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Debs

Había empezado a llover. Debs llegó al palacio; se frotaba las gafas, se las volvía a poner y al segundo volvían a estar empañadas.

Jadeando, empezó a buscar en todos los sitios que se le ocurrieron: en el aparcamiento del exterior de la pista de hielo, en las zonas de césped de alrededor y en el paseo de delante del palacio. Incluso entró en el edificio de la pista de hielo y echó un vistazo por las enormes puertas de cristal, pero en el remolino de niños que patinaban no había rastro de los rizos rubios de Rae. Corrió hacia la parte posterior del palacio y estuvo mirando por el parque de recreo infantil. En esos momentos el lugar se vaciaba rápidamente de padres y niños, que desaparecían en un torbellino de botas de agua e impermeables mojados a medida que la lluvia arreciaba.

—¿Dónde estarán? —musitó Debs.

Circundó el estanque de los patos, pero allí lo único que se movía eran las gotas de agua que golpeaban la superficie haciendo saltar gotas enfangadas. Luego pasó por las instalaciones de skateboard, con sus rampas de superficies bruñidas y silenciosas. Nada.

Todo estaba vacío; así era el palacio: en un momento rebosante de animación y al cabo de un instante un parque desierto en el que abundaban los rincones sombríos y los huecos amenazadores entre los arbustos, con quiebros sin visibilidad y lomas recónditas, todo ello inquietantemente fuera del alcance de los paseantes. La chaqueta de punto se le pegaba a la piel, igual que los pantalones. Tenía el pelo completamente empapado, y la lluvia había penetrado en sus zapatos de cordones, calándole los calcetines.

¿Dónde estaban Rae y aquella mujer?

Se volvió y soltó un grito cuando un bull terrier saltó hacia ella con un brinco atropellado. Su propietario, un hombre con chubasquero, cubierto con la capucha, lo llamó sin pedir disculpas.

Malditos nervios. ¡Estaba harta de vivir asustada!

—¡Rae! —gritó débilmente, como si eso pudiera servir de algo.

Volvió a subir hacia el palacio y lanzó la vista sobre Londres y sobre la zona de parque que ascendía abruptamente ante el edificio. Seguramente no estarían por ahí… Con semejante lluvia sería imposible encontrarlas. Allí todo era terreno silvestre, sin refugio; solo árboles y caminos boscosos. Boscosos… Se estremeció. No había estado en ningún bosque desde el día en que aquella niña horrible, Poplar, de décimo curso, y su repulsivo novio la acorralaron en Victoria Park, mientras paseaba una mañana de sábado para tomar un poco el aire. La insultaban, reían, agitaban ante ella fotografías cuya vista no podía soportar. Imágenes repugnantes de algo que para ella era íntimo, delicado, precioso y que aquella adolescente perturbada y su novio lascivo convertían en algo tan público, repulsivo, horripilante que Allen estaba a punto de pasarse a la habitación de invitados para evitar a Debs la idea de volver a hacerlo. ¿Por qué él había vuelto a intentarlo? ¿Por qué incluso había permanecido con ella después de esa pesadilla humillante? ¿Podía alguien entenderlo?

El corazón de Debs latía agitado. Estaba tan harta de todo… De estar siempre asustada. De que su vida dependiera del comportamiento de los demás. ¿Por qué su madre no la había preparado para todo eso?

Durante ese mediodía la americana había puesto una película pornográfica a tope. Y Debs se lo había permitido. Le había permitido subir el volumen y torturarla con jadeos y gemidos desagradables que hicieron que Debs se sentara al borde de la cama tapándose los oídos.

Oteó el horizonte sobre Londres. Basta, pensó Debs. Ha llegado el momento de rebelarte.

Sacó el móvil, se sentó en un banco y llamó a Allen, que estaba en un partido de críquet. Esperaba que le colgara, por eso se sorprendió al oír su voz.

—Soy yo, cariño —dijo con todo el aplomo de que fue capaz—. Oye, escúchame, por favor. Sé que estos meses han sido difíciles, pero creo que estás equivocado cuando dices que me imagino cosas. La vecina de al lado me lo ha confirmado, o sea que tengo la prueba. Pero ahora Suzy se ha llevado a la niña, y estoy convencida de que se lo está haciendo pasar mal. Ahora mismo estoy en Alexandra Park buscándola.

Oyó el suspiro de Allen.

—Allen. ¿Por qué sigues conmigo? Ya sabes, después de todo lo que pasó…

Era una pregunta que nunca se había atrevido a formularle. Desde su primer encuentro en el restaurante, cada uno con un ejemplar de The Guardian (Debs estaba tan nerviosa que estuvo a punto de vomitar en un tiesto) habían progresado como a tientas hasta el matrimonio, sin hablar mucho de ello.

—Cariño, me toca batear, en cuanto deje de llover —protestó.

—Esto es importante, Allen. Dímelo. ¿Fue solo para no estar solo?

—No.

—Bueno, entonces, ¿qué?

—Oh, Debs, por favor, cariño…

—Urgh —gruñó Debs golpeando el suelo con el pie. Sacudió la cabeza de lado a lado haciendo que las gafas resbalaran por la nariz—. Allen, cariño, lo siento, pero si queremos que nuestro matrimonio funcione, tendrás que contestarme. Porque… porque, lo siento, cariño, pero… —Su tono de voz empezó a subir—. No lo aguanto más… Si quieres que te diga la verdad, me das miedo, un miedo horrible. Ando todo el día de puntillas alrededor de ti, esperando que me digas que todo fue un error. Y ya no puedo más. Si no te gusta cómo soy, Allen, entonces, bueno, tal vez deberías decírmelo y acabaríamos con todo esto. No puedo seguir así, sintiéndome juzgada a diario por mi locura, por mi forma de lavar los calcetines y de escuchar cosas y por algo que hizo mi hermana…

—No digas eso —protestó él—. No digas eso.

—¡Pero lo haces! ¿Y sabes una cosa? Quizá tengas razón. Quizá yo sea una mala elección, Allen. Mamá lo decía de papá: una mala elección. No tendrías que haberte involucrado; nadie debería involucrarse conmigo. Y creo que si todavía sigues conmigo es porque cuando te diste cuenta de que yo era una mala elección, fuiste demasiado educado para escapar: tú eres de esos, gente que no está tranquila si no cuida de los demás. De los más desfavorecidos. Y eso es lo que soy, alguien con problemas.

Oyó que suspiraba.

—No.

—¿Qué? No mientas.

—No. Debs, me casé contigo precisamente por todo lo contrario.

—No, no es verdad.

—Sí. Me casé contigo porque… por la forma en que te vi trabajando con esos muchachos cuando tantos otros pierden la esperanza de hacer algo con ellos. Y la forma en que, de un modo u otro, cuando tu hermana se porta tan mal contigo, tú siempre la perdonas. Y por lo mucho que amas tus libros, aunque sean tantos que no tengo dónde poner mis trofeos de críquet.

Debs no pudo evitarlo: una sonrisa acudió a sus labios.

—Te admiro por todo eso, cariño. Todo lo que sabes de ellos y tu pasión por ellos. Y me molesta que no aceptes mi propuesta de tomarte un año para sacarte la licenciatura en lengua y literatura inglesas, porque sé que te gustaría mucho. Yo no podría hacerlo, pero me encantaría que tú lo consiguieras. Además, los crucigramas tampoco se te dan mal. Quizá no tan bien como a mí, pero…

Ella mismo se sorprendió de haberse reído sinceramente con esa broma inesperada.

—Debs. No te preocupes. Todo irá bien.

—¿Tú crees, Allen? Es que estoy tan cansada… —Suspiró.

—Lo sé.

—No, Allen. No lo sabes. Estoy cansada de que me amedrenten personas que ni siquiera se molestan en ser un poquito amables. Quiero poder enfrentarme a ellos, cueste lo que cueste. Quiero que entre nosotros todo vuelva a ser como antes. ¿Te acuerdas? Nos costó tanto encontrarnos el uno al otro, y luego esa chica… ¿Qué derecho tenía a…?

—Claro, cariño.

—De acuerdo, Allen. El caso es que necesito que me creas. Es la única forma de que funcione. Necesito que me creas. Es la primera vez que te lo pido. ¿Puedes dejar el partido y venir a Ally Pally para ayudarme?

Allen no decía nada.

—¿Quieres de verdad que lo haga?

—Sí. Lo quiero de verdad. De hecho, Allen, creo que eso podría salvarme.

—De acuerdo.

—Gracias, Allen. Lamento que tengas que dejar el partido.

—No es más que críquet, cariño.

Debs colgó el teléfono intentando contener un grito de alegría. Lo había hecho.

Ahora tenía que encontrar a esa mujer.

Debs bajó las escaleras hacia el parque y, haciendo un esfuerzo por sobreponerse al miedo, se alejó del camino principal para adentrarse en la zona silvestre. Encontraría a esa niña y se aseguraría de que estaba bien, aunque fuera lo último que hiciera, aunque al final Allen tuviera que ir a recoger su cuerpo despedazado.