55
Callie

No sé cuánto llevo esperando a que Rae salga del quirófano. Podrían ser diez minutos o diez horas; el tiempo, según mi experiencia, transcurre de forma distinta en el hospital.

Tom y yo nos sentamos juntos, agarrándonos al asiento, con los brazos en contacto. Me mezo levemente contra su calor. Me concentro en el sonido de mi aliento; cada respiración dura una eternidad. Profunda y lenta, como el viento sobre un campo desierto.

Ya hemos estado aquí antes. Ahora lo recuerdo, este limbo; ese estar volando a través de una tormenta, intentando mantenernos a flote en medio de la turbulencia y los relámpagos, agarrándonos al asiento, rezando por aterrizar. Sin hacer otra cosa que respirar, rezar y esperar.

No sé qué hora es cuando aparece Suzy, pero deben de ser mucho más de la doce de la noche. Cuando me saca de mi estado de trance, advierto de repente que Tom no está. Me pregunto si habrá esperado a que él se fuera al lavabo o a buscar a un médico para preguntarle por enésima vez si hay novedades.

Lleva una tirita en la nariz, tiene un moratón en el ojo y lleva el brazo en cabestrillo. Al verla, me dan ganas de hundirme entre sus brazos, de volver a la vida normal de hace veinticuatro horas, la vida de casa, de Churchill Road, de Rae deseando ir a la fiesta.

—Oh, cielo —murmura, ocupando el asiento de Tom con cautela—. No me lo puedo creer. Lo siento.

—¿Cómo estás? —pregunto señalando el brazo en cabestrillo.

—Lo tengo roto —dice—. Me duele horrores; pero me han dado un analgésico.

Frunzo los labios un instante en un gesto de complicidad.

—Oh, cielo —repite, recostando la cabeza en mi hombro—. ¿Qué puedo hacer? No entiendo por qué no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Se lo puse al salir de la pista de hielo.

Meneo la cabeza y suspiro.

—Seguramente es culpa mía. El que llevo atrás, en el coche, se aplasta contra su pecho: es viejo. Y yo le dejo quitárselo para que no se le clave.

Asiente acariciándome el brazo.

—¿Jez está con los niños? —pregunto.

—Han venido sus padres para ayudar. —Pone los ojos en blanco—. Qué horror. Suerte que el lunes se van a Sudáfrica.

—¿Has hablado con la policía? —pregunto.

—Ese tipo, el joven, acaba de presentarse aquí. Han interrogado a la loca. Cal, tienes que ser dura con ese tío. A ver: ¿cuántas veces has intentado hablar con él sobre esa mujer en toda la semana?

La miro.

—Tres.

—¿Y qué hizo él?

—Me dijo que buscara su nombre en Google.

Suzy se queda con la boca abierta.

—¿Eso hizo? Pues sí que te tomaba en serio.

Al mirar su cara irritada, de repente me acuerdo. Me pongo de pie y me echo las manos a la cara.

—Oh, Dios, ¿no te lo había dicho?

—¿Qué?

—Miré en Internet: tuvo que presentarse a juicio. Debs pegó a una niña.

—¡Lo sabía! —grita—. ¿Qué te dije?

—Oh, Dios —musito—. Tienes razón. No tendría que haber dejado que ese tipo me engatusara de esa manera. Sobre todo después de lo que tú me dijiste de su marido. Francamente, Suzy, puede que tuvieras razón: quizás el martes golpeó a Rae y la hizo caer en el asfalto.

Sin poder controlarme, lanzo un fuerte gemido y me golpeo la frente con la palma de la mano. Mi cabeza retrocede por el impacto. Y antes de que Suzy pueda detenerme, vuelvo a golpearme.

—¿Cielo? —dice sorprendida—. ¡No! No hagas eso. —Se inclina hacia delante con un rictus de dolor y me sujeta el brazo—. Siéntate. Vamos. No podías saberlo. Estabas totalmente atada por esa mierda del trabajo. Lo que pasa es que tenías demasiadas preocupaciones al mismo tiempo. Oye, está claro. Es imposible que la policía no lo supiera. Pero ahora tienes que olvidarte de ello y centrarte en Rae. Pronto saldrá del quirófano, y entonces necesitará que seas muy fuerte.

Pero una corriente de angustia me recorre de arriba abajo y hace que mis labios se muevan involuntariamente como los del muñeco de un ventrílocuo. Vuelvo a levantarme y recorro la sala.

—Tendría que haberme dado cuenta, Suze. Soy su madre.

Cuando paso por delante del reloj de la pared, lo consulto por centésima vez y suelto otro gemido.

—Dios, ¿por qué tardan tanto?

Suzy suspira y se levanta con precaución, para no dañarse el brazo roto. Se pone delante de mí para impedir que siga caminando y con la mano sana me levanta la cabeza para que la mire.

—Escucha, Cal, corazón. Mírame. Sé que todo esto es una pesadilla. Pero óyeme bien: Rae se pondrá bien. Ya verás. Y pondremos las cosas en orden con la loca y con la policía; pero ahora tienes que tranquilizarte. Estoy aquí, contigo, igual que tú estuviste conmigo cuando nacieron los gemelos. Te lo prometo, Cal, todo va a salir bien. No es el momento de hablar de ello, pero ya lo he decidido: a partir de ahora yo cuidaré de Rae al salir de clase. Así estarás segura de que se encuentra en buenas manos. Y si necesitas ir a casa de tu padre o lo que sea el fin de semana, puede quedarse conmigo, también. Así podrás descansar y yo tendré la oportunidad de mimarla de lo lindo. Lo organizaremos todo para cuando Jez vaya a casa de sus padres con los niños, así Rae y yo tendremos un fin de semana para chicas como Dios manda.

Pero lejos de tranquilizarme, sus palabras no hacen más que incrementar la corriente de angustia que me recorre. Los oídos empiezan a martillearme.

Me vuelvo y veo a Tom en la puerta con dos vasos de café. Él y Suzy se inspeccionan en silencio.

—Necesito tomar un poco el aire —mascullo, y cruzo el umbral por delante de él.

Por un momento no sé en qué dirección me muevo. Voy a dar a un pasadizo oscuro con murales infantiles en la pared, que parece prolongarse a lo largo de kilómetros, como un túnel a través de una montaña.

Me pesan los pulmones, como si los tuviera llenos de algo más denso que el aire.

Al fin alcanzo el otro extremo y giro hacia la nueva ala del edificio, moderna, con su vestíbulo alto y acristalado, y camino por los pasillos blancos que dan a ventanas negras. Los corredores de los otros pisos también están desiertos, libres de los que tienen la fortuna de venir al hospital durante el día y de los que quizá solo tendrán que acudir dos o tres veces en toda su vida. Solo la gente como yo, Rae y Tom tiene que estar por aquí en mitad de la noche, moviéndose por estos pasillos blancos con ventanas negras como piezas de ajedrez.

Mientras subo un tramo de escaleras un gran gemido escapa de mi garganta. Detesto este sitio. Detesto volver a estar aquí. Detesto conocer estos pasillos como los caminos sin señalizar de Lincolnshire. Detesto conocerlo perfectamente. Saber que es más rápido ir a la máquina expendedora de la quinta planta por las escaleras que por el ascensor, que se satura con los pacientes que suben de la cuarta planta para los análisis de sangre. Sé que el lavabo reservado de la planta de encima siempre está más limpio que el lavabo público de nuestra planta, y que a nadie le importa que lo use a las horas tranquilas. Detesto saber cuál es el mejor asiento para Rae en la sala de espera para los electrocardiogramas: donde los que pasan por el pasillo no le darán golpes en las piernas, y al mismo tiempo seguiremos viendo el turno en el marcador de la pared sin tener que hacer contorsiones. Detesto haber vuelto a traer a Rae aquí. Detesto haberlo hecho todo por su bien y haber tomado luego una decisión equivocada. Volví al trabajo y dejé a esa mujer cerca de ella.

Me acerco a una papelera de metal y la golpeo con los nudillos. Un estruendo metálico estalla en el silencio nocturno.

—Rae… —gimo sobre la reverberación.

—¿Todo bien? —dice una voz masculina.

Al volver a la realidad, me veo de pie, temblando, sobre las baldosas relucientes, junto a las ventanas a oscuras de la floristería cerrada, llena de jarrones vacíos.

Me vuelvo y veo a un hombre alto de pelo oscuro en la penumbra de la puerta de la cafetería. Por un momento creo que es Jez. Y por un instante me siento aliviada; porque si es él, entonces podré arrastrarlo por uno de esos pasillos hacia alguna sala oscura y dejar que por un rato arranque de mí el dolor.

—¿Todo bien? —repite el joven agente, acercándose a mí.

Sigo temblando. Claro. Claro que no es Jez, porque él no está aquí; está en casa con los niños.

—Vamos, siéntese un poco y tómese algo —me aconseja el agente.

Lo miro a la cara y me dan ganas de gritarle que todo es culpa suya, también, que debería haberme prevenido sobre esa mujer. Pero ahora ya no tiene sentido.

Era mi obligación proteger a mi hija. Y no lo hice.

Así que dejo que me guíe amablemente hacia la cafetería vacía, con las sillas bien apiladas sobre las mesas y las difusas luces nocturnas iluminando unas cuantas máquinas expendedoras de bebidas en un rincón. Una agente de policía ya está sentada a una mesa, al teléfono. Tiene un expediente abierto ante ella, en la mesa. Me ve, termina la conversación telefónica y cierra rápidamente la carpeta.

—¿Alguna novedad? —dice levantándose y bajando una silla para que me siente.

Niego con la cabeza aturdida y ella me toma la mano y me guía hacia la silla.

Los dos agentes tardarán todavía unos minutos en ocuparse de mí. Estoy sentada en silencio, mientras ellos se mueven a mi espalda y me traen una lata de un refresco horrible de la máquina. El líquido cae como una cuchilla de afeitar en mi garganta seca. Oigo vagamente una conversación susurrada en algún sitio.

Al rato se sientan delante de mí y me sonríen. Él es el primero en hablar.

—Deborah Ribwel mantiene su versión: que no fue culpa suya. Sostiene que Suzy Howard hizo colisionar el coche con la intención de hacer daño a su hija y que, antes de chocar, le dejó bien claro que ese era precisamente su propósito.

Levanto la mirada hacia él.

—Pero ¿qué está diciendo? Eso es absurdo. Usted sabe perfectamente que Debs ya hizo daño a un niño en otra ocasión. ¿Por qué la escuchan siquiera?

Giro los ojos y miro a la ventana oscura. En el reflejo, veo cómo cruzan una mirada.

—Señora Roberts, ¿tiene usted algún motivo para creer que las declaraciones de la señora Ribwell tienen algún fundamento?

—Ni siquiera entiendo que me pregunten eso. Suzy nunca haría daño a nadie, y menos a Rae.

Él se encoje de hombros.

—Por la mañana hablaremos con la señora Howard: a ver si podemos llegar al fondo de todo esto; pero, por lo que usted sabe, ¿tiene alguna razón para mentir?

—Por supuesto que no. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo?

La agente me observa minuciosamente. Se toma su tiempo, para buscar la forma de expresarse, supongo.

—¿Puedo preguntarle cuánto hace que conoce a la señora Howard? —pregunta amablemente.

Me encojo de hombros.

—Unos dos años. Dos años y medio, tal vez. Somos vecinas.

—¿Y la conoce usted bien?

—Sí. —No dice nada. Advierto que tiene la mano firmemente posada sobre el expediente—. Bueno, en la medida en la que eso es posible, supongo. Vaya, cuidamos mutuamente de nuestros hijos.

—¿Y confía usted en ella para que cuide de su hija?

Alzo la vista hacia la cara de la joven agente. Seguramente aún le quedan varios años para tener hijos.

—Estamos en Londres —digo, intentando disimular mi irritación—. No hay muchas opciones, ¿no? Vecinos, otras madres… En fin, no puedes saberlo todo sobre toda la gente que te encuentras en una ciudad. Pero, sí, confío en ella. Nunca me ha dado ninguna razón para no hacerlo.

—¿Le ha hablado a usted de su pasado? ¿De antes de venir a Londres? —dice el agente.

—¿A qué se refiere?

—¿Puedo preguntarle qué le ha contado?

No puedo evitarlo. Suelto una carcajada.

—¿Por qué me hace esa pregunta?

—Por favor. Si pudiera usted decirnos algo, nos sería de gran ayuda.

Me encojo de hombros.

—Muy bien, ¿qué quieren ustedes saber? Se crio en Denver con su madre, que era peluquera, o trabajaba en un salón de belleza o algo por el estilo. Mmm, solían salir de excursión por las montañas, esquiaban: esas cosas; no sé. ¿Para qué puede valer esto? Estudió Empresariales, creo; trabajaba en un despacho. Conoció a Jez cuando él estaba allí, por trabajo. Han tenido tres hijos. Eso es todo. Le gusta nadar. Es buena cocinera. ¿Sirve eso de ayuda?

Me apoyo en el respaldo, malhumorada.

Ambos me sonríen mostrando comprensión.

—Muy bien, permita que le haga una pregunta —dice el agente—. ¿Por qué le parece a usted que Deborah Ribwell querría hacer daño a Rae en particular? ¿Han hecho usted o su hija algo para provocarla?

—No, claro que no —contesto, acompañando la negativa con un movimiento de cabeza. Y entonces me echo hacia delante en la silla—. Un momento, sí. ¡Ah, qué tonta!, ahora me acuerdo: Rae le dio un golpe en la nariz a Debs con un muñeco horrible que ella le regaló la primera vez que nos vimos. A lo mejor, fue eso. Además, tanto yo como Suzy creemos que Debs pudo enfadarse porque quizá Rae se le escapó corriendo por la acera, tal vez entonces le pegó o la empujó, y al final acabó cayéndose en la calle. Yo creo que Rae no me lo ha contado porque teme que me enfade con ella por correr por la acera.

—Bien. Entonces, ¿usted cree que esos dos incidentes, el golpe en la nariz con el muñeco y el hecho de que Rae saliera corriendo por la acera, enfurecieron a Deborah Ribwell hasta el punto de querer herir o incluso matar a su hija?

Sus palabras quedan flotando en el aire como una burla.

—No lo sé —respondo bruscamente—. ¿Por qué me lo pregunta? Usted sabe que tiene antecedentes. Usted mismo me sugirió que me informara. En otro colegio, pegó a una niña.

El agente niega con la cabeza con aire desconcertado.

—Deborah Ribwell quedó en libertad por aquel incidente.

—¿Qué significa eso?

—Los jueces la dejaron libre.

Le lanzo una mirada furiosa.

—No es eso lo que leí.

—Bueno, tal vez no leyó usted la historia hasta el final.

Suspiro y me muerdo los labios.

La agente se inclina un poco hacia delante.

—Callie, Deborah Ribwell fue víctima de una campaña de acoso por Internet de lo más cruel.

Meneo la cabeza. Ella prosigue.

—Fue una noticia muy difundida, así que no le estoy revelando nada que no pueda encontrar usted misma. Lo que pasó es que una adolescente de décimo curso se sintió ofendida por un comentario que hizo la señora Ribwell sobre las madres solteras que tenían un montón de hijos de padres diferentes. En realidad era una cita textual de una obra de teatro escrita por escolares de un barrio pobre, pero la chica pensó que la señora Ribwell le estaba «faltando al respeto» a su madre. Y entonces se puso de acuerdo con su novio. Colgaron anuncios con los datos de la señora Ribwell en páginas donde la gente entra para buscar relaciones sexuales —prosigue. Yo me yergo en el asiento—. Me imagino que se hará una idea de lo que pasó. Luego fueron mucho más lejos. El chico, que es bastante mayor que ella, consiguió colarse en el convite nupcial de la señora Ribwell y de alguna manera convenció a su hermana para que le permitiera dejar su ordenador portátil en la suite nupcial de la señora Ribwell, para que no se lo robaran. Lo que hizo fue instalar una cámara oculta con la que filmó la noche de bodas de la señora Ribwell. —Los policías ven la cara de estupor que pongo—. Y luego la chica difundió la grabación por el colegio.

Me muerdo el labio.

—Oh, Dios, qué horror. Pobre Debs. Yo también habría abofeteado a esa chica.

Los agentes sonríen.

Me echo hacia atrás en el asiento.

—De acuerdo, lo entiendo. Pero eso no significa que en este caso también sea inocente. ¿Y si quedó tan traumatizada por aquello que está desquiciada con los niños? Suzy oyó que su marido le decía que no debería seguir trabajando de maestra.

La agente se encoje de hombros.

—No existe ninguna prueba sobre eso. De hecho, en el colegio donde trabaja la contrataron sabiendo todo lo ocurrido, porque entendieron que se trataba de un caso extraordinario de provocación extrema. Antes de eso, su expediente estaba impoluto. De hecho, tenía muy buena reputación. Y piense que, como el ciclista no ha aparecido, no tenemos ningún testigo del incidente.

Suspiro y tomo un buen trago del refresco, intentando aclarar mis ideas.

—¡No! Alto —digo de repente, dejando la lata en la mesa—, un momento. Hay alguien más. Había una mujer en Churchill Road aquel día, cuando Rae cayó al asfalto estando con Debs. Suzy me lo contó; dijo que alguna vecina llamó a la policía. ¿Por qué no le preguntan a ella? Seguramente pensó que el incidente era lo bastante grave como para llamarles: por eso interrogaron a Debs la primera vez, ¿no?

Los agentes vuelven a intercambiar una mirada.

—¿Qué pasa?

—Es solo que… —dice el agente.

—¿Qué?

El policía alza el brazo como para dar por terminada la conversación, pero en lugar de eso saca un bloc de notas. Lo hojea un ratito, luego lo gira y me lo enseña.

—La mujer que informó de un incidente de bicicleta era ella: Suzy Howard —anuncia—. No hubo más testigos.

Me quedo mirándolos.

—Y por eso nos interesaba preguntarle qué sabe usted sobre la señora Howard —interviene ella—, porque ahora mismo, en ambos casos, es su palabra contra la de Deborah Ribwell.