Aunque los ruidos habían parado, Debs necesitaba escapar de casa, así que cogió las damasquinas que Allen había comprado el sábado en un vivero de Cruise Hill, de camino a casa de jugar al críquet, y se puso a plantarlos en el bancal del patio frontal para relajarse un poco.
Al momento se dio cuenta de que oía voces: la americana.
Se agachó y miró a través del alto seto. Suzy estaba en el portal de Callie, con Rae cogida fuertemente de la mano.
Por entre las hojas, Debs vio que Suzy y Rae se despedían de Callie y oyó el ruido de la puerta del edificio al cerrarse.
—¡Lo he conseguido! —exclamó Rae con una risita—: ¡Mami, déjame ir!
—Lo ves. Bravo. Te lo dije.
—¿Vamos a Ally Pally, tía Suzy? —preguntó la niña.
No oyó la réplica de Suzy, pero cruzaron la calle y se pararon cerca del escondite de Debs. La mujer se quedó paralizada como un ratón en las garras del gato. Estaban tan cerca que habría podido tocarlas a través del seto. Entonces se oyó un pitido y el ruido de las puertas al abrirse. Vio que un par de piececitos desaparecían de la acera y oyó cerrarse la puerta trasera del coche.
Luego captó un suspiro. Un extraño suspiro.
Debs se puso en tensión y oyó que la americana hablaba consigo misma en un falsete chillón. Se dio cuenta de que era una parodia desagradable de la voz de Rae.
—«¡Mamiii, déjame iiir!» —susurró. La voz recuperó su tono normal, pero siguió hablando en un murmullo—. Sí, a ver qué hace «mamiii» ahora que tía Suzy se ha cansado de que le tomen el pelo, preciosa.
Y dicho esto, abrió la puerta del conductor y sus pies empezaron a meterse en el coche. Instintivamente, Debs se movió hacia delante en un movimiento involuntario por alcanzar a la niña dentro del coche cerrado. El movimiento agitó el seto y Debs dio un respingo.
Los pies de la americana se detuvieron en su movimiento hacia el coche. Volvieron a posarse en el suelo y apuntaron hacia ella.
Debs cerró los ojos con todas sus fuerzas.
—Mírame. —Las palabras eran frías y claras. Debs abrió los ojos y vio a Suzy mirándola fijamente a través del seto—. Te he pillado —dijo la americana—, andas espiando a nuestros hijos. ¿Es que no leíste mi nota? —Levantó el brazo y enseñó el puño—. Vete con cuidado, puta, si no quieres perder todos los dientes de un puñetazo. No volveré a repetirlo. ¿Quieres que la próxima vez te deje el mensaje en el contestador?
Y después de decir eso, Suzy dio media vuelta, se metió en el coche y arrancó.
Oh, Dios Santo.
Debs se sentó en el empedrado del jardín. Oh, Dios Santo. Había tenido razón desde el primer momento.
Su mente estaba en ebullición. Esa mujer era un monstruo. ¿En qué demonios estaba pensando esa madre al dejar que se fuera con la niña? Los ojos de Debs saltaron a la puerta de casa de Callie. Por un momento pensó en cruzar la calzada corriendo, llamar a la puerta y contarle lo que Suzy acababa de decir. Lo que Debs había oído esa tarde a través de la pared.
Pero la joven ni siquiera había contestado a su nota del día anterior. Si Debs se presentaba en el portal de su casa para despotricar hablando de pintadas hechas con tiza y molestas llamadas de teléfono, lo más probable era que llamara a la policía.
Qué horror.
También estaba Allen, claro…
Se imaginó corriendo hacia el vestíbulo y descolgando el teléfono. ¿La creería él?
—Oh —gimió. ¿De qué le servía tener un marido que no creía ni una palabra de lo que le decías?
Oyó que se abría la puerta de la casa del otro lado y, sorprendida, volvió la vista hacia allí. Captó un sonido de pies arrastrándose por la hierba. Qué raro… Debs miró al otro lado de la cerca de la derecha y vio a una mujer de unos sesenta años, con una media melena blanca inmaculada enmarcando sus pómulos prominentes, que se arrodillaba en el jardín del número 17 para inspeccionar algo.
—Ah, buenos días —saludó la mujer, alzando la vista—. Usted es la nueva vecina, ¿verdad?
—Sí —dijo Debs, incómoda porque la habían pillado espiando entre los arbustos. Se levantó rápidamente y se acercó a un agujero de la cerca entre las dos casas.
—Hola, me llamo Debs.
—Yo soy Beattie —dijo la mujer, limpiándose las manos manchadas de tierra en la falda y luego alargando el brazo por entre la vegetación para estrecharle la mano—. ¿Sabe?, he descubierto algo de lo más extraño. Acabo de llegar de Suffolk y me he encontrado con que alguien ha recolocado las piedras de mi jardín.
—Oh —exclamó Debs.
—¿Qué pasa, querida?
—Yo… Yo… —Debs intentaba encontrar las palabras, pero se aturulló totalmente y su respiración se hizo caótica—. Yo… Yo… —Debs se hundió y estalló en sollozos que surgían en lugar de las palabras mientras las lágrimas caían incontenibles.
—¡Oh! —exclamó la mujer—. ¿Qué le pasa? ¿Se encuentra bien?
Debs dijo que no con la cabeza, incapaz de hablar.
—Pero venga, acérquese aquí —dijo Beattie, invitándola a entrar—. Pase un momento conmigo. A ver si puedo ayudarla en algo.
Debs dejó caer los brazos y obedeció. Salió de su jardín y se encontró con la vecina, que extendía las manos para tomarla por los hombros.
—Lo siento —gimió Debs—; es que…
—No. Tranquila, no se preocupe —dijo la mujer—. Pase y siéntese un rato.
La vecina condujo a Debs al interior de su casa, que olía a galletas recién horneadas. Las paredes estaban pintadas de un verde suave y elegante, y de ellas colgaban dibujos y cuadros: desnudos y paisajes que revelaban buen gusto. Debs encontró un pañuelo en el bolsillo e intentó secarse las lágrimas mientras seguía a la mujer, advirtiendo que había eliminado los tabiques para hacer una gran cocina agradable y funcional con una gran mesa de pino sobre la que había un enorme bol de frutas y un ordenador portátil, abierto y funcionando. Sobre el aparador había fotos de los nietos, y en los estantes los libros se alineaban.
—Bueno, ¿qué le apetece? —dijo Beattie con amabilidad—. ¿Una taza de té?
—Se lo agradezco mucho, es muy amable —dijo Debs con un suspiro—. Lo siento, pensará usted que no estoy bien de la cabeza. Últimamente he padecido mucho estrés. La verdad es que antes de que nos mudáramos aquí yo ya no estaba muy bien, pero ahora parece que me he enzarzado en un enfrentamiento horrible con la vecina de al lado y todo ha ido a peor.
—¿La americana de enfrente? —preguntó Beattie con gravedad.
Debs asintió.
—Mi marido cree que me estoy volviendo loca, que son todo imaginaciones mías, pero a mí me parece que está bastante desequilibrada. Ha habido todos esos ruidos en mi casa y mi teléfono ha estado sonando sin parar, y además creo que llenó mi contenedor de reciclaje con piedras del jardín de usted. Y lo peor de todo es que creo que por su culpa puse en grave peligro a la hija de otra vecina; y eso es terrible porque yo soy maestra y lo que sé hacer es cuidar niños; y la madre de la niña está enfadada por eso y seguramente acabaré perdiendo el empleo…
Tomó aire.
—¿Y cree que ella le ha hecho todo eso? —preguntó Beattie.
Debs vaciló. Oh no. ¿Qué acababa de hacer? Ahora esa buena mujer también pensaría que estaba loca.
—No me extrañaría —añadió Beattie, asintiendo.
Debs se sonó la nariz.
Tardó un instante asimilar lo que Beattie acababa de decir.
—¿Cómo? —susurró.
Beattie se acercó al hervidor y sirvió una taza de té para cada una.
—He dicho que no me extrañaría. Sí. Tomemos un poco de tarta. —Sirvió un trocito rectangular de tarta de limón en un bonito plato de porcelana china y acercó las dos tazas humeantes—. En mi opinión, es una mujer muy rara.
»En realidad, los Henderson se fueron por culpa de esa chica, aunque seguramente ellos no querrían que se lo contara. Cuando llegó, hace dos años, llamó a la puerta de los Henderson y les pidió que no aparcaran delante de su casa. El señor Henderson pensó que a lo mejor, al ser americana, no se daba cuenta de que en una calle como esta, sin restricciones de aparcamiento, cada cual puede aparcar donde quiera. Pero esa joven se puso terca e insistió en que no quería que aparcaran delante de su casa. Quería el sitio para sus coches. Ellos restaron importancia al asunto, pero la siguiente vez que aparcaron delante, ella salió hecha una furia y empezó a gritarles. Sheila Henderson dijo que daba miedo. Luego ella ponía la aspiradora al lado de la pared y la dejaba en marcha todo el día. A veces tiraba de la cadena durante toda la noche mientras ellos intentaban dormir. Luego, en verano, ponía la radio a tope con las ventanas abiertas. También creen que intentó envenenar a su pequeño Highland terrier. Una mañana encontraron uvas y chocolate en su jardín, que son alimentos nocivos para algunos perros. Finalmente informaron a la oficina del distrito, pero les dijeron que tenían que pillarla en el momento de hacerlo. Y ella era demasiado astuta para dejarse sorprender. Seguro que ya se ha dado cuenta, pero en esta calle todo el mundo se conoce. Todo el mundo sabe qué hace el que vive al lado, así que todos los vecinos se enteraron. Pronto, incluso las mujeres se iban a aparcar a la avenida en mitad de la noche con tal de dejar espacio delante de su casa.
Debs se quedó helada.
—Pero ahora está con la niña pequeña de la vecina de enfrente.
—¿La niña que tuvo el accidente con el hijo de Mary? —dijo Beattie.
Debs se quedó mirándola.
—¿El hijo de Mary?
—Sí, Mary, de la calle de al lado. Su hijo se cayó de la bici el otro día y no le dijo que hubo una niña involucrada en el accidente hasta ayer. Mary se acercó para saber si se encontraba bien, pero la madre no estaba en casa.
Debs palideció.
—¿Qué le pasa, querida?
—Oh, Dios. Era ella.
—¿Qué quiere decir?
Debs se tapó la boca con la mano. ¿Cómo había sido tan estúpida? Su paranoia desquiciada le había impedido ver lo que estaba justo delante de sus narices. Había tenido razón desde el primer momento. La americana estaba enloquecida, tal vez incluso era peligrosa.
Y ahora tenía a Rae.
—Beattie —dijo, levantando la vista—. Es muy importante. Cuénteme todo lo que sepa.