—Hola. Usted es la madre, ¿verdad?
Aquella llamada, como salida de ninguna parte, me sobresalta. Corro cuesta abajo ciegamente, intentando esclarecer lo sucedido.
Suzy ha salido del palacio pero no ha llegado a casa: ¿dónde puede haber ido? Si sigo el trayecto que habrá hecho en coche, por lo menos podré asegurarme de que no haya sufrido un accidente.
Aguzo los oídos esperando oír sirenas.
Me detengo y miro al extraño hombrecillo de la casa de enfrente, que agita el brazo en dirección a mí.
—¿Ha perdido a una niña?
—¡Sí! —exclamo—. ¿La ha visto?
—Acérquese, por favor —dice a través de la lluvia.
Me lanzo a cruzar la carretera, y los coches me pasan rozando. De cerca es como un topo mojado, con su nariz larga y los ojos tristes y amables.
—¿Sabe dónde está? —pregunto levantando la voz para imponerme al fragor de la lluvia.
—Me temo que no; pero mi mujer está casi segura de que se encuentra con su vecina en este parque —dice, señalando en dirección a los árboles mojados y oscuros—. Ha ido a buscarlas. ¿Por qué no vamos juntos hacia allí?
Me quedo mirándolo, horrorizada.
—¿De qué me habla? ¿Por qué demonios busca su mujer a mi hija? —exclamo—. ¿Se puede saber qué les pasa?
Antes de que él atine a responder, un grito agudo, un «¡No!», llega desde el bosque.