, el gran escritor fallecido el año pasado, pero eso no significa que May tenga que hablar de él durante la sesión. Me quedo callada y quieta.

—Él quería una China moderna —continúa mi hermana—. Quería que nos libráramos de los lo fan y su influencia. Criticaba a las chicas bonitas.

—Lo sé, lo sé —replica Z.G. con calma, aunque May me ha sorprendido con sus conocimientos. No le gusta leer; nunca le ha gustado. Creo que intenta impresionar a Z.G., y lo está consiguiendo—. Yo estaba allí la noche que dio ese discurso. Te habrías reído, May. Y tú también, Pearl. Mostró un calendario en que aparecíais vosotras.

—¿Cuál? —pregunto, rompiendo mi silencio.

—No lo compuse yo, pero salíais bailando un tango. Tú inclinabas a May hacia atrás. Era muy…

—¡Ya me acuerdo! Mama se disgustó mucho cuando lo vio. ¿Te acuerdas, Pearl?

Sí, claro que me acuerdo. A mama le regalaron el cartel en la tienda de la calle Nanjing donde compra las compresas para las visitas mensuales de «la hermanita roja». Se puso a llorar y gritar, nos recriminó que avergonzáramos a la familia Chin vistiéndonos y comportándonos como bailarinas rusas. Tratamos de explicarle que, en realidad, los calendarios de chicas bonitas expresan el amor filial y los valores tradicionales. Los regalan por el Año Nuevo chino y por el occidental como incentivo, promoción especial o premio a los mejores clientes. Los calendarios pasan de esas casas buenas a los vendedores ambulantes, que los venden a los pobres por unos pocos peniques. Le dijimos que un calendario es la cosa más importante en la vida de cualquier chino, aunque ni nosotras nos lo creíamos. La gente, sea rica o pobre, regula su vida guiándose por el sol, la luna, las estrellas y, en Shanghai, las mareas del río Whangpoo. Nadie cerraría jamás un negocio, decidiría la fecha de una boda o plantaría una cosecha sin tener en cuenta los auspicios del feng shui. Los datos necesarios se encuentran en los márgenes de casi todos los calendarios de chicas bonitas, y por eso sirven de almanaque para cualquier acontecimiento, ya sea bueno o peligroso en potencia, del año venidero. Al mismo tiempo, son ornamentos baratos para los hogares humildes.

—Hacemos más bonita la vida de la gente —le explicó May a mama—. Por eso nos llaman chicas bonitas. —Pero mama no se calmó hasta que mi hermana señaló que se trataba de un anuncio de aceite de hígado de bacalao—. Contribuimos a que los niños crezcan sanos. ¡Deberías enorgullecerte de nosotras!

Al final mama colgó el calendario en la cocina, junto al teléfono, para anotar números de teléfono importantes —el del vendedor de leche de soja, el electricista, madame Garnet— y la fecha de nacimiento de todos nuestros criados en nuestros brazos y piernas, desnudos y pálidos. Sin embargo, después de ese incidente tuvimos más cuidado con qué carteles llevábamos a casa, y nos preocupaba cuáles podrían llegar a las manos de mama a través de algún comerciante del vecindario.

—Lu Hsün decía que los calendarios son depravados y repugnantes —declara May sin apenas mover los labios para no alterar su sonrisa—. Decía que las mujeres que posan para ellos están enfermas. Decía que esa clase de enfermedad no proviene de la sociedad…

—Proviene de los pintores —termina Z.G.—. Consideraba decadente lo que hacemos y decía que eso no ayudaría a la revolución. Pero dime, pequeña May, ¿cómo va a producirse la revolución sin nosotros? No me contestes. Quédate quieta y no digas nada. O nos pasaremos toda la noche aquí.

Agradezco el silencio. En la época anterior a la República, ya me habrían enviado a la casa de mi esposo, al que antes nunca habría visto en una silla de manos lacada en rojo. A estas alturas ya habría tenido varios hijos, varones a ser posible. Pero nací en 1916, el cuarto año de la República. Ya se había prohibido el vendado de los pies y la vida de las mujeres estaba cambiando. Ahora, los habitantes de Shanghai consideran que los matrimonios concertados son un atraso. Todo el mundo quiere casarse por amor. Entretanto, creemos en el amor libre. Y no es que yo lo haya practicado mucho. De hecho, no lo he practicado en absoluto, pero lo haría si Z.G. me lo pidiera.

Me ha colocado de modo que mi cara esté orientada hacia la de May, pero quiere que lo mire a él. Mantengo la postura, lo miro con fijeza y sueño con nuestro futuro juntos. El amor libre está muy bien, pero yo quiero que nos casemos. Todas las noches, mientras él pinta, me inspiro en las grandes celebraciones a que he asistido e imagino la boda que mi padre organizaría para nosotros.

Son casi las diez cuando oímos gritar al vendedor ambulante de sopa de wonton:

—¡Sopa caliente para sudar, refrescar la piel y la noche!

Z.G. deja el pincel en el aire y finge cavilar sobre dónde aplicar la pintura, pero nos mira para ver cuál de las dos se moverá primero.

Cuando el vendedor ambulante pasa por debajo de la ventana, May se levanta y exclama:

—¡No aguanto más!

Corre hacia la ventana, hace el pedido de siempre y baja un cuenco atado a la cuerda que hemos improvisado anudando varias medias de seda. El vendedor nos envía un cuenco de sopa tras otro, y los tomamos con fruición. Luego ocupamos de nuevo nuestras posiciones y seguimos trabajando.

Poco después de medianoche, Z.G. deja el pincel.

—Hemos terminado por hoy —anuncia—. Trabajaré en el fondo hasta el próximo día que vengáis a posar. ¡Vámonos a dar una vuelta!

Mientras él se pone un traje oscuro de raya diplomática, corbata y un sombrero de fieltro, May y yo nos desperezamos para desentumecer los músculos. Nos retocamos el maquillaje y nos cepillamos el pelo. Luego salimos los tres a la calle, cogidos del brazo, riendo; echamos a andar por la acera mientras los vendedores ambulantes anuncian sus productos.

—¡Semillas de ginkgo tostadas! ¡Grandes y calientes!

—¡Ciruelas en compota con regaliz en polvo! ¡Dulces! ¡Sólo diez peniques el paquete!

En casi todas las esquinas hay vendedores de sandías; cada uno tiene su propio reclamo, pero todos aseguran tener las mejores sandías de la ciudad: las más dulces, jugosas y frías. No les prestamos atención, pese a lo tentadores que resultan. Demasiados procuran que sus sandías parezcan más pesadas inyectándoles agua del río o de algún canal. Un solo mordisco podría provocarnos disentería, fiebre tifoidea o cólera.

Llegamos al Casanova, donde algunos amigos se reunirán con nosotros más tarde. A nosotras nos reconocen como chicas bonitas y nos acompañan hasta una mesa muy bien situada, cerca de la pista de baile. Pedimos unas copas de champán, y Z.G. me invita a bailar. Me encanta cómo me abraza mientras evolucionamos por la pista. Después de un par de canciones, miro hacia la mesa y veo a May allí sentada, sola.

—Quizá deberías bailar con mi hermana —sugiero.

—Como quieras.

Vamos bailando hasta la mesa. Z.G. le da la mano a May. La orquesta empieza un tema lento. May apoya la cabeza en el pecho del pintor, como si escuchara los latidos de su corazón. Él la guía con elegancia entre las otras parejas. En cierto momento, él me mira y sonríe. Mis pensamientos son muy infantiles: nuestra noche de bodas, nuestra vida conyugal, los hijos que tendremos.

—¡Hola!

Noto un beso en la mejilla; alzo la cabeza y veo a Betsy Howell, mi amiga del colegio.

—¿Llevas mucho rato esperando? —me pregunta.

—No, acabamos de llegar. Siéntate. ¿Dónde está el camarero? Vamos a necesitar más champán. ¿Ya has cenado?

Nos sentamos hombro con hombro, entrechocamos las copas y damos un sorbo de champán. Betsy es americana. Su padre trabaja para el Departamento de Estado. Me gustan sus padres porque les caigo bien y porque no impiden que Betsy se relacione con chinos, como hacen muchos padres extranjeros. Nos conocimos en la misión metodista, adonde a ella la enviaron a ayudar a los infieles y a mí a aprender las costumbres occidentales. ¿Es mi mejor amiga? No exactamente. Mi mejor amiga es May. Betsy ocupa el segundo lugar, pero a mucha distancia.

—Estás muy guapa —le digo—. Me encanta tu vestido.

—¡Faltaría más! Me ayudaste a comprarlo. De no ser por ti, parecería una vaca.

Betsy es tirando a fornida y, por desgracia, su madre es una de esas americanas pragmáticas que no tienen ni idea de moda; por eso acompañé a mi amiga a una modista para que le hiciera algunos trajes decentes. Esta noche está muy guapa con un vestido tubo de raso bermellón, con un broche de diamantes y zafiros sobre el pecho izquierdo. Sus rizos rubios, sueltos, le acarician los hombros pecosos.

—Mira qué tiernos —dice, apuntando con la barbilla a Z.G. y May.

Los vemos bailar mientras cotilleamos sobre nuestras amigas del colegio. Cuando acaba la canción, Z.G. y May vuelven a la mesa. Esta noche el pintor tiene la suerte de gozar de la compañía de tres mujeres, y, cumpliendo con su obligación, baila con las tres.

Hacia la una llega Tommy Hu. May se ruboriza al verlo. Mama juega al mahjong con su madre desde hace muchos años, y ambas mujeres siempre han confiado en unir nuestras familias. Mama se alegrará mucho cuando se entere de este encuentro.

A las dos de la madrugada salimos del Casanova. Estamos en julio y hace un calor muy húmedo. Todo el mundo sigue despierto, incluso los niños y los ancianos. Ha llegado el momento de comer algo.

—¿Vienes con nosotros? —le pregunto a Betsy.

—No lo sé. ¿Adónde vais?

Todos miramos a Z.G. Él menciona una cafetería de la Concesión Francesa, un sitio muy frecuentado por intelectuales, artistas y comunistas.

Betsy no lo duda ni un instante.

—Pues vamos. Podemos ir en el coche de mi padre.

El Shanghai que adoro es un lugar fluido, donde se mezclan gentes muy interesantes. A veces Betsy me lleva a tomar café americano y tostadas con mantequilla; a veces yo la llevo a los callejones a comer hsiao ch’ih, pequeñas bolas de arroz apelmazado envueltas en hojas de junco, o pastelillos hechos con pétalos de casia y azúcar. Cuando está conmigo, Betsy se vuelve aventurera; en una ocasión me acompañó a la ciudad vieja a comprar unos regalos. En ocasiones me da miedo entrar en los parques de la Colonia Internacional, adonde, hasta que cumplí diez años, los chinos tenían prohibido el acceso, salvo las niñeras a cargo de niños extranjeros y los jardineros. Pero cuando estoy con Betsy nunca tengo miedo ni me pongo nerviosa, porque ella siempre ha entrado en esos parques.

La cafetería está poco iluminada y llena de humo, pero no nos sentimos fuera de lugar con nuestra ropa elegante. Nos unimos a un grupo de amigos de Z.G. Tommy y May apartan sus sillas de la mesa para hablar tranquilamente y para evitar una acalorada discusión sobre a quién pertenece nuestra ciudad: a los británicos, a los americanos, a los franceses o a los japoneses. Los chinos superamos en número a los extranjeros, incluso en la Colonia Internacional, y sin embargo no tenemos derechos. A May y a mí no nos preocupa si podemos testificar en un tribunal contra un extranjero o si nos dejarán entrar en uno de sus clubs, pero Betsy proviene de otro mundo.

—Cada año —dice, abriendo mucho sus ojos claros y vehementes— se recogen más de veinte mil cadáveres de las calles de la Colonia Internacional. Todos los días pasamos por encima de esos cadáveres, pero no veo que vosotros hagáis nada al respecto.

Betsy cree en la necesidad del cambio. Supongo que la pregunta es por qué nos tolera a May y a mí, ya que no prestamos atención a lo que sucede alrededor.

—¿Nos estás preguntando si amamos a nuestro país? —inquiere Z.G.—. Hay dos clases de amor, ¿no te parece? Ai kuo es el amor que sentimos por nuestro país y nuestro pueblo. Ai jen es lo que podría sentir por mi amante. Uno es patriótico; el otro, romántico. —Me mira y yo me sonrojo—. ¿Por qué no podemos tener ambos?

Salimos de la cafetería cerca de las cinco de la mañana. Betsy se despide agitando la mano y sube al coche de su padre, donde la espera el chófer. Les decimos buenas noches —o buenos días— a Z.G. y Tommy y paramos un rickshaw. Una vez más, cambiamos de rickshaw al llegar a la frontera de la Concesión Francesa, y luego continuamos hasta casa traqueteando por la calzada adoquinada.

La ciudad, como un mar inmenso, no ha dormido. La noche se consume, y empiezan a fluir los ciclos y los ritmos matutinos. Los orinaleros empujan sus carretillas por los callejones, gritando: «¡El orinalero! ¡Vacíen sus orinales!» Shanghai ha sido una de las primeras ciudades en tener electricidad, gas, teléfono y agua corriente, pero estamos muy atrasados en el tratamiento de las aguas residuales. Sin embargo, los campesinos de la región pagan precios muy elevados por nuestros residuos, muy ricos debido a nuestra dieta. Después de los orinaleros vienen los vendedores ambulantes matutinos, con sus gachas hechas de semillas de lágrimas de Job, hueso de albaricoque y semillas de loto, sus pastelillos de arroz cocidos con rosa rugosa y azúcar blanco, y sus huevos estofados en hojas de té con cinco especias.

Llegamos a casa y pagamos al conductor del rickshaw. Levantamos el pestillo de la verja y recorremos el sendero hasta la puerta principal. La humedad de la noche acentúa el aroma de las flores, los matorrales y los árboles, y nos embriaga el olor a jazmín, magnolia y pino enano que desprende nuestro jardín. Subimos los escalones de piedra y pasamos bajo la mampara de madera tallada que impide que los malos espíritus entren en la casa, una deferencia a las supersticiones de mama. Nuestros tacones resuenan sobre el parquet del recibidor. En el salón, situado a la izquierda, hay una luz encendida. Baba está despierto, esperándonos.

—Sentaos y no digáis nada —ordena, señalando el sofá que tiene justo enfrente.

Obedezco; luego entrelazo las manos sobre el regazo y cruzo los tobillos. Si lo hemos enfurecido, es mejor adoptar una actitud recatada. La expresión de angustia que tiene mi padre desde hace semanas se ha convertido en una máscara dura e inmóvil. Las palabras que pronuncia a continuación cambian mi vida para siempre:

—Os he concertado un matrimonio a las dos. La ceremonia se celebrará pasado mañana.