Las gotas de lluvia del parabrisas eran como los globos de agua que Henry tiraba en el patio. Centenares de apacibles globos de agua. En Colorado la lluvia no era así; allí caía en enormes oleadas primordiales que empapaban las llanuras y luego se desplomaba entre las montañas en cortinas de bruma espesa; golpeaba sin piedad, limpiando la tierra con un redoble de tambores que de vez en cuando se sacudía entre las nubes y con una torsión violenta formaba uno de esos tornados que se extendían a kilómetros de distancia. No, en su tierra la lluvia era algo salvaje, vivo, y desde luego allí no bastaba con un pequeño paraguas de plástico; nada que ver con esa amable duchita británica.
La nostalgia por Colorado la asaltaba en oleadas largas y regulares. Se suponía que Londres tenía que ser un nuevo principio. Un lugar donde ser una persona normal, por fin, con una familia normal y unos amigos normales, lejos de los traidores y los demonios de su hogar. Pero ahora resultaba que los mentirosos y los traidores también existían aquí. Al menos, allá en Colorado, podía salir, conducir en dirección a las montañas y caminar hasta que, entumecida y agotada, lo perdía todo de vista, y la paz terminaba descendiendo sobre el silencio de la extensa llanura. En Londres no había adónde escapar. Apenas se podía respirar en ese aire envenenado.
Suzy puso la capota amarilla del coche. Por fin, el camino parecía despejado. La lluvia había expulsado a los corredores y a los que paseaban el perro y, por fin, la habían dejado sola. Salió despacio de la calle principal del palacio hacia una carretera que recorría el parque, oculta entre altas filas de árboles.
—Perfecto —musitó Suzy, y se internó en la zona arbolada esquivando un bache y arrimándose tanto a los frambuesos silvestres que los frutos rojos saltaron y quedaron esparcidos sobre el suelo. Siguió conduciendo despacio hasta encontrar la entrada al camino escondido. Cuando llegó, frenó y miró detrás. Allí nadie las vería.
—Bueno, cielo… —dijo.
Rae la miraba con sus grandes ojos inquietos. Temblaba un poco en su vestido de fiesta plateado, con el forro polar olvidado en el suelo de la zona de recepción de la pista de hielo.
—¿Puedo volver a la fiesta? —preguntó la niña dócilmente.
—No, cielo. De momento, es peligroso para ti. Mamá quiere que te lleve a casa. Me parece que está otra vez de mal humor. Pero ¿sabes una cosa? Creo que he hecho una tontería.
—¿Qué?
—Al salir del palacio me he equivocado de dirección, por eso me he metido por la carretera del parque para hacer el giro, pero había una enorme furgoneta obstruyendo el paso.
—¿Ah, sí? —dijo Rae, confusa.
—Pues sí, y he tenido que pasar de largo; pero luego el camino se ha estrechado y ya no podía hacer el giro, y he seguido adelante para ver si encontraba algún sitio donde pudiera girar, y ahora estamos atascadas.
—¿Nos hemos perdido? —La niña miró por la ventana con ojos temerosos.
Suzy le tocó la mano y se dio cuenta de que estaba helada. Se quedó mirándola un buen rato, viendo cómo empezaban a acumularse las lágrimas en sus ojos. Suzy se inclinó y le acarició la mejilla.
—Me temo que sí.
Se volvió y miró el banco bajo el árbol.