—«Quédate calladito, mi niño» —le cantaba Suzy dulcemente a Otto, hasta que el pequeño se durmió.
Tenía el brazo dolorido y el corte en la frente le daba punzadas, pero nada de eso le importaba demasiado. Ya no.
Gracias a Dios, había conseguido librarse de James y Diana mandándolos al parque con Jez y los otros dos niños. De hecho, a las siete de la mañana Suzy había bajado para tomarse los analgésicos y se había encontrado a Diana intentando dar uvas a los niños sin cortarlas. ¡Nada menos! Todo el mundo sabía que los niños podían atragantarse con las uvas. Estaba claro que no había criado a su hijo; lo dejó en manos de niñeras y de las profesionales del internado.
Suzy se encaminó a la planta baja y pasó por el vestíbulo, preguntándose cuánto tardaría Jez en convencer a sus padres de que volvieran a casa. Su marido había llamado al hospital y le habían dicho que Rae había salido bien de la operación, pero que seguía en cuidados intensivos.
—De acuerdo, bueno, tendremos que esperar a ver, cielo —había dicho Suzy, levantando la vista hacia la fotografía de los niños en el rellano.
Cuando por fin se quedaran solos, una de las primeras cosas de las que hablarían sería de volver a hacer la foto. Esta vez, con Jez. Sin discusión.
Tomarían una buena cena y hablarían de la factura del fontanero, que Suzy ya había dejado en la mesa de la cocina para que él la viera. Luego subirían y él por fin le daría a Suzy lo que ella quería.
De repente oyó pasos en la casa de al lado. Interesante: la loca ya había vuelto de la comisaría. ¿Cómo habría ido todo?
Suzy regresó a la cocina con una sonrisa en los labios.