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Callie

—¿Dónde está? —me grita Tom a la cara.

Irrumpe en el servicio de urgencias, con los ojos hinchados. Lo miro y señalo a la puerta.

—¡Dios Santo! —exclama, y se echa las manos a la cabeza—. ¿Qué coño ha pasado? Esa jodida mujer, Cal. Te avisé.

Me levanto, incapaz de moverme.

—¿Dónde está Rae? —musita, agarrándome el brazo.

Tomo aliento, dos, tres veces hasta encontrar fuerzas para hablar.

—La acaban de coger en cardio. Iba en el asiento de detrás del copiloto.

—¿Y qué dicen?

—Le están haciendo una resonancia. Dicen que seguramente…

—¿Qué?

—Que seguramente como el impacto fue en el pecho… la operación de la aorta…

—Ha sufrido un desgarro.

Cierro los ojos y asiento.

—¡Oh, por Dios! —Se echa las manos a la cara.

Es culpa mía. Todo esto es obra mía. Los borrachos del sábado por la noche llegan al servicio de urgencias. Un hombre con un penetrante olor a orines cae y las enfermeras lo dejan donde está, mientras él nos lanza improperios. Otro permanece sentado junto a su compañero, presionando una toalla contra el brazo ensangrentado, con cara de perro rabioso.

Dios mío, pienso, aquí están, vienen a por mí: estoy rodeada de demonios. Por lo que he hecho.

—¿Por qué no denunciaste a esa maldita mujer? —exclama Tom, lanzándome una mirada desesperada—. Ya te dije que no me fiaba de ella.

—¿Por qué no lo has hecho tú, Tom? —mascullo—. Somos dos.

Gira los ojos y los dos nos recostamos en la pared a la vez. Impotentes.

—Hemos visto una sombra cerca del corazón —nos comunica un médico de urgencias, muy joven—. Y oímos un soplo.

—Es normal —dice Tom, intentando encontrar alguna esperanza—. Muchos niños tienen soplos después de una operación.

—Cierto —asiente el médico—. Pero teniendo en cuenta las circunstancias, con esa sombra, la vamos a pasar a…

—La unidad de cardiología pediátrica, supongo —lo interrumpo.

Él nos mira comprensivo.

—Es solo para quedarnos tranquilos.

Los dos asentimos.

—Hemos llamado a planta y el señor Piper ya los espera.

Los dos nos encogemos de hombros, derrotados.

—Intenten estar tranquilos —dice, saliendo de la sala.

Me tambaleo un poco, empiezan a saltárseme las lágrimas y ando torpemente arriba y abajo por este pasillo horrible. Y entonces, cuando me parece que ya no puedo más, cuando todo parece a punto de derrumbarse, siento el arnés protector de los brazos de Tom en torno a mí.

Creía que si me imaginaba lo peor, a diario, entonces ya no pasaría. Una vez oí que muchas veces aquellos que se imaginan lo peor sobreviven, porque siempre están preparados. Tienen el plan de salida del avión preparado en la mente; la vía para salir del hotel en llamas reposa en su memoria; han elegido de antemano la rama a la que se agarrarán si caen al río fragoroso. Pero, por lo visto, me equivocaba.

—Me temo que no tenemos buenas noticias. Creemos que la sombra es una hemorragia que proviene de la aorta. Y en ese caso, tendremos que volver a intervenirla.

Asentimos, aturdidos.

Otra vez.

Una operación a corazón abierto. Se suponía que ya no íbamos a tener que pasar más por esto.

Con el brazo de Tom rodeándome, vuelvo junto a Rae y estrecho su mano con fuerza. Mi hija descansa, sedada y tranquila.

Siento el corazón en un puño.

—Rae, eres una niña muy fuerte —le susurro—. Perdona por haber tardado tanto en darme cuenta. Pero, te lo prometo, la operación saldrá bien. Te recuperarás. Y cuando salgas, lo primero que haremos es preparar tu fiesta de cumpleaños, ¿vale? Caroline me ha llamado para decir que Hannah está deseando verte. Eres mi niña bonita, tienes que ser fuerte.

Me inclino para besarle el pelo. Está húmedo y peinado hacia atrás. Ya no tiene las mejillas sonrosadas. Cojo las manos de mi hija, suplicando en silencio que tense los dedos y los vuelva a apartar de mí con desafío. Pero sus dedos siguen inertes en mis manos.

Oh, mi niña. Oh, mi esperanza, mi pequeña Rae.

Y de pronto noto que Tom está junto a mí, le besa la cara y las enfermeras intentan llevarse la camilla. Pero yo no puedo soltar sus manos, y Tom y las enfermeras tienen que separarme de Rae.