Estoy sentada junto a la cama de Rae en el hospital, observándola.
Abre un ojo, pegado de sueño, e intenta enfocar la mirada hacia mí.
Mi cara estalla en una sonrisa grande como el sol.
—Tengo sed —dice—. Quiero un refresco.
—De momento, mejor que bebas agua —contesto, luchando contra la creciente tentación de lanzarme a la cama y abrazar su cuerpecito cálido con tanta fuerza que entre a formar parte de mí otra vez.
—Kaye me da refrescos.
Sonrío.
—¡No me digas! Bueno, me alegra que lo hayas intentado, de todos modos. Oye, tengo una cosa para ti. —Alcanzo mi bolso y extraigo de él un paquete blanco—. De parte de Hannah.
La cara de Rae se ilumina. Rompe el papel y saca una tarjeta. Por delante hay un dibujo. Son Hannah y Rae; mi hija tiene unos ojos enormes que le ocupan casi toda la cara, el pelo rizado que sale hacia afuera en una madeja y una gran sonrisa con dientes irregulares; Hannah tiene el pelo de un color naranja brillante y sujeta la mano de su amiga. Ha dibujado a Rae encima de una caja, para igualar la altura. Hay corazones por todo el dibujo con la inscripción «MA» dentro.
—Significa «mejor amiga» —dice Rae sin aliento.
Le acaricio la mejilla, contenta por ella, y juntas abrimos la tarjeta. «Para Rae. “Siempre estaremos juntas”. Con cariño, Hannah», pone.
Rae suelta una risa.
—Hannah canta mucho esa canción. Es de Grease. Dice que puedo ir a verla a su casa.
Sus ojos ilusionados me hacen sonreír y vuelvo a leer el escrito.
«Siempre estaremos juntas».
Me inclino y la abrazo fuerte, esperando que en su caso sea verdad.
—Rae, cariño, escucha. Ahora tengo que bajar a llamar al abuelo, para saber a qué hora llega esta tarde. Vuelvo en un momento.
Asomo la cabeza fuera de la habitación y hago una indicación a Tom, que está hablando con un médico en el pasillo. Él asiente y viene hacia la habitación para estar con Rae; al cruzarnos en la puerta, me pone la mano sobre los hombros.
—¿Todo bien? —dice, aplicando un ligero masaje.
—Hum —digo, inclinando un poco la cabeza hacia él mientras lo hace.
—¿Adónde vas?
—No tardaré mucho. Tengo que hacer una cosa.
Nos volvemos y vemos a Rae sentada en la cama, radiante. Contemplándonos.
Tom y yo intercambiamos una mirada y me voy.
Bajo a la cafetería pensando en lo distinta que se ve de día. El sol se filtra por el vestíbulo acristalado. A lo lejos se distingue el Ojo de Londres. El médico dice que Rae evoluciona bien, que no tendrá que quedarse mucho más tiempo aquí; seguramente pronto podremos marcharnos de este sitio. Y esta vez de verdad, para siempre.
La cafetería, hoy, es un sitio totalmente distinto, observo. Mucha gente hace cola para la comida: gente que viene de visita; médicos jóvenes con camisas a rayas y estetoscopios que llevan orgullosamente al cuello; cirujanos con el uniforme de quirófano y aspecto agotado; pacientes con sondas, muletas y vendas. El sábado por la noche no me di cuenta, pero esta cafetería la han construido después de la última vez que estuvimos aquí. Tiene un aire claro, fresco, limpio. Por todas partes hay conversaciones, sobre ideas, sobre proyectos en marcha y esperanzas de curación.
Y entonces lo veo. En el rincón más alejado, con la cabeza inclinada sobre un periódico, con un vaso grande de café en la mano. Aún con su maldito traje, aunque esta vez su pelo tiene un aspecto algo desaliñado y le cae sobre la frente, como una sombra oscura.
Al principio no me ve. Lo miro y pienso. Pienso en la forma en que Jez me ha librado siempre del sufrimiento.
Luego me fijo en la línea de su mandíbula y alcanzo por fin a aceptar que no, que eso no es verdad; porque después de la euforia, en realidad, Jez provoca otras cosas en mí. Se infiltra en mis sistemas vitales, interfiere en la circulación de mi sangre, me corta la respiración, deteriora el funcionamiento de mis neuronas, me envenena el corazón y obtura las arterias que me mantienen con vida.
No, pienso mirando sus ojos y acercándome a él. Si soy sincera conmigo misma, aparte de Rae, Jez nunca me ha dado nada bueno.
—¿Cómo está? —digo sacando una silla a su lado.
Levanta la cabeza, sorprendido. Inmediatamente echa una mirada detrás de mí. Seguramente, buscando a Tom, preguntándose si habrá una escena.
—Se la quedarán por un tiempo. Estará en observación —dice.
—¿Cómo? ¿En urgencias?
Hace una pausa.
—No, no, en la unidad de psiquiatría.
Levanto las cejas y él aparta la mirada.
—¿Cómo se encuentra Rae?
—Bien.
Asiente.
—Me alegro de saberlo.
Me siento sin decir nada. Sigo mirándolo.
—¿Qué querías, Jez? ¿Para qué me has llamado?
Tamborilea con los dedos sobre la mesa y espera una sonrisa.
—Tengo que pedirte un favor.
Lo miro fijamente.
—¿Que quieres pedirme un favor?
Por un momento pone los ojos en blanco.
—Ya sé. Sé que, dadas las circunstancias, no parece lo más indicado.
Me echo hacia atrás en el asiento.
—Hagamos una cosa, Jez. Antes de que me pidas ese favor, ¿por qué no me contestas algunas preguntas? Y luego ya veremos.
Me mira y, por primera vez, me doy cuenta de una cosa.
Soy yo quien domina la situación. En torno a su cara advierto una blandura que antes nunca había visto. Jez está asustado, pienso. Perdido. De repente parece un niño grande y gordo, vestido con el traje de su padre.
Me asalta un asco repentino.
—De acuerdo…
—Muy bien. Bueno, ante todo, quiero saber algo sobre Suzy: quiero saber dónde os conocisteis. ¿Fue en el trabajo?
Jez baja la mirada.
—De alguna manera, sí.
—¿En tu despacho de Denver?
Se remueve incómodo en el asiento.
—No, en su trabajo.
—Que era…
—En un cl… bueno, en un bar, cerca del despacho.
Parece incómodo.
—¿Era un bar o un club? ¿Qué era exactamente?
Suspira.
—Un club.
—¿Podría preguntarte qué clase de club?
—Mejor que no —murmura.
Asiento, asumiendo la respuesta, y pienso en el informe que tenía delante el agente de policía mientras me pedía información sobre Suzy.
—Muy bien, y te casaste con ella: ¿por qué?
Aprieta los labios.
—Se quedó embarazada a la primera semana. A posta. Entonces me pareció una buena idea. Reventaba al viejo.
—¿Y en qué momento te diste cuenta de que la mujer deliciosa y sexy con la que te casaste para fastidiar a tu padre estaba chalada?
Me mira fijamente.
—Cal, soy consciente de lo que te ha hecho, pero estás hablando de la madre de mis hijos.
Le sostengo la mirada.
—Te he preguntado en qué momento, Jez.
Suspira y se inclina hacia delante, sacándose pelusilla de la chaqueta.
—Comenzó al poco de casarnos; empezó a pasearse por mi despacho mirando mal a las mujeres con las que trabajaba, siguiéndome a los bares, gritándome en presencia de los amigos. Una vez, en Denver, me abofeteó delante del jefe cuando él le pidió a su chófer que me dejara en casa después de trabajar hasta muy tarde.
—¿Y por qué no la dejaste?
—Pensé que era por el embarazo; pero después de tener a Henry la cosa empeoró. No permitía que nadie se acercara. Quería que yo y el bebé estuviéramos siempre en casa, con ella. Intenté contratar a una niñera para tratar de encauzar la situación, pero Suzy dijo que había oído a la mujer amenazando con meter a Henry en el microondas si no dejaba de llorar. Aunque ella lo negó, al final tuve que despedirla. Luego, Suzy volvió a quedarse embarazada; entonces fue cuando nos volvimos a Inglaterra y me puse a trabajar desde casa. Por lo menos, cuando yo estoy cerca, se calma y no me sigue cuando salgo y me reúno con clientes o amigos. Puedo tener una vida.
—Bueno, por lo que he oído, parece que en efecto, la tienes —digo. Jez se muerde el labio—. Pero tú lo sabías. ¿Tú sabías que estaba loca?
—¿Qué significa loca? Celosa, quizá, desequilibrada. Todo era por algo de su hermana…
—¿Hermana? —exclamo—. ¿De qué hermana me hablas ahora?
—Faye. Está en Denver. Suzy no le habla, pero ella averiguó dónde trabajaba yo y un día me lo contó todo. Cree que Suzy quedó muy afectada cuando la mandaron a vivir con una tía suya muy mayor que no estaba del todo en sus cabales, mientras su hermana se quedaba con la madre. Además, al parecer la madre solo iba a verla para guardar las apariencias, cuando los del colegio o los servicios sociales se ponían a husmear.
Intento asumir todo eso.
—Entonces, ¿por eso insistías tanto para que llevara a los gemelos a una guardería? ¿Y por eso también lo del internado? ¿Para alejarlos de ella tanto como fuera posible? ¿Y entonces qué? ¿Alejarlos completamente de ella en cuanto pudieras?
Juguetea con el sobrecito de azúcar.
Meneo la cabeza.
—¿Y qué favor querías pedirme?
Se yergue un poco en la silla y esboza una sonrisa tímida.
—Va a pasar una temporada aquí, puede que meses. Mis padres se han ido a Sudáfrica hace unos días y no volverán hasta dentro de dos semanas. No quiero que se enteren de lo que está pasando, así que intentaré que los gemelos estén en la guardería de nueve a seis y llevaré a Henry a las clases extraescolares. Me preguntaba si podrías echarme una mano. Tengo que terminar lo de la oferta de contrato de Vancouver y no podré encontrar una niñera en tan poco tiempo.
Lo miro fijamente.
—A ver si lo he entendido: ¿me estás pidiendo que cuide de tus hijos?
Intenta la caída de párpados y labios combinada que usó la noche del accidente de Rae, con la patente esperanza de que funcione.
—Es decir, los niños y Rae —añade en un tono de voz que pretende ser vagamente sentimental—. Quiero decir, son familia, puede decirse.
—Familia —resoplo—. ¿Estás seguro, Jez? Eso es Rae para ti, ¿verdad? Familia; por eso tú estabas durmiendo a pierna suelta mientras a ella le abrían el pecho. —Me yergo y tengo que hacer un esfuerzo para no sonreír—. Tal como lo veo yo, Jez, dejaste que una persona desequilibrada estuviera cerca de mi hija, aun sabiendo de lo que era capaz; por tanto, por lo que a mí respecta, todo lo que ha pasado es culpa tuya, porque a ti ya te convenía que Suzy estuviera ocupada conmigo y con Rae, en lugar de tenerla detrás de ti.
Su expresión se ensombrece.
—Así que voy a declinar tu oferta. Y permíteme que te dé un consejo, Jez: olvídate del contrato de Vancouver y cuida de los niños tú mismo durante un tiempo. A lo mejor no te alcanza el dinero para comprarte un bonito traje nuevo, pero sobrevivirás. Después de lo que han pasado los niños, les sentará bien tener a su padre cerca durante un tiempo. Y, como los dos sabemos, nunca se sabe en quién confiar, cuando se trata de tus hijos.
Se queda pensando un momento. Luego alarga una de sus manos con la muñeca ceñida por el puño de la camisa y me roza los dedos.
—Entiendo tu punto de vista, Cal, pero estoy en un apuro. Si no nos consideras tu familia, entonces te lo pido como amigo.
Retiro la mano y resisto la tentación de echarme a reír.
—Jez, sabes igual que yo qué es lo que hemos hecho, y es evidente que no tiene nada que ver con la amistad. Y si al final resulta que no eres capaz de arreglártelas tú solo, siempre puedes recurrir a Sassy Sasha; seguro que estará encantada de ayudarte.
Y, dicho eso, recorro la cafetería en dirección a la salida. El entrechocar de las cacerolas y las sartenes de la cocina suena como una ovación para mis oídos.
Cuando llego a la habitación de Rae, me encuentro a Tom en la cama del acompañante, que ha desplegado, roncando suavemente. Rae duerme vuelta hacia él, los rostros están enfrentados, a poca distancia; las narices, las frentes, los mentones apuntan en distintas direcciones genéticas, pero su expresión refleja la unión tranquila de padre e hija.
Entorno la puerta de la habitación, me acerco a la cama de Rae y me siento sigilosamente en el borde, para no despertarla.
Miro a Tom, miro a Rae y miro mi propio reflejo en la ventana soleada, y me tiendo entre los dos acercando una mano a cada uno.