No puedo dejar de mirar el reloj. Todavía son las cuatro de la tarde y la fiesta terminará a las cinco y media. Tardarán un cuarto de hora entre despedirse, encontrar el coche y llegar a casa: una hora y cuarenta y cinco minutos. Puedo esperar. Suzy estará allí, y también Jez. Si me necesitan, puedo presentarme en cinco minutos, con el coche.
Tengo que hacerlo por Rae. Le di la vida; ahora debo darle la oportunidad de vivirla.
Para distraerme de su ausencia, recorro todo el piso, haciendo limpieza. Es raro. Desde que Debs lo ha puesto todo en orden, aunque me pese, tengo que admitir que lo prefiero así y estoy empezando a utilizar sus archivos, abro mi última factura del gas, dejo el sobre en la caja de reciclaje y cuelgo la factura en el corcho. Con el piso en orden, mi mente está más clara. La niebla se levanta.
Inesperadamente, suena el teléfono. Lo cojo, por si es Suzy desde la pista de hielo. Sale marcado como número privado, debe de ser el agente de policía que me devuelve la llamada.
—Siento que esté siendo todo tan lento —dice—. En realidad, me temo que no me hallo en disposición de decirle gran cosa. No podemos acusar a Deborah Ribwell de nada, no hay pruebas de que empujara a su hija a la calzada y su hija no ha dado motivos para pensar que fuera así: eso es todo lo que se me permite decir por el momento.
—Pero cuando yo le dije que estaba preocupada por su comportamiento, me dio la impresión de que usted sabía algo al respecto.
—Lo siento, pero toda la información de que disponemos sobre la señora Ripwell se encuentra sujeta a la Ley de Protección de Datos —declara en un irritante tonillo profesional—. Así que no puedo hacer mucho más al respecto.
—¡Pero eso es absurdo! Anda por la calle gritando contra mí y contra mi amiga y asustando a nuestros hijos. ¿Qué más tiene que hacer? ¿Hace falta que haga daño a alguien?
Se queda callado y oigo que suspira.
—Mire. En primer lugar, no se puede hacer nada, a no ser que haya una denuncia. Así que: ¿la ha atacado a usted verbal o físicamente?
—No.
—¿La ha amenazado?
—¡No! —contesto, frustrada—. Bueno, me limpió la casa sin pedir permiso.
Él no dice nada.
—Y además me hace sentir incómoda. No me fío de ella.
—Bueno, no podemos hacer gran cosa al respecto, me temo. No vamos a detenerla por ocuparse de la limpieza o por hacer que usted se sienta incómoda…
Debo admitir que no detecto el menor tono jocoso en su voz.
—Pero trabaja en el colegio de mi hija. Escuche, tiene que decirme lo que sepa. No puedo volver a dejar a mi hija en clases extraescolares mientras esa mujer siga allí. —Mientras hablo de Rae, me asalta la urgente necesidad de volver a verla: en cuanto cuelgue me voy inmediatamente para allá.
Otro silencio.
—Esto… ¿ha buscado usted alguna vez su nombre en Google? —pregunta.
Google. Por supuesto.
Dos minutos más tarde, estoy delante de la puerta de Jez y Suzy, tocando el timbre. No hay respuesta. Jez debe de estar en Muswell Hill con los gemelos.
Un poco indecisa, hago girar en la mano las llaves de su casa. En el móvil de Suzy salta directamente el contestador, lo que significa que debe de estar en la pista de hielo y debe de haberlo desconectado.
¿Le importaría? Otras veces he usado su ordenador, cuando quería comprar billetes para papá o cosas por el estilo, pero sería la primera vez que lo uso sin pedir permiso.
Miro la puerta de casa. Al fin y al cabo, fue Suzy quien me dijo que alertara sobre Debs a la policía. Con una mueca de incomodidad, introduzco la llave en la cerradura y me asomo para cerciorarme de que no hay nadie en casa.
Los dos han salido. Estoy segura de que, dadas las circunstancias, no les importaría.
Todavía andando sigilosamente, subo de puntillas los dos tramos de escaleras hasta el estudio de Jez, abro la puerta y recorro el suelo enmoquetado hasta llegar al ordenador. Huele a él. La fragancia delicada de algún producto caro que utiliza cuando se afeita. Tengo la piel de gallina. Me reclino en el cuero desgastado y, por un momento, me figuro que la suave piel sobre la que reposa mi cuerpo es suya.
El ordenador está encendido. Cautelosamente, escribo en Google «Deborah Ripwell, maestra».
Tardo un poco en comprender lo que estoy viendo. Es una noticia que se repite en todos los periódicos nacionales, de formas varias.
Febrero de este año, dice. Hace cuatro meses.
Mis ojos caen sobre el titular:
PROFESORA DE HACKNEY CULPABLE DE AGRESIÓN
Y ahí. Ahí figura el nombre de Debs. En los archivos online de un periódico local leo:
18 de febrero. Una maestra de Hackney ha sido declarada culpable del delito de agresión contra una menor en el Juzgado de Primera Instancia de Hackney.
Me quedo con la boca abierta.
Deborah Ribwell, maestra de la Queenstock Academy, reconoce haber golpeado en dos ocasiones a una alumna de quince años de edad, el 19 de diciembre del año pasado en el Victoria Park. La sentencia quedó suspendida por la petición de atenuación del representante de la señora Ribwell. El caso no ha terminado…
Me sobresalto al oír cerrarse una puerta en la calle. Me levanto y miro hacia fuera desde la ventana del estudio y veo que Debs cierra de un golpe la puerta de la verja de su vecina de al lado.
Sale de casa de la vecina a la acera, cruza la calzada y llega a la puerta de mi casa.
—¿Pero qué…? —susurro.
—¡Callie! —grita llamando a mi puerta—. ¡Callie! —repite incansable, pulsando el timbre tres o cuatro veces. Me retiro un poco de la ventana para que no me vea y sigo observando. Al ver que nadie responde, vuelve a salir, con la mirada enloquecida.
—¡AAAAAAAAH! —grita. Cierra bruscamente la cancela y camina a lo largo de Churchill Road.
Oh, Dios. Suzy tenía razón: está loca.
¿Por eso se cayó Rae en la calle? ¿Y si Debs perdió los estribos con mi hija, por salir corriendo sin ella de camino a casa después de las actividades extraescolares, y la golpeó?
Horrorizada, vuelvo al ordenador para leer el resto de la noticia y me encuentro con un mensaje instantáneo en una ventana abierta en mitad de la pantalla.
¿De dónde viene?
Lo leo por curiosidad: «Estás ahí…???». Miro a mi alrededor, en guardia, como si el autor del mensaje me estuviera espiando. Quien lo haya enviado debe de saber que el ordenador de Jez ha entrado online. No va firmado, pero luego veo la dirección del remitente sobre el mensaje: «SassySasha».
Espero; pero no sucede nada. Un mensaje para Jez. De SassySasha. Que se pregunta si él está aquí.
Intentando obviar la incomodidad que me produce, bajo el cursor para leer el siguiente artículo de periódico. Estoy a punto de pinchar el enlace cuando suena mi móvil. Contesto sin mirar el número, asumiendo que es Suzy.
—Eh —contesto—. ¿Dónde te habías metido? No había forma de hablar contigo. Oye, no te lo creerás, pero…
—¿Callie? —La voz me suena mucho, pero no acabo de ubicarla.
—Sí.
—Soy Caroline, la madre de Hannah.
—Ah, hola —digo sorprendida—. ¿Todo bien?
—Lo siento, Callie. No del todo. Me temo que Henry, bueno, está dando un poco de guerra. Ha empujado a otro niño y lo ha tirado al hielo. Se ha hecho daño. La verdad es que no puedo con él. He llamado a Suzy, pero tiene el móvil apagado. No sé, si Rae se encuentra bien, ¿podrías venir a recogerlo?
—Perdona, ¿qué has dicho de Rae?
—¿Suzy no la ha dejado contigo?
—No. —Me levanto y miro por la ventana para ver si llegan justo ahora, pero no. Y el coche de Suzy no está en la calle—. Oye, ¿qué está pasando aquí? ¿Por qué tendría que habérmela traído? Lo siento, Caroline, pero no entiendo nada.
—Ah. Qué raro. Suzy se ha llevado a Rae para casa cuando dejó a Henry. Ha dicho que tu hija no se encontraba bien. Perdona, daba por sentado que te la traía a ti de vuelta.
Miro mi reloj con el corazón en un puño. Hará media hora que se han ido. ¿Dónde se han metido?
—Caroline, ¿qué quiere decir eso de que no se encontraba bien? ¿Tenía problemas para respirar?
—No, no. En realidad a mí me parecía que tenía muy buen aspecto. Si te digo la verdad, me sorprendió un poco que Suzy se la llevara a casa. Tranquila, no te preocupes. Me quedaré aquí con Henry hasta tener noticias de…
Pero yo ya no escucho. Corro escaleras abajo.