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Debs

A las tres y veinte los ruidos cesaron. Se oyó el portazo de la puerta principal de casa de la americana, y a partir de entonces se acabó.

Debs se sentó en el suelo de la habitación libre con las piernas cruzadas y las manos en la cabeza, sin osar apenas moverse.

Permaneció sentada diez minutos, contando. Cuando el canto de los pájaros del patio y el lejano rumor del tráfico fueron llenando la habitación de nuevo, poco a poco Debs se desprendió de la bufanda de lana de Allen, que se había enroscado como una venda alrededor de la cabeza, para taparse los oídos, y se quitó los tapones. Tenía los oídos enrojecidos e hinchados. Se levantó vacilante, intentando no hacer ruido. Alcanzó la puerta, agarró el viejo pomo victoriano con delicadeza, lo hizo girar conteniendo el aliento, y dio un respingo horrorizada cuando produjo un crujido apenas audible. Asomó la cabeza al corredor del piso de arriba para asegurarse… Nada.

El silencio bañaba sus oídos como el aceite de oliva caliente que su madre solía verter en ellos cuando le dolían.

Mordiéndose el labio, dio unos pasitos de prueba por el rellano hacia la barandilla y apoyó en ella su peso para aligerar sus pisadas. Moviéndose de esa manera, agarrando fuerte con las manos el pasamanos de madera, apoyándose en él, podía desplazar su peso con un riesgo mínimo.

Tres minutos más tarde se movía sigilosamente por el vestíbulo de la planta baja hacia la cocina. Sus ojos se volvieron medrosos hacia la pared que compartía con la americana, como un rehén que evita el contacto visual con el atracador del banco. En la cocina notó la garganta seca y conectó el hervidor, sujetando el botón de encendido de manera que al accionarlo el chasquido quedara amortiguado.

Finalmente exhaló un suspiro prolongado y se sintió con ánimos para ir a por una bolsa de té.

Clic. El hervidor se apagó.

—¡Auh! —soltó con voz ahogada, antes de taparse la boca con ambas manos.

En ese momento se vio a sí misma en el reflejo del hervidor plateado. Ojos desorbitados, tapándose la boca con las manos.

Por Dios. ¿Qué demonios le pasaba?

Vertió el té cuidadosamente, sacó la leche, cerró la puerta del frigorífico, que produjo un suave rumor, y rememoró la noche anterior. Después de cenar, Allen había dispuesto los pedazos de la tetera de su madre sobre la encimera, mientras Debs permanecía detrás, avergonzada.

—Le habré preparado miles de tazas en esta tetera —se lamentó, encajando dos pedazos del asa.

—No lo hice a propósito, cariño —dijo ella—; pero ahora que hablamos del tema…

Al final fue capaz de explicar la sensación que le inspiraban las pertenencias de la madre de Allen. La forma en que se inmiscuían en su vida de casados. Que le gustaría venderlas o dejarlas almacenadas en algún sitio.

—Como quieras, cariño —dijo él, volviéndole la espalda y sentándose con el crucigrama de The Guardian.

Le había sentado bien expresar sus sentimientos. Había tomado el control, como le había propuesto Alison. Superar el miedo. Algo parecía resuelto. Y ahora, pensó Debs, se deslizaba sigilosamente hacia la mesa de su propia cocina, de nuevo aterrorizada.

Eso no podía seguir. También había que resolverlo.

Buscó desesperadamente una solución. En un momento de iluminación, supo qué debía hacer. Convencería a Allen para que vendieran la casa. Esa misma noche. Esa noche lo convencería. Sí, costaría miles de libras volver a mudarse, tal vez todos sus ahorros, porque otra vez tendrían que pagar impuestos sobre la compraventa, gastos de notaría y las comisiones de los agentes inmobiliarios; pero en esta ocasión ella lo controlaría, se aseguraría de elegir la casa adecuada. Saldrían de Londres, tal vez a Hertfordshire, y Allen haría el trayecto cada día. Y nada de casas adosadas. Buscarían un bungalow. Quizás con un jardín grande, al final de un desvío, donde los Poplar no pudieran encontrarla, donde le fuera imposible llegar a preguntarse de forma malsana si sus vecinos se dedicaban a acosarla; porque, sencillamente, no los habría.

La decisión apaciguó momentáneamente sus nervios desbocados. Era una solución. Terrible, pero una solución al fin y al cabo.

Luego tuvo una ocurrencia: el aeropuerto de Luton, ¿no estaba cerca de Hertfordshire? ¿No habría aviones sobrevolando constantemente…?

—¡Oh! —Con una inspiración brusca, de repente percibió la locura que se había apoderado de sus ideas—. No —dijo meneando la cabeza, negándose a aceptar aquello en que se había convertido. Esta vez no.